La melodía de la naturaleza {Libre}

Otro día normal en una ciudad ‘normal’. Me desperté con los primeros rayos del Sol que entraban por la pequeña ventana de la habitación donde vivía. Fuera de ella se oían pasos de gente que llegaba de pasar la noche fuera, o de gente que salía para buscarse la vida. Lo más probable es que fueran pasos muy leves que una persona normal no era capaz de apreciar de la misma forma que lo hacía yo.
Me quedé tumbada boca arriba sobre mi colchón de lana, totalmente deformado y con cierto olor a humedad. El frío se hacía notar, intentaba taparme con todo lo que podía para combatirlo, pero era imposible. Al menos ahora conseguía dormir bastantes horas del tirón.

Pasados unos minutos me levanté y me cubrí con una capa. Era lo único que conservaba, junto con unos vestidos, de mi huída de Toulouse. No era suficiente para todo el frío que hacía en esa época en la capital Francesa, pero conseguía que no muriera congelada. Salí de la casa a paso ligero y comencé a caminar sin rumbo fijo. Cuando expiraba por la boca una nube de vaho salía y se disolvía inmediatamente. Ajusté la capa con fuerza y escondí las manos debajo de los brazos.

Caminé hasta el centro de París, después de pasar por la zona residencial. Las casas en aquella parte de la ciudad eran espectaculares, igual que mi antiguo hogar. Los hombres vestían con trajes caros y sombreros; las mujeres con majestuosos vestidos que obligaban a cada persona a pararse y mirar descaradamente. Recordé que, en un tiempo pasado, yo misma llevé vestidos así. Ahora simplemente me dedicaba a observarlas, pasando desapercibida, cada movimiento ondulante de las faldas.

El Sol brillaba con fuerza y a pesar de que era pronto por la mañana prometía que calentaría. Llevaba buen ritmo y eso me permitió entrar rápido en calor. Era capaz de oler millones de aromas de comida, el perfume de las damas o el agua de las alcantarillas. En ocasiones era un buen don, pero había momentos en los que me producía verdaderas ganas de vomitar. Aquellas calles al menos olían a limpio.

A lo lejos vi la Plaza Tertre, un sitio donde pasaba muchas horas. Aun no había mucha gente, era demasiado pronto para que los habitantes de París empezaran a divertirse al aire libre. Elegí una campa y comencé a caminar hasta quedarme en el centro. El Sol me bañó y noté su calor. Despacio, me senté en el suelo y escuché. Escuché el sonido de la hierba al moverse con el viento, el piar de los pájaros y el viento mismo. Todo junto hacía una melodía acompasada y relajante que pocos la sabrían valorar tanto como yo lo estaba haciendo en ese momento.

Cerré los ojos y dejé que los rayos del Sol me inundarán. Por un momento creí olvidar todo lo que mi memoria era capaz de almacenar, cada segundo de mi vida como licántropo. Pero sólo era una vana ilusión. Unos pasos a lo lejos que se acercaban me devolvieron a la realidad.

No le di excesiva importancia a esos pasos. Aun sonaban lejanos, probablemente ni se acercaría a mí. Tenía los ojos cerrados, pero eso no me impedía ‘ver’ lo que había a mi alrededor. Una ardilla corría por la campa hasta uno de los árboles cercanos y trepó por él. Oía las pequeñas uñas clavarse en la corteza hasta que comenzó a roer una bellota. Una mariposa pasó por delante de mí con ese aleteo suave que sólo ellas eran capaces de hacer.

Los pasos seguían acercándose y yo seguía sin darles importancia. El Sol me había calentado lo suficiente como para aflojar ligeramente la capa. Se agradecía el calor que proporcionaba. Mi ropa, que estaba un tanto húmeda, se secó casi al completo. Los inviernos eran duros para todos los que no teníamos grandes recursos y teníamos que aprender a aprovechar cada fuente de calor que se nos presentaba.
Los pasos venían acompañados de un olor que no olvidaría. Desde que llegué a París me había percatado de que había aromas totalmente diferentes entre las personas, y no sólo dependiendo del nivel social. Me había cruzado con licántropos, los primeros que conocía después de Zacharie, y me di cuenta de que su olor era similar al de mi difunto marido.

No tardó en llegas hasta donde me encontraba. Noté que se sentó a mi lado y se calentaba las manos con el vaho de la boca. No era la única que notaba la baja temperatura. Escuché lo que la mujer susurró y un par de segundos más tarde abrí los ojos. Era una mujer joven, más joven que yo según lo que calculé. Miraba el horizonte igual que yo momentos antes. Bajé la vista un momento hacia el césped y vi un maletín. Era extraño ver a una mujer con un maletín así, generalmente eran los hombres los que los llevaban.

-Es agradable tener días así- volví a mostrar mi cara al Sol, esta vez con los ojos abiertos. La mariposa que se había cruzado antes volvió a pasar, el ritmo de sus aleteos era exactamente el mismo que había oído. Era hermosa. La seguí con la mirada hasta que estuvo lo suficientemente lejos como para poder distinguirla.

Volví a mirar a la chica y sonreí. Tenía razón, el frío de París era tremendamente helador y muchos morían a causa de esto. Por suerte, cada segundo que pasaba la primavera se acercaba más y más, y el tiempo sería más benigno para todos. Esa era, al menos, mi esperanza.

Me tendió la mano y en un principio vacilé. Me resultaba extraño que una mujer saludase así, de esa forma. Se veía que Shy’m era una chica independiente, igual que yo en ese momento. Le di mi mano gustosa. -Yo soy Béatrice. Un placer Shy’m- dije intentando no apretar demasiado. A pesar de que llevaba años con mi condición de licántropo aun de vez en cuando descontrolaba mi fuerza. Intentaba pasar inadvertida, y para eso no podía hacer cosas sobrehumanas a la vista del mundo. Rara vez hacía uso de ese poder.

Su pregunta me hizo recordar el día que llegue a París. Hacer memoria no era algo que me llevase mucho esfuerzo, sólo tenía que rebuscar el recuerdo que quería y lo podía ver claramente en mi mente, como si estuviera pasando en ese momento. Llegué casi con lo puesto y algo de dinero en el bolsillo, lo que pude coger en mi repentina huída. Pensaba que no tendría nada que hacer, que tendría que volver a Toulouse e intentar no ser descubierta. Debía mucho a mi casera, Faustine, que me consiguió la habitación donde vivía desde entonces.
Y, todo eso me planteó otra pregunta. ¿Cuánto tiempo llevaba exactamente en París?

Desde mi transformación aquella noche percibía el tiempo de una forma… distinta. Cada vez que mi reflejo me miraba veía a una yo joven, a pesar de que era plenamente consciente de mi verdadera edad. -No, no llevo mucho tiempo- la contesté finalmente. -Aun estoy terminando de acostumbrarme a la magnitud de París-. Miré a mí alrededor, la gente miraba en nuestra dirección extrañados. No le di importancia a los susurros que me llegaron, oía muchos a lo largo del día. Suspiré. No había mucho que hacer. -¿Verdad que esta es una plaza agradable?- comenté en voz no muy alta.