Viena, Austria, 1940 (Dimitri)

Septiembre de 1940. Por aquel entonces, Dios ya había abandonado sus tareas. No sabía de qué parte estaba. Los alemanes decían que Dios los amaba a ellos, pero los judíos creían que Él nunca los abandonaría. Distintos dioses, el mismo problema: estaban alejados de su Reino de los Cielos.

La Wehrmacht había conseguido lo que ni siquiera mi propio maestro había conseguido jamás: que me marchase de París. No había abandonado Francia hasta hacía poco, pero la capital parisina se convirtió en el centro de un auténtico caos. La guerra había estallado. A nadie le importaba Francia, o más bien, a Francia no le importaba nadie, ni nada. Tuvieron que llegar los alemanes para que los franceses se dieran cuentan de que algo estaba pasando. Ni siquiera lo de Polonia les sirvió para alertarse. No me quedó más remedio que huir.
Tenía la edad apropiada para combatir, para ir al ejército. Era un joven muchacho. Tan joven que sólo contaba con doscientos sesenta años. El mundo se había vuelto loco.

La Batalla de Francia fue la gota que colmó el vaso. Tomé el primer tren que pude a Frankfurt y pasé dos meses allí. No había huido de la Guerra, sólo de Francia. No podía soportar ver cómo la Wehrmacht destrozaba las calles francesas, cómo el Palais de la Musique era derribado y sobre todo, cómo miles de vampiros morían sorprendidos en sus ataúdes, al ser bombardeada la zona donde vivían en plena luz del día. Estaba en peligro, y tenía que salir de allí. Quizá, por muy paradójico que pareciese, el lugar más seguro en aquel momento era Alemania.

Frankfut era un lugar relativamente tranquilo, donde pude pasar un tiempo más o menos agradable. Leía los periódicos a diario, aunque los últimos días dejé de hacerlo. La prensa no hacía más que exaltar aquello que yo odiaba. Pero el tiempo no fue desagradable. Incluso pude conocer a Horkheimer, centrado en su estudio de medios. Decía que la propaganda era absurda, pero lo que yo siempre quise decirle era que los absurdos eran los alemanes, los humanos que lo creían y lo tomaban como el pan de cada día. Qué más daba quien saliera en la prensa. El mismo perro, con distinto collar.

El último día que pasé en Frankfut decidí marcharme a Austria. Era una tierra recientemente alemana, que quizá me daría más tiempo a mí, a cualquier vampiro. Descubrí que así era. Austria, y especialmente Viena, se había convertido en un refugio de vampiros. La noche se vivía intensamente, quizás más que en cualquier otro lugar de Europa.
Me alojé en el Hotel Regina, y desde allí, bajaba cada noche a tomar una copa y a buscar una buena dama. Alimentarme fue más fácil en Viena de lo que había sido en Frankfut, aunque no en París.

Aquella noche, sin embargo, estaba harto de quedarme en el Hotel. Cuando salí de la habitación -interior, sin ventanas excepto en el baño-, me dejé caer por las calles de la ciudad. Me sentía tentado a visitar tantas cosas... pero la mayoría de ellas estaban ya derruidas.
El Club Babenberg se mostró ante mí como una sombra fantasmal. El edificio seguía igual que la última que lo vi, cuando fui con mi maestro. Sin duda, había algunos recuerdos que era mejor desechar en aquel momento.

Cuando entré y tomé asiento, incapaz de evitar la tentación, mi sorpresa fue increíble. Carolina. Mi Carolina.