Esporádico (Valken Loech)

Estaba tan cabreada, que podía echarme humo la cabeza. Normalmente, las noches de luna llena podía ir y venir casi danzando, bajo la hermosa luna plateada, sintiendo su influjo y la libertad de ser un auténtico lobo. Pero aquella noche era muy distinto. Tenía los sentimientos a flor de piel, quizá más que nunca. Me sentía con ganas de gritar, de pelear, de morder, de sacar lo peor de mí misma.
Ya me había alimentado, y cada vez que clavaba los dientes en una presa, el rostro de mi tío venía a visitarme. No podía quitarme su imagen de la cabeza, allí sentado en su trono ficticio, decidiendo sobre mi vida sin consultarme. Él jamás había sido así. Es más, él había sido el único que me había dado cobijo cuando huí de aquel matrimonio concertado. Pero, ¿por qué entonces lo hacía otra vez?

Tienes unos años ya, Adrianne, había comenzado él. ¿Y qué? Mi prioridad era la libertad. No quería casarme; odiaba el matrimonio con todas mis fuerzas. Las parejas no se amaban, los hijos que tenían en común tan sólo pretendían la herencia de sus padres, y sus casas se convertían en hervideros de mentiras y acusaciones diarias. Y, ¿qué quedaba después? Ya no quedaba nada. Cenizas de todo cuanto pudiste haber sido una vez; vagos recuerdos, formados como castillos en el aire que daban paso a tu verdadera realidad. A tu verdadera mierda.

Sin duda, estaba muy cabreada. Necesitaba sentir mi realidad paralela; el mundo animal en el que no había forcejeos, no había obligaciones tan estúpidas y prefabricadas. El mundo del lobo, en el que tú elegías a tu manada, a tus compañeros, y, al fin y al cabo, tu vida.
Estar en mi forma lobuna me ayudó a no sentir esa necesidad imperiosa de expulsar mi cabreo en forma de lágrimas. Era patético. Los humanos éramos patéticos. Todos nosotros. Y yo sentía asco por mí misma, por esa parte de mí que no podía terminar de convertirse en animal, al contrario de lo que les sucedía a los otros licántropos. Ellos decían, como Frank, que cuando te conviertes eres una bestia. ¿Acaso no son los hombres unas bestias como cualquier otras? En muchos aspectos, sí, lo eran.

Me lancé sobre la arena para frenar mi carrera, que llevaba iniciada ya un par de horas, y dejé que mi cuerpo grisáceo se desplomara sobre ella. Sentí todos mis músculos ardiendo. Llevaba demasiado tiempo corriendo. Pero sabía por qué había hecho eso. Ahora, mi fuerte respiración permitió que mis músculos se relajaran,y con ello, vino lo que inevitablemente habría de llegar en la noche. Del cabreo... a la tristeza.

Y allí, un lobo tirado en el suelo, me dí cuenta de que ya no estaba en el bosque, sino en el circo gitano. El lugar al que tan a menudo acudía a alimentarme. Pero esta noche, sólo quería esperar a que mi tiempo se hiciese polvo.

A pesar de todo lo que sentía en aquel momento en mi cabeza, todas esas sensaciones bullendo en mi mente sin cesar, pude notar que había alguien cerca de mí. El licántropo era mayor que yo, sin duda, y su pelaje parecía de alta cuna. Sin embargo, no podía decir nada hasta que no lo viese en su forma humana. Y no quedaba tanto para ello.

Me levanté y lo observé ahí en la arena, acostado frente a mí. Sus ojos parecían juguetear, preguntándome quién era. Si quería jugar, ya era tarde. El sol iba a comenzar a salir enseguida, y con eso, nuestro escondite lobuno se convertiría en cenizas. Me acerqué con curiosidad y olisqueé sus patas delanteras, colocadas bajo su cabeza. Algo en él me inspiraba simpatía, y sin embargo, no quería aportarle demasiada confianza, al menos, no ciegamente.
Comencé a notar el dolor, la siempre dolorosa transformación, y recordé que había dejado mi ropa algo lejos de allí. Tenía dos opciones, o corría y huía para transformarme en el lugar donde había dejado mi ropa, o más o menos cerca, o bien me quedaba allí y pasaba los últimos minutos de luna llena con aquella criatura. Me decidí por la segunda. Tampoco tenía nada que ocultar, aquella noche no. Aún estaba enfadada, y presentía que si me quedaba con él todo sería un poco más fácil. Además, tampoco quería volver a casa tan pronto.

Me recosté junto a él, segura de que no le molestaba, y comencé a aullar de dolor con los primeros rayos de sol. La punzante sensación me puso furiosa, aunque ciertamente sabía que gracias a aquel dolor podría soltar algo de la adrenalina que llevaba cargando toda aquella jornada.
El pelo comenzó a desaparecer con lentitud, y las garras comenzaron a convertirse en uñas, aunque no diferían mucho las unas de las otras, puesto que siempre las llevaba muy largas para no sufrir tanto dolor en la transformación. Hacía tiempo que no dolía así. Aquella noche había dejado el colgante con la circonita en casa, para poder sentir todo el dolor tal y como me lo merecía. Sentiría el paso de bestia a humano, dos seres que no tenían tantas diferencias en realidad. Sentí cómo el morro se me achataba y los colmillos se convertían en una hilera humana de dientes blancos. Los ojos verdes seguían ahí, pero la pupila se dilató. Dolía, joder, cómo dolía. Pero agradecía sentirlo así. Aullaba de dolor, aunque poco a poco, los aullidos pasaron a ser gritos, y los gritos, susurros. El pelo rubio me creció de nuevo, como siempre, hasta la altura del pecho, y mi piel blanquecina volvió a ser la que era.

Sentí cada miembro de mi cuerpo, y al fin, quedé exhausta sobre la arena. Miré a mi compañero, un poco ruborizada. Mon dieu, es bellísimo.