· Borrowed Light ·

por **Rasmus A. Lillmåns** Miér Mar 13, 2019 9:02 pm

Años atrás, después del fiasco ocurrido la última vez que ofreció a alguien la inmortalidad, Rasmus se había prometido a sí mismo no volver a caer en la tentación de querer ayudar a quienes realmente no deseaban obtener su ayuda. Hay algunos errores que no tienen solución posible, y claramente, condenar el alma de otros a una eternidad en el infierno era una de esas cosas por las que se guarda rencor fácilmente. Era un tanto absurdo, a decir verdad. Él mismo consideraba su condición en gran parte una condena, y sin embargo, a lo largo de los siglos había hecho uso de ella a fin de "salvar" a otros, que se encontraban al borde de la muerte, dándoles una segunda oportunidad... Oportunidad que en muchos casos no había sido requerida, y que en algunos otros, no era recibida de buen grado tampoco. Así que, en cierto momento se dijo que era suficiente. Bastaba con "recoger" a aquellos neófitos cuyos sires habían abandonado y darles un propósito, ciertas normas e instrucción para esa nueva fase de sus vidas. No necesitaba ni quería cargar con la responsabilidad de decidir un futuro, y más uno que era eterno, por nadie. No cuando él mismo no estaba seguro de si era un don o una maldición. Porque aunque ahora fuera relativamente feliz gracias a ella, lo cierto era que durante gran parte de su existencia como inmortal, había maldecido el hecho de no poder continuar con el ciclo de la vida con normalidad. No, no quería correr el riesgo de lanzar a alguien a ese tipo de vacío tan desagradable. Ni era justo, ni le beneficiaba de modo alguno.

... Y sin embargo, allí estaba. Ni sus ideales ni su opinión al respecto habían cambiado. Dudaba que nunca lo hicieran, a decir verdad. Pero allí estaba, en el hospital, en el ala que albergaba a aquellos que eran considerados como casos perdidos, y ni siquiera fue consciente de dónde se encontraba hasta que las puertas del lugar se dibujaron delante de sus narices. Algo, una sensación, o un aroma, lo habían arrastrado hacia aquel lugar que tan bien conocía, pero que llevaba tanto tiempo evitando. ¿Qué o quién? Francamente, le aterraba saberlo. Fuera lo que fuese, el impulso había sido lo bastante fuerte como para hacerlo correr a su encuentro, sin siquiera ser consciente de hacia dónde lo arrastraban sus pies.

Un enfermera de mediana edad, una con la que en su momento ya había tenido algún que otro encuentro, y que claramente sospechaba lo que él era, lo miró a los ojos y sonrió de una forma que lo hizo estremecerse. Al parecer, era más consciente que él mismo acerca de por qué estaba allí. - Monsieur... Hacía mucho tiempo que no le veía por aquí, atendiendo a aquellos que han sido desahuciados. -A pesar de su cadencia suave, y su tono neutro, había cierto atisbo de rencor en sus palabras. No era complicado imaginar por qué, a pesar de que él pensara en aspectos más morales o espirituales acerca de por qué no era buena idea "salvar" a los moribundos convirtiéndolos en vampiros, para personas que dedicaban su vida a intentar sanar a otros, la posibilidad de otorgarles una posibilidad que antes era inexistente, se trataba de un milagro del que desearían poder hacer uso si pudieran. Asintió por toda respuesta a sus palabras, y siguió caminando hasta estar justo ante la sala. Incluso tras las puertas cerradas, era capaz de distinguir con facilidad qué corazones tenían menos posibilidades de seguir latiendo en las siguientes horas. Y uno, uno en concreto, era aquel que lo llamaba.

Al entrar en la sala, el olor a muerte inminente, a enfermedad, le invadió las fosas nasales. A pesar de estar más que acostumbrado a ese tipo de "fragancia", nunca dejaba de sorprenderle lo mucho que lo impresionaba. Lo mucho que le arrojaba a un abismo lleno de nostalgia y recuerdos, de campos de batalla donde ninguno de los bandos vencía, puesto que las vidas perdidas jamás se recuperaban. El vampiro dio un vistazo rápido a la sala. Algunos de los pacientes estaban demasiado graves como para percatarse de su presencia, pero no tardó mucho en notarlos. Unos ojos, clavados directamente en su semblante. Y ni siquiera necesitaba escuchar la voz para darse cuenta de que ese alguien lo estaba llamando.