AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Dadora de infinito | Privado
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Dadora de infinito | Privado
Dadora de infinito, yo no sé tomar, perdoname.
Julio Cortázar.
Julio Cortázar.
Paso a paso, viento a viento, gota a gota. Pierre Barreau hacía bien su trabajo y no le daba culpa sentirse orgulloso de eso, en los meses que llevaba de cuidador de aquella zona de la aldea, pocos eran los altercados que había presenciado porque de todos había salido sangrientamente victorioso, motivo suficiente para que los habitantes de aquella área le temiesen y buscasen otro sitio en el que armar problemas.
El aire estaba húmedo esa noche, como si la tierra se estuviese preparando para recibir a la lluvia que no se decidía a caer sobre el bosque que la manada de Sabine habitaba. Al menos todo estaba en calma, había pasado con su caballo por las casillas de sus hermanos lobos –como se llamaban, pues la palabra licántropos enojaba a la alfa- y solo le quedaba inspeccionar que todo estuviese en calma en la última, la que antes pertenecía a Colette y Bernard -un joven matrimonio que se llevaba demasiado mal- pero que ahora estaba vacía, ya que Colette había escapado y Bernard muerto a manos de Sabine luego de que le exigiese a la alfa, con aires prepotentes, que hiciera algo para que su esposa regresase con él. Ahora la casa estaba vacía, pero indicaba que allí terminaba el área que Pierre debía vigilar.
Por eso, porque estaba vacía, a Pierre le extrañó ver luz desde lo lejos y desmontó sigiloso tras un árbol para acercarse a pie. ¿Habría vuelto Colette, la viudita? Esperaba que sí pues siempre le había gustado su cuerpo de curvas pronunciadas, tal vez podría proponerle vivir en pareja ahora que su arrogante esposo estaba muerto… Se acercó a la ventana despacio y no vio nada en la primera habitación, por lo que tuvo que girar un poco más –tampoco era demasiado grande, se trataba de una casilla simple y con pocos muebles- hasta encontrar el cuerpo que tanto deseaba ver… pero no era el de Colette. Esta mujer era mucho más alta, su cabello era más largo y vestía de forma… extraña. Ah, pero su perfume… Pierre pegó la cara al vidrio, cerró los ojos e inspiró el aroma que le llegaba de aquel cuerpo, al instante un escalofrío lo recorrió y necesitó llevarle una mano a la entrepierna para masajeársela. Jadeando como poseído liberó el aire, solo para volver a llenarse otra vez con el perfume de aquella mujer. ¿De dónde habría salido? No era de la manada, ni siquiera era una licántropo, él la conocería si así fuese.
¿Para qué iba a rodear la casita hasta la puerta de entrada si podía simplemente entrar por la ventana? Pierre ya no se ocultó, sino que se incorporó y tras empujar un poco la estructura que contenía las dos hojas de vidrio la ventana se abrió para él que no dudó en entrar de un salto a la vivienda.
-Hola, preciosa –saludó, acercándose a ella-. ¿Qué haces aquí? ¿Me esperabas? Yo sí que te esperaba a ti.
Pierre Barreau- Licántropo Clase Baja
- Mensajes : 12
Fecha de inscripción : 07/06/2018
Re: Dadora de infinito | Privado
Cuando la madre superiora hizo llamar a Élise al pequeño despacho del convento, la monja no podía imaginar lo que le iba a deparar el futuro inmediato.
—Pero, madre… ¿Ir a dónde?
—Hay una aldea a las afueras de la ciudad que, según tenemos entendido, necesita que alguien la conduzca por el buen camino. Las noticias que llegan son... —Se santiguó—. Tienes arrojo, mi querida Élise. Sé que eres la adecuada para ayudar a esa gente a que encuentre su sitio.
La joven asintió, aceptando el trabajo que se le acababa de dar.
—¿Cuando partiré?
—Mañana temprano. Un coche te llevará hasta las inmediaciones, pero después tendrás que caminar. La aldea está alejada y el camino es poco transitable —explicó—. Ya puedes retirarte, supongo que deberás hacer el equipaje.
Tal y como la mujer le contó, el coche la dejó a las afueras de París. Élise sólo contaba con su pequeña maleta y una nota con indicaciones sobre cómo llegar a la aldea en la que, de ahora en adelante, debería trabajar. Durante el camino no hacía más que preguntarse, ¿por qué ella, y no otra de sus hermanas? Siempre había tenido conflictos con la madre superiora debido a su carácter; el resto de muchachas se habían mostrado sumisas, pero a ella le costó mucho tiempo asimilar que ya no estaba en su hogar, rodeada de su familia.
—Se querrá librar de mí —dijo, mientras caminaba por un estrecho camino de tierra—. Aunque, al menos, conoceré algo más que no sean los muros de ese convento. En el fondo, puede que hasta se lo agradezca.
Miraba el papel cada poco tiempo, puesto que las horas pasaban y no deseaba estar fuera cuando la noche llegara. Estaba cansada y le dolían los pies. ¿Dónde diablos estaba la dichosa aldea? Llegado un punto, se paró en mitad del camino, dejó la maleta en el suelo y volvió a repasar las indicaciones. Había seguido todo al pie de la letra, era imposible que se hubiera perdido. Miró a su alrededor y suspiró. Allí no había más que arbustos, hierbas altas y algunos árboles un poco más allá, pero ninguna casa.
Emprendió la marcha, que duró un par de horas más, hasta que al fin vio el tejado de la primera casa. Su rostro se iluminó y por fin pudo respirar. Era pasado el mediodía y aún quedaban unas horas de luz antes de que se hiciera completamente de noche. Según lo que le había dicho la madre superiora, ella viviría en la primera casa del camino —la que ella había visto—, puesto que el convento había podido hacerse con la propiedad del edificio. Élise esperaba encontrar una casita de piedra que, si bien no iba a estar llena de lujos, sí sería un lugar acogedor en el que vivir. Sobrio, pero con todo lo necesario para una mujer santa. Lo que encontró al llegar, sin embargo, fue una completa decepción: el suelo estaba cubierto de una capa de polvo, había restos de lo que parecía una cena sobre la mesa —en mal estado y roído por los ratones, claro está— y la cama tenía las sábanas arrugadas y llenas de suciedad, eso sin contar con todos los excrementos de ratón que había distribuidos por todas partes.
Lo primero que hizo Élise, después de dejar su maletita en una esquina, fue abrir todas las ventanas para ventilar ese ambiente cargado que se respiraba. Deshizo la cama y, si no quemó las sábanas en la chimenea, fue porque no tenía otra cosa con la que volver a hacerla. Limpió el suelo a conciencia, echando de allí a un roedor que vivía escondido debajo de la cómoda, y se deshizo de los restos putrefactos de comida. Cuando terminó apenas quedaba luz en el exterior, pero la casa había tomado otro aspecto completamente distinto. Encendió la chimenea y se permitió un minuto de descanso frente al fuego.
La noche era fresca y una brisa entró por la ventana abierta. Élise la cerró antes de comenzar a desvestirse para poder acostarse. Comenzó con la toca —una prenda que detestaba pero que la obligaban a llevar— y deshizo el peinado que mantenía su cabello fijo detrás de la cabeza. La sacudió para que su melena cayera cubriendo su espalda en una cascada de grandes bucles naturales. Después llegó el turno del hábito, que dejó doblado en el respaldo de una silla. Iba a quitarse el vestidillo blanco que llevaba sobre las enaguas cuando un ruido en su espalda llamó su atención. Se giró, creyendo que el viento habría abierto la ventana, y descubrió al intruso que se había colado en su casa.
—¿Quién es usted? —preguntó, asustada e intentando mantener la distancia con él—. ¿Qué hace aquí? Yo no espero a nadie. Váyase, no se acerque. ¿Qué quiere?
Buscó algo con lo que defenderse y encontró una cuchara de madera que interpuso entre ella y el hombre. Si se acercaba no dudaría en atizarlo como a una alfombra vieja.
—Pero, madre… ¿Ir a dónde?
—Hay una aldea a las afueras de la ciudad que, según tenemos entendido, necesita que alguien la conduzca por el buen camino. Las noticias que llegan son... —Se santiguó—. Tienes arrojo, mi querida Élise. Sé que eres la adecuada para ayudar a esa gente a que encuentre su sitio.
La joven asintió, aceptando el trabajo que se le acababa de dar.
—¿Cuando partiré?
—Mañana temprano. Un coche te llevará hasta las inmediaciones, pero después tendrás que caminar. La aldea está alejada y el camino es poco transitable —explicó—. Ya puedes retirarte, supongo que deberás hacer el equipaje.
Tal y como la mujer le contó, el coche la dejó a las afueras de París. Élise sólo contaba con su pequeña maleta y una nota con indicaciones sobre cómo llegar a la aldea en la que, de ahora en adelante, debería trabajar. Durante el camino no hacía más que preguntarse, ¿por qué ella, y no otra de sus hermanas? Siempre había tenido conflictos con la madre superiora debido a su carácter; el resto de muchachas se habían mostrado sumisas, pero a ella le costó mucho tiempo asimilar que ya no estaba en su hogar, rodeada de su familia.
—Se querrá librar de mí —dijo, mientras caminaba por un estrecho camino de tierra—. Aunque, al menos, conoceré algo más que no sean los muros de ese convento. En el fondo, puede que hasta se lo agradezca.
Miraba el papel cada poco tiempo, puesto que las horas pasaban y no deseaba estar fuera cuando la noche llegara. Estaba cansada y le dolían los pies. ¿Dónde diablos estaba la dichosa aldea? Llegado un punto, se paró en mitad del camino, dejó la maleta en el suelo y volvió a repasar las indicaciones. Había seguido todo al pie de la letra, era imposible que se hubiera perdido. Miró a su alrededor y suspiró. Allí no había más que arbustos, hierbas altas y algunos árboles un poco más allá, pero ninguna casa.
Emprendió la marcha, que duró un par de horas más, hasta que al fin vio el tejado de la primera casa. Su rostro se iluminó y por fin pudo respirar. Era pasado el mediodía y aún quedaban unas horas de luz antes de que se hiciera completamente de noche. Según lo que le había dicho la madre superiora, ella viviría en la primera casa del camino —la que ella había visto—, puesto que el convento había podido hacerse con la propiedad del edificio. Élise esperaba encontrar una casita de piedra que, si bien no iba a estar llena de lujos, sí sería un lugar acogedor en el que vivir. Sobrio, pero con todo lo necesario para una mujer santa. Lo que encontró al llegar, sin embargo, fue una completa decepción: el suelo estaba cubierto de una capa de polvo, había restos de lo que parecía una cena sobre la mesa —en mal estado y roído por los ratones, claro está— y la cama tenía las sábanas arrugadas y llenas de suciedad, eso sin contar con todos los excrementos de ratón que había distribuidos por todas partes.
Lo primero que hizo Élise, después de dejar su maletita en una esquina, fue abrir todas las ventanas para ventilar ese ambiente cargado que se respiraba. Deshizo la cama y, si no quemó las sábanas en la chimenea, fue porque no tenía otra cosa con la que volver a hacerla. Limpió el suelo a conciencia, echando de allí a un roedor que vivía escondido debajo de la cómoda, y se deshizo de los restos putrefactos de comida. Cuando terminó apenas quedaba luz en el exterior, pero la casa había tomado otro aspecto completamente distinto. Encendió la chimenea y se permitió un minuto de descanso frente al fuego.
La noche era fresca y una brisa entró por la ventana abierta. Élise la cerró antes de comenzar a desvestirse para poder acostarse. Comenzó con la toca —una prenda que detestaba pero que la obligaban a llevar— y deshizo el peinado que mantenía su cabello fijo detrás de la cabeza. La sacudió para que su melena cayera cubriendo su espalda en una cascada de grandes bucles naturales. Después llegó el turno del hábito, que dejó doblado en el respaldo de una silla. Iba a quitarse el vestidillo blanco que llevaba sobre las enaguas cuando un ruido en su espalda llamó su atención. Se giró, creyendo que el viento habría abierto la ventana, y descubrió al intruso que se había colado en su casa.
—¿Quién es usted? —preguntó, asustada e intentando mantener la distancia con él—. ¿Qué hace aquí? Yo no espero a nadie. Váyase, no se acerque. ¿Qué quiere?
Buscó algo con lo que defenderse y encontró una cuchara de madera que interpuso entre ella y el hombre. Si se acercaba no dudaría en atizarlo como a una alfombra vieja.
Élise de Bergerac- Humano Clase Media
- Mensajes : 17
Fecha de inscripción : 27/06/2018
Re: Dadora de infinito | Privado
¡Qué provocadora era! ¡Con esa cabellera larga y libre, con esa túnica blanca que pretendía esconder su cuerpo! No, no lo escondería, no de Pierre. Tomó el extremo de lo que fuese que ella esgrimía y tiró, ella acabó con su cuerpo pegado al del licántropo y desarmada.
-Buenas, muy buenas, noches, amor mío –dijo, con una sonrisa y pasó su lengua por los labios de la mujer-. Oh, no, no escaparás de mis caricias. ¿Qué haces aquí? –preguntó, sin soltarla, pasando sus manos por sus nalgas-. No eres como nosotros, ¿a qué has venido?
Necesitaba que se quedase quieta. Enredó su mano en el cabello de ella y tiró para inmovilizarla, al fin pudo mirarla a los ojos. Era preciosa, sus labios, sus ojos redondeados… el calor perfumado de su cuerpo. Pierre ya estaba listo para tomarla allí, sobre el lecho. Volvió a caer sobre su boca pero algo distrajo su atención… sobre la mesilla había un enorme crucifijo de madera, más allá, también sobre la mesilla vio una especie de colgante también con una crucecilla. Pierre la miró horrorizado y la soltó, ¿acaso esa mujer quería morir?
-¿Qué hace eso aquí? ¿Quieres morir? ¿Te has vuelto loca? ¿De donde has salido? –Demasiadas preguntas brotando de su boca, como agua que fluye entre las rocas de un río ladeado. –Ella… Ella te matará, la alfa odia los crucifijos, odia todos los simbolismos cristianos.
Se rascó la cabeza preocupado, de pronto todo el ardor había desaparecido y Pierre sudaba frío. Si cualquiera entraba allí podría creer que aquellas cosas también eran suyas y Sabine lo mataría a él también sin importar el cariño que sintiera hacia Pierre, tenía la certeza pues la había visto asesinar al que había llamado su mejor amigo durante varios años. A ella poco le importaban los vínculos.
-Deshazte de eso, quema las cruces… -Se llevó una mano a la frente porque él, habiendo sido educado en una casa cristiana, no tenía el valor de hacer semejante cosa. La miró, porque estaba seguro de que ella no lo comprendía. –Debes enterrar todo eso, o hacer lo que sea para que desaparezca. Sabine odia las cruces, ella es quien manda sobre nosotros, sobre nuestra aldea… Te matará si te encuentra con esto, yo mismo debería denunciarte –cayó de pronto en que él era un vigía, un guardián, debería entregarla-, pero no quiero hacerlo… eres demasiado bonita como para morir.
Era una humana sin poderes, si quería vivir debía prestarse a ser mordida y ningún problema habría para que se uniese a la manada –de hecho necesitaban mujeres, pues los hombres las triplicaban en número-, pero teniendo lo que tenía… lo más probable era que Sabine la matara directamente. Por un motivo que todos desconocían, la alfa odiaba a la iglesia y todo lo que se le relacionase.
-Deshazte de eso y te ayudaré a vivir –le prometió-. ¿Sabes siquiera a dónde has venido a parar?
-Buenas, muy buenas, noches, amor mío –dijo, con una sonrisa y pasó su lengua por los labios de la mujer-. Oh, no, no escaparás de mis caricias. ¿Qué haces aquí? –preguntó, sin soltarla, pasando sus manos por sus nalgas-. No eres como nosotros, ¿a qué has venido?
Necesitaba que se quedase quieta. Enredó su mano en el cabello de ella y tiró para inmovilizarla, al fin pudo mirarla a los ojos. Era preciosa, sus labios, sus ojos redondeados… el calor perfumado de su cuerpo. Pierre ya estaba listo para tomarla allí, sobre el lecho. Volvió a caer sobre su boca pero algo distrajo su atención… sobre la mesilla había un enorme crucifijo de madera, más allá, también sobre la mesilla vio una especie de colgante también con una crucecilla. Pierre la miró horrorizado y la soltó, ¿acaso esa mujer quería morir?
-¿Qué hace eso aquí? ¿Quieres morir? ¿Te has vuelto loca? ¿De donde has salido? –Demasiadas preguntas brotando de su boca, como agua que fluye entre las rocas de un río ladeado. –Ella… Ella te matará, la alfa odia los crucifijos, odia todos los simbolismos cristianos.
Se rascó la cabeza preocupado, de pronto todo el ardor había desaparecido y Pierre sudaba frío. Si cualquiera entraba allí podría creer que aquellas cosas también eran suyas y Sabine lo mataría a él también sin importar el cariño que sintiera hacia Pierre, tenía la certeza pues la había visto asesinar al que había llamado su mejor amigo durante varios años. A ella poco le importaban los vínculos.
-Deshazte de eso, quema las cruces… -Se llevó una mano a la frente porque él, habiendo sido educado en una casa cristiana, no tenía el valor de hacer semejante cosa. La miró, porque estaba seguro de que ella no lo comprendía. –Debes enterrar todo eso, o hacer lo que sea para que desaparezca. Sabine odia las cruces, ella es quien manda sobre nosotros, sobre nuestra aldea… Te matará si te encuentra con esto, yo mismo debería denunciarte –cayó de pronto en que él era un vigía, un guardián, debería entregarla-, pero no quiero hacerlo… eres demasiado bonita como para morir.
Era una humana sin poderes, si quería vivir debía prestarse a ser mordida y ningún problema habría para que se uniese a la manada –de hecho necesitaban mujeres, pues los hombres las triplicaban en número-, pero teniendo lo que tenía… lo más probable era que Sabine la matara directamente. Por un motivo que todos desconocían, la alfa odiaba a la iglesia y todo lo que se le relacionase.
-Deshazte de eso y te ayudaré a vivir –le prometió-. ¿Sabes siquiera a dónde has venido a parar?
Pierre Barreau- Licántropo Clase Baja
- Mensajes : 12
Fecha de inscripción : 07/06/2018
Re: Dadora de infinito | Privado
¿Pero qué clase de bestia grosera, indómita y repugnante era aquella? A pesar de que tenía la cuchara agarrada con todas sus fuerzas, el simple tirón del bastardo hizo que lo soltara como si sólo lo estuviera sujetando con las yemas de sus dedos. Y no sólo le quitó la única arma que poseía; con el mismo movimiento, la pegó a su cuerpo y la rodeó con ambos brazos, tocándola en zonas en las que ni siquiera ella se atrevía a poner sus manos, por pudor y vergüenza.
—¿¡Qué quieres?! —gritó, con la voz quebrada, e intentando zafarse de su agarre, sin éxito—. ¡Irás al infierno por esto! ¡Déjame en paz!
Las lágrimas saltaban de sus ojos a causa del miedo. Élise nunca se había enfrentado al mundo real, puesto que siempre había vivido encerrada en el convento, a salvo de alimañanas como aquel tipejo que ahora tiraba de su hermosa melena castaña y la obligaba a mirarle a los ojos. La mujer no sabía qué era el deseo —aunque lo intuía—, pero nada más ver el brillo en sus pupilas supo qué quería hacer con ella. La vista se le nubló y sintió que perdía las fuerzas, pero justo en ese momento el hombre la soltó y se alejó de ella.
Élise tuvo el tiempo suficiente para volver en sí y alejarse en dirección contraria hasta chocar con la pared. Una vez allí, se dejó caer hasta quedar hecha un ovillo en el suelo y cerró los ojos para rezar con más fuerza. El hombre hablaba de una alfa que odiaba a Cristo, a Dios misericordioso, al pilar que regía su vida. ¡Oh, cielos! Sí que necesitaban un guía en aquel lugar de locos.
—¿Que haga qué?
A pesar de que intentaba no escucharlo, no pudo evitar dejar de rezar para mirarlo fijamente cuando le pidió que quemara las cruces.
—¡No pienso quemar mis cruces! ¿Y eres tú el que dice que yo me he vuelto loca? —Se santiguó antes de seguir—. Perdónale, señor, perdónale porque es un hombre enfermo por el pecado y el vicio. No sabe lo que dice, pero yo les enseñaré el camino, esa es la misión que me ha sido encomendada y que cumpliré aunque me lleve la vida.
Hablaba en susurros y mirando el techo —cuyas vigas estaban un poco podridas, todo sea dicho— mientras envolvía el rosario que pendía de su cuello entre las manos, a la altura de su pecho.
—Claro que sé a dónde he venido a parar —contestó, enfadada, y se levantó, quizá demasiado deprisa puesto que se mareó—. A una aldea de herejes y chalados que necesitan una buena lección sobre Dios. Pero puedes estar tranquilo, para eso estoy aquí, para enseñaros el buen camino y que dejéis de ser unos horribles pecadores.
Se movió rápida y buscó algo para poder ponerse sobre el vestidillo y cubrir así un cuerpo que, si bien no estaba desnudo, así lo sentía ella. El hábito era demasiado aparatoso, así que agarró una manta y se la echó por los hombros antes de volver a dirigirse al hombre.
—Yo me llamo Élise de Bergerac. ¿Cuál es tu nombre? —dijo solemnemente, pero sin acercarse demasiado—. Has asaltado mi casa y has insultado a Dios, me merezco un nombre, al menos.
—¿¡Qué quieres?! —gritó, con la voz quebrada, e intentando zafarse de su agarre, sin éxito—. ¡Irás al infierno por esto! ¡Déjame en paz!
Las lágrimas saltaban de sus ojos a causa del miedo. Élise nunca se había enfrentado al mundo real, puesto que siempre había vivido encerrada en el convento, a salvo de alimañanas como aquel tipejo que ahora tiraba de su hermosa melena castaña y la obligaba a mirarle a los ojos. La mujer no sabía qué era el deseo —aunque lo intuía—, pero nada más ver el brillo en sus pupilas supo qué quería hacer con ella. La vista se le nubló y sintió que perdía las fuerzas, pero justo en ese momento el hombre la soltó y se alejó de ella.
Élise tuvo el tiempo suficiente para volver en sí y alejarse en dirección contraria hasta chocar con la pared. Una vez allí, se dejó caer hasta quedar hecha un ovillo en el suelo y cerró los ojos para rezar con más fuerza. El hombre hablaba de una alfa que odiaba a Cristo, a Dios misericordioso, al pilar que regía su vida. ¡Oh, cielos! Sí que necesitaban un guía en aquel lugar de locos.
—¿Que haga qué?
A pesar de que intentaba no escucharlo, no pudo evitar dejar de rezar para mirarlo fijamente cuando le pidió que quemara las cruces.
—¡No pienso quemar mis cruces! ¿Y eres tú el que dice que yo me he vuelto loca? —Se santiguó antes de seguir—. Perdónale, señor, perdónale porque es un hombre enfermo por el pecado y el vicio. No sabe lo que dice, pero yo les enseñaré el camino, esa es la misión que me ha sido encomendada y que cumpliré aunque me lleve la vida.
Hablaba en susurros y mirando el techo —cuyas vigas estaban un poco podridas, todo sea dicho— mientras envolvía el rosario que pendía de su cuello entre las manos, a la altura de su pecho.
—Claro que sé a dónde he venido a parar —contestó, enfadada, y se levantó, quizá demasiado deprisa puesto que se mareó—. A una aldea de herejes y chalados que necesitan una buena lección sobre Dios. Pero puedes estar tranquilo, para eso estoy aquí, para enseñaros el buen camino y que dejéis de ser unos horribles pecadores.
Se movió rápida y buscó algo para poder ponerse sobre el vestidillo y cubrir así un cuerpo que, si bien no estaba desnudo, así lo sentía ella. El hábito era demasiado aparatoso, así que agarró una manta y se la echó por los hombros antes de volver a dirigirse al hombre.
—Yo me llamo Élise de Bergerac. ¿Cuál es tu nombre? —dijo solemnemente, pero sin acercarse demasiado—. Has asaltado mi casa y has insultado a Dios, me merezco un nombre, al menos.
Élise de Bergerac- Humano Clase Media
- Mensajes : 17
Fecha de inscripción : 27/06/2018
Re: Dadora de infinito | Privado
Le dio risa oírla hablar con Dios de esa forma. Claro que Pierre Barreau no era ya Pierre Barreau, ahora era un demonio… Mientras en el pasado se habría santiguado, ahora simplemente se tomaba a risa el rezo de la mujer. Él, tan bien enseñado en una familia de valores cristianos, pero tan corrompido ahora…
-No, no tienes ni idea de donde estás, mujer –dijo, entre risas. Pierre se tomó el abdomen porque de tanto reírse de ella le dolía el vientre-. ¡Estás en el infierno y tú rezando! No puede ser verdad…
La observó moverse y el calor se reavivó en su cuerpo. ¡Qué piernas, por Dios el Cristo! Con el movimiento, el camisolín se le había levantado dejando parte de ellas al descubierto… ¿De dónde había salido esa hembra? La quería para él, hacía tiempo que notaba que necesitaba una compañera porque muchos en la manada se movían en parejas, pero él no tenía a nadie. No hasta que ella llegó a él, como regalo del cielo.
-Élise, nombre de pecadora… ¿Tú me enseñarás el buen camino, mujer? –le dijo y se acercó a ella para acorralarla contra la pared, al parecer en vano se había alejado de él-. Me sé muchos rezos, si quieres te los puedo decir al oído mientras tu gimes bajo mi cuerpo –Pierre la olió, mientras sus manos apretaban el cuerpo de Élise a ambos costados, su perfume era exquisito, muy femenino. No eran flores, era ella y estaba decidido… Élise sería su mujer-. Mi madre me enseñó de Dios, pero los demonios me atraparon y aunque rogué y rogué Dios no me ayudó a huir de ellos, y aquí sigo atrapado… pero si quieres que te diga los rezos que recuerdo mientras tú gozas comprenderé que todas esas enseñanzas no han sido en vano.
Volvió a olerla, pero sin delicadeza. Pasó su nariz por el cuello de la mujer y se inclinó para olerle las axilas y los senos, claro que a ella eso no le gustaba pero a él poco le importaba. Haciendo uso de su fuerza sobrenatural, Pierre la levantó y caminó hasta la cama donde la tiró de espaldas para acostarse enseguida sobre ella.
-Élise, te ha mandado Dios para ser mi compañera –le dijo, porque si ella quería que metieran al Creador en todo él no tendría problemas-. Déjame tocarte, no te muevas tanto –le rogó y le besó el cuello y la mejilla.
Estaba a punto de tomar posesión de su boca cuando sintió un dolor en el pecho. Medio una mano entre ambos cuerpos y se encontró con la cruz que ella llevaba.
-¡Mierda! –exclamó y se puso en pie para alejarse de ella-. Así yo no puedo, debes deshacerte de todo eso, Élise. Tú no lo entiendes. En esta aldea tenemos una líder, ella ama a Dios, a veces nos hace rezar con ella los domingos, pero odia los simbolismos… si ve esto te matará –se rascó la cabeza con ambas manos, nervioso-. Te matará en cuanto sepa que estás aquí con todo esto y créeme que ella siempre sabe todo. Díme, ¿qué otras cosas tienes? Puedo ayudarte a enterrarlo o a tirarlo al río… Confía en mí, somos una pareja ahora, ya te he elegido como mi mujer y voy a cuidarte, pero debes hacer lo que te he dicho o nos matarán a los dos.
-No, no tienes ni idea de donde estás, mujer –dijo, entre risas. Pierre se tomó el abdomen porque de tanto reírse de ella le dolía el vientre-. ¡Estás en el infierno y tú rezando! No puede ser verdad…
La observó moverse y el calor se reavivó en su cuerpo. ¡Qué piernas, por Dios el Cristo! Con el movimiento, el camisolín se le había levantado dejando parte de ellas al descubierto… ¿De dónde había salido esa hembra? La quería para él, hacía tiempo que notaba que necesitaba una compañera porque muchos en la manada se movían en parejas, pero él no tenía a nadie. No hasta que ella llegó a él, como regalo del cielo.
-Élise, nombre de pecadora… ¿Tú me enseñarás el buen camino, mujer? –le dijo y se acercó a ella para acorralarla contra la pared, al parecer en vano se había alejado de él-. Me sé muchos rezos, si quieres te los puedo decir al oído mientras tu gimes bajo mi cuerpo –Pierre la olió, mientras sus manos apretaban el cuerpo de Élise a ambos costados, su perfume era exquisito, muy femenino. No eran flores, era ella y estaba decidido… Élise sería su mujer-. Mi madre me enseñó de Dios, pero los demonios me atraparon y aunque rogué y rogué Dios no me ayudó a huir de ellos, y aquí sigo atrapado… pero si quieres que te diga los rezos que recuerdo mientras tú gozas comprenderé que todas esas enseñanzas no han sido en vano.
Volvió a olerla, pero sin delicadeza. Pasó su nariz por el cuello de la mujer y se inclinó para olerle las axilas y los senos, claro que a ella eso no le gustaba pero a él poco le importaba. Haciendo uso de su fuerza sobrenatural, Pierre la levantó y caminó hasta la cama donde la tiró de espaldas para acostarse enseguida sobre ella.
-Élise, te ha mandado Dios para ser mi compañera –le dijo, porque si ella quería que metieran al Creador en todo él no tendría problemas-. Déjame tocarte, no te muevas tanto –le rogó y le besó el cuello y la mejilla.
Estaba a punto de tomar posesión de su boca cuando sintió un dolor en el pecho. Medio una mano entre ambos cuerpos y se encontró con la cruz que ella llevaba.
-¡Mierda! –exclamó y se puso en pie para alejarse de ella-. Así yo no puedo, debes deshacerte de todo eso, Élise. Tú no lo entiendes. En esta aldea tenemos una líder, ella ama a Dios, a veces nos hace rezar con ella los domingos, pero odia los simbolismos… si ve esto te matará –se rascó la cabeza con ambas manos, nervioso-. Te matará en cuanto sepa que estás aquí con todo esto y créeme que ella siempre sabe todo. Díme, ¿qué otras cosas tienes? Puedo ayudarte a enterrarlo o a tirarlo al río… Confía en mí, somos una pareja ahora, ya te he elegido como mi mujer y voy a cuidarte, pero debes hacer lo que te he dicho o nos matarán a los dos.
Pierre Barreau- Licántropo Clase Baja
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Fecha de inscripción : 07/06/2018
Re: Dadora de infinito | Privado
¿De qué se reía? Por el amor de Dios, Élise no era capaz de entender absolutamente nada de lo que estaba pasando en aquella casa. Además, de poco le sirvió preguntar su nombre o tomar distancia con él. En cuanto bajó la guardia, el hombre se acercó a ella de un par de zancadas y la arrinconó contra la pared de la casa. Ella podía sentir la diferencia de temperaturas, el calor del enorme cuerpo del hombre contra la fría y húmeda piedra de su espalda. Se removió cuando la sujetó de la cintura, sin conseguir zafarse de su agarre.
—Eres un hombre horrible —musitó entre sollozos—. Yo no soy la pecadora, ¡eres tú! ¡Tú, sucio y cerdo ser del infierno! ¡Suéltame!
De nada sirvieron sus insultos —que, estaba segura, Dios no aprobaría viniendo de una mujer santa— ni su empeño por soltarse y marcharse de allí. Él la sujetó con una fuerza extraordinaria y la tumbó en la cama sin ninguna delicadeza. A Élise empezaban a faltarle las fuerzas para librarse de él; era demasiado grande y fuerte, nada tenía que hacer una mujer menuda como ella contra esa mole que, ahora, se había tumbado sobre ella.
—Déjame —le rogó, agotada—, por favor, déjame.
Sintió sus labios contra su piel y el estómago se le encogió del asco. Quería vomitar, llorar y gritar, pero ni siquiera tenía energía para eso. El viaje hasta allí, tan largo y extenuante, había quedado relegado en una parte minúscula de su cerebro, como si hubiera ocurrido hacía semanas en vez de un par de horas. Su mente sólo tenía espacio para la agresión que ese hombre estaba ejerciendo sobre ella, una a la que jamás creyó que se enfrentaría.
Casi no tenía fuerzas ni para respirar, así que cerró los ojos y rezó todo lo que sabía, pidiéndole a Dios que, por favor, la ayudara. Si no podía deshacerse de ese hombre, que al menos se la llevara a ella, así no tendría que vivir las cosas terribles que sabía que se avecinaban. Si Dios la escuchó o no jamás lo supo, pero después de sentir el aliento del hombre en su oído, sintió que se levantaba rápidamente después de tocar la cruz que ella llevaba colgada al cuello.
En cuanto se sintió libre del peso del cuerpo ajeno, Élise se sentó en la cama y se arrastró hasta la esquina más alejada para hacerse un ovillo. Agarró su cruz con fuerza y se la llevó a los labios para besarla con fervor. Dios no la había abandonado, todavía no.
—Prefiero que me mate ella antes de hacer enfadar a Dios tirando sus cruces al río —dijo, recuperando la voz y la cordura poco a poco—. No puedo hacer eso, ¿no lo entiendes? Si tu madre te enseñó sobre Dios, algo debes recordar.
Se tapó mejor con la manta y miró a su alrededor: sobre la mesita había una cruz no muy grande de madera y, junto a esta, la bíblia que a Élise le gustaba leer al acostarse; en la pared, sobre la cama, había otra colgada que la protegía durante las noches, y luego estaba la pequeña que llevaba en su cuello. Era lo único que allí había en referencia a Dios, pero parecía que a él todo le estorbaba.
La mujer sabía que debía hacerle entrar en razón, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo si no era hablando su propio idioma.
—Dices que Dios me ha enviado para ser tu compañera —dijo, aunque sus palabras le causaban el mismo asco que él—, pero no te das cuenta de que, si lo hago enfadar, me alejará de aquí para siempre y ya no tendrás compañera alguna. —Esperó unos segundos para que pudiera seguir su argumentación—. No estamos casados, no puedes tocarme así. Es pecado. Además, ni siquiera sé tu nombre. No puedo ser tu mujer si no sé cómo llamarte.
Se levantó de la cama despacio y se alejó todo lo que la casa le permitía. Pensaba rápido, siempre se le había dado bien encontrar soluciones a problemas que, aparentemente, no los tenían, pero era tal la tensión que estaba soportando que su cabeza trabajaba con más fuerza de la normal.
—No puedo separarme de mis cruces, son importantes para mí —dijo—. No puedo sacarlas de esta casa, pero puedo esconderlas.
Volvió a mirar a su alrededor, buscando un lugar apropiado, y se fijó en las láminas de madera que cubrían el suelo.
—Ven —lo llamó—, levanta una de estas tablas, esconderemos aquí las cruces —dijo—. Si se hace con cuidado, nadie tiene por que saber que están ahí.
—Eres un hombre horrible —musitó entre sollozos—. Yo no soy la pecadora, ¡eres tú! ¡Tú, sucio y cerdo ser del infierno! ¡Suéltame!
De nada sirvieron sus insultos —que, estaba segura, Dios no aprobaría viniendo de una mujer santa— ni su empeño por soltarse y marcharse de allí. Él la sujetó con una fuerza extraordinaria y la tumbó en la cama sin ninguna delicadeza. A Élise empezaban a faltarle las fuerzas para librarse de él; era demasiado grande y fuerte, nada tenía que hacer una mujer menuda como ella contra esa mole que, ahora, se había tumbado sobre ella.
—Déjame —le rogó, agotada—, por favor, déjame.
Sintió sus labios contra su piel y el estómago se le encogió del asco. Quería vomitar, llorar y gritar, pero ni siquiera tenía energía para eso. El viaje hasta allí, tan largo y extenuante, había quedado relegado en una parte minúscula de su cerebro, como si hubiera ocurrido hacía semanas en vez de un par de horas. Su mente sólo tenía espacio para la agresión que ese hombre estaba ejerciendo sobre ella, una a la que jamás creyó que se enfrentaría.
Casi no tenía fuerzas ni para respirar, así que cerró los ojos y rezó todo lo que sabía, pidiéndole a Dios que, por favor, la ayudara. Si no podía deshacerse de ese hombre, que al menos se la llevara a ella, así no tendría que vivir las cosas terribles que sabía que se avecinaban. Si Dios la escuchó o no jamás lo supo, pero después de sentir el aliento del hombre en su oído, sintió que se levantaba rápidamente después de tocar la cruz que ella llevaba colgada al cuello.
En cuanto se sintió libre del peso del cuerpo ajeno, Élise se sentó en la cama y se arrastró hasta la esquina más alejada para hacerse un ovillo. Agarró su cruz con fuerza y se la llevó a los labios para besarla con fervor. Dios no la había abandonado, todavía no.
—Prefiero que me mate ella antes de hacer enfadar a Dios tirando sus cruces al río —dijo, recuperando la voz y la cordura poco a poco—. No puedo hacer eso, ¿no lo entiendes? Si tu madre te enseñó sobre Dios, algo debes recordar.
Se tapó mejor con la manta y miró a su alrededor: sobre la mesita había una cruz no muy grande de madera y, junto a esta, la bíblia que a Élise le gustaba leer al acostarse; en la pared, sobre la cama, había otra colgada que la protegía durante las noches, y luego estaba la pequeña que llevaba en su cuello. Era lo único que allí había en referencia a Dios, pero parecía que a él todo le estorbaba.
La mujer sabía que debía hacerle entrar en razón, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo si no era hablando su propio idioma.
—Dices que Dios me ha enviado para ser tu compañera —dijo, aunque sus palabras le causaban el mismo asco que él—, pero no te das cuenta de que, si lo hago enfadar, me alejará de aquí para siempre y ya no tendrás compañera alguna. —Esperó unos segundos para que pudiera seguir su argumentación—. No estamos casados, no puedes tocarme así. Es pecado. Además, ni siquiera sé tu nombre. No puedo ser tu mujer si no sé cómo llamarte.
Se levantó de la cama despacio y se alejó todo lo que la casa le permitía. Pensaba rápido, siempre se le había dado bien encontrar soluciones a problemas que, aparentemente, no los tenían, pero era tal la tensión que estaba soportando que su cabeza trabajaba con más fuerza de la normal.
—No puedo separarme de mis cruces, son importantes para mí —dijo—. No puedo sacarlas de esta casa, pero puedo esconderlas.
Volvió a mirar a su alrededor, buscando un lugar apropiado, y se fijó en las láminas de madera que cubrían el suelo.
—Ven —lo llamó—, levanta una de estas tablas, esconderemos aquí las cruces —dijo—. Si se hace con cuidado, nadie tiene por que saber que están ahí.
Élise de Bergerac- Humano Clase Media
- Mensajes : 17
Fecha de inscripción : 27/06/2018
Re: Dadora de infinito | Privado
¿Horrible? Él no era horrible… tenía todos sus dientes, no se le caía el cabello, intentaba estar siempre limpio y con la barba recortada. ¿Qué decía esa mujer? Estaba loca, nada comprendía, solo hablaba de sus cruces ¡y hasta tenía dos Biblias! Increible, no había visto por allí osadía igual. Pierre no iba a quejarse, tampoco podía decir que fuera un hombre bueno y recto, por eso le había tocado una compañera así.
-Eres mi mujer. Solo tengo que ir a la alfa y decirle que me he emparejado contigo –le mentía, no era así como funcionaba porque ella, Élise, no era como ellos y eso enfurecería a Sabine-, ella lo aprobará y podremos formar una familia. Podemos vivir aquí o en mi cabaña, es más pequeña pero tiene mejores cosas.
No le gustaba la idea de la muchacha, creía que lo mejor era enterrarlas lejos donde pudieran parecer ser de cualquiera. Allí, en cambio, resultaría evidente a quien pertenecía todo aquello… pero era mejor eso que nada, así que Pierre se dirigió hacia donde ella señalaba y se acuclilló, ya no quedaba demasiado rastro de su excitación aunque poco le costaba reavivarla.
-Soy Pierre, me lo preguntaste y olvidé decirlo… Soy Pierre, tu futuro esposo. Serás Élise Barreau, mi mujer. Vamos a hacer esto –dijo y tomó una cruz de madera delgada pero dura, clavó la punta en uno de los tablones y luego en otro y en otro, hasta que encontró uno flojo y logró sacarlo-. Ven, trae todo. No te quedes con nada, Élise –le advirtió en tono severo, no le quedaban dudas de que sería un excelente esposo para ella, tenía don de mando-, es más peligroso de lo que imaginas. Nos matarán a ambos, ¿puedes comprenderlo? Debes permanecer oculta, nadie debe saber que estás aquí hasta que pueda idear cómo informarle a la alfa tu presencia –razonó en voz alta-. Esconde todo, mi vida.
Agregó las palabras cariñosas porque eran las que su padre usaba para referirse a su madre. ¡Qué orgullosos estarían de él si supieran que estaba pronto a formar su familia! Había encontrado a una mujer hermosa, de voz clara y de una fiereza admirable… eso le gustaba, de momento no quería dominarla sino estudiarla. Era una pena que no fuese licántropa, el carácter endemoniado ya lo tenía sin dudas.
-Élise, ¿sigues enojada conmigo? No sé porqué te has puesto tan gruñona… ¿Qué te ha sucedido? –se acercó a ella y la abrazó por la cintura, pegándola a él, le besó el cuello y le preguntó aquello que en verdad le había dolido-: ¿En verdad te parezco horrible? ¿Soy muy feo? Tu eres hermosa, ¡la más hermosa de la aldea! Ni siquiera Sabine es tan bella como mi mujer –esto último lo susurró, casi en siseos.
-Eres mi mujer. Solo tengo que ir a la alfa y decirle que me he emparejado contigo –le mentía, no era así como funcionaba porque ella, Élise, no era como ellos y eso enfurecería a Sabine-, ella lo aprobará y podremos formar una familia. Podemos vivir aquí o en mi cabaña, es más pequeña pero tiene mejores cosas.
No le gustaba la idea de la muchacha, creía que lo mejor era enterrarlas lejos donde pudieran parecer ser de cualquiera. Allí, en cambio, resultaría evidente a quien pertenecía todo aquello… pero era mejor eso que nada, así que Pierre se dirigió hacia donde ella señalaba y se acuclilló, ya no quedaba demasiado rastro de su excitación aunque poco le costaba reavivarla.
-Soy Pierre, me lo preguntaste y olvidé decirlo… Soy Pierre, tu futuro esposo. Serás Élise Barreau, mi mujer. Vamos a hacer esto –dijo y tomó una cruz de madera delgada pero dura, clavó la punta en uno de los tablones y luego en otro y en otro, hasta que encontró uno flojo y logró sacarlo-. Ven, trae todo. No te quedes con nada, Élise –le advirtió en tono severo, no le quedaban dudas de que sería un excelente esposo para ella, tenía don de mando-, es más peligroso de lo que imaginas. Nos matarán a ambos, ¿puedes comprenderlo? Debes permanecer oculta, nadie debe saber que estás aquí hasta que pueda idear cómo informarle a la alfa tu presencia –razonó en voz alta-. Esconde todo, mi vida.
Agregó las palabras cariñosas porque eran las que su padre usaba para referirse a su madre. ¡Qué orgullosos estarían de él si supieran que estaba pronto a formar su familia! Había encontrado a una mujer hermosa, de voz clara y de una fiereza admirable… eso le gustaba, de momento no quería dominarla sino estudiarla. Era una pena que no fuese licántropa, el carácter endemoniado ya lo tenía sin dudas.
-Élise, ¿sigues enojada conmigo? No sé porqué te has puesto tan gruñona… ¿Qué te ha sucedido? –se acercó a ella y la abrazó por la cintura, pegándola a él, le besó el cuello y le preguntó aquello que en verdad le había dolido-: ¿En verdad te parezco horrible? ¿Soy muy feo? Tu eres hermosa, ¡la más hermosa de la aldea! Ni siquiera Sabine es tan bella como mi mujer –esto último lo susurró, casi en siseos.
Pierre Barreau- Licántropo Clase Baja
- Mensajes : 12
Fecha de inscripción : 07/06/2018
Re: Dadora de infinito | Privado
Cuando le vio golpear el suelo con la punta de una de sus cruces, Élise se santiguó y miró hacia otro lado. Le dolía en lo más profundo de su alma ver que se usaba para partir las tablas del suelo, pero decidió no hacer ningún comentario al respecto. Mucho le había costado que le dejase las cruces dentro de la casa y no en el fondo del río, no quería tentar más su suerte pidiéndole que, por favor, respetase eso que tanto significaba para ella.
Se encaminó hacia la mesita de noche y cargó en ambos brazos todo lo que allí tenía: cruces, las biblias y el rosario que colgaba del cabecero de la cama. Con todo eso en las manos, se subió al colchón y se estiró para alcanzar la cruz que colgaba en la pared. Que Dios la protegiese esa noche sin su sello en aquel tabique…
—Esto es todo, Pierre.
Usó su nombre recién sabido para darle un toque de familiaridad a aquella escena tan extraña. Se agachó junto al agujero y colocó todo con sumo cuidado, acomodándolo para que cupiera sin destrozar nada. Besó cada cruz, las biblias y el rosario en la medida en la que los iba guardando. La cruz de plata que llevaba al cuello, sin embargo, no se la quitó; estaba oculta debajo de la ropa, así que Pierre no la vería y, salvo que se acordara de ella, no le pediría que la guardara.
—¿Por qué debo permanecer oculta? ¿Qué tiene de malo que esté aquí? Si hablara con esa alfa —vaya palabra extraña para definir a nadie—, podría explicarle a qué he venido. ¿No has dicho que, a veces, rezáis juntos? Puedo ayudar con eso, sin cruces ni símbolos. ¿No tenéis un sacerdote que guíe las misas?
Estaba claro que no, que ni tenían uno ni le importaba lo que Élise estaba diciendo, porque se acercó a ella y la agarró de la cintura para atraerla hacia sí.
—Pierre —dijo, retirando el rostro antes de que chocara con el de él—, Pierre, no estamos casados, ya te lo he dicho. No está bien que me agarres así.
Aguantó el impulso de apartarse cuando el hombre hundió el rostro en su cuello para besarla. El nudo de la garganta se apretó y cerró los ojos para no permitir que las lágrimas se le saltaran. Creía que estaba consiguiendo algo con él. Ahora, al menos, sentía que era más delicado y tierno que cuando había asaltado su casa.
—No quería decir eso, no me pareces feo —contestó—. Estoy muy cansada, Pierre, acabo de llegar de un viaje muy largo y no esperaba encontrarte aquí. ¿Entiendes que no tenga ganas de estar como tú quieres que estemos? Además —ya no lo soportaba más, se separó de él despacio y siendo lo más delicada que pudo—, hasta que no nos unido en santo matrimonio ante los ojos de Dios no me puedes tocar así, no está bien. Tenemos que ir despacio, Pierre, por favor.
No creía que estuviera diciendo esas cosas, no podía ser cierto. ¡Ella era monja, no podía casarse! Ya llegaría el momento de explicárselo todo, aunque, sinceramente, dudaba mucho de que fuera capaz de hacerle entender el problema que había con la relación entre ellos.
—Me gustaría dormir, estoy muy cansada. ¿Por qué no seguimos hablando mañana? Con la luz del sol, el aire fresco y la mente despejada seguro que nos va mejor.
Se acercó a la cama y se sentó en el borde. Fue a alcanzar la biblia de la mesita, pero no la encontró, así que se llevó una mano al pecho para palpar la cruz escondida debajo de la ropa. Debía ser cuidadosa en los gestos, así que sólo puso la palma extendida, hizo la señal de la cruz y miró al hombre.
—No podemos dormir juntos, Pierre —le advirtió—. Dios nos está viendo y sabrá que hemos pecado.
Se encaminó hacia la mesita de noche y cargó en ambos brazos todo lo que allí tenía: cruces, las biblias y el rosario que colgaba del cabecero de la cama. Con todo eso en las manos, se subió al colchón y se estiró para alcanzar la cruz que colgaba en la pared. Que Dios la protegiese esa noche sin su sello en aquel tabique…
—Esto es todo, Pierre.
Usó su nombre recién sabido para darle un toque de familiaridad a aquella escena tan extraña. Se agachó junto al agujero y colocó todo con sumo cuidado, acomodándolo para que cupiera sin destrozar nada. Besó cada cruz, las biblias y el rosario en la medida en la que los iba guardando. La cruz de plata que llevaba al cuello, sin embargo, no se la quitó; estaba oculta debajo de la ropa, así que Pierre no la vería y, salvo que se acordara de ella, no le pediría que la guardara.
—¿Por qué debo permanecer oculta? ¿Qué tiene de malo que esté aquí? Si hablara con esa alfa —vaya palabra extraña para definir a nadie—, podría explicarle a qué he venido. ¿No has dicho que, a veces, rezáis juntos? Puedo ayudar con eso, sin cruces ni símbolos. ¿No tenéis un sacerdote que guíe las misas?
Estaba claro que no, que ni tenían uno ni le importaba lo que Élise estaba diciendo, porque se acercó a ella y la agarró de la cintura para atraerla hacia sí.
—Pierre —dijo, retirando el rostro antes de que chocara con el de él—, Pierre, no estamos casados, ya te lo he dicho. No está bien que me agarres así.
Aguantó el impulso de apartarse cuando el hombre hundió el rostro en su cuello para besarla. El nudo de la garganta se apretó y cerró los ojos para no permitir que las lágrimas se le saltaran. Creía que estaba consiguiendo algo con él. Ahora, al menos, sentía que era más delicado y tierno que cuando había asaltado su casa.
—No quería decir eso, no me pareces feo —contestó—. Estoy muy cansada, Pierre, acabo de llegar de un viaje muy largo y no esperaba encontrarte aquí. ¿Entiendes que no tenga ganas de estar como tú quieres que estemos? Además —ya no lo soportaba más, se separó de él despacio y siendo lo más delicada que pudo—, hasta que no nos unido en santo matrimonio ante los ojos de Dios no me puedes tocar así, no está bien. Tenemos que ir despacio, Pierre, por favor.
No creía que estuviera diciendo esas cosas, no podía ser cierto. ¡Ella era monja, no podía casarse! Ya llegaría el momento de explicárselo todo, aunque, sinceramente, dudaba mucho de que fuera capaz de hacerle entender el problema que había con la relación entre ellos.
—Me gustaría dormir, estoy muy cansada. ¿Por qué no seguimos hablando mañana? Con la luz del sol, el aire fresco y la mente despejada seguro que nos va mejor.
Se acercó a la cama y se sentó en el borde. Fue a alcanzar la biblia de la mesita, pero no la encontró, así que se llevó una mano al pecho para palpar la cruz escondida debajo de la ropa. Debía ser cuidadosa en los gestos, así que sólo puso la palma extendida, hizo la señal de la cruz y miró al hombre.
—No podemos dormir juntos, Pierre —le advirtió—. Dios nos está viendo y sabrá que hemos pecado.
Élise de Bergerac- Humano Clase Media
- Mensajes : 17
Fecha de inscripción : 27/06/2018
Re: Dadora de infinito | Privado
No entendía cómo se había ido a meter esa mujer allí sin que nadie lo notase. ¡Ni siquiera sabía de Sabine! Era una suerte que tan tierna palomita siguiera viva luego de meterse así en los límites del asentamiento de la manada. Tal vez seguía viva porque Pierre no la mataba pese a que debía… ¿su vida estaba en manos de él? Ahora veía que sí, pero no quería matarla, la quería para él. Quería amarla y ser correspondido, tener una familia como la mayoría de los que estaban allí. A Sabine le gustaban las familias.
-Sabine es nuestra líder, pero es sumamente confusa –susurró, siempre estaba la posibilidad de que alguien lo oyese-. Es difícil comprenderla, como también es difícil liderar a tantas personas… Es ella la que guía los rezos y a veces nos da misa. No como un cura lo haría, son misas más de su estilo. Debes permanecer oculta por seguridad, yo elegiré el momento en el que ella esté de buen humor para presentarlas.
Estaba cansada, eso podía entenderlo pues era una simple humana. Lo que no podía entender era que fuese tan religiosa, ¡ni siquiera Sabine se apegaba tanto a los mandatos católicos! Sabine los hacía rezar a todos arrodillados pero luego fornicaba en el río, contra un árbol o en su propia cama, muchas veces con hombres diferentes. Eso lo sabían todos, pero nadie se atrevía a decir nada pues apreciaban sus vidas.
-No, no lo entiendo –dijo, haciendo el amago de acostarse junto a ella, pero Élise le adivinó la intención y reafirmó su postura-. Oh, que recta eres… ¿No es suficiente con saber que nos casaremos pronto?
Evidentemente no lo era. Pierre se quedó al lado de la mujer que ya amaba hasta que ésta se acomodó en la cama. Cuando lo hubo hecho, el licántropo la ayudó a cubrirse con una manta y le besó la frente.
-Qué mujer hermosa, qué mujer inteligente y valiente… Dios me ha premiado, pero no sé por qué –le confesó-. Duerme tranquila, mi vida. Yo estaré cerca vigilando tu descanso, nadie te hará daño. Duerme que tu futuro esposo cuidará de ti –le prometió, con otro beso.
Salió de la casita, pero no fue muy lejos. Se sentó bajo un árbol cercano porque desde allí tenía vista directa hacia la ventana por la que había ingresado más temprano, podría ver los movimientos de Élise y protegerla.
TEMA FINALIZADO
-Sabine es nuestra líder, pero es sumamente confusa –susurró, siempre estaba la posibilidad de que alguien lo oyese-. Es difícil comprenderla, como también es difícil liderar a tantas personas… Es ella la que guía los rezos y a veces nos da misa. No como un cura lo haría, son misas más de su estilo. Debes permanecer oculta por seguridad, yo elegiré el momento en el que ella esté de buen humor para presentarlas.
Estaba cansada, eso podía entenderlo pues era una simple humana. Lo que no podía entender era que fuese tan religiosa, ¡ni siquiera Sabine se apegaba tanto a los mandatos católicos! Sabine los hacía rezar a todos arrodillados pero luego fornicaba en el río, contra un árbol o en su propia cama, muchas veces con hombres diferentes. Eso lo sabían todos, pero nadie se atrevía a decir nada pues apreciaban sus vidas.
-No, no lo entiendo –dijo, haciendo el amago de acostarse junto a ella, pero Élise le adivinó la intención y reafirmó su postura-. Oh, que recta eres… ¿No es suficiente con saber que nos casaremos pronto?
Evidentemente no lo era. Pierre se quedó al lado de la mujer que ya amaba hasta que ésta se acomodó en la cama. Cuando lo hubo hecho, el licántropo la ayudó a cubrirse con una manta y le besó la frente.
-Qué mujer hermosa, qué mujer inteligente y valiente… Dios me ha premiado, pero no sé por qué –le confesó-. Duerme tranquila, mi vida. Yo estaré cerca vigilando tu descanso, nadie te hará daño. Duerme que tu futuro esposo cuidará de ti –le prometió, con otro beso.
Salió de la casita, pero no fue muy lejos. Se sentó bajo un árbol cercano porque desde allí tenía vista directa hacia la ventana por la que había ingresado más temprano, podría ver los movimientos de Élise y protegerla.
TEMA FINALIZADO
Pierre Barreau- Licántropo Clase Baja
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Fecha de inscripción : 07/06/2018
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