We are the same | Zair Morózov

El silencio imperaba en todo el bosque. O eso parecía a simple vista. Sin embargo, sutiles gorgojeos se acoplaban de manera sincrónica con el ruido del agua deslizándose por las rocas. Me detuve, conteniendo la respiración en un vago intento por afinar el oído. Podía sentir la tenue vibración del aire acariciando el lóbulo de mi oreja izquierda. Tras unos instantes, logré identificar la dirección en la que se encontraba el río. Me acerqué con cautela, inspeccionando la zona desde los árboles. El agua caía desde una roca ubicada a unos veinte metros del suelo. El paradisíaco lugar invitaba a sumergirse en un relajante baño. No obstante, me abstuve de hacerlo. No conocía el bosque y tampoco estaba plenamente segura de que no pudiera encontrarme con alguien más en cualquier momento.

Esperé unos segundos, cerciorándome de que no había nadie más que pudiera cogerme con la guardia baja. Caminé hacia la orilla con parsimonia, aún pendiente de todo lo que me envolvía. Me arrodillé dejando que el agua empapara el bajo de mi destartalado vestido y me deshice de la tela que rodeaba mi antebrazo para lavarla. Había rasgado mi vestimenta en un amago por elaborar algo parecido a una venda con la que cubrir la herida. Pero, a pesar del cuidado que había tenido y de haber transcurrido varios días, la herida no cesaba de supurar. Y, para colmo, mis fuerzas comenzaban a flaquear.

Resulta irónico cómo tu situación y tu estatus pueden variar de un momento a otro; en un abrir y cerrar de ojos. Tras haber sufrido aquel brusco abordaje en mitad del bosque, había tratado de vivir por mis propios medios. ¿Cómo iba a regresar después de haber huido? ¿Cómo volver a un hogar donde ni yo misma podía explicar qué me había sucedido? Así mismo, mi fortaleza se había visto mermada en este breve lapso de tiempo. Estaba sola y sin recursos para empezar una nueva vida. Lo había tenido todo y ahora no tenía nada. Y entonces lo comprendí. Comprendí que mi historia estaba ya escrita por unas manos que no eran las mías. Entendí que estaba sentenciada a un matrimonio que no deseaba. Que estaría obligada a dejar la música y a convertirme en una ama de casa ejemplar bajo el mando del que fuera mi marido. Y aún siendo conocedora de todo aquello, me resigné. Acepté, aunque no de buen grado, el que sería mi futuro. Después de todo, prefería eso a ser repudiada por mi familia por la familia que me había dado una vida mejor que la que podría haber tenido en Rusia.

Observé mi brazo con detenimiento. La mordedura estaba lejos de tener un buen aspecto. Deslicé la tela con suavidad sobre mi piel. Cuando sentí el roce, de manera inconsciente apreté los labios hasta dibujar una fina línea. Dolía. Dolía como si hubiese sucedido aquel mismo día. La mera idea de que se hubiese infectado erizaba cada vello de mi piel. ¿Y si se propagaba la infección y perdía el brazo? Definitivamente necesitaba un médico.

Tras colocar nuevamente la banda sobre mi extremidad, decidí buscar ayuda. Deslicé la mirada hacia la copa de los árboles, continuando el recorrido hasta atisbar a esa flamante luna llena que comenzaba a asomar. Parecía gritar mi nombre. Parecía lograr que me meciese a su voluntad. Un olor logró devolverme a la realidad. Hasta entonces ni siquiera había reparado en cuán desarrollado parecía estar mi olfato. Fruncí el ceño, al unísono que apretaba con rabia la mandíbula. ¿Qué me estaba sucediendo? -¿Quién anda ahí? -Inquirí, tratando de ocultar mi preocupación. De tratarse del mismo tipo que aquella noche, vendría a rematarme.