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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Mareleine Wasenbell Dom Ago 07, 2011 4:51 pm

Creo que ya es la hora de que comience a narrar esta historia, la historia de mi larga vida. No es que me agrade mucho hacerlo, la verdad, porque una angustiosa tristeza se me sube a la garganta y me recorre por entero cada vez que rememoro lo que ha sido mi vida. He cometido tantísimos errores... y he arruinado tantísimas vidas...

Pero ya es demasiado tarde para corregir mis errores, así que tal vez me sirva de algo contarlo. El hecho de reconocer los errores de uno mismo ya es algo, ¿No creen? ¿Y de qué me serviría? No lo sé, la verdad, pero espero de todo corazón que me sirva de algo. Así que aquí estoy, al final de mi vida y encerrada en una lúgubre habitación con una vela encendida y la belleza perdida, mientras escribo estas palabras.

Mi nombre es Dayana Castillo Dalma, aunque mi apellido de soltera fue simplemente el de Dalma. Mi difunto esposo era el rey Raimundo Castillo de Vergalda. Dios, qué recuerdos...

Ay Raimundo, dios mío, si me vieras ahora...es probable que dentro de poco me reúna con vos allá dónde estéis, así que deseo de todo corazón que para entonces podáis perdonarme, en aquel reino encantado que es el reino...

Bueno, pues todo comenzó aquel amanecer de 1632. Aquella mañana ya me había puesto mi capa negra y mi vestido azul y había salido de casa como si fuese un fantasma, sin que nadie me oyese. ¿Qué por qué había salido? Pues porque no me daba la gana de dormir y no quería perderme el amanecer en el refugio secreto que había convertido en mi amado santuario...

Era algo que solía hacer todos los días...pero ese pequeño detalle no viene a cuento ahora, por descontado.

Lo que veía mientras salía de mi humilde hogar y caminaba por la calle era maravilloso, algo que aún hoy recuerdo con una deliciosa nostalgia. Ante mí veía pasar las manciones que tanto se parecían a la mía, presuntuosas pero sin llegar aposeer el lujo aquel que tenían las ganas de la verdadera aristocracia, de los que poseían aquel poder que yo tanto anhelaba...

Y a medida que caminaba las casas se iban haciendo cada vez más y más humildes hasta convertise en las chozas inmundas en las que vivían los campesinos.

En contra el paisaje era espectacular. Había flores por todas partes, algunas cultivadas por los mismísimos campesinos y algunas niñas bien. Había muchos árboles y una vegetación muy rica, y limpia sobre todo.

El frío del amanecer no me molestaba lo más mínimo, me frotaba las manos y lo miraba todo con una sonrisa, mientras caminaba a paso rápido.

La ciudad dormía aún, un silencio sepulcral invadía el pueblo por entero. Es más, creo yo que lo único que se oían eran mis pasos, llenos de aplomo y de seguridad.

No tardé demasiado en llegar al pueblo, y en llegar al terreno virgen que había detrás, jsutamente al salir por el este de la ciudad. Al oeste vas camino al siguiente pueblo...pero por dónde yo iba no había más que un valle verde en el que transitaban unos pocos animales y dónde unos pequeños y bonitos riachuelos se cruzaban a menudo en mi camino.

Y llegué hasta el oscuro bosque, dónde me perdí como si fuese una sombra. Era algo estupendo, por todo el camino sentía la frescura del amanecer y me encantaba, lo saboreaba con gusto y todo.

Entonces llegué al gran roble que se alzaba al este del bosque, en un camino lleno de curvas, de arbustos espinosos y de flores misteriosas y desconocidas.

Allí hice algo que tuve la suerte de que nadie me viera hacer: abrí una pequeña tapa de madera que cubría el pie de´un enorme roble, dejando un enorme hueco que dejaba paso a un cuerpo como el mío, y por ahí me metí.

El pasadizo era oscuro y un poco apestoso, ya que seguramente una gran cantidad de animales habría vivido allí en el pasado, pero no me importó lo más mínimo. El sonido de mis zapatos resonaba por el túnel y espantaba sin duda a los pocos animalitos que quedaban por allí. Hacía un poco más de frío, así que me arrebujé algo más en mi capa negra.

Finalmente vi la luz y salí del túnel, llegando a mi maravilloso santuario.

Caminé lentamente observándolo todo fijamente, aunque ya me lo conocía de memoria.

Era un paraje la mar de tranquilo, en el que reinaba un silencio sepulcral y en el que la oscuridad ya comenzaba a desaparecer.

A mis pies pisaba una tierra tan suave como la arena, lo que me decía que allí no había habido nadie más que yo. Era algo magnífico, más adelante te podías encontrar algunos árboles pequeños que con su sombra te ofrecían el refugio que no te daba el techo de un hogar.

Era como un pequeño trocito del Paraíso en la Tierra, había flores blancas y rojas por todas partes y un montón de recovecos en los que podías meterte, explorarlos, correr entre ellos jugando o incluso tumbarse, cerrar los ojos y pensar.

Pero desde luego, eso no era lo mejor de todo.

Ni la deliciosa brisa que acariciaba mi piel y mis cabellos rojos, ni la extraña música que constantemente creaba el vuento, música celestial, y que espantaba ahora al silencio sepulcral (he de reconocer que el silencio total me aterraba a veces, me recordaba a la muerte, ay...) incluso los animalitos que a veces se acercaban a mí. Ni siquiera estar en un lugar en el que todo era hermoso y exquisito, dónde a veces me pinchaba con rosas rojas como la sangre o blancas como la luna.

No, desde luego que no. Lo mejor de todo aquello era acercarse al borde del alcantilado y observar cómo a tu alrededor la oscuridad iba desapareciendo...y con la espectacular vista que se me ofrecía desde arriba.

Las pocas nubes que había en el cielo, moteadas de un delicioso color púrpura, adornaban el cielo, y el sol se asomaba poco a poco desde las montañas, una pequeña luz que parecía una estrella. A lo lejos se veía el mar, puro, limpio, y sobre todo, inacabable. Las estrellas de la noche iban desapareciendo y poco a poco hasta llegar a un azul completamente límpido, libre de nubes y de cualquier otra cosa...solamente alumbrado por la luz del sol. Y allá abajo del borde del alcantilado en el que yo estaba había unos caminos serpenteadps y unos lugares que se asemejaban peligrosamente a algo que yo había visto antes, hacía mucho tiempo ya...

Cada vez que veía ese amenecer me sentía libre, lejor del mundo, llena de aquel poder que siempre ansié, al ver todo aquello ante mí, aquel que siempre ansié tener.

Era el único momento del día en el que podía sentirme llena de paz, en el que mi corazón podía librarse de todo aquello que le atormentaba...

Me daba incluso esperanzas, porque era el comienzo de un nuevo día, una nueva oportunidad para perseguir mis sueños. Me daba fuerzas para seguir, sólo me bastaba recordarlo para no echarme atrás.

Viví muchos momentos de felicidad en esta vida, pero aquellos momentos eran sin duda los únicos en los que sentía una auténtica paz. Espero recuperar, cuando me muera, semejante paz.

Ahora, que tras esas montañas, ese mar y tras todo lo que veía, había algo más. Un camino nuevo se ocultaba tras aquellas montañas y yo, en el fondo de mi corazón, deseaba poder cruzar más allá, saber qué es lo que se escondía tras mi santuario.

Recorrer un camino peligroso.. Pero un camino...elegido por el destino.

Aquel día de verano no me paré a reflexionar acerca de aquella pregunta. Simplemente disfruté de un momento perfecto. Cerré los ojos, junté las manos y luego esperé a que temrinara el alba.
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Mensaje por Mareleine Wasenbell Vie Ago 12, 2011 6:07 pm

Cap 1: El ascenso de la reina.
Creo que ya siendo hora de que comience a contar la historia de mi vida. No es una historia ni alegre ni triste, y de su final podría decirse prácticamente lo mismo. Está llena de penas, de alegrías, de logros, de fracasos y de dolor, como cualquier otra vida humana. Pero a esa vida se le puede añadir una pizca de algo que no tienen otras vidas humanas, y eso no es más que la posibilidad de lo imposible, de superar límites prohibidos.

Su final tampoco es alegre ni triste. Simplemente fue así, tal como debió suceder, como resultado de los errores que cometimos todos.

Me presento, mi nombre es Dayana Castillo Dalma, tengo setenta y siete años y estoy escribiendo esto en una pequeña alcoba que parece una celda de oro, con un camisón y una pluma sujetada por una mano que antes fue blanca y elegante.

Nací en un pequeño pueblecito muy alejado de aquí, que se halla en un lugar que aparece en los libros que leía mi nietecita cuando era pequeña. Era un lugar en el que nunca pasaba nada, en el que todos nacían, crecían, y cumplían con todo aquello que les había asignado la vida sin protestas ni llantos.

Era un lugar soleado, en el que casi nunca llovía y en el que la magia estaba en su lugar. Nosotros éramos una familia de sangre limpia de clase media. Bueno, clase media entre comillas, porque no teníamos mucho. Lo que nos diferenciaba de las clases bajas era que poseíamos lo necesario para sobrevivir sin pasar miserias, íbamos limpios y teníamos un poco de educación, y teníamos de vez en cuando algunos vestidos bonitos, como la mayoría de la gente que vivía en semejante lugar. Y eso porque éramos sangre limpia. La magia la aprendimos en casa, de la mano de nuestro padre.

Vivía con mis padres, mis cinco hermanas y mi hermano Salomón. Mis cinco hermanas eran todas tan parecidas de carácter que a veces me costaba distinguirlas, a pesar de que todas y cada una de ellas tenía un aspecto bien distinto. Todas eran frívolas, pero tenían un carácter tan alegre como el de mi madre, lo que les hacía a veces caer en el chismorreo, cosa que yo odiaba.

Mi madre era como mis hermanas, alegre y frívola, pero de buen corazón. Procuraba que viviésemos lo mejor posible y hacía todo lo que le decía mi padre, era como su perrito faldero. Y con más gusto que lo hacía, debido al carácter de mi padre.

Porque mi padre…era un hombre muy sencillo y de muy buen corazón, que no le pedía a la vida nada más que salud, alegrías y una buena vida en la que la mala suerte no nos tocase, cosa que no había hecho jamás, al menos durante mis primeros años.

Y por último estaba mi hermano Samuel, a quién yo adoraba. Era el único miembro de mi familia a quién quería de verdad, lo adoraba, era casi como un ser humano ideal para mí. Un muchacho que me protegía como a una reina y que quería ser grande. Lo que más ambicionaba en esta vida era ser pianista, pero nadie en mi familia quería que lo fuera. Era un muchacho inteligente, y querían que fuese un gran soldado… y podría haberlo sido, pero nunca tuvo talento para ello. En nuestra estirpe se consideraba un deshonor su sueño, para los Slyhterin eso era algo que no podía tolerarse, sin duda alguna.

Pero era un buen pianista, tocaba de maravilla, mucho mejor que mis hermanas y que yo misma, a pesar de que a mí me gustaba mucho también. Tocaba de un modo magistral, era increíble lo mucho que podían transmitir sus piezas, eran mágicas…

A veces pienso todavía que su magia fluía por sus dedos en esas melodías, y eso lo hacía todavía más hermoso. A veces tocaba con él a escondidas, y ambos pasábamos unos ratos maravillosos. Esos eran sin duda los mejores de mi infancia y mi adolescencia allí. Eso, y mi otro secreto, aquel amanecer secreto…

Mi hermano sabría que no podría cumplir su sueño, pero en el fondo de su corazón aún guardaba esperanzas. Y me decía que mientras pudiese tocar de vez en cuando sería feliz, a pesar de tener que seguir el destino marcado por la familia.

¿Y yo? Yo no me parecía demasiado al resto de la familia, me parecía mucho físicamente a mi madre, por la figura, el rostro y el pelo, de mi padre tenía la blancura de la piel y los ojos. Por lo demás, nada, aparte de esa ambición que compartía con mi hermano, ese mal sabor de boca que no me dejaba sentirme a gusto en esa vida. Ambicionaba algo más. Deseaba poder, y en mi corazón albergaba las esperanzas de conseguirlo, a pesar de sentirme atrapada.

Pero mi vida siguió su curso en la más absoluta rutina durante muchos años, desde el día en el que nací hasta que cumplí los dieciséis años. Entonces fue cuando todo comenzó a cambiar para siempre.

El día de la llegada del primo Darren. Un muchacho muy hermoso, de pelo rubio ceniza y ojos pícaros que encandilaban a todo el mundo, lo quisiera o no. Llegó para quedarse con nosotros durante varios días, en la parada que hacía para un viaje secreto del que no nos quiso dar detalle alguno, por mucho que le insistimos. Mis hermanas y mi madre se quedaron con una intriga insatisfecha durante los cinco días siguientes, y yo también.

Revolucionó nuestro hogar, todo giraba alrededor de él. Mis hermanas y mi madre se afanaban a su alrededor para cumplir cada uno de sus deseos, y mi padre y mi hermano salían a menudo a cazar con él, o a charlar de todos aquellos temas que son propios de los hombres.

A mí me trataba con mucha delicadeza, ya que me temía por la más inteligente de todas, tal como me dijo muchas veces. Eso me halagaba, y a menudo hacía que me sonrojara, incluso más que cuando me decían que era hermosa. Eso me lo decían muy a menudo, aunque yo no me veía demasiado bella. Pero lo era. Mi piel blanca, mi cabello de fuego y mi figura elegante eran bastante atractivos por aquella época.

Durante varias semanas siguieron aquellos días, hasta que Darren planeó algo con Salomón. Algo de lo que a mí me hubiese gustado mucho enterarme.

Supe que tramaban algo cuando el carácter de Salomón cambió. Se volvió frío y distante conmigo y con el resto de la familia, no hacía más que escaparse con Darren a lugares en los que planeaban cosas que no eran nada buenas. Lo supe porque a menudo oía retazos de sus conversaciones, cuando ambos regresaban a altas horas de la noche.

Tenían un plan. E iban a ponerlo en práctica muy pronto.

Quise preguntarle muchas veces acerca de aquello, pero me contuve. Yo era una mujer, eso no era asunto mío, mi hermano ya estaba crecidito, así que debía permitir que hiciese lo que quería con su vida.

Y efectivamente eso hice. Pero desgraciadamente me arrepentiría de ello más tarde.

Una noche me desperté escuchando las melodías de piano de mi hermano. Era una melodía distinta a los demás, con un tono apagado, más triste pero al mismo tiempo poderoso. Algo le pasaba. Me asomé por la ventana para verle tocar, y allí estaba. Pero no estaba sólo.

Y no, Darren tampoco estaba allí, porque mi primo roncaba en la habitación de al lado.

Estaba acompañado de una mujer que llevaba una hermosa capucha negra y dorada, y un símbolo que no olvidé jamás durante el resto de mi vida, porque lo vería más veces.

Tenía apoyada una mano en su hombro, y sonreía con una delicadeza que era casi exquisita.

“¿Será su novia?” pensé sin poder evitarlo. Parecía estar muy a gusto allí. Pero no lo era, ¡vaya que no lo era!

Pero no llegué a saber quién era, era demasiado joven para saberlo, y pronto olvidaría aquello. Mi hermano parecía muy concentrado en su música, como si no hubiese otra cosa en el mundo, como si fuese lo único a lo que podía aferrarse.

Y entonces dejó de tocar y se giró para mirar a la chica a la cara. En su rostro había un deje de desdén y sarcasmo que no pareció hacer mella en la chica. Ella le susurró algo y él le respondió con una respuesta airada.

Y entonces ella le quitó el sitio en el piano y se puso a tocar. Me quedé asombrada nada más escucharla. Su melodía era muy hermosa, exquisita, pero tenía algo hechizante…que me atrapó al momento. Transmitía una especie de paz que prometía demasiadas cosas…una especie de…dios santo, ¡es tan difícil describir como me sentí!

Lo único que recuerdo es que me levanté en camisón y me marché hacia la puerta, como una sonámbula, dispuesta a acercarme allí y disfrutar mejor de la música. Por suerte nadie más aparte de mí la había oído, aunque esto era bastante extraño, la verdad.

Salí de allí y me escondí detrás de los arbustos, para espiarlos. Aquel comportamiento no era propio de mí, pero yo estaba cambiando. Pero eso yo no lo sabía aún.

Y lo que vi después me hizo tomar una decisión que sería irrevocable.

Cuando la muchacha dejó de tocar se quitó la capucha. Era hermosa, de una belleza fantasmal. Su piel era más blanca que la mía, y su cabello rubio parecía ser el de un ángel. Pero no lo era. No señor, aquella chica podía ser de todo. Pero no era si sería jamás un ángel.

Le susurró algo a mi hermano, a lo que éste dijo:

-No. Antes muerto.

-¿Estarías dispuesto a renunciar a tus sueños por semejante tontería?

-No pienso sacrificarlos, no pienso entregar mi alma a semejante carnicería.

-Bien. Pues entonces estarás condenado. Dentro de poco caerás en desgraciada. Ni cómo ni cuándo no lo sabrás, pero de hecho será así.

-¿Algo más que decir?-dijo mi hermano, con el rostro serio y frío, duro como el hielo.

-Por supuesto. Algo que espero que recuerdes durante el resto de tu vida. Quién se junta con demonios se acaba convirtiendo en uno, mi querido Salomón.

Y entonces la chica desapareció. Un rayo de luz blanca la hizo desaparecer. Y se estableció en aquel lugar un silencio aterrador, lo bastante como para que se llenara de terror mi corazón. Mi hermano nunca volvería a ser el mismo. Nunca supe lo que había pasado ahí, pero lo que sí sabía es que aquello había condenado a mi hermano. No supe quién era esa chica, ni de dónde venía, pero algo había hecho…

Ella y Darren, quién poseía el mismo símbolo en la ropa, cosa de la que antes no me había dado cuenta.

Entonces lo supe. Supe qué ese algo le afectaría sólo a mi hermano, y supe entonces cómo sería el resto de mi vida. Y lo odié todo, absolutamente cada instante, y me sentí más atrapada que nunca, casi me ahogaba. Por lo que decidí no aguantarlo más.

Y entonces me marché de allí para siempre.

Pocas cosas me llevé de allí, aparte del vestido más sencillo que encontré y unas pocas pertenencias personales. No me despedí de nadie, escapé de mi pueblecito sin que nadie se diese cuenta, porque estoy segura de que si alguien se hubiese enterado no me habrían dejado marchar. Pero logré irme para siempre.

No tenía ni idea de adónde iría, pero eso no me importaba lo más mínimo. Haría lo que fuera con tal de alcanzar mis sueños.

Viajé durante muchos días. Hice lo que pude para sobrevivir, robé, trabajé, pedí…bueno, casi todo. Me oculté en el mundo muggle, lugar dónde estaba segura de que nadie me encontraría.

Las cosas me fueron mejor cuando pude tocar el piano para la gente de la calle. Les gusté, y me pude relacionar con la gente de clases cada vez más altas, hasta el punto de que pude pasarme por una señorita de la alta sociedad.

No sé como lo logré, pero de hecho lo hice, y me alegré mucho por ello. Me creé una falsa identidad y me oculté con unas amigas en su hogar, como una invitada extranjera que se había perdido.

Pero no le dije a nadie quién era en realidad. Les dije mi nombre y poco más, porque si revelaba mi verdadera identidad…además deseaba con todas mis fuerzas olvidar quién era. Y me iba a esforzar al máximo para lograrlo. No me costó demasiado.

Hasta tal punto que me vestí y me arreglé como ellas, y me relacioné con la gente de la Corte. Me sentí feliz, bastante feliz, a pesar de que faltaba algo esencial en mi vida.

Pasó el tiempo y logré comportarme como una gran señorita de sociedad, y me gané el respeto de la Corte. Tocaba el piano y hacía amigos.

Y entonces llegó el día en el que el rey Raimundo se fijó en mí. Se había prendado en mí desde el principio, tanto por mi belleza como por mis refinados modales, aparte de aquellos con los que había nacido. Eso lo supe desde el principio.

Pasaron los meses, y entonces me pidió que me casara con él. Acepté, feliz de poder llegar a ser lo que siempre quise, una reina. No amaba a Raimundo, pero el poder que me ofrecía era para mí más que suficiente. Al fin tendría el poder que siempre había deseado. A pesar de eso solamente tenía dieciséis años, aún no me podía ni imaginar que ni por asomo lograría alcanzar la felicidad que yo pensaba que alcanzaría. Aún no había aprendido que el poder no lo es todo. Lo es casi todo.

Nos casamos en una ceremonia por todo lo alto, perfecta, en la Iglesia más hermosa, yo vestida con un magnífico vestido de novia, con muchos invitados y con una música exquisita.

Pero me faltaba el amor, y eso lo averigüé muy pronto, meses después de la boda. Había algo más de lo que no me había dado cuenta, algo de lo que desgraciadamente me percataría cuando ya fuese demasiado tarde, dentro de muchos años.

Y por supuesto fue entonces cuando decidí guardar mi verdadera identidad para siempre, dejar de hacer magia. Era peligroso, además, la magia era herejía en el mundo muggle, si Raimundo lo descubría habría problemas. Graves problemas.

Pero vivía en un reino glorioso. El reino de Vergalda era cada vez más próspero, más lleno de vida y se expandía cada vez más. Prometía, y mucho, Raimundo era un buen rey, de los mejores que tuvo Vergalda. Si eso el mejor. Yo de vez en cuando le ayudaba, pocas veces.

Él fingía desdeñar lo que yo decía en materia de política, pero yo sabía que tenía en cuenta mis opiniones, y mucho. Por lo menos algunas.

No tardé mucho en quedarme embarazada. Raimundo esperaba que tuviese un varón, pero tuve una niña, a la que llamamos Adriana. Era una pequeñita preciosa, se parecía mucho a mí, pero era de un carácter muy sumiso, era una ratita, muy poquitacosa, demasiado tímida, aunque entre amigos era todo un terremoto.

Luego tuve otra niña, Inés, que era caprichosa a más no poder pero que tenía un corazón de oro con sus hermanas. Era muy querida entre las criadas, a pesar de todo, y tenía un talento innato para tocar el arpa.

Y luego…tuve otra niña. La pequeña Nereida. Era una de las tres hijas a quienes quise más. Una niña muy obediente, de pelo negro y rostro delicado, de princesa, prometía ser muy bella. Físicamente no se parecía ni a Raimundo ni a mí…y tenía muy buen corazón, era una criatura sencilla que no le hacía daño ni a una mosca y que adoraba los animales, tenía un tacto especial con ellos. Se las arreglaba para que hicieran todo lo que ella quisiera. Eso era magia, pero un tipo de magia que nadie encontraría sospechoso. Sólo como un don beneficioso. Y adoraba a sus hermanas. Odiaba verse separada de ellas.

Pero había un problema respecto a Nereida. Ésta era hija mía, pero no era hija de Raimundo. Era una bastarda.
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Mensaje por Invitado Vie Ago 19, 2011 9:29 am

Waaaaaaaaaaaaaaaaaa!!!
Qué chachi, me encanta *-*
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Mensaje por Mareleine Wasenbell Miér Sep 14, 2011 12:53 pm

Entonces publicaré otro capítulo.

2. LAS HIJAS DE LA REINA DAYANA

Mi
hija Nereida no era la hija de Raimundo. Nereida era la hija de mi
primer amor, el único hombre a quién amé en esta vida. A Jean Baptiste, un
oficial francés que vino a palacio para ayudar a mi esposo con unos
asuntos de política. Más concretamente asuntos de expansión.
Era
un hombre joven, fuerte y hermoso, con un abundante y sedoso pelo
negro, un cuerpo fabuloso y una sonrisa que me iluminaba el sol de cada
día. Ambos sabíamos que estaba mal, pero no pudimos evitarlo, nos
enamoramos a los pocos días.

Ese
amor que surgió entre nosotros tenía la magia y la frescura del primer
amor. Al principio ninguno de los dos quería reconocerlo, nos negábamos a
admitir lo que sentíamos el uno por el otro. Pero los dos acabamos
cayendo en la trampa.

Nos
amamos durante muchos días a escondidas, siempre por la noche, cuando
todos dormían, y en silencio, para que nadie nos descubriese. Bueno,
había una única persona que sí que lo sabía. Clara, mi criada más fiel.

Pero ella no dijo nada, es más, fue la confidente de mis amores secretos.
He
de decir que me sentía más feliz que nunca. Era poderosa, estaba
enamorada y viva…me sentía más viva que nunca, a pesar de que sabía que
aquello no iba a durar. Pero no me importaba, decidí disfrutar el
momento y no pensar en el mañana.

Hasta que finalmente llegó ese mañana. Jean tuvo que marcharse por una orden urgente. Una orden urgente que tenía algo muy sospechoso…algo que Raimundo sospechaba, pero de lo que no tenía la certeza.
Entonces
pasaron los días y, en dos semanas descubrí horrorizada que estaba
embarazada. Me asusté muchísimo, estaba segura de que si Raimundo lo
descubría acabaría muy mal. Al principio pensé en interrumpir el
embarazo.

Pero no pude…odiaba ese embarazo y sin embargo no pude abortar. Era mi bebé, daba igual quién fuese el padre. Era mi hija.
Raimundo
nunca lo supo, pero siempre lo sospechó. Eso lo supe cuando un día, en
una velada, se sentó mientras yo tocaba el piano. Toqué una de mis
mejores canciones. Yo no era ni mucho menos tan buena como mi hermano al
piano, pero mi música se adaptaba igual que la suya a mi estado de
ánimo. Y esa fue una de las mejores canciones que toqué. Raimundo no dejó de mirarme fijamente durante todo ese tiempo, y tampoco me dirigió la palabra.

Pero
cuando acabé se acercó a mí y me susurró algo al oído, y entonces supe
que lo sospechaba. Pero no tenía la certeza, y eso fue lo que me salvó.
Raimundo nunca jamás actuaba sin saber algo de seguro, y no tenía
pruebas para encontrar el origen de mi infidelidad.

Y al parecer lo olvidó con el tiempo. Pero si llegaban a enterarse en el reino Raimundo tendría esa certeza en bandeja.
Aquel día me retiré a mis aposentos y me di suavemente con el puño en el vientre, odiando ese embarazo.
Y
así pasó el tiempo y nació mi pequeña Nereida. Es igualita que su
padre, con esa misma sencillez y los mismos rasgos delicados.

Después
de ella tuve a Yvette, una chica a la que se le tuvo que poner mano
dura, pues se escapaba muy a menudo, para salir con chicos, sobre todo. O
para quién sabe qué cosas.

Después vino Anne, vino
muy seguido después de Yvette, fue mi parto más difícil, a punto estuve
de morir. Pero me salvé por muy poco. Anne tiene la piel muy pálida y
cremosa, como la de un ángel. Su pelo rubio era como el sol del
atardecer, tirando a pelirrojo y era una niña muy alegre, la más alegre
de todas. Pero sobre todo, tan llena de vida…ella, al igual que Ginebra,
buscaba algo, pero algo muy distinto, que mucho tenía que ver con lo
que el destino le deparaba.

Después tuve a mis hijas gemelas, Elizabeth y Ginebra. Elizabeth es mi hija más inteligente, soñadora
y que leía mucho. Una cultura extraordinaria, y un carácter exquisito.
Una chica a quienes todos querían. Yo estaba muy orgullosa de ella, pues
era además muy hermosa, con su pelo rubio que le caía en suaves hondas,
su piel blanca y su rostro dulce. Elizabeth guardaba un gran parecido
con los ángeles.

Pero Ginebra…nunca lo admití, pero era la hija a quién más quise. Era
una chica de pelo castaño largo que le caía en unas ondulaciones
parecidas a las de Elizabeth y unos ojos castaños que tenían un brillo
casi mágico.

La
quería muchísimo, pero… ¡anda que no me causó problemas! Era una chica
muy inteligente, pero era taimada y rebelde, hacía demasiadas preguntas,
estaba ávida de aprender y desde pequeña dijo que no deseaba casarse,
al menos no hasta que encontrase al amor de su vida. Y deseaba viajar
por el mundo, siempre lo deseó. Esos deseos me parecían simples utopías.

Era
una chica generosa además, ayudaba a todo el que se le pusiera delante,
por mucho que intentásemos inculcarle el orgullo real. Ella y Angélica
ayudaban a todo el que fuera, y hacían amistades que a Raimundo y a mí
nos parecían innecesarias. Eran muy amigas de la hija de mi fie criada
Clara, la pequeña Luna, que tenía la edad de Angélica y que años más
tarde la sustituiría, tras la desaparición de Clara.

Pero
había otra cosa que me preocupaba mucho más de ella. Lo supe desde el
día en el que me la pusieron en los brazos. Esa niña sería como yo, una
bruja, una hechicera poderosa. Cuando vi sus ojillos supe que había
magia en su interior, una magia que sería muy poderosa. Nunca supe hasta
qué punto. Sería mucho más poderosa de lo que fui yo jamás. Sus poderes
se manifestaron el día en el que cumplió siete años. Pero no dijo nada y
siempre ocultó sus poderes. Ella no sabía que yo era una bruja, y no le
convenía saberlo. Así que ocultó sus poderes por miedo. No la vi hacer
magia hasta muchos años después.

Después de ellas dos tuve otras dos hijas. Angélica. Era
muy parecida a Ginebra, pero su aspecto era muy distinto. Era casi más
hermosa que Elizabeth, pero su belleza era casi como de cuento, casi
fantasmal. Trataba de imitar a
Ginebra en todo lo posible, pero esto era una contradicción porque a
menudo trataba también de ser una chica buena, lo que la sumía a veces
en una extraña confusión.

Años
después tuve a mi hija pequeña, Bellatrix. Era una niña débil e
introvertida, no hablaba casi nunca, y a menudo pasaba por el castillo
como un fantasma, siempre concentrada en sus poemas. La poesía era lo
que más le gustaba en el mundo. Se conformaría con el destino que fuese,
siempre y cuando pudiese seguir haciendo su poesía. Era
la más obediente, y tan frágil que iba con ella de un lado para otro.
Deseaba protegerla, que nada malo le pasase, tal como temí desde
siempre. Siempre la tuve rodeada de gente que se aseguraba que no
sufriese ningún daño, o simplemente le decía a sus hermanas que cuidasen
de ella. Pero a pesar de eso era muy solitaria.

Todas
mis hijas fueron bellas, pero a menudo me preocupaba, pensaba en el qué
les depararía el destino. Y me juré hacer todo lo posible para hacer
que fuesen buenas princesas, y que encontrasen los maridos adecuados.
Así perpetuarían este legado de poder.

Así
que mandé a cada una de mis hijas a un internado distinto, para que
creciesen siendo todas unas señoritas. Los mejores internados de Europa.
Mandé a Nereida y a Elizabeth a dos internados distintos en Alemania, a
Ginebra la mandé primero a Italia, pero como la expulsaron la mandé a
Suiza. A Yvette la mandamos a España, a Adriana a Francia, y a Inés a
Italia. Pero Angélica y Bellatrix se criaron en el castillo. Y a Anne la mandé a Grecia.

Todos
los veranos los pasaban en palacio, dónde las veía muy feliz de
reunirse de nuevo. Todas ellas estuvieron muy unidas, Elizabeth, Nereida
y Ginebra estuvieron muy unidas, al igual que Angélica con Adriana e
Inés. Aunque a veces me parecía que Nereida y Ginebra tenían una
especial complicidad de niñas, tramaban secretos a escondidas, secretos
que mucho tenían que ver con sus sueños. Además, Adriana e Inés parecían
tener algo parecido.

Ginebra
se negaba a cambiar, recibió muchos palos y castigos por parte de las
monjas, pero no quiso volverse sumisa, mantuvo su carácter taimado y
rebelde hasta el final, y a menudo contagiaba a Angélica, lo cual me
ponía nerviosa. Se metían en muchos líos junto a Nereida, quién
intentaba rescatar a sus hermanas con su sensatez. Pero poco le
funcionaba, la verdad. Muchas veces la metían a ella también en el barullo.

Ginebra
me hacía preguntas impertinentes a menudo, hasta que yo la castigaba y
hacía algo desesperado con tal de mejorar su carácter. Pero nada
funcionada, esa niña tenía una firmeza de carácter extraordinaria, y una
fuerza de voluntad que yo no tuve jamás.

Estaba
segura de que hacía lo correcto al separarlas. Tenían que aprender a
vivir unas sin las otras, porque cuando se casasen tendrían que
acostumbrasen a sus nuevas vidas. En aquel momento poco me importaba no
haber tenido un hijo varón, a pesar de que Raimundo a menudo me lo
reprochaba.

Y
así pasaron muchos años. Mientras tanto Vergalda seguía creciendo,
haciéndose más grande, más poderosa. Sus bosques parecían infinitos,
pasear por ellos era como entrar en un mundo nuevo, lleno de vida, y
había un montón de rincones secretos que podías descubrir. También
había lagos, cuevas…Vergalda, a pesar de ser un reino muggle, era
mágico. Y su gente, a pesar de ser pobre, era alegre, y parecía que no
le faltaba demasiado.

Eso
era todo el resultado de la prosperidad del reino. Algo de lo que me
sentía muy orgullosa. A menudo me paseaba a caballo por el reino,
acompañada de Raimundo, y me admiraba de toda la magnificencia del
reino. O paseábamos por los bosques o respirábamos la brisa del mar de
la Playa de la Luna, una playa que por la noche tenía algo extraño en el
ambiente. Algo mágico…pero no sabría hasta años más tarde lo que era.
De todos modos no me importaba, me limitaba a disfrutar de ello.

El orgullo me dominó por completo, aquella parte orgullosa que siempre había albergado en mi corazón se hizo más y más grande.
Además,
allí ocurrían muchas cosas. El reino de Vergalda no tenía nada de la
cotidianidad de mi lugar de origen, todos los días pasaba algo, a pesar
de que cumpliésemos nuestras obligaciones a rajatabla todos los días.

O
venían unos bandidos, unos comerciantes que traían telares exquisitos,
oro de la China…y a menudo había fiestas. Todas ellas corrían a mi
cuenta, yo era la encargada, como reina, de organizar y dirigir todas
las fiestas que se celebraban en la Corte.

Esas
fiestas eran un gran derroche, me aseguraba de que todo fuese perfecto,
de que los invitados quedasen satisfechos y de que no faltase de nada.
La música era además exquisita, y los bailes duraban hasta el amanecer. Y
a menudo tocaba en esas fiestas.

Me
gustaba ver como se desarrollaban, las conversaciones de mis amigos,
cómo las jovencitas encontraban a sus pretendientes…y admirar la
exquisitez y el refinamiento de la Corte. Eso era algo que compartía con
Raimundo, eso y el ansia de poder. Quizás era eso algo que nos unía
también.

Durante
esos años Raimundo siguió siendo un hombre frío, pero no era distante, y
yo sé que con el tiempo me cogió algo de aprecio. A pesar de todo. Eso
es lo que suele pasar con el matrimonio. Se le acaba cogiendo cariño a
la persona con quién convives durante muchos años, aquella persona a
quién estabas atada durante el resto de la vida. A pesar de que no
pudieses amar a ese hombre nunca jamás.

Nuestras
relaciones con el extranjero eran muy buenas, y con la Iglesia Católica
más todavía. España mantenía muy buenas relaciones con nosotros, y a
veces hasta nos pedían consejo para algún tema. Y recuerdo que hicimos
varios viajes hacia el Escorial. Reconozco que había muchas cosas que me
fascinaban. Por aquella época España hacía muchas cosas que eran
fascinantes. Era el período en el que alcanzó su máximo esplendor. Antes
de ir cayendo en la decadencia.

Y
la Iglesia, al igual que la Inquisición, nos tenían por un reino
ejemplar, que seguía los preceptos de la religión cristiana. Y
efectivamente así era.

Durante
los años que pasaron hasta que mis hijas comenzaron a hacerme mayores
cambié, me hice mayor, pero todavía no envejecía. Dejé de ser aquella
adolescente que había abandonado su hogar en busca de fortuna, me hice
una mujer alta, de rasgos algo duros pero bien perfilados, una piel
suave, y mi pelo rojo relucía más que nunca. Al ser una bruja tardaría
un poco más en envejecer. Eso es un rasgo característico de los magos.
Morimos como cualquier ser humano, pero nuestra vida es más larga,
tardamos más en envejecer y en morir.

Y
nuestro pueblo supo mantener la paz durante muchos años. Pero ninguno
supimos que algo se perfilaba, que una sombra oscura que amenazaba con
destruirnos a todos se alzaba sobre nosotros. Algo percibimos, y nos
preparamos para lo que pudiese venir. Pero ninguno supimos cuán
peligroso era ese peligro que se cernía sobre Vergalda, una bomba que
estallaría cuando menos nos lo esperábamos.

Así
que pasados los años mis hijas fueron regresando de sus internados.
Todas menos Anne, quién según una carta de la directora de su internado
tenía que hacer un viaje espiritual. Primero regresaron Adriana e Inés,
luego Ginebra, quién parecía guardarse muchos secretos, al igual que
Nereida, y por último Elizabeth, quién nos había dado un disgusto
huyendo con un amante secreto, un plebeyo, pero
que regresó al morir él. Lo que nunca supo ella es que fue su padre
quién le mandó asesinar, unos pocos guardias le persiguieron y le
mataron.

Todas
ellas habían cambiado con el tiempo. Se habían hecho mujeres (todas
menos Bellatrix, quién apenas tenía diez añitos por aquella época), eran
unas adolescentes que estaban en la flor de la vida. Su hermosura se
había manifestado en todo su esplendor, y yo estaba ilusionadísima.
Estaba segurísima de que muy pronto podría encontrar maridos en buena
posición para todas ellas.

Habían
aprendido muchas cosas, todas tenían grandes conocimientos que me había
asegurado muy bien que les enseñaran, y un refinamiento inculcado que
las hacía parecer unas grandes princesas, las hijas dignas del rey.
Todas ellas eran alegres, se sintieron felices de regresar a casa,
siempre se reían por cualquier cosa, y bailaban o cantaban, a veces
tocaban el piano. Las que mejor
lo hacían Ginebra, Elizabeth y Adriana. Nereida seguía manteniendo su
talento para con los animales, se pasaba horas cuidando a los animales
del reino, o estaba con su águila, Diana. Sí, lo sé, es un nombre
espantoso para un águila, pero ella se negó a llamarla de otra forma,
hasta el punto de que el animal no respondía a otro nombre.

Fue
entonces cuando decidí que todas ellas, menos Bellatrix, entrasen en
sociedad. Ya era hora, además, Adriana e Inés tenían veinte años,
Nereida tenía dieciocho años recién cumplidos, Elizabeth y Ginebra
tenían dieciséis, y Angélica quince. Todas estaban preparadas.

Así
que preparamos una ceremonia para que entrasen en sociedad todas a la
vez, dos semanas después de que regresasen de sus respectivos
internados. Se les recogió el
pelo con peinados parecidos, y sus vestidos resaltaban la belleza de
cada una. E incluso podría decirse que mostraban la personalidad de cada
una. O la ocultaban. El de Nereida tenía un tono verde tropical, pero
que le daba a su belleza un toque misterioso, el de Ginebra era
blanco y rosa, que le hacía parecer un ángel, al igual que el de
Elizabeth, que era totalmente blanco. El de las demás eran de un rojo
oscuro que les quedaba de maravilla, que les hacía resplandecer con el
resplandor que solo puede dar la juventud.

Yo
miraba a mis hijas llena de orgullo mientras ellas bailaban con los
príncipes, reían, charlaban y se murmuraban los pormenores del baile.
Todas resplandecían como unas futuras reinas, y eso me llenaba de una
alegría extraordinaria.

Pero
todas ellas habían vuelto con sus propios secretos, secretos que habían
definido sus personalidades, lo que serían en el futuro o el por qué de
sus acciones. Pero sobre todo sus sueños, lo que le pedirían a esta
vida.

Y lucharían a muerte por alcanzar esos sueños.
En
ese baile se hicieron mujeres, mis hijas comenzaron a andar el camino
de lo que sería su vida, se prepararían para decidir sus destinos, sus
vidas empezarían.
Mareleine Wasenbell
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Mensaje por Invitado Vie Sep 16, 2011 1:24 am

Qué bonito *___________*
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