AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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· Wandering Woman ·
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· Wandering Woman ·
Podía imaginar perfectamente la opinión que le merecería a su prometido de saber que, en otra de sus desaconsejadas salidas a caballo hacia las afueras de París, su "aventura" la había llevado a desplazarse hasta una de las zonas más exteriores de la ciudad. Pronto, el paisaje cambió a su alrededor de forma radical. Dejando atrás calles, callejuelas e incluso un bosque frondoso, todo lo que aparecía ante sus ojos era una basta y bien cuidada extensión de campos de cultivo. Recordaba haber escuchado vagamente que una gran parte de la población más llana de la ciudad sobrevivía a base de trabajar en dichos campos. No es que el campesinado le resultara una idea desconocida, en China probablemente más del setenta por ciento de la población se dedicaba a la recolección, pero su clase social siempre la había mantenido alejada del tipo de situaciones en que podía toparse cara a cara con esa realidad. La extensión de las ciudades en su tierra natal era mucho más pronunciada, eso, y que estando bajo las alas de su familia de forma directa, se le complicaba mucho el hecho de desaparecer y hacer y deshacer a su antojo.
Lo bueno (y lo malo, también) de estar en un país extranjero, y bajo la supuesta protección de un prometido que prácticamente la ignoraba, le concedía un grado de libertad de la que no había podido disfrutar jamás. En cierto modo lo agradecía. Una vez superada la sensación de abandono, desamparo y soledad, típica de cuando sales de tu zona de confort y te ves obligada a desenvolverte por una situación a la que no estás acostumbrada, tampoco era tan terrible. La sensación de que podía tomar cuantas decisiones le parecieran acertadas sin tener que dar explicaciones a nadie, era de lo más excitante. A pesar de que su prometido le diera sugerencias de cómo no debía comportarse, o expresara lo poco que le gustaban sus acciones de forma más que abierta (y a veces incluso ruda), no parecía tener intenciones de hacer nada al respecto. Para eso debería fingir un interés que era evidente que no sentía.
Hui-Ying se sentía finalmente en paz con ese descubrimiento, con esa certeza. Llevaría a cabo su cometido como heredera, lo que la metería de lleno en un matrimonio constituido en base a las apariencias y como forma de obtener un beneficio para las dos familias involucradas. Precisamente lo que nunca habría querido para ella, y de un destino del que ahora no podía escapar. Y del que tampoco intentaría hacerlo. Era más sencillo disfrutar de las pequeñas ventajas que venían incluidas en su desgracia. Como poder hacer lo que quería sin tener que dar explicaciones. No porque no se las pidieran, sino porque la respuesta no le interesaba a nadie.
Tras descender del caballo, y anudarlo a una distancia prudencial de los campos que tenía en frente, decidió que por hoy se dedicaría a deambular la zona y tratar de hablar con alguno de los locales. Muchas de las materias primas empleadas en sus negocios procedían de lugares como ese, eran recolectados por esas personas, ¿cómo podía ser mala ese tipo de curiosidad? Hui-Ying era desconfiada, pero sólo en lo referente a aquellos que se acercaban a ella de forma directa y esperando obtener algo a cambio. Los desconocidos, desligados completamente de su persona, o que no la conocían lo bastante como para saber lo que podían obtener de ella, no despertaban ese tipo de reacción. Lo único de su aspecto que resultaba extraño en aquellos momentos era posiblemente su ascendencia asiática, y que estaba más aseada que las personas con las que se fue topando. La opulencia a la hora de vestir nunca le había llamado la atención, le parecía como un modo patético de intentar hacer ver a otros que eres mejor que ellos. Y ella no era mejor que nadie, ni siquiera diferente. Sólo una mujer más, probablemente más curiosa acerca del mundo que la rodeaba de lo que debía. Lo primero que captó su atención fue una tomatera de tamaño considerable, cuyos frutos eran los más lustrosos y rojos que había visto jamás.
Lo bueno (y lo malo, también) de estar en un país extranjero, y bajo la supuesta protección de un prometido que prácticamente la ignoraba, le concedía un grado de libertad de la que no había podido disfrutar jamás. En cierto modo lo agradecía. Una vez superada la sensación de abandono, desamparo y soledad, típica de cuando sales de tu zona de confort y te ves obligada a desenvolverte por una situación a la que no estás acostumbrada, tampoco era tan terrible. La sensación de que podía tomar cuantas decisiones le parecieran acertadas sin tener que dar explicaciones a nadie, era de lo más excitante. A pesar de que su prometido le diera sugerencias de cómo no debía comportarse, o expresara lo poco que le gustaban sus acciones de forma más que abierta (y a veces incluso ruda), no parecía tener intenciones de hacer nada al respecto. Para eso debería fingir un interés que era evidente que no sentía.
Hui-Ying se sentía finalmente en paz con ese descubrimiento, con esa certeza. Llevaría a cabo su cometido como heredera, lo que la metería de lleno en un matrimonio constituido en base a las apariencias y como forma de obtener un beneficio para las dos familias involucradas. Precisamente lo que nunca habría querido para ella, y de un destino del que ahora no podía escapar. Y del que tampoco intentaría hacerlo. Era más sencillo disfrutar de las pequeñas ventajas que venían incluidas en su desgracia. Como poder hacer lo que quería sin tener que dar explicaciones. No porque no se las pidieran, sino porque la respuesta no le interesaba a nadie.
Tras descender del caballo, y anudarlo a una distancia prudencial de los campos que tenía en frente, decidió que por hoy se dedicaría a deambular la zona y tratar de hablar con alguno de los locales. Muchas de las materias primas empleadas en sus negocios procedían de lugares como ese, eran recolectados por esas personas, ¿cómo podía ser mala ese tipo de curiosidad? Hui-Ying era desconfiada, pero sólo en lo referente a aquellos que se acercaban a ella de forma directa y esperando obtener algo a cambio. Los desconocidos, desligados completamente de su persona, o que no la conocían lo bastante como para saber lo que podían obtener de ella, no despertaban ese tipo de reacción. Lo único de su aspecto que resultaba extraño en aquellos momentos era posiblemente su ascendencia asiática, y que estaba más aseada que las personas con las que se fue topando. La opulencia a la hora de vestir nunca le había llamado la atención, le parecía como un modo patético de intentar hacer ver a otros que eres mejor que ellos. Y ella no era mejor que nadie, ni siquiera diferente. Sólo una mujer más, probablemente más curiosa acerca del mundo que la rodeaba de lo que debía. Lo primero que captó su atención fue una tomatera de tamaño considerable, cuyos frutos eran los más lustrosos y rojos que había visto jamás.
Hui-Ying Zhang- Humano Clase Alta
- Mensajes : 26
Fecha de inscripción : 26/10/2017
Re: · Wandering Woman ·
No me molestaba mancharme las manos. Había vivido nómada durante muchos años y todavía en ocasiones me sentía encerrado entre las cuatro paredes de mi casa, que no era precisamente pequeña ni angosta. En las noches de luna llena seguía temiendo al lobo, pero habíamos llegado a un acuerdo en el cual yo no trataba de reprimirlo y él me dejaba durante un par de noches dormir bajo las estrellas. Había algo sanador en abandonarme a la bestia, llevaba muchos más años transformándome que habiendo sido solamente humano. La huella del licántropo en el barro de los bosques que circundaban París era la otra cara de mi persona, aunque costase de creer cuando miraba hacia abajo y solo encontraba un zapato bien encerado de la talla cuarenta y seis.
Volví a mirar al frente. Cincuenta y tres zancadas. Era una extensión de tierra demasiado pequeña, las hortalizas no crecerían bien. Cerré los ojos durante unos segundos y respiré hondo para calmarme, de lo contrario sabía que no iba a llegar a buen puerto con el capataz. Era un hombre mediocre de pocas miras que aguardaba unos metros por detrás de mí, impaciente. Sabía lo que pensaba, me miraba como si yo fuese un tipo de ciudad demasiado centrado en mis documentos importantes como para hacer averiguaciones sobre el cultivo de los calabacines. Error. La parcela era pequeña y yo no tenía demasiado tiempo libre para perder allí, así que era primordial que el asunto quedara zanjado de una vez por todas. - Os pagué una bonita suma contante y sonante porque me dijeron que llevabais veinte años haciendo esto. ¿Cómo puede ser? - Volví a respirar porque mi tono de voz dejaba translucir perfectamente mi irritación. - ¿Cómo es posible que me obliguéis a subirme a un caballo y dejarme el trasero en la silla de montar para venir desde París a explicaros cómo coño se planta un tomate? - Al final el plan de mantenerme en calma iba a fracasar, pero parecía que surtía efecto. Las pupilas del capataz se contrajeron al enfrentarse a las mías, se notaba a la legua que no se esperaba en ningún caso ser interpelado de ese modo. - No quiero unas verduras raquíticas y secas, quiero que tengan terreno para crecer. Os pedí algo muy concreto y no me voy a conformar con menos.
Me quité los guantes con un gesto parsimonioso que ponía de manifiesto lo que me fastidiaba tener que entretenerme en minucias como esa. Realmente ese día no me había levantado con buen pie, normalmente pasar el rato al aire libre me suponía un cambio agradable con respecto a mis jornadas en el despacho, pero que me tomaran por tonto era algo que sacaba a relucir lo peor de mí. En los márgenes del terreno apareció una muchacha de ojos rasgados que se quedó mirando una de las plantas del campo colindante. Podría haberme fijado en que iba inusualmente bien vestida para ser una campesina, pero mi mal humor me nubló ligeramente el juicio. Levanté una mano y le hice un gesto para que se acercara. - Eh, tú, ven aquí. ¿Trabajas para él? - Señalé al capataz, pero continué mi interrogatorio antes incluso de permitirle responder. - Vamos a dejar que nos resuelvas el problema. ¿A qué distancia crees que se deben plantar los tomates? - El empleado, temiendo mayores represalias conforme pasaba el tiempo y mi tono burlón se incrementaba, intentó abrir la boca para decir algo, pero no se lo permití. - Dejad a la moza hacer su trabajo.
Volví a mirar al frente. Cincuenta y tres zancadas. Era una extensión de tierra demasiado pequeña, las hortalizas no crecerían bien. Cerré los ojos durante unos segundos y respiré hondo para calmarme, de lo contrario sabía que no iba a llegar a buen puerto con el capataz. Era un hombre mediocre de pocas miras que aguardaba unos metros por detrás de mí, impaciente. Sabía lo que pensaba, me miraba como si yo fuese un tipo de ciudad demasiado centrado en mis documentos importantes como para hacer averiguaciones sobre el cultivo de los calabacines. Error. La parcela era pequeña y yo no tenía demasiado tiempo libre para perder allí, así que era primordial que el asunto quedara zanjado de una vez por todas. - Os pagué una bonita suma contante y sonante porque me dijeron que llevabais veinte años haciendo esto. ¿Cómo puede ser? - Volví a respirar porque mi tono de voz dejaba translucir perfectamente mi irritación. - ¿Cómo es posible que me obliguéis a subirme a un caballo y dejarme el trasero en la silla de montar para venir desde París a explicaros cómo coño se planta un tomate? - Al final el plan de mantenerme en calma iba a fracasar, pero parecía que surtía efecto. Las pupilas del capataz se contrajeron al enfrentarse a las mías, se notaba a la legua que no se esperaba en ningún caso ser interpelado de ese modo. - No quiero unas verduras raquíticas y secas, quiero que tengan terreno para crecer. Os pedí algo muy concreto y no me voy a conformar con menos.
Me quité los guantes con un gesto parsimonioso que ponía de manifiesto lo que me fastidiaba tener que entretenerme en minucias como esa. Realmente ese día no me había levantado con buen pie, normalmente pasar el rato al aire libre me suponía un cambio agradable con respecto a mis jornadas en el despacho, pero que me tomaran por tonto era algo que sacaba a relucir lo peor de mí. En los márgenes del terreno apareció una muchacha de ojos rasgados que se quedó mirando una de las plantas del campo colindante. Podría haberme fijado en que iba inusualmente bien vestida para ser una campesina, pero mi mal humor me nubló ligeramente el juicio. Levanté una mano y le hice un gesto para que se acercara. - Eh, tú, ven aquí. ¿Trabajas para él? - Señalé al capataz, pero continué mi interrogatorio antes incluso de permitirle responder. - Vamos a dejar que nos resuelvas el problema. ¿A qué distancia crees que se deben plantar los tomates? - El empleado, temiendo mayores represalias conforme pasaba el tiempo y mi tono burlón se incrementaba, intentó abrir la boca para decir algo, pero no se lo permití. - Dejad a la moza hacer su trabajo.
Etienne Fablet- Licántropo Clase Media
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