· The Broken Soul's Plea ·

por **Netanya Itzik** Lun Dic 10, 2018 6:49 pm

El aroma de las flores era fragante, dulce, rico y lleno de vida. Tanto, que fue capaz de interrumpir su sueño, al alzarse con la primera brisa llegada con el alba, a pesar del cansancio que había llevado arrastrando desde hacía varias noches. Quince días habían pasado desde su último intento de escapar del infierno en que vivía, dentro del burdel. Quince días desde que lo golpearan hasta el punto de no poder moverse, y lo marcaran de nuevo como propiedad de su Amo. Nadie entendió entonces, y seguían sin entender ahora, cómo era posible que la cicatriz hubiera desaparecido, y que sus heridas fueran sanando con semejante velocidad. La excusa de que era un joven en crecimiento no resultaba demasiado creíble. Su aspecto seguía siendo igual, sino más, afeminado, y su delgadez y altura seguían siendo claros denominadores de su condición social. Nada indicaba que fuera a crecer mucho, ni que su cuerpo estuviera cambiando. En su fuero interno, Netanya seguía esperanzado con que, tal vez, y después de todo, sí que fuera hacerlo. Que comenzaría a mostrar curvas, y senos, en los mismos lugares en que las chicas lo empezaban a hacer una vez alcanzada su edad. Fantasear con la idea era extremadamente, algo que llevaba haciendo desde que tenía uso de razon... Hasta que llegaba el momento de satisfacer a los clientes, y siempre quedaba claro que a pesar de que sus funciones fuesen las mismas que las de una hembra, era el hecho de que tenía algo que lo identificaba como varón, lo que le hacía precisamente atractivo a los ojos de esos depravados. Así que no, en ese sentido, tampoco apreciaba cambios, para su desgracia.

Pero la marca seguía desapareciendo, aunque cada vez tardaba más en sanar, y poco a poco una cicatriz, de momento casi imperceptible, se dejaba ver cuando lo hacían en el mismo sitio muchas veces seguidas. No era un proceso agradable. Ser quemado por un hierro al rojo, mientras te sujetan y te impiden moverte, huir, e incluso gritar... El olor a carne quemada, el escozor de la piel enrojecida, abierta, y sangrante... Una y otra vez, y otra, y otra... Casi deseaba que su cuerpo dejara de sanar, si ello significaba que pararían de torturarlo de esa manera. O que dejara de sentir, de paso. Que dejara de ser capaz de notar la piel palpitante de sus miembros cuando eran forzados en sus manos, entre sus muslos, o entre sus labios. Que dejara de recordar su olor, o su sabor, cada vez que intentaba comer algo. Que dejara de soñar, de tener pesadillas con el momento prometido, una semana vista, en el que la última de sus virtudes, y quizá la más importante, le sería arrebatada por un general venido de un país del este, que se había prendado de él.

Quince días habían pasado, y en siete, dejaría de ser tratado con “cuidado” (según su propietario, aún no era realmente un “trabajador”, apenas un aprendiz) y sabría finalmente la magnitud y perversidad del infierno al que había sido arrojado. ¿De qué servia un cuerpo que sanara a toda prisa, si su mente, en concordancia, jamás lo hacía? Las lágrimas se le escapaban de los ojos, pero ya no tenía claro por qué lloraba tampoco. Algo en él se removía desde hacía noches, y la sensación de no estar en el cuerpo adecuado, de querer arrancarse la piel a tiras, se había convertido casi en una desesperada necesidad. En un anhelo perpetuo. Su cuerpo ardía, tendido sobre la fresca hierba, y ni siquiera el aroma de esas flores que tanto le gustaban, era capaz de aliviar el peso que cargaban sus pensamientos.

Una hora más tarde, en el lugar que antes ocupara un joven con aspecto de ninfa, descansaba un leopardo albino, de pequeño tamaño. Su blanco pelaje moteado por manchas negras en el lomo. Apacible, sumido en el simple mundo de los sueños de un animal. Sin preocupaciones.