· Pasos en la Arena ·

por **Edith D. Keergård** Mar Dic 11, 2018 9:23 pm

A pesar de que la temperatura era más bien fresca, el hecho de que el Sol luciera en todo lo alto hacía que el día fuese lo bastante agradable como para que le apeteciese dar un paseo. Y sí, ese hecho en sí era toda una novedad en su caso, dado que siempre que se hallaba en medio de un proyecto no solía poner un pie fuera de casa hasta que estuviese acabado, pero estaba en medio de un bloqueo creativo, y lo único que se le ocurrió para intentar salir del bache era hacer algo diferente a lo que normalmente hacía. Sí, disfrutar de un día al aire libre era, quizá, lo más raro que había hecho desde que se instalara en París de forma definitiva. Contrario a lo que pudieran pensar, Edith disfrutaba de la naturaleza, y de visitar lugares nuevos, pero generalmente todos sus intereses quedaban relegados a un segundo plano cuando en su mente aparecía una nueva idea, y hasta esa mañana no había habido un sólo día en que no hubiera tenido una nueva.

La verdad es que debería haber estado preocupada el respecto, pero una vez puso un pie fuera de la pequeña casa que había decorado gracias a Charles, y la suave brisa le despeinó los cabellos que ni siquiera se había molestado en recoger, se sintió infinitamente mejor, hasta el punto de que la cuestión de por qué se había quedado sin inspiración quedó apartada de su mente por el momento. Aprovechando la coyuntura, decidió que quizá no seria mala idea tratar de explorar otras partes de la ciudad que no le fueran tan conocidas. Los monumentos más famosos, así como los museos, eran elementos que conocía como a la palma de su mano. El bosque también lo había explorado con anterioridad, y decidido que no era merecedor de su tiempo (en su país eran mucho más frondosos, y la nostalgia no era una buena compañía en determinadas ocasiones), así que en aquella mañana optó por tomar la ruta contraria.

El mar en invierno adquiere un color azul, brillante, claro y llamativo, que no se parece en nada al que tiene en verano, cuando el calor aprieta. De hecho, si era sincera, le parecía mucho más cautivador bajo el tímido Sol invernal de lo que jamás se lo había parecido cuando otros lo preferían. Quizá por la extraña sensación de plenitud e intimidad que se respiraba en una playa desierta. Sólo ella, una humana, finita y minúscula, frente a la inmensidad que era el océano frente a sus ojos. Así que, aunque supo al instante que no era una buena idea, no pudo resistirse y, tras quitarse los zapatos, comenzó a caminar por la orilla con los pies descalzos, dejando que el agua helada le acariciara la piel.

Sus pasos en la arena dibujaban un camino, pero en aquellos momentos, Edith, no tenía ningún destino en mene. Quizá, hacía mucho que había perdido el Norte en realidad.