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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Éabann G. Dargaard Lun Ago 08, 2011 12:40 pm

Recuerdo del primer mensaje :

¿Qué hacía una gitana en un lugar como el Palacio Royal? ¿Qué hacía moviéndose por aquel lugar como si perteneciera a este? ¿Cómo si llevara en la sangre el encontrarse en ese lugar? ¿Qué le hacía pensar que podía estar codeándose con la crême de la crême de París y de otros lugares? La cadena de casualidades que la habían llevado a ese momento se remontaban a hacía un par de días, cuando de pura casualidad se había cruzado con una jovencita de alta sociedad. En aquel momento no se hubiera imaginado ni en sus más oscuros sueños que terminaría con una invitación. Era cierto que no habían invitado a la gitana, sino a la mujer de clase media que había ayudado con un par de remiendos, un consejo y un enfrentamiento a unos caballeros muy poco amables a una joven que estaba más perdida en las calles de París de lo que ella misma había estado a su llegada.

Era de Austria, al menos hablaba su idioma natal, por lo que había sido fácil comunicarse con ella. Había sido una especie de agradecimiento por parte del padre de la chiquilla que resultaba ser parte de la comitiva del embajador de su patria. En cierta manera esa era la razón por la que se encontraba allí, paseándose por entre los bien vestidos invitados que se encontraban a su alrededor. En parte había sido agradable encontrarse con personas de su mismo lugar aunque fueran tan diferentes a ella. No, no era tan estúpida como para pensar que podía encajar allí, ni siquiera soñaba con ello, pero era algo bueno el separarse un tanto de lo que se había convertido al final su vida.

Había comenzado a evitar la noche, al menos en la ciudad. Se había movido siempre por el día por ella y en cuanto veía que el sol comenzaba a descender recogía sus cosas y se marchaba hacia donde se encontraba su carromato, ligeramente alejado de todo y de todos. No, no se había vuelto una antisocial de repente, seguía hablando con la gente, comunicándose, había hecho algún que otro amigo en lo que llevaba en París, se había encontrado con su mejor amigo de su vida en Londres, y en definitiva había tenido una vida bastante tranquila. Lo suficientemente tranquila como para que se comenzara a relajar. Lo suficientemente relajada como para que hubiera aceptado aquella invitación.

El lujo que había su alrededor la deslumbraba. Había estado en fiestas antes, pero la verdad es que ninguna se podía comparar a aquella. Se sentía un tanto torpe con su sencillo vestido de color azulado de muselina a la moda Imperio que era la que se encontraba en auge en ese momento, aunque con muchos menos detalles que los que había a su alrededor. El cabello oscuro estaba recogido en lo alto a la moda y llevaba una pequeña máscara como el resto de los asistentes que le daba una privacidad que agradecía. Jugueteó por un momento con los guantes largos que llevaba puestos mientras se movía escuchando la música que provenía de un cuarteto de cuerda.

Su mirada se paseó por los presentes con curiosidad, viendo cómo se hablaban entre ellos, cómo interactuaban. Era tan distinto a lo que estaba acostumbrada que observaba todo como si fuera lo más interesante del mundo. Aquella fiesta difería completamente de las fiestas gitanas, donde el alboroto, los bailes, las risas y los gritos estaban al orden del día, donde la música sonaría con fuerza incitando a todo el mundo a bailar. Por lo que parecía en ese momento en vez de bailar, la gente se dedicaba a hablar mientras que el centro del salón donde se encontraban estaba prácticamente vacío. Por lo que parecía cada momento tenía su tiempo y era el tiempo de sociabilizar.

Siguió caminando por la zona más apartada, la más cercana a las paredes y desde donde tenía una vista perfecta de todo lo que sucedía delante de ella. En la mano llevaba una copa de champán, un líquido ambarino y burbujeante que solo había probado una vez en su vida en el pasado y que aunque le gustaba, reconocía que no estaba entre sus preferidos como pasaba con el resto de las bebidas alcohólicas por lo que solo la llevaba para aparentar.

Era como encontrarse en mitad de un baile de cuento de hadas, aunque en su caso ella no era ni una princesa ni una campesina destinada a convertirse en reina. Estaba segura de que en cualquier momento aparecería la verdadera protagonista de aquello y a ella le iba bien el papel de espectadora.


Última edición por Éabann G. Dargaard el Vie Sep 23, 2011 3:46 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Miér Ago 31, 2011 5:19 am

El enfado siguió burbujeando en su sangre mientras se movía dirigiéndose hacia la salida de aquella estancia donde los rostros no eran más que brumas a su alrededor. Iba a desollarlo con sus propias manos. Aunque no había ninguna razón por la que fuera a volver a verlo. Ninguna en absoluto. Ja, ni ella misma se lo creía. Era como el depredador que había encontrado la presa con la que jugar. En algún momento del camino hacia la salida, que curiosamente se le estaba haciendo terriblemente largo, se clavó las uñas en las palmas de las manos notando el dolor que eso produjo en la derecha, allí donde las espinas de la rosa se habían clavado y pudiendo notar la sangre mezclada con el agua.

Ignoró los comentarios, las miradas, los gestos. Ignoró todo menos la ira que bullía en su interior y que la hizo alcanzar la puerta unos minutos más tarde mirando por un momento de reojo el gesto impasible del mayordomo que le abrió la puerta como si nada, como si aquello fuera lo más normal del mundo, echándose hacia un lado para dejarla pasar. Una vez en el exterior alzó el rostro notando la lluvia sobre el rostro y quedándose apenas unos segundos en aquella posición antes de comenzar a alejarse con paso rápido de la fiesta. Y pensar que al inicio de la noche le había parecido buena idea… incluso había fantaseado. Todo lo sucedido la enseñaría dos cosas fundamentales: seguir con su autoimpuesto encierro por las noches y dejar de fantasear como si de una niña pequeña se tratara.

Todavía quedaba mucha noche por delante y Éabann se descubrió mirando de vez en cuando hacia atrás. Esperaba que se quedara en la fiesta, que la disfrutara, que encontrara alguna víctima nueva con la que entretenerse. En realidad no pensaba eso y era el enfado el que hablaba, pero aun así se aferró a esa imagen, provocando que sin darse cuenta su furia aumentara unos grados más si es que eso era posible. Ni siquiera el ritmo constante de la lluvia sobre su cabeza calmaba la ira que fluía rápidamente por todo su cuerpo mientras avanzaba con paso rápido alejándose del Palais Royal como si la vida le fuera en ello.

Lo bueno de aquellas horas y de que estuviera lloviendo es que no parecía que hubieran muchas personas en la calle. Es más, salvo algún coche con el que se cruzó antes de meterse entre el amasijo de callejuelas y callejones de París, no se encontró con personas a pie. Tampoco es que le importara demasiado. En el estado en el que se encontraba bien podría haberse paseado desnuda por París que hubiera sido lo mismo. Resopló por un momento, en un gesto bastante poco femenino pero que mostraba con total claridad el enfado que llevaba encima. ¿Qué se había pensado? La pequeña conexión, si es que se podía llamar así, que había notado aunque fuera durante unos segundos ni siquiera había existido. Había conseguido relajarse lo suficiente como para que el temor que sentía por él fuera una sombra desdibujada en el fondo de su cabeza, algo que no tenía importancia.

Joder, casi se podría decir que se había entregado a él sin rechistar. Mierda. Tampoco había que ser tan dramáticas ¿verdad? No había pasado nada que no hubiera sucedido ya. Se frotó por un momento el brazo desnudo que lo sentía terriblemente frío y se dijo que en cuanto llegara a su carromato se tomaría una infusión bien caliente porque si no lo hacía así seguramente terminaría por enfermar. Era el problema de la lluvia por mucho que la gustara. El lugar por donde se movía no era conocido, las calles y callejuelas resultaban absurdamente parecidas hasta el punto que su propia frustración le hizo detenerse durante un segundo para mirar a su alrededor. Había llegado sin problemas, pero parecía que irse iba a ser todo un suplicio. También había que tener en cuenta que el maldito enfado había hecho que caminara sin un rumbo fijo buena parte de los minutos que habían trascurrido desde que saliera del Palais Royal

Se apartó en un gesto brusco el cabello oscuro del rostro y finalmente se decidió a adentrarse por unas callejuelas que esperaba que estuvieran en la dirección correcta. Se veía que iba a estar caminando bajo la lluvia buena parte de la noche y eso provocaba que en vez de apaciguarla el enfado siguiera creciendo cada vez más. En esos momentos podría haber estado en la fiesta, disfrutando de… ¿de qué? ¿de unos bailes monótonos y unas conversaciones banales que en realidad la aburrían en vez de entretenerla? ¿de personas que no le decían absolutamente nada? Debería haber sido distinto, tendría que haber disfrutado, maravillada por algo que era completamente nuevo, pero en cambio resultaba todo demasiado pálido, irreal. Era como si él hubiera conseguido que nada le llegara a llenar, a interesar, como si viviera entre fantasmas o sombras que en realidad no terminaban de hacer que a su alrededor hubiera colores.

Y en esos momentos le odiaba por ello. Estuvo a punto de gritar de frustración, incapaz de darse cuenta de que se estaba comportando como una chiquilla, en el mismo momento que llegó hasta un callejón sin salida. No, aquello no podía estar pasando. Se apartó de un manotazo una vez más una hebra oscura excesivamente húmeda que caía delante de sus ojos impidiéndola ver con claridad y entonces fue cuando lo sintió: un escalofrío que se deslizaba lentamente por su espalda antes de alzar la mirada y encontrarse frente a frente con él cuando se movió para salir del callejón.

La había seguido y eso provocó que entrecerrara los ojos no demasiado conforme con ese hecho —¿a quién quería mentir? — mientras escuchaba sus palabras y veía sus movimientos demasiado rápidos como para poder hacer nada por esquivarlo. Una vez más se encontró con la espalda prácticamente desnuda contra una pared y el cuerpo de él sujetándola de tal forma que sabía que no iba a poder soltarse. Y por un momento no deseó hacerlo, ese momento en el que el vampiro bajó la cabeza para comenzar a devorar a base de besos, mordiscos y caricias su pecho, provocando miles de sensaciones que pugnaban por superar el enfado que llevaba. Durante unos segundos se quedó completamente inmóvil, pero si se mantuviera así, no sería ella ¿verdad?

Se revolvió por un momento intentando soltarse, en ese momento no pensaba, sino reaccionaba y reaccionaba producto del enfado, sabía que no iba a poder soltarse y aun así no pudo evitar apoyar las manos en los hombros de él y empujar consiguiendo que no se moviera ni un centímetro, pero mantuvo la presión como si fuera a conseguir algo, hasta que finalmente dejó escapar un resoplido y le clavó brevemente las uñas aunque estaba segura de que por la ropa ni siquiera iba a sentirlo.

¿Tengo que darte las gracias por lo que acabas de decir?—masculló en su idioma natal mientras se mantenía quieta apretando los dientes con fuerza y con unas terribles ganas de hacer cualquier cosa infantil, pero que seguramente le daría algún tipo de satisfacción aunque fuera durante unos pocos segundos. — Divertiros ha sido un auténtico placer, ya sabes, darles un poco de vida, un rumor suculento, privarme el volver a asistir a un baile aunque la verdad es que tampoco me importa demasiado, comenzaba a ser terriblemente aburrido, todas esas cosas.—una vez más intentó soltarse sin éxito y soltó un breve bufido. — Sobre todo desde el momento que un maldito vampiro me lanzó a los lobos ¿Y sabes lo peor? Que no debería haberme extrañado ni por un momento y que debería habérmelo esperado, pero como soy idiota había pensado que habíamos llegado a algún tipo de acuerdo.

Tenía la necesidad de soltarle una patada, pero se conformó con intentar pisarle con esos pequeños zapatos que comenzaban a molestarla más que otra cosa, porque sí: para sumar el desastre de aquella noche los zapatos comenzaban a hacerle heridas al no estar acostumbrada a ello. Desde luego aquella noche comenzaba a convertirse en una auténtica pesadilla y lo que podría empeorar si el vampiro que estaba delante de ella se enfadaba, aunque en esos momentos de “locura transitoria” ni siquiera estaba pensando en ello. En esos momentos estaba solo volcaba sobre él el enfado, la desilusión, algún tipo de dolor estúpido que se había instalado en ella y que solo significaba una cosa: había confiado en él lo suficiente como para sentirse defraudada y estúpida, tremendamente estúpida.

Y eso le jodía mucho más que haber tenido que salir exhibiéndose de aquel maldito baile que le importaba… nada.
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Mensaje por Invitado Miér Ago 31, 2011 8:21 am

La lucha de Éabann contra sus instintos tendría lugar tarde o temprano en aquel callejón conmigo inclinado sobre su cuerpo y haciendo de todo y nada bueno (o sí, dependiendo de por dónde se mirara...) en él, y eso era algo que los dos teníamos tan claro como que yo no me llamaba Escipión, al menos en aquella época de mi vida, o como que la callejuela en la que estábamos, más similar a un camino de cabras que a una acera apta para el paso de las personas y no tan personas, no tenía salida. La cuestión en aquellas circunstancias, por tanto, no era si lucharía contra lo que su cuerpo le pedía a gritos y casi con antorchas iluminando las palabras para darles aún más fuerzas, que se entregara a mí, sino más bien cuánto tiempo tardaría en tratar de resistirse a lo que era inútil resistirse (inútil y contraproducente, también, porque le gustaría mucho más que tratar de entablar una batalla verbal con alguien que la superaba en labia y recursos) y plantar batalla que, de antemano, tenía perdida.

La tenía perdida por su contrincante, yo, alguien que la superaba en edad, experiencia, testarudez cuando me ponía en serio con algo y me obcecaba en ese algo y en cualquier otro aspecto que se pudiera imaginar, ya que yo era superior se mirara por donde se mirase. La tenía perdida por el escenario en el que tendría lugar la batalla, pues aquel era más terreno mío que suyo al ser yo conocedor de aquellos callejones en mayor medida que ella, que al parecer los ignoraba por no encontrarse estos dentro de su zona de influencia en el núcleo urbano. La tenía perdida porque las circunstancias le eran totalmente desfavorables pese a hacer todo lo que tenía en su mano (como, literalmente, agarrarme de los hombros para tratar de apartarme inútilmente de ella) para evitarlo, y también la tenía perdida porque ella misma era quien más batalla le estaba presentando.

Luchaba contra sus deseos, contra la parte de ella que prácticamente le exigía que se dejara de tonterías y se comportara como una mujer, literalmente al ser eso lo que yo quería con todos mis actos de una manera u otra, y si la lucha contra su interior era tan feroz como demostraba siempre que lo era, pensar que tendría alguna oportunidad de concentrarse en la lucha exterior revelaba, en todo caso, que o bien tenía una esperanza exacerbada en la humanidad o en sí misma y en sus facultades, demostrando que la esperanza es lo último que se pierde, o más bien que su inteligencia no le daba lo suficiente de sí como para darse cuenta de que llevaba las de perder. En cualquier persona habría dicho, sin dudar, que era la segunda opción, e incluso en Éabann podía decir que tenía un componente importante de la segunda, pero era la primera opción, sumada a su natural testarudez, lo que hacía que no pudiera ni quisiera callarse y que siguiera tratando de apartarme como si un simple caracol pudiera detener el paso de un gigante que quiere ir en una dirección determinada... Y, como en ese caso, los deseos del ente superior son órdenes para el inferior aunque su insurrección pudiera ser tan explícita que resultaba hasta divertida... dentro de un límite, claro.

Gealach, no se te ocurra ni por un momento generalizar o pensar en nosotros, entendido como los del interior del Palais y yo, como una simple unidad. ¿Divertirnos? Divertirlos a ellos, al menos sólo con eso, porque a mí llevas divirtiéndome un buen rato, concretamente desde que nos hemos encontrado hoy. – respondí, separándome apenas lo necesario de sus pechos y subiendo, ya que no estaba rozando su piel en aquel momento, por su cuello a base de mordiscos no demasiado fuertes pero que sí dejaban marcas, apenas unas suaves que culminarían con su total desaparición en cuanto se les diera un par de minutos, no demasiado más. El camino desembocó en sus labios, que mordisqueé con los ojos clavados en ella y mirada de gélida frialdad, pese a lo relativamente ardiente de mis movimientos y, sobre todo, pese a lo cálido del cuerpo de Éabann que, por su parte, contrastaba hasta lo indecible con el mío, siempre más similar al del más puro mármol blanco que al tierno y blando cuerpo humano, como el que estaba apretado contra el mío por ejemplo.
Pensaba que a estas alturas ya te habrías dado cuenta de que las normas dejaron de tener vigencia en cuanto te encontraste conmigo, pero al parecer veo que te he sobrevalorado, tanto a ti como a tu capacidad de comprensión de tu propia situación frente a mí, y no frente a alguien como yo. Estás atrapada, Éabann, y sometida a mi voluntad y no a un acuerdo tácito que nunca hemos llegado a establecer en voz alta entre los dos. ¿Lo entiendes ahora? Es tan sencillo como eso, hasta para una mente como la tuya puede resultar comprensible. – añadí, encogiéndome de hombros y con la mueca en el rostro de la más pura inocencia, propia de los ángeles más que de un demonio encarnado como era yo, y bajando la mirada de nuevo a su cuello, a su escote y a la zona de su piel que el vestido desgarrado dejaba a la vista... que era mucha.

Un simple movimiento bastó para que me acercara a su cuello, cayendo como una espada cae impulsada por la fuerza de un brazo en dirección al cuello que le tocaría cercenar en pos de obtener algo, quizá justicia o lo que los humanos entendían como justicia o quizá paliar la sed de sangre de un inmortal. Mis dientes atravesaron capas de piel en su escote, muy cerca de su cuello, y abrieron una herida más amplia que las anteriores, así como también bastante más profunda y que llenó enseguida mi boca de aquel manjar que era su sangre, exótica frente a la mediocridad en estado puro que reinaba en París a excepción de algún que otro afortunado humano, viva frente a lo de tan soso moribundo de la sangre más común y sobre todo atrayente tomada en su piel, con mis manos sujetando su cuerpo contra la pared para que no se moviera y con mis labios haciendo de aquella extracción de su sangre algo no doloroso, sino placentero para ella... tanto que su cuerpo ansiaba más, ansiaba que la desangrara entera con tal de que siguiera haciéndolo y ansiaba que la dejara sin vida como un guiñapo.

Su mente, sin embargo, pretendía otra cosa y eso lo sabía de sobra, tan bien como sabía que poco tardaría en intentar liberarse pese a la debilidad de sus miembros por la pérdida de aquel líquido vital que le estaba arrebatando. No tardé, por ello, en separarme, con la boca llena de su sangre, que lamí con ganas y con sensualidad combinada con mi mirada de ojos entrecerrados, sonrisa torcida y maquiavélica y aire de cazador que juega con su presa, la prueba, la pincha y la azuza hasta que se canse de ella... y tenía la suerte de que aún no lo había hecho, porque en cuanto lo hiciera ya podía empezar a hacer acopio de todas las oraciones a los dioses en los que creyera o en los que no creyera, me era bastante indiferente ese punto, y esperar que su tormento no durara mucho... aunque lo haría, eso sin duda alguna.

Y todavía sigues sin entenderlo, ¿eh? Piensas que tienes el control de la situación y no eres consciente del peligro que supone nada de esto... De ninguna manera comprendes el riesgo exacto al que estás sometida y cómo la palabra equivocada puede terminar con todo para que el mundo lo vea. De acuerdo, bien... Pero no va a ser por mucho tiempo. – dije, con tono de voz gélido y sosteniendo su cuerpo con ambas manos y con firmeza antes de cogerla con ambos brazos y cargarla como si de un saco de patatas se tratara, en mis brazos, y siendo transportada por mí a toda velocidad, a la que mi naturaleza me permitía y que suponía para ella ver el paisaje pasando veloz como una centella hasta que volvimos a llegar al Palais Royal, concretamente a la sala donde el baile estaba teniendo lugar, que era donde todos los humanos que estaban aquella noche en el Palais se encontraban: así lo revelaban sus aromas, los latidos frecuentes y constantes de sus corazones y el frufrú de las telas de sus vestimentas que cantaba más que una cantante de ópera en un teatro a mis oídos.

La deposité en el suelo y abrí las puertas del lugar, prácticamente empujándola hasta que entró y bloqueando ese acceso tras de mí. La presencia de Éabann volvió a llenar el ambiente hasta límites insospechados, centrando las conversaciones y las miradas en ella, que había vuelto a sujetarse el escote del vestido para no echar aún más leña al fuego y que, por lo demás, los distraía lo suficiente para que no se dieran cuenta de que yo me había escabullido para cerrar puertas, ventanales y pasadizos secretos cuyas bisagras, para mi vista, resultaban casi obscenas de lo visibles que eran. Los comentarios no se hicieron esperar, criticándola y poniéndola a bajar de un burro antes de que yo, por mi parte, me abriera paso con aire elegante y regio hasta el centro de la sala e hiciera una breve reverencia que los silenció momentáneamente.

Buenas noches, damas y caballeros... Lamento la breve interrupción, pero mi compañera Éabann se preguntaba el porqué de los comentarios de vuestras personas cuando sólo está haciendo realidad las fantasías más oscuras de los caballeros y los anhelos más acuciantes de las damas a la hora de ser ellas tales... – murmuré, en tono perfectamente audible para todos ellos y que los sumió en el más puro silencio hasta que, de pronto, la voz de la muchacha con la que había estado intercambiando muestras de cortesía hacía apenas unos momentos rompió la quietud casi sobrenatural.
¡Es un monstruo! – gritó, arrancando gritos de apoyo a su persona que ignoraban los obvios celos por haber elegido a Éabann sobre ella... y arrancándome una sonrisa sádica que acompañó a la expresión de mis ojos desde que había entrado en aquel salón de nuevo.
¿Ella? No, no exactamente... – dije, segundos antes de comenzar a moverme por la sala con velocidad inhumana, rompiendo cuellos, abriendo en canal y llenándome de sangre ajena a la mía y que me resultaba muchísimo más insípida que la de Éabann... que no podía salir de allí por estar todos los accesos de entrada y salida bloqueados gracias a mí, obligándola a presenciar el ataque de una bestia furiosa que, en cuestión de minutos, estuvo rodeada de cadáveres, con el traje abierto y mostrando su pecho desnudo manchado de sangre como su boca y su cuello también lo estaban... y con una enorme sonrisa en el rostro mientras se relamía, tras su matanza. Mi matanza.
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Vie Sep 02, 2011 3:47 am

Lo único que podía decir agradable en esos momentos del vampiro que tenía delante es que era tremendamente sincero. Éabann agradecía la sinceridad porque muchas veces resultaba un bien escaso y más entre una etnia como la suya que estaba entre las más mentirosas y estafadoras. Aunque en ese momento casi hubiera deseado que mintiera aunque fuera por un segundo. Qué idiota había sido por bajar durante un tiempo demasiado largo las defensas, pero aprendería de ello. Aprendería que por mucho que su cuerpo fuera en una dirección —como en ese momento— no podía bajar la guardia ni por un solo instante.

Y el problema es que sabía que era capaz de volver su mundo de golpe del revés con solo hacer un poco de presión. Eso era lo peor de todo, que conseguía llevarla de cabeza y que en el momento en el que aparecía —e incluso cuando no lo hacía— provocaba que todo su mundo se tambaleara. No entendía por qué sucedía aquello —o mejor dicho, no quería pensar las razones para que eso ocurriera— y sin embargo sabía que todo había sido simple y puramente su culpa. Por unos minutos había olvidado, o mejor dicho había querido olvidar, que se trataba de un vampiro, un vampiro milenario para ser más exactos, y que no era más que una diversión en su noche eterna.

Tenía ganas de golpearle, pero sabía perfectamente que hacerlo sería como dar contra una pared: solo serviría para romperse la mano y no haría absolutamente nada. Y sin embargo sería tan condenadamente gratificante. El estado en el que se encontraba: una mezcla de furia y placer provocado por sus besos, mordiscos y caricias, hacían que la sangre fuera por sus venas a toda velocidad, a la misma velocidad en la que latía su corazón desbocado. Las palabas de él calaban, cierto, pero tenían que atravesar por la marea de sensaciones y sentimientos antes de llegar al cerebro. Un cerebro que se encontraba ligeramente embotado. Odiaba aquella sensación que la atravesaba con cada una de sus caricias y hacía que se sintiera como si fuera una niña, un juguete que él utilizaba cuando quería.

Sí, utilizaba. No había otra explicación. Y en esa idea era algo que la carcomía por dentro. Por mucho que luchara, por mucho que intentara separarse, imponerse aunque fuera mínimamente, demostrar que estaba ahí, solo provocaría que se quedara completamente exhausta y ni un mísero resultado. No, aquello no podía ser bueno, no podía ser nada bueno. Quiso replicar a sus palabras, indicarlo que jamás sería su juguete, que no era una maldita muñeca que pudiera moverse a su antojo, una marioneta que fuera a complacer todos sus deseos llevada de un lado para otro con la sola presión de sus dedos sobre las cuerdas invisibles.

Y no pudo porque las palabras se quedaron atascadas en su garganta en el mismo momento que notó cómo los colmillos se clavaban en la zona de su pecho, cerca de su cuello. Un gemido de placer, producido por ese gesto se escapó de su garganta y no pudo evitar tensarse por un momento ante aquello. Su corazón latía desbocado por esa sensación que superaba con creces cualquiera de las anteriores, como si una ola comenzara a alzarse mientras notaba cómo su cuerpo iba debilitándose a la vez. Luchó, sí, intentando soltarse aunque en el fondo eran protestas débiles que no llevarían a ningún lado, pero lo suficientes como para no sentirse culpable por dejarse llevar… y así lo hizo.

Solo fueron unos segundos, uno segundos de delicioso placer mezclado con el dolor, con esa punzada que latía directamente del lugar donde él estaba bebiendo mientras que sus manos se aferraban con cierta desesperación a sus brazos como si de esa manera pudiera impedir que sus piernas, débiles y temblorosas en ese instante, terminaran por fallarla. Solo fue un instante en el que el fuego pareció incendiarlo todo antes de que él se apartara y comenzara a hablar de nuevo, notando su propia sangre en sus labios que no tardó en lamerse como si de un gato se tratara.

¿Qué quieres decir?—preguntó apenas un segundo antes de que él la cogiera como si no pesara nada y comenzara a moverse con esa velocidad sobrenatural que podría llegar a ponerle los pelos de punta.

¿Qué demonios hacíamos allí? Fue el pensamiento más racional que Éabann tuvo antes de verse empujada dentro de la sala donde una vez más fue objeto de miradas, de comentarios, de insultos. Automáticamente la mujer hizo mano de todo su orgullo cuadrando ligeramente los hombros, alzando la barbilla y mirándoles con frialdad mientras buscaba con la mirada al maldito ser milenario que le había llevado hasta allí. ¿Otra forma de humillarla? ¿De eso se trataba? ¿No había tenido suficiente la primera vez? La barbilla se alzó todavía más cuando él comenzó a hablar y fulminó con la mirada a la joven que replicó llamándola monstruo al tiempo que alzaba una ceja.

¿Monstruo? Estúpidos, si supieran quién estaba entre ellos aparentando ser uno más, mostrándose como un caballero, encandilándolos, estarían aterrorizados. Si se dieran cuenta de la amenazaba que estaba caminando entre ellos, de la bestia salvaje que se mostraba apacible, casi domesticada, estarían aterrorizados. Eran imbéciles, una panda de incompetentes que únicamente buscaba sus propios placeres. Ciegos, carentes de conocimientos para poder defenderse de lo que podría llegar.

Y llegó.

Éabann se quedó aturdida cuando comenzó a moverse apenas visible, únicamente cuando uno de los cadáveres caía al suelo. El estómago se le encogió al tiempo que sudores fríos comenzaban a deslizarse por su cuerpo mientras se movía intentando alejarse. La puerta a su espalda estaba cerrada y apretó los dientes con fuerza cuando notó cómo se dañaba en la mano donde las espinas se habían clavado. Las ventanas, las demás puertas, todo estaba cerrado. El olor del miedo y de la sangre se extendió rápidamente por toda la habitación, los gritos, los gemidos, el sentido de impotencia. Y de repente ya no estaba en esa sala del Palais Royal sino que se encontraba en un lugar muy distinto: los bosques de Austria.

Volvía a tener quince años y solo quería salir de allí. El miedo era algo que se deslizaba por su piel, su propio miedo mezclado con el de los demás. No había escapatoria y lo sabía, no había ningún lugar donde poder esconderse y sus ojos verdes, abiertos, veían todo lo que sucedía con tal claridad que la asustaba. Finalmente se encontró con la espalda en una esquina, sin ser consciente exactamente de sus actos mientras se movía hasta agacharse abrazándose a sus propias piernas. El orgullo se había convertido en miedo, los recuerdos se mezclaban con la realidad y solo podía verlo a él.

Lleno de sangre, lamiéndose los labios, con la mirada fría, la del depredador que era, la del ser milenario que estaba completamente alejado de la realidad, de esa realidad. No era delicado, ni necesitaba serlo. No era educado, porque podía tomar lo que quería. Clavando su mirada en él se esforzó por incorporarse aunque sintiera que sus piernas temblaban, que el corazón la latía con fuerza, que el miedo se deslizaba por sus venas con la misma rapidez que la adrenalina que la obligaba a seguir hacia delante. Solo podía fijarse en él, porque si lo hacía en cualquier otro punto de aquella habitación que comenzaba a apestar a sangre, a muerte, a miedo, seguramente se hubiera encogido sobre sí misma, seguramente hubiera vomitado hasta dejar su estómago vacío, pero contuvo las nauseas, alzó la barbilla y se movió hacia delante.

¿Era necesario?—preguntó entonces sin alzar la voz porque sabía de sobra que a pesar de los metros que les separaban podría escucharla perfectamente. ”No mires a ningún otro sitio, mantén la mirada en él, fíjate en él.” susurraba su mente mientras daba otro paso más notando un chapoteo que le hizo apretar más fuerte los dientes. —Lo entiendo, ¿vale?, entiendo que tú eres un maldito puto ser superior y que yo no soy más que una marioneta entre tus dedos, un ser insignificante que puedo terminar como cualquiera de ellos en un solo momento. ¿Crees que no lo sé?—los recuerdos volvieron a inundarla de nuevo como una maldita marea que hizo que por un momento se quedara sin aliento mientras apretaba con fuerza los puños por mucho que le doliera horrores. —Esta no es la primera matanza que presencio, se ve que os gustan estas clases de cosas para sentiros superiores ¿no? Pero… ¿qué hay de gratificante en enfrentarse a personas que ni siquiera saben lo que eres? ¿eh? ¿A este grupo que estaban tan encandilados contigo que hubieran hecho prácticamente todo lo que les hubieras dicho que hicieran? ¿Así te diviertes?
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Mensaje por Invitado Vie Sep 02, 2011 6:47 am

En un visto y no visto, la vida dejó de reinar en la habitación en la que nos encontrábamos tanto el cazador como las presas, que miraban aterradas al cazador en pleno acto de caza, para dejar paso a la muerte que, triunfante y por medio de las manos de aquel que ejercía su rígida justicia, reclamaba su territorio e imperaba por vencer a la vida en aquella batalla cuyo campo era una sala rococó de un palacio barroco cuyos colores estaban siendo sustituidos, en su mayoría, por el rojo de la sangre que se escapaba de los cuerpos sin vida y que no había pasado a teñir de color mi marmórea, helada y pétrea piel, casi cadavérica pero muchísimo más viva... porque en cierto modo lo estaba.

Mis movimientos eran veloces, eficaces y furiosos; parecía, casi, como si me hubiera poseído una bestia el entendimiento y hubiera anulado todos los resquicios del Ciro aparentemente racional que hasta entonces había estado al mando del cuerpo, o al menos así lo parecería para todos aquellos que no me conocían o que hubieran confiado tanto en mis capacidades que me habían infravalorado hasta el punto de no calcular algo así en un vampiro, milenario además... Para los que me conocieran, sin embargo, aquello no era más que un resquicio de mi personalidad, una arista que no siempre mostraba pero que estaba ahí, factible y perceptible si se sabía dónde buscar, y que venía arrastrando desde los tiempos en los que, casi de manera orgiástica, me entregaba al fragor de la batalla y a la sed de sangre que incluso sin necesidad de beberla había mostrado y había hecho retroceder a mis enemigos aún más que las tácticas usadas en la batalla lo habían hecho.

La sed, literal porque me alimentaba de ella, me hacía desear derramar toda la sangre que fuera posible y que ni una sola de las muertes fuera limpia, indolora o carente de la precisión que, de tener piedad, habría empleado con ellos. No partí ningún cuello, prefiriendo desgarrarlos y dejar caer trozos de carne y músculo al suelo; no rompí huesos si no los dejaba después a la vista y si no me servían para, arrancándolos, causar más dolor todavía al antiguo portador de aquellos mismos huesos; no dejé miembros en su sitio si podía arrancarlos con violencia y no me corté lo más mínimo, cosa que no podía decirse en sentido estricto de sus pieles, que presentaban un sinnúmero de cortes y desgarrones a través de los que me había alimentado y cuya amplitud había permitido que la sangre fluyera como si de un río se tratara por mi piel, mi ropa y el suelo que había sostenido la matanza.

Los restos de pieles y músculos, además de huesos e incluso miembros y cabezas que decoraban la sala como si de una muy natural alfombra se tratara se veían combinados con charcos de sangre que me hacían querer alimentarme y continuar con aquel frenesí de muerte que me había hecho comenzar con la matanza y que transformaba mis rasgos como si de un cincel en las manos de un escultor se tratara, dotando a la estatua de perfecto mármol de un rictus sanguinario, sanguinolento y macabro a la vez que miraba a la única humana que quedaba con vida y cuyo olor atraía más que la sangre que poblaba las paredes, el suelo y mi propia ropa. Era menos vulgar, mucho más atrayente al estar encerrada en un cuerpo como el suyo y sobre todo se encontraba frente a mí, delante de mis narices, en aquel momento de frenesí sanguinolento que me instaba a no pensar, sino actuar... Cosa que haría, sin duda alguna.

Apenas un par de pasos, grandes zancadas con las que ella trató de retroceder pero que no pudo impedir por su humana, demasiado humana, lentitud, llegué a donde estaba ella, fintando y amagando con atacarla y sólo aumentando la sonrisa al verla esquivar por puro miedo mis movimientos, tan lentos que sí que le permitían tratar de luchar contra ellos o, al menos, hacer el paripé como si pudiera hacerlo y como si, en realidad, no estuviera en clara inferioridad de condiciones frente a mí.
Diversión, sí... Da igual que estén dispuestos o que se resistan, que no quieran o que deseen que te lances a sus cuellos: la sensación de romper sus cuerpos y alimentarme de su sangre resulta tan plena... Lo gratificante es todo, Éabann, ¡todo! No lo entiendes porque nunca te has puesto en el lugar de un depredador, pero ¿qué hay mejor que hacer algo para lo que mi cuerpo está diseñado? ¿Qué es mejor que saciar un anhelo pulsante en tu garganta que te grita que lo cumplas? ¿Qué existe mejor que eso? Las normas sociales no importan nada; la moral no importa nada; lo que trate de gritar la mente no importa nada... ¡Nada importa, excepto los instintos! Lo que te pide el cuerpo es lo más importante, lo primordial y lo necesario, y eso es algo que te niegas a comprender pese a que está en tu naturaleza, y lo sabes tan bien como yo. – dije, con la mirada clavada en ella, la boca torcida en una sonrisa siniestra al final y con el cuerpo en un tenso equilibrio que si te fijabas muy bien revelaba que aquella tensión no duraría, sino que se desataría, impulsándome hacia delante como movido por un resorte, en apenas unos instantes... que ella no calculó.

No previo el momento en el que estuve encima de ella ni tampoco el momento en el que su espalda tocó la pared, así como tampoco previó el instante en el que reabrí el mordisco de su escote, más o menos bajo su cuello, y volví a beber de su sangre con fruición, como quien prueba un plato delicioso muriéndose de hambre porque, de hecho, la situación era bastante parecida, a excepción del hambre porque en mi caso era sed mezclada con mucho más, con una furia arrolladora y con unos instintos tan fuertes como los de alguien que los lleva ocultando y taponando bajo la racionalidad mucho tiempo, pese a no ser ese mi caso. El mío era la falta de control, el de impedirme controlar aquello que quería hacer y el de no estar haciéndolo pese a todo, porque por mucho que ella dijera que me temía o sintiera que el miedo y el odio pudiera ser superior a cualquier cosa no lo eran, ninguna de las dos cosas, en absoluto. Lo superior en ella era la lujuria, sobre todo combinada con la mía, y por razones obvias perfectamente comprensibles si se tenía en cuenta que mi cuerpo era lo que servía para inmovilizar el suyo y que, teniendo las manos libres, las estaba utilizando.

Se habían colado, desde hacía un rato, bajo la escasa y casi nula tela de su vestido porque de ella apenas quedaba nada gracias a mí y a una situación bastante parecida, sólo que peor porque entonces ella tenía reservas... Y si las tenía en aquel momento las ocultaba extremadamente bien, porque no la veía quejarse lo más mínimo por que mis manos estuvieran apartando su ropa interior y acariciándola bajo ella o por que mis dientes estuvieran recorriendo la tersa piel de su cuello y de su escote a base de mordiscos que sólo a veces provocaban un sangrado, en ella, que yo succionaba... No la veía quejarse lo más mínimo sino encima amoldarse a mi cuerpo y dejarse hacer, tan ansiosa de que acabara con aquella tensión que habíamos tenido desde el principio como lo estaba yo, y a la vez reticente pese a no quejarse por la estupidez de batalla mental entre sus instintos y sus pensamientos que tenía lugar, incansable, en lo más profundo de su cráneo y conduciendo aquel fragor a su cuerpo, aquella disputa a sus acciones y aquella indecisión a ella, conformándola como lo hacía.

Éabann era dualidad, era ambas cosas y no era nada si no estaban luchando las dos, y pese a todo ella quería ignorar la lucha y entregarse a mí porque su cuerpo así se lo exigía, eso mismo le gritaba con sus acciones y la obligaba a hacer conmigo encima, acariciando la piel pétrea que tenía tan a su alcance e incluso llegando a apartar las prendas de burda tela, pese a su elegancia, que querían apartar de ella algo con un tacto infinitamente mejor... Como yo.

Su deseo se leía perfectamente en su cuerpo, en su manera de moverse y en el frenesí que le provocaba el calor creciente contra mi continua frialdad; el deseo se veía entre líneas en sus ojos cada vez que me miraban, con su expresión tan particular y que en cierto modo tanta furia encerraba por haber perdido la batalla... por el momento, porque los dos sabíamos o tendríamos que saber, pese a que me importara un bledo auténtico, que no se rendiría tan fácilmente ya que, de lo contrario, no estaríamos hablando de Éabann Gealach Dargaard, la misma que parecía haberse anulado a sí misma de una vez por todas para entregarse a lo que más deseaba hacer. Le mejor muestra de aquel deseo fue que, una vez estuvo mi boca limpia de sangre, tanto suya como de cualquier otro ser que en pedazos estuviera por la habitación, fue ella quien buscó mis labios y quien instauró la batalla campal entre ambos, fundidos en un contacto que tenía de todo menos suavidad, ya no sólo por mi parte.

La separación fue necesaria para ella, y en cuanto sucedió vino acompañada de mi mirada clavándose, triunfal y con mis ojos entrecerrados, en la suya, sonrisa torcida tan habitual en mí también incluida en la expresión general.
¿Lo entiendes ahora? No es sólo cuestión de diversión, es cuestión de necesidad, de abandonar toda estúpida regla que te oprime y abrazar la libertad más absoluta... De hacer lo que te venga en gana en cada momento, sin que te importen las consecuencias lo más mínimo... Porque para mí nada las tiene. – murmuré, en tono perfectamente audible para que ella lo escuchara y con mis labios volviendo a fundirse con los suyos, mis manos aún coladas entre sus piernas y jugando, también, con aquellas columnas de piedra dorada que sólo a veces podían sostenerla y que, por los temblores que sufrían, dudaba que pudieran seguir haciéndolo mucho tiempo y mi cuerpo sosteniéndola y frenando su hipotética huida... que no tenía pintas de suceder.
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Vie Sep 02, 2011 10:36 am

”No mires, no mires, no mires” pensó mientras el depredador se alzaba delante de ella cubierto por completo de sangre y de otras sustancia que prefería ignorar. Letal y fiero, un guerrero con todas las letras, un ser milenario que había terminado en cuestión de minutos con parte de la flor y nata de París como si no significaran nada y en su mirada pudo leer que era eso precisamente. No significaban nada porque no eran importantes, no significaban nada porque eran vidas que podían ser sesgadas con facilidad. Humanos, apenas motas de polvo en una vida eterna, fácilmente aplastables si se ponían molestos. Era un Dios de la Ira, de la Fuerza, de la Muerte, de la Sangre. Y la estaba mirando a ella.

Cualquier rasgo de diversión, cualquier gesto que le hubiera hecho parecer humano había desaparecido. No había resto de la sonrisa, relativamente sincera, que había visto hacía unas ¿horas? —no estaba del todo segura del tiempo que había pasado— en el jardín donde parecía relativamente relajado. No, aquello había desaparecido por completo y la máscara perfecta de su rostro mostraba la bestia que vivía en su interior por completo provocando que escalofríos de miedo se deslizaran por su espalda estremeciéndola. Un gesto que nada tenía que ver con el agua que se deslizaba desde su cabello completamente mojado o de ese vestido que no eran más que prácticamente jirones ya.

Aquel lugar estaba lleno de sangre, incluso un pequeño paso que dio hacia atrás fue suficiente para el desagradable sonido de la sangre a ser pisada, levantando el olor metálico y en cierta forma nauseabundo que la golpeó con fuerza estando a punto de doblarla por la mitad. Siguió mirándolo, a él y únicamente a él, porque hacerlo en cualquier otra dirección era encontrarse con lo grotesco. En su mente se superponían las imágenes que había podido vislumbrar antes de que su madre le dijera que se marchara con la masacre que había a su alrededor. Mantenerse inmóvil mientras los ojos del vampiro se clavaban en ella no era nada fácil. Sentía el miedo como una sensación pegajosa y fría acariciando su piel, encogiendo su estómago, desbocando su corazón.

Durante unos segundos fue como si el tiempo hubiera dejado de tener sentido y ambas escenas se mezclaran en su mente mientras se mantenía completamente quieta mirándole. Debería haber salido de allí, intentar correr, apartarse, buscar una salida por algún lado. Debería haber intentando luchar de alguna manera, pero la verdad es que solo se le pudo quedar mirando como si de esa manera pudiera intuir mejor lo que estaba a punto de suceder, como si pudiera entender algo. A sus oídos el repentino silencio después de los sonidos del miedo, los gritos de desesperación y de dolor, los estertores de aquellos que se ahogaban en su propia sangre, de aquellos que morían a su alrededor, era casi peor. No se escuchaba nada. Absolutamente nada, como si de repente se hubiera quedado completamente sorda. Y el único sonido que pudo escuchar con total claridad fue el de los huesos quebrándose cuando él se movió hacia ella con una lentitud que le indicaba que estaba jugando.

El instinto se activó para apartarse, sin llegar a conseguir otra cosa que no fuera la clara diversión que se veía en los fríos ojos del vampiro. Sus palabras eran como lanzadas bien dispuestas que hacían que fuera el alma la que sangraba mientras que podía ver la satisfacción en sus ojos y en sus palabras. Aquello era su vida, una vida en la que los demás no significaban nada que algo por lo que satisfacer absolutamente todos sus deseos. Un paso atrás, otro, otro más y de repente Éabann se encontró apresada con la pared contra su espalda y el duro contorno de su cuerpo delante de ella provocando que por un momento el aire de sus pulmones desapareciera.

Podría sentirse culpable más tarde, quizá un monstruo, pero en el mismo instante en el que la boca de él entró en contacto con su piel todo desapareció en una explosión que provocó que se aferrara a sus hombros como si la vida le fuera en ello y en parte así era. Se aferró a él mientras las sensaciones de cada uno de sus gestos hacía que necesitara más. La furia del vampiro hacía que sus movimientos fueran bruscos, pero la gitana en esta ocasión no se quedó atrás. Se movió arqueando ligeramente su cuerpo mientras que clavaba apenas las uñas en la zona de sus hombros como si de esa manera pudiera encontrar una sujeción que se le hacía precaria. La debilidad se extendía por su cuerpo con la misma rapidez que él tomaba su sangre, pero en ese momento no pensó en ello.

En ese momento no pensaba en nada.

Se dejó llevar por los instintos, por la unión del miedo, de la ira, del deseo y del placer. Se dejó llevar por todo ello para encadenarse un poco más al ser sediento de sangre que se encontraba entre sus brazos tomando lo que quería de ella como si no fuera más que un recipiente para la sangre que había en su interior y sabía que era así, pero en ese momento no le importó. Ni le importó el dolor que podría sentir más tarde o el autodesagrado que seguramente llegaría. Era un momento en el que absolutamente no importaba nada, simplemente acabar con aquello de una vez por todas, para bien o para mal.

Ni siquiera llegaba a sentir la dureza y la frialdad marmórea del cuerpo del vampiro, sino simplemente su cuerpo. Lo necesitaba, de la misma manera que necesitó sus labios y fue a por ellos besándolo con intensidad como seguramente no había hecho hasta aquel momento, simplemente saboreándolo, entregándose a la lucha que de repente se había formado en su interior mientras sus dedos se volvían a clavar en sus hombros deslizando finalmente las manos por su cuerpo hacia abajo, cada centímetro, como si fueran las manos de un artista que estuviera esculpiendo en arcilla aquel torso lleno de músculos, de fuerza, de energía. Y jamás ningún artista podría siquiera imaginarse la mitad de lo que estaba sintiendo.

Molesta, sin poder evitarlo, lo miró cuando se medio apartó y habló. Clavó sus ojos en él mientras que oleadas de placer se deslizaban por todo su cuerpo producto de aquellos juegos que se producían por debajo de la fina capa de su vestido. Su cuerpo temblaba ligeramente sabiendo que estaba a punto de llegar a un punto donde terminaría por explotar. Bebió de sus labios una vez más, mordisqueó el inferior sin darse cuenta siquiera de lo que hacía demasiado pendiente de aquel momento exquisito en el que se encontraba, en una mezcla insana donde se mezclaban demasiadas emociones, sensaciones, y sentimientos como para poder razonar con claridad. Hasta que todo estalló y un gemido se escapó de sus labios una vez más mientras su cuerpo se tensaba por completo un instante, sus dedos sujetándose a los hombros donde habían subido una vez más sintiendo cómo sus piernas apenas eran capaz de sostenerla.

Se movió apenas hacia delante, sujetándose en el vampiro, apartando sus labios de los suyos marcando con lentos besos su mandíbula mientras se acercaba a su oído donde dejó que el aliento cálido de su respiración acelerada fuera algo que pudiera notar ligeramente encorvado como se encontraba al ser ella de una estatura claramente menor, sujetándose a sus hombros buscando el apoyo que podría desaparecer en cualquier momento y dejarla caer al suelo, sin oportunidad de resistirse si así él lo deseaba.

Entonces según tú debería dejarme llevar por los instintos.—comentó para mordisquear brevemente la zona donde la mandíbula se unía con el cuello. —Sin pensar en las consecuencias.—bajó lentamente con la nariz por su cuello en una lentitud que nada tenía que ver con la consecución de movimientos de hacía apenas unos minutos. —El problema en todo esto es que si yo me dejara llevar por esos instintos, seguramente no hubiera salido de aquel callejón la primera noche.—con cuidado de no morder demasiado fuerte porque podía notar la dureza de su piel se entretuvo por un momento en el lóbulo de su oreja antes de moverse hacia atrás para poder mirarle a los ojos tras abrirlos clavándolos en él. —También hubieras matado a toda esta sala siendo humano ¿no?—quizá no fuera la pregunta más sensata del mundo, pero tenía la sensación de que así sería.

El precio de la vida humana no parecía tener mucho sentido, ni ningún tipo de significado para él. No, no lo tenía en absoluto. Vivía por y para satisfacer todos sus deseos, todas sus necesidades, fueran las que fueran, aunque fuera eliminar por completo a todos los que estaban a su alrededor. Y esa forma de ser era tan similar a la de aquel que había acabado con su familia en Austria que hacía que pequeños estremecimientos se deslizaran por todo su cuerpo. Debería odiarlo, escupirlo en la cara y maldecirlo, debería golpearlo, dañarlo, intentar matarlo.

Pero, tal y como decían los cristianos, aquellos en los que creía: “Que dios se apiadara de su alma, porque en realidad lo deseaba”.
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Mensaje por Invitado Lun Sep 05, 2011 3:48 pm

El placer es lo que, entre otras muchísimas cosas, hace de la vida algo que merece la pena vivir. Entendiendo la vida como un valle del lágrimas en el que todas las satisfacciones terrenales están prohibidas y son punibles, apartándose toda satisfacción para una supuesta vida después de la otra en la que todo serían felicidad, buenos deseos y nauseabundamente optimistas buenos presagios de los que ninguno se cumpliría, era comprensible que todo el mundo estuviera dispuesto a morir para alcanzar la auténtica felicidad, pero seguía sin comprender cómo había podido triunfar el cristianismo con semejantes premisas de infelicidad y garantías de felicidad en una vida que no sólo no era segura, sino que además tampoco sucedería se mirara por donde se mirase ya que no había cabida para algo así en el mundo, al menos aparte del vampirismo y si se cuenta este como segunda vida.

En mi caso, no se había producido la espera a la segunda vida para empezar a disfrutar de ese placer y de la libertad sin control, sin medida y sin impedimentos para su total realización, una libertad que podía bien ser considerada como libertinaje por las estrechas mentes de quienes me habían siempre rodeado y que no comprendían que la única manera digna de vivir en el mundo es atendiendo a las reglas de tus caprichos e ignorando las exteriores. Religión, moral, conciencia colectiva, sabiduría de las generaciones pasadas: todo era una guía que te configuraba, como el cincel en manos de un escultor, para hacerte de una manera y no de otra, pero también era la clase de cosas que se tenían que dejar atrás para abrazar la auténtica vida, aquella que es fruto de los caprichos y de las decisiones anárquicas que son fruto de esos mismos caprichos.

Negarse al placer es un sinsentido, la razón por la que la mayoría de esas personas se habían dejado asesinar tan fácilmente, sin hacer acopio de su instinto de supervivencia para tratar de escapar de su destino inamovible, que lo había sido así por mi capricho de querer matarlos y por aquella sensación de libertad fluyendo por mis venas, desatando todas mis barreras mentales que pudieran frenarme a la hora de hacer lo que quisiera y tomar lo que quisiera y liberándome de todo... incluso de mí mismo.

Aquel capricho que Éabann había vivido en primera fila, como un espectador en un teatro a la espera de ver la mejor obra de su vida, lógicamente al tratarse de una sobre mí, había desatado a Pausanias, y no a Ciro. Había sido el encargado de apartar toda la supuesta racionalidad y falsedad disfrazada de sensualidad comedida y palabras bonitas de Ciro para dejar salir la bestialidad sensual de Pausanias y su afán por satisfacer todos sus apetitos: de sangre, de carne, y de mujeres... Los mismos apetitos que yo estaba sintiendo porque yo era él, y no era sólo él, pues no podía olvidar lo que había aprendido con los años y lo que me había configurado como Ciro pese a que fuera más mi yo humano, totalmente fuera de control, que mi yo vampírico de la época de Napoleón Bonaparte.

Aquella falta de control se reflejaba en mis acciones, en cómo estaba respecto a Éabann y sobre todo en cómo estaba ella frente a mí. Verme comedido y en cierto modo atado y tranquilo había hecho que ignorara todos mis consejos, dichos una y varias veces para que penetraran en su dura cabeza de testaruda sin remedio, y que su mente tuviera ventaja en la batalla contra su cuerpo, aquella contienda que siempre tenía lugar con ella y en su interior y que con su brutalidad y su choque de espadas, las chispas del acero la configuraban tal y como era. Verme, sin embargo, totalmente conocedor de mi poder, de mi libertad de movimientos y de mi cuerpo, en total autonomía y sin que nada ni nadie, ni siquiera motivos en el interior de mi cabeza, me controlaran, había sido suficiente para desequilibrar la balanza a favor de su cuerpo para que se dejara llevar y se acompasara con el mío porque, sinceramente, ¿quién no querría acompasarse con el cuerpo del ejemplar más cercano a un dios pagano que podrían encontrar en cualquier parte? Sería de estúpidos, y Éabann podía pecar (y de hecho pecaba) de muchas cosas, mas no de estupidez.

Por eso mismo estábamos en aquel juego de provocaciones que ella por fin había aceptado, de una manera inocente porque aún estaba titubeante respecto al resultado de su guerra particular y, por tanto, lentamente, con besos recorriendo mi mandíbula hasta llegar a mi oreja y, una vez allí, respirar en ella, acompañando su respiración con palabras innecesarias cuya respuesta sabía tan bien como la sabía yo... si es que se podía hacer algo tan bien como lo hacía yo, aunque fuera sólo saber algo.
Nunca lo sabrás ya, Éabann... Las cosas salieron como salieron controlándote tanto como lo hiciste y ahora nunca sabrás a ciencia cierta si habrías salido viva de allí de dejarte llevar o si, por el contrario, habrías pasado a ser parte de la pared, con tu cuerpo a un lado y tus órganos internos por otro dando color y vida al paisaje... No lo sé ni yo, porque me conozco y sé que habría sido capaz de cualquier cosa en aquel momento. Las posibilidades son infinitas... – murmuré, bajando a su cuello en cuanto hube pronunciado aquellas palabras con un tono sensual y felino que no ocultaba la amenaza implícita de que, pese a todo, seguía estando en la misma situación.

No le convenía olvidar que se encontraba frente a un depredador caprichoso que contaba con todos los medios imaginables en sus manos para obtener lo que quería y que, además, tenía una voluntad voluble y variable que tan pronto podía ser una cosa como podía ser otra cosa totalmente opuesta, sin explicación posible para semejante cambio. Aquel, por el momento, no era el caso dado que yo seguía estando atado a mis instintos, instintos que controlaban mis movimientos y que guiaban mis manos bajo su tela, acariciando sus piernas y deslizándose por debajo de su ropa interior para que, pese al contraste entre la temperatura de mis dedos y su calidez, los escalofríos en su cuerpo se multiplicaran al sentirme entre sus piernas... como tantas otras veces había pasado y pasaría en mi vida y en mi no-vida.

Sí, te digo exactamente eso, que pierdas el control y te dejes llevar por lo que los dos sabemos que deseas sin pensar en las consecuencias, porque así sólo te atarías y te negarías algo que estás deseando. – añadí, llenando su escote de besos y de mordiscos que, en dirección descendente, se iban acercando cada vez más a la zona donde aquel adorno para el pelo sujetaba de mala manera su vestido y tapaba sus pechos de nuevo de mí, aunque, rápidamente, me encargué de semejante incordio apartándolo de un mordisco oportuno y lanzándolo al suelo lleno de sangre. Quedaría inservible, probablemente, pero le permitiría disfrutar de algo que merecía más la pena que un simple adorno para el pelo que realmente no necesitaba porque, en su caso, los artificios quedaban como un pegote en ella, un añadido que estropeaba lo que ya venía de bello en sus rasgos, sobre todo por lo exótico.

Mis dedos jugaban con su cuerpo; mis labios con sus pechos y quedaba una pregunta en el aire, dándole una particular esencia imperceptible a no ser que mantuvieras la atención medianamente centrada en ella y ninguno de los dos estábamos en esas circunstancias o, como mucho, yo lo estaba más que ella. La sangre también poblaba cada vez más el aire, regalándole aquel aroma dulzón de la muerte que la enturbiaba y que a la vez me recordaba a mi propia vida como humano y enardecía mis instintos. Habiendo crecido rodeado de muerte, causándola muchísimas veces por mis propias manos sin recurrir a mariconadas como la espada, aquel olor dulzón de los cadáveres se había convertido en algo familiar, tanto que el olor de la sangre no conseguía perder eficacia por mucho que aquella peste, sólo susceptible de ser percibida por unos sentidos tan desarrollados como los míos por lo poco que llevaban aquellos cadáveres muertos, fuera creciendo poco a poco y extendiéndose como el moho por un alimento húmedo.

El olor, por tanto, conseguía mantener aquella anarquía mental a la que estaba sometido desde hacía un rato e intensificaba mis movimientos, tanto de los dedos sin cortarse un pelo a la hora de explorar su entrepierna como de mis dientes por sus pechos hasta el momento en el que los colmillos se clavaron en él, succionando la sangre que caía por la tersa y dorada piel y, en un momento dado, dejando de hacerlo para lamer el reguero del líquido carmesí que teñía su piel de rojo y que atravesaba uno de sus pezones, que también me esforcé en recorrer con los dientes, la lengua y los labios antes de volver a su herida y succionar de ella hasta que se cerró por completo, o al menos lo suficiente para que no supusiera peligro para ella y, por ende, quedarme sin juguete... con lo divertido que había terminado siendo aquel juguetito.

Con la boca ensangrentada y dando a mi sonrisa una expresión sádica, me aparté de ella y clavé mis ojos, gélidos y azules, en los suyos, ardientes y verdes, en un contraste que se olvidaba fácilmente cuando nuestros cuerpos se movían casi a la perfección en busca de algo que los dos, a aquellas alturas, deseábamos.
Sí, también lo habría hecho siendo humano... Eso y cosas que para ti serían peores, sobre todo porque esa concepción tuya del bien y del mal es algo totalmente rígido y poco acertado teniendo en cuenta las circunstancias. ¿Quieres que me meta en detalles de cuántas cabezas corté siendo humano, cuántas vidas segué con mis propias manos y cuántos cuellos partí con la facilidad de cortar mantequilla? ¿O me lo ahorro y te crees que fueron muchísimos, más de los que puedo contarte sin que nos pasemos aquí varios días hablando? Porque lo fueron... La muerte es todo un arte, Éabann, que se aprende con los años, e incluso como humano yo ya la dominaba. ¿Era eso lo que querías saber? – inquirí, con los labios en su oreja y recorriendo su lóbulo a base de mordiscos suaves y caricias fuertes antes de, cogiéndola por sorpresa, separar mis dedos de entre sus piernas y agarrarla por la parte alta de los muslos con fuerza, alzándola en el aire antes de que enredara ambas piernas en mi cintura y su espalda quedara contra la pared, con su cuerpo y el mío extremadamente pegados; tanto, de hecho, que podía sentir su respiración y su calor... y ella cualquier movimiento que hiciera mi cuerpo, consciente o inconscientemente.
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Like a Fairy Tale or... Nightmare? {+18 || Ciro} - Página 2 Empty Re: Like a Fairy Tale or... Nightmare? {+18 || Ciro}

Mensaje por Éabann G. Dargaard Vie Sep 09, 2011 4:44 am

La locura debería haber hecho acto de presencia en su cuerpo, disgregándola de la realidad para lanzarla de un solo golpe a un mundo en el que solo existía ese momento, ese instante, ese vampiro. Allí, mientras que sus manos se alzaban entrelazando los dedos en su pelo, Éabann no pensaba en otra cosa. Podría sonar completamente egoísta, quizá incluso a monstruoso, pero en su cabeza no pensaba en los cuerpos que había a su alrededor, en la sangre, las vísceras, los huesos rotos. En los cadáveres con sus ojos sin vida. No pensaba en ellos, pero lo más irreal de todo es que tampoco pensaba en su familia. En realidad no pensaba en nadie, en absolutamente nadie, y algunos dirían que directamente no lo hacía.

Se sentía como en una especie de nube, seguramente producto de la falta de sangre producida por las continuas maneras de alimentarse de Escipión. Y aun así, estando rozando como estaba ese límite en el que podría caer hacia el mismo lado que el resto de las personas que habían reído, bailado, criticado hacía apenas unos minutos en el Palais Royal, ni siquiera le preocupaba. O al menos no de forma realmente consciente. Su cuerpo era una vorágine que se extendía, que anhelaba, sentía, deseaba y había tomado el control mientras que buscaba satisfacer todo lo que en ese momento necesitaba como el sediento que busca una fuente de agua bebiendo con avidez sin darse cuenta de que eso puede ser más perjudicial que hacerlo poco a poco.

En ese momento Éabann lo quería todo, sin importarle las posibles consecuencias de sus actos. Y sabía que los habría. Siempre era así. ¿Cómo no hacerlo cuando coqueteaba de esa manera con el peligro? Por muy humana que fuera sabía a la perfección lo que podría ocurrir y aun así en ese instante le daba lo mismo. Había perdido a toda su familia delante de sus propios ojos por unas acciones tan similares a lo que había ocurrido allí que debería asquear el simple hecho de besar aquellos labios que habían desangrado, desgarrado, mordido y escupido hasta convertir un salón perfectamente domesticado en una especie de campo de batalla donde, si hubiera creído en dioses diferentes a los suyos propios, casi se imaginaba a La Morrigan deleitándose con la sangre, bañándose en ella, riendo como si fuera una verdadera desquiciada.

No había más dios en aquella sala que el vampiro que tenía delante. No era un dios de forma literal, por supuesto, pero podría imaginarse a pueblos enteros hincando la rodilla. Y aquello la enfurecía tanto como la atraía. Él sabía perfectamente lo que hacía, impulsado por esos instintos que le marcaban desde antes de haberse convertido en lo que era. No había límites y barreras, no más allá de su propio pensamiento, sus propios deseos y anhelos. En cierta manera le admiraba por ello, le envidiaba por haberlo conseguido. Por muy libre que ella se pudiera considerar siempre había alguien que podría pisarla, atarla, empujarla y destrozarla. Él era un claro ejemplo de ello y desde el primer momento que se habían cruzado se lo había dejado claro.

Éabann podía luchar contra los de su propia especie y lo hacía cuando así lo necesitaba, podía defenderse y atacar cuando se veía amenazada aunque seguramente como última opción. Podía hacer que la balanza se pusiera de su parte en esas acciones, provocando conseguir lo que quería, necesitaba, deseaba en el momento, pero ¿cómo luchar contra él? No podía y en esos momentos no quería hacerlo. No cuando su cuerpo se estremecía con cada palabra que él decía de la misma manera que lo hacía con sus acciones. ¿Suicida? Lo era, algo que no había ocurrido hasta ese momento cuando siempre procuraba sobrevivir.

Allí, en aquel lugar donde el aroma de la sangre se extendía con rapidez, Éabann no pensaba en nada más que en ese otro cuerpo que se pegaba al suyo. Sentía que estaba por todas partes mientras que su propio cuerpo se estremecía de placer. Sentía cada caricia, beso y mordisco, cada gesto de él mientras que todo su cuerpo se estremecía. Parecía como si hubiera conseguido sensibilizarla hasta tal extremo que cada roce por nimio que fuera provocaba miles de escalofríos, miles de cosquilleos que se extendían con rapidez mientras la robaban el aliento. Sabía algo: nunca se había sentido así y estaba segura de que no volvería a hacerlo en su vida, durara esta lo que durara.

Y seguía queriendo más, absolutamente todo lo que el vampiro pudiera darla.

Cualquiera la llamaría lunática, pero deseaba a aquel depredador que la tenía completamente sujeta y sometida como no había hecho nunca antes con nadie. ¿Por qué negar lo evidente? Conseguía llevarla hasta límites que antes no pensaba posibles, conseguía que le temiera al mismo tiempo que deseara. Hacía que su instinto de conservación desapareciera mientras lo único que buscaba era estar cerca de él. Podría haberse alejado al inicio de la noche, haber vuelto al Palais y en cambio le había seguido hasta el centro del laberinto por simple curiosidad. Era como quien está maravillado con el fuego y aunque sabe que puede dañarle, que puede quemarle y lo hará, acerca la mano o quien al ver un animal salvaje quiere tocarlo sabiendo que seguramente se girará arrancando la mano que busca hacerle una caricia.

Era peligro, sensualidad, muerte y Éabann se dejaba llevar por él en ese instante, lo mismo que ambos sabían que podría buscar separar en el momento en el que una mente que en esos instantes parecía que por fin había dado una tregua se volviera a hacer con el control. Control que había perdido en beneficio de su cuerpo. Y su cuerpo se movió alzado por las manos del vampiro al tiempo que sus piernas se entrelazaban en su cintura haciendo que sus cuerpos se pegaran por completo. Dejó escapar un ligero suspiro mientras le miraba, notando su propia sangre en su boca y sin ser del todo consciente de lo que hacía se movió hacia delante hasta que su lengua se deslizó lentamente por la comisura de sus labios retirando varias gotas que se habían prendido en ese lugar. Era extraño sentir su propio gusto, su propia sangre, esa esencia vital que la recorría y era la culpable de que se moviera, esa esencia que hacía que tuviera vida. Un gusto acre, metálico incluso al que se estaba acostumbrando porque parecía que siempre había un rastro en los labios de él.

Sí.— contestó, sabiendo que debería tener miedo, pero en vez de eso mientras que una mano mantuvo sus dedos entrelazados en su pelo la otra comenzó a deslizarse por el torso de él notando la frialdad y la dureza de su cuerpo. — Quería saber hasta qué punto estaba completamente loca.— mordisqueó apenas su labio inferior mientras le miraba aprovechando por un momento un pequeño control que sabía que en cualquier momento podría desaparecer, en el instante mismo en el que él lo decidiera. — Porque ahora mismo no me importa si has matado a diez o a dos millones, y casi estoy segura de que esa fecha solo se aproxima mínimamente a la realidad.—al menos no le importaba en ese momento, no quería dejarse llevar por el miedo, ni por el temor de lo que podría pasarla por mucho que estuvieran en el fondo de su cabeza incitándola a ir con cuidado, a medir sus palabras, sus gestos. — ¿Tu cuerpo está siempre tan frío?— susurró entonces, deteniendo la mano en la zona baja de su costado mientras buscaba su mirada.

No sabía muy bien por qué había preguntado eso, pero suponía que era simple curiosidad provocada por el momento o quizá que los engranajes de su cerebro se habían desprendido por completo de la realidad. Se movió entonces hacia delante para recorrer sus labios con los propios, para buscar su lengua con la de ella, para apenas recorrer el interior de boca, rozando durante unos instantes sus colmillos notando lo afilados que estaban, lo fácil que sería para el vampiro hacerle lo mismo que había hecho con el resto de los humanos que había en aquel lugar.

Un escalofrío la recorrió mientras mantenía el beso, moviéndose ligeramente para acomodarse. No sabía cómo se las arreglaba pero siempre terminaba acorralada entre la pared y el cuerpo del vampiro. ¿Y sabéis una cosa?

En aquella ocasión no la importaba, no lo suficiente al menos como para intentar escapar demasiado concentrada en la marea de sensaciones que estaban deslizándose por todo su cuerpo.
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Mensaje por Invitado Dom Sep 11, 2011 5:13 am

Su curiosidad la perdía. Era una característica que estaba en todos los humanos en mayor o menor medida, normalmente en menor porque todos parecían adormilados por los fantasmas de la religión que, como un cuervo sobre un campo de batalla, planeaba por el cielo, dominando y al acecho de cualquier atisbo de vida para aniquilarla y, después, devorarla. La religión se alimentaba de lo que previamente había devorado con aquel clima de opresión moral que sumía a todos los humanos, e incluso a muchos vampiros, bajo el yugo de algo que no comprendían y cuyo origen desconocían pero que, aún así, los sometía implacablemente en todos los aspectos de sus vidas.

No habían tenido la oportunidad de presenciar el nacimiento de aquel culto, primero prohibido y después cada vez más socialmente aceptado por aquella revolucionaria idea de vida después de la muerte hasta tal punto que las capas dirigentes se habían visto forzadas a aceptarlo; no habían vivido otras concepciones de pensamientos que pudieran cambiar la que tenían y se habían erigido en su pensamiento de manera hegemónica, ignorando los demás hasta tal punto que se veían limitados y cortados por el patrón de la religión que muchos, incluso, negaban. Le debían muchas cosas al cristianismo, cosas que les impedirían comprender mi concepción del tiempo diferente a la suya, cíclica frente a lineal, y que les impedían salir de esa concepción de que era mejores que cualquier otra raza de animales que poblaba el planeta porque eran unos elegidos de Dios.

En realidad, todos eran burdas bestias. Sólo cuando no se negaba la parte bestial frente a la racional, cosa que parecía ser la tónica de toda sociedad desde, incluso, la mía, aunque no precisamente en mi polis porque éramos una excepción condenada a la extinción, se podía alcanzar una realidad mayor que la de unas bestias con pretensiones, se podía encontrar el punto perfecto de fusión entre ambas y se abandonaban los defectos de unas y de otras para convertirse en la pura perfección... y sólo yo me había convertido en esa perfecta mezcla, de todos los seres que había conocido a lo largo del tiempo, aunque había algunos, no obstante, que sí que poseían ciertos rasgos que los acercaban al resultado final.

A diferencia del resto de humanos, Éabann era curiosa. Era un ejemplar también destinado a la extinción en un mundo como aquel, en una sociedad tan patriarcal en la que el talento de una mujer pasaría desapercibido pese a que, como era evidente, existía en ella. Cualquier falta, por pequeña que fuera, minaría el más duramente conseguido reconocimiento de sus características y cualidades y estaba sometida a un juicio mucho mayor que un hombre, también mucho mayor que un vampiro, pero nosotros éramos una raza diferente, un mundo totalmente diferente que ella no comprendía pero que quería comprender, de ahí su curiosidad, sus preguntas y sus dudas que no la abandonarían pese a estar, como bien estábamos ambos, inmersos en temas mucho más acuciantes y corporales que el mero afán psicológico por saber algo más.

Y ella quería saber más, más sobre mí, más sobre mi cuerpo, y más sobre lo que era capaz, pues su curiosidad no conocía límites. Se había, por fin, desatado y entregado a sus impulsos más físicos, pero no iba a abandonar un rasgo que la erigía como diferente al resto de humanos que nos rodeaban a ambos en aquella sociedad podrida en la que habíamos coincido y que, además, se esforzaba en ocultar toda la podredumbre bajo capas y capas de tules, maquillajes, polvos e incluso paredes de fría piedra, de la misma que conformaba los edificios más significativos y característicos tanto de la época como de las anteriores, tal era el caso del palacio en el que ambos nos encontrábamos, concretamente en un salón rococó teñido de sangre por todas partes y en el que las vísceras habían sustituido a los grutescos en cuanto a decoración; los huesos rotos a los calados en madera formando tracerías y el carmesí al pan de oro y a la pintura de vivos colores que sólo sobrevivía intacta en el fresco del techo, que reflejaba, como casi todos, un mito de mi cultura: Prometeo y el fuego.

Curioso mito para decorar un salón de baile, y curiosa elección de un hijo de una sociedad en la que la curiosidad y el afán por avanzar no eran similares en absoluto al de Prometeo, que desafió al mismísimo Zeus por regalar el fuego a los mortales. Sólo una hija de la época había conocido con tanto valor, mezclado con locura a partes iguales, y esa hija de la época estaba rodeando mi cuerpo con sus piernas y acariciando mi pecho desnudo, admitiendo su locura y después preguntando si mi cuerpo estaba siempre tan frío.

Una risotada se me escapó de entre los labios tras su beso, labios que se curvaron en una sonrisa de medio lado con los ojos clavados en ella, gestos todos ellos que fueron previos a un asentimiento en el que confirmaba sus sospechas.
Sorprendida por el descubrimiento; ¿no, Éabann? Semejante contraste entre tu ardor, que por experiencia sé que puede aumentar incluso más con los gestos correctos y mi eterna e infinita frialdad que ni siquiera va conmigo, o al menos no con lo que tú has conocido de mí porque yo he decidido mostrártelo, tiene que causar ese natural afán en ti de preguntar... Como todo. – murmuré, antes de volver a atrapar su boca y, como ella había hecho, recorrer cada rincón de aquella cavidad con mi lengua, que no se cortaba a la hora de explorarla ya que, a fin de cuentas, también era curiosidad... de tipo diferente a la de Éabann, pero curiosidad al fin y al cabo.

La falta de inteligencia humana tuvo, no obstante, que volver a repetirse en aquella habitación. Con un sonido tan alto y estridente para mis sentidos desarrollados hasta el extremo por mi naturaleza ya no humana, alguien desbloqueó una de las puertas desde el exterior y uno de los mayordomos, del que me había despedido cuando había salido en busca de la mujer que tenía devolviéndome el beso, entró acompañado de una docena de guardias armados, que primero pusieron expresiones de terror al ver la carnicería que había montada en el salón de baile y después se acercaron a mí, consiguiendo por un momento que pusiera los ojos en blanco y que soltara a Éabann, dejándola de nuevo en el suelo.
¿Ves por qué te digo que merecen la muerte? ¡No saben ni meterse en sus propios asuntos! Son patéticos... – murmuré, en tono de confidencia que no escuchó sin embargo sólo ella y que fue previo a que aquellos hombres se lanzaran en su totalidad corriendo hacia mí, como si fueran a cogerme desprevenido, o algo así... qué ilusos.

El choque no llegó a producirse. Con pasos coordinados, rápidos y eficaces esquivaba cada una de las estocadas que daban con aquellas espadas casi de juguete, de tan finas que eran, y los alejaba de Éabann y de mí en dirección a la salida que habían forzado para devolverla a su auténtico estado, a aquel que le correspondía aquella noche: el cierre. Con deliberada lentitud la bloqueé para que no pudieran de nuevo abandonarla de ninguna manera, con deliberada lentitud me paseaba como un rey entre aquellos que no contaban con que sus ataques no eran efectivos contra un guerrero experto, que había nacido y sido entrenado para la batalla y no para defender un palacio que ya carecía de vida en su totalidad... excepto por Éabann, porque ella sería la única que sobreviviría. Me enfrentaba a ellos como un león que, juguetón, tienta a su enemigo, lo marea, lo rodea, esquiva sus estocadas y calcula el momento preciso... momento que enseguida llegó.

Veloz como una centella, apenas un golpe de vista que me condujo de un lugar a otro, partí el cuello de uno de los guardias y le arrebaté su espada, sopesándola entre las manos al tiempo que los demás abandonaban sus ideas de huir para defender a su compañero caído y, aunque no lo supieran, enfrentarse a una muerte segura. Ahogando un bostezo muy visiblemente, detuve las estocadas de todos ellos con precisión de años y años en el frente y frené el envite de sus espadas, casi alfileres contra la mía pese a que era del mismo y débil material que las demás, y uno a uno fueron cayendo. Estocadas al corazón, a sus gargantas, a sus axilas y a sus ingles que iban a cercenar esas fuentes de sangre cuyas heridas eran mortales se sucedieron y pronto los doce cuerpos sin vida se sumaron a los que ya había en el Palais, quedando sólo el mayordomo... y Éabann.

Con la espada ensangrentada aún en la mano me acerqué a él y lo examiné, apenas con un golpe de vista. Débil, cobarde, cegado por la religiosidad como mostraba el crucifijo que se ocultaba bajo los ropajes y cuya cadena enganché con la espada, estirando de ella para sacar a la luz la enorme cruz de la plata que le pendía del cuello, y titubeante incluso a la hora de pedirme clemencia, no merecía vivir ya que ni siquiera había intentado luchar por su vida.
Déjame adivinar, ¿les dijiste que iba a llevarlos más cerca de Dios? Patético. – dije, echándome a reír al final antes de cortarle la cabeza con la espada y que la sangre me salpicara a la cara, sangre que limpié con la mano y que ni siquiera lamí porque un ser así no merecía que yo catara su sangre... lo mismo se me indigestaba por la falta de calidad.
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Vie Sep 16, 2011 5:31 am

Apenas recorrió con sus uñas el torso masculino mientras él hablaba. Apenas se movió ligeramente en busca de una posición que le permitiera una ligera capacidad de movimiento aunque no para marcharse en esta ocasión, no para alejarse, sino para todo lo contrario. Loca la llamarían, poco sana mentalmente, y cada vez estaba más convencida de que esa era la razón por la que permanecía de aquella, por la que se dejaba llevar por aquella marea sin poner diques para contenerla. ¿Debería hacerlo? Seguramente era así, seguramente debería detenerlo aunque sabía por experiencia que aquella era una batalla perdida de antemano. Quería zambullirse, de cabeza, como no lo había hecho hasta el momento. Quería descender hasta el mismo infierno para después catapultarse gracias a él hasta el cielo más delicioso. Lo quería todo. Más tarde ya llegarían las lamentaciones.

Cualquiera diría que debería haber aprendido que confiar de aquella manera en el vampiro solo causaría dolor, humillación y derrota, pero en ese momento solo quería dejarse llevar. La furia que había sentido se había templado para después avivar los fuegos de una sensación completamente diferente que se acercaba mucho más al placer, al deseo, a esos sentimientos y sensaciones que tanto le gustaban. Además, tenía que reconocer que nada como lo que sentía en sus brazos. Había tenido experiencias anteriores pero no se acercaban a lo que sentía en aquel momento, a esa capacidad que él tenía para encenderla, para llevarla siempre más allá, para retarla a cada paso que daban.

Lejos estaban las imágenes dantescas que los rodeaban cuando besó sus labios, cuando la saboreó de aquella manera. Se aferró a sus hombros mientras arqueaba apenas el cuerpo por un momento. Mordisqueó sus labios y después se separó lo justo para poder mirarle a los ojos. Esa mirada felina que provocaba que se le erizara todo el vello del cuerpo, gélida y siempre atenta a cada uno de los movimientos. Era esa mirada la que hacía que siempre pensara que podía ver mucho más allá de ella misma de lo que estaba dispuesta a admitir en voz alta. Movió apenas la cabeza para apartarse el cabello oscuro que a pesar de todo seguía humedecido por la lluvia que había caído sobre ella.

Es… extraño y diferente, nunca había sentido algo tan frío y a la vez tan vivo.— seguramente no sería aquella la mejor de las comparaciones, pero lo sentía así. —Es un contraste que me intriga.

Le hubiera gustado seguir preguntando, pero la verdad es que no tuvo ocasión porque fueron interrumpidos. Por un momento dejó escapar un bufido que indicaba con total claridad que estaba de acuerdo con él. La pequeña tregua se había roto y estaba prácticamente convencida de que no volvería a suceder algo similar, aunque visto lo visto quizá se equivocara. Se abrazó a sí misma en un intento de mantener el calor que magistralmente el vampiro había sacado de su cuerpo deslizándolo con mucho más atino que si le hubiera echado una manta por encima y que amenazaba con alejarse dejándola tiritando. Sentía mucho más frío de lo que debería, pero en ese momento se dejó fascinar por otro espectáculo que provocó que se quedara completamente quieta.

Debería haberse acercado a la puerta de entrada, desbloquearla y salir. Alejarse en la noche todo lo rápido que pudiera, mantener una distancia con el vampiro, pero el espectáculo que se desarrollaba delante de sus ojos era algo que no había visto hasta el momento. Apoyó la espalda una vez más contra la pared mientras observaba cada uno de sus movimientos. El anterior ataque había sido rápido y brutal, apenas había podido ver qué ocurría más allá del resultado. Había sido una escena de pesadilla, algo propio de una bestia enfurecida. En cambio lo que sucedía delante de sus ojos era completamente diferente y le indicaba con brutal claridad que no entendía ni comprendía ni conocía en absoluto al ser milenario que se encontraba en aquel momento en la habitación.

Con la delicadeza y la belleza de movimientos de un bailarín Escipión daba cuenta de los hombres de la guardia que habían llegado allí sin darse cuenta de que sería su muerte. Era como una complicada coreografía que tenía como epicentro al vampiro. Debería haberla asustado la forma sistemática con la que paraba estocadas y se movía en aquella Danza Macabra que acababa con aquellos que habían atacado al hombre. No había visto jamás algo así. La gitana había podido ver y aprender de manera seguramente rudimentaria el arte de la esgrima en su estancia en Londres con el licántropo que para ella le salvo la vida. Su mentor había sido un hombre rápido en movimientos y que tenía una belleza natural, le había mostrado cómo se hacía y ella había aprendido lo mejor posible, pero aquello no tenía ni punto de comparación con aquello.

Arqueó brevemente una ceja ante el fingido bostezo del vampiro y sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa. No sintió pena por los hombres que comenzaron a caer a su alrededor en aquel baile que provocaba que el entrechocar de espadas se escuchara con total claridad en el lugar. Estaba como entumecida, como si la capacidad para sentir empatía en ese momento hubiera desaparecido. No apartó tampoco la mirada, quería ver, necesitaba hacerlo. No había ni un solo movimiento que indicara que el vampiro tenía una debilidad, ninguna guardia rota por la que poder introducirse llegado el caso. Sabía que no tendría jamás una oportunidad con él si había una espada de por medio o aunque no la hubiera, y aun así Éabann lo analizó fruto de su curiosidad habitual y de la necesidad de encontrar algo que en realidad estaba más que claro que no se encontraba. No, aquel ser no hacía nada porque sí. No hacía nada que pudiera llegar a suponer una debilidad.

Se movió por un momento inquieta manteniendo los brazos alrededor de su cuerpo como una especie de barrera y una forma de mantener el calor que cada vez era más escaso. Finalmente solo quedaban ellos en pie, junto con el Mayordomo que desde su posición estaba claro que temblaba como una hoja movida por un viento fuerte. Así se sentía ella. Habían desaparecido otras doce vidas en aquel Palais y se preguntaba cómo demonios iban a salir de allí. Cómo demonios iban a tapar aquel asunto. Lo único bueno es que su nombre no aparecería en las listas ¿verdad? A fin de cuentas había sido solo una invitación de última hora y tal y como estaban los cadáveres dudaba mucho que se fueran a dar cuenta de la falta de un cuerpo. Apartó la mirada en esta ocasión sí de los cuerpos mutilados y posicionados de formas grotescas a su alrededor para volver a clavar los ojos verdes en los la escena del vampiro y el Mayordomo.

Aquel hombre sí que le daba pena, quizá porque había sido el único que al menos de cara para fuera no había pronunciado un solo insulto. Sus miradas se cruzaron por un momento y ambos sabían lo que iba a suceder a continuación. Un estremecimiento recorrió a la gitana cuando la cabeza cayó rodando y estuvo a punto de llegar a sus pies. No podía echarse más atrás y aun así pegó su cuerpo contra el muro tan bellamente decorado antes de moverse hacia un lateral alejándose con un gesto de desagrado. La escena parecía cobrar vida de nuevo y tuvo que apoyar la mano en la fría pared para después apartar la mirada buscando lo único “vivo” en aquel lugar, aunque en ese instante estaba mucho más vivo que cualquier cosa que hubiera a su alrededor.

Sentía el estómago tan revuelto como su cabeza, con ese pequeño mareo que podía indicar que las piernas estaban a punto de doblársela y aquello no era algo que le gustara. Se esforzó por alzarse en toda su estatura, que no era muy alta, mientras le miraba directamente a los ojos con ese pequeño deje de orgullo que muchas veces llegaba cuando creía que se iba a derrumbar. No podía permitírselo, no delante de él. Ya bastantes debilidades tenía a sus ojos como para que pudiera ver otra más.

Tenemos que salir de aquí, van a volver a mandar más gente y, aunque no dudo que podrías hacerte cargo de todos ellos, me gustaría que al final de la noche pudiera quedar alguien en París que pueda comprar mis mercancías.—contestó mientras le miraba abrazándose una vez más así misma.
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Mensaje por Invitado Vie Sep 16, 2011 8:07 am

La historia de Pausanias había pasado desapercibida excepto para los estudiosos o para quienes poseyeran un macabro interés por averiguar más cosas sobre la ilustre polis que fue Esparta, quizá para malinterpretar sus ideales y sus costumbres en pos de justificar sistemas de gobierno que tenían poco o nada ver con la realidad que había vivido aquel nido de esplendor y gloria guerrera. El error que se había cometido al no recordar a quien había sido su mejor general, aquel que le había dado la mayor gloria posible, no cabía en cualquier mente razonable y mucho menos cuando se tenía en cuenta lo que significaba ser el mejor general, y también rey, de una cultura guerrera que había dado a los mejores soldados y los más preparados de la historia durante un breve tiempo que, no obstante, había pasado en cuanto la polis empezó a decaer y yo ya estaba lejos de ella... porque no era ni humano.

La historia de aquel general, por tanto, había caído en el olvido en la memoria colectiva para gran error de todos aquellos que no conocían la identidad de aquel por cuya sangre corrían las batallas y que había sido entrenado desde una edad muy temprana con la misma intensidad con la que se martillea un arma en la fragua para darle la forma adecuada y que su filo sea el adecuado para ensartar cabezas de enemigos con él, para cercenar miembros y para rebanar pieles frágiles, blandas y fofas que nada tenían que ver con la de un vampiro. Habían olvidado de lo que eran capaces los genios de la muerte, habían decidido ignorar los riesgos que corrían en manos de sus herederos y el peligro que correrían si uno de ellos decidía despertar en una persona de su propia época, no habían contado con que uno de ellos había sobrevivido al azuzar de los tiempos y se encontraba cerca de ellos... y así les iba.

Luego serían capaces de decir que yo tenía la culpa de lo que les pasaba, de las muertes y de la destrucción, además de la eliminación de vidas ajenas que siempre había a mi alrededor, ¡como si yo fuera culpable de que estuviera en mi naturaleza matar! Lo había estado siendo humano porque me habían educado así y porque ya había estado, en mi cabeza, la semilla apta para que con el suficiente impulso creciera de aquella manera; lo había demostrado innumerables veces en el campo de batalla no mostrando piedad frente a mis enemigos, y lo había elevado a su máxima potencia cuando había perdido la vida humana y había abrazado la sobrehumana que me separaba de quienes ya en vida habían sido mis presas aún más, convirtiéndolos en mi alimento, mis juguetes y mi entretenimiento... ¿y aún así la culpa era mía?

Sus vidas eran tan frágiles como un jarrón de porcelana que de un golpe, ¡puf!, se cae al suelo y se quiebra en mil pedazos sin que quede nada de lo que fue el jarrón original excepto esos fragmentos, y era tan fácil quebrarlas que casi era un delito no hacerlo, mucho más cuando ni siquiera sabían lo que les había caído encima ya que eran unos ignorantes, todos ellos por igual. Se escudaban en su supuesta superioridad frente a un mundo que no comprendían y a cuyos habitantes no conocían, y así eran tan vulnerables como en aquel momento quedaba reflejado de una manera tan patográfica, en el sentido más auténtico de la palabra pathos reflejado en las expresiones de todos ellos, la última cara que habían puesto antes de morir y que resultaba tan plástica como la que más, mostrando mucho más que lo que hubieran podido, alguna vez, enseñar de ellos mismos por voluntad propia.

Mostraban su terror ante un asesino bestial y eficaz que se movía con elegancia no fruto de las filigranas con la espada sino fruto de la falta de control y del abrazo estrecho de sus cualidades no humanas, más bien bestiales; mostraban su sorpresa, a la vez, por no esperarse que en su propio terreno se hubiera colado un lobo disfrazado de oveja que había terminado con todo el rebaño en pleno redil; mostraban su ignorancia y su falta de comprensión porque no se esperaban que alguien no humano existiera, y mucho menos que ese alguien fuera yo, Pausanias, Ciro, muchos nombres más que reflejaban una misma realidad cambiante y voluble como lo era mi personalidad.

Las expresiones cadavéricas, por tanto, de los cadáveres eran las mismas por doquier y mirara donde mirase; toda la sala rezumaba la peste dulzona de la muerte y de la sangre, que poco a poco pero visiblemente para mí iba coagulándose en el suelo y dejaría unas manchas si no imposibles para sus limitados medios sí difíciles de quitar de las valiosas alfombras destrozadas, de las paredes hasta entonces impolutas y doradas y de cualquier parte de la habitación a la que hubieran llegado los efectos de mi ira destructiva. Sólo Éabann mostraba vida y una expresión diferente en sus rasgos; sólo su calor parecía elevarse en el aire en ondas pequeñas que la diferenciaban de los demás, cada vez más fríos e incapaces por otra parte de recuperar el calor; sólo su corazón latía en la sala, su respiración se escuchaba y sus nervios la delataban, sólo a ella... Porque ella era la única humana que había quedado viva en aquel escenario de muerte y destrucción que había llevado a cabo en un momento con mis manos y con aquella espada robada que, apenas con un golpe, se quebró por la mitad como la tierna rama de un árbol.

Mi mirada se alzó de los trozos de metal ensangrentado en el suelo a sus ojos tras sus palabras, sin mostrar expresión alguna un instante hasta que medio sonreí, como solía.
Tranquila, llegado el caso me costaría más de una noche aniquilar a todas las sanguijuelas que viven en París y no te quedarías sin mercancía que venderles tan rápidamente... Y siempre puedes viajar a otra ciudad en caso de que se te acabe esta. Eres una gitana, lo llevas dentro de ti, no puedes quedarte en un sitio durante demasiado tiempo porque te sientes atrapada, aunque después de esto seas consciente de que vayas a donde vayas lo estás y lo estarás por algo que no comprendes. – musité, encogiéndome de hombros como quitándome la culpa de ser yo quien la tenía atrapada por mi vigilancia porque no, tampoco era culpa mía. Era culpa de ella, de su sangre apetitosa y de haber despertado un capricho en mí, pero no la culpa de quien sufre el capricho sólo por ser como es.

Tampoco me costaría mucho más, en realidad, pese a la aglomeración de personas que viven en esta urbe... Apenas unos dos o tres días más, y eso si me lo tomo con calma y les enseño lo mejor de mis dotes mortuorias, si no... Nunca se sabe, lo mismo lo pruebo una noche de estas en las que no tengo nada que hacer. – añadí, con tono jocoso y adelantándome hacia ella para que apartara los brazos de su cuerpo, en su vano intento por recuperar un calor que sólo vendría cuando me tuviera encima de nuevo, y que la distancia entre nosotros volviera a ser nula pese a que había aumentado cuando había esquivado la cabeza del mayordomo que, rodando por el suelo, se había intentado deleitar durante los aproximadamente sesenta segundos que había permanecido viva tras ser extirpada del resto del cuerpo con una vista que alegrara su muerte: la de una gitana morena medio desnuda y apenas cubierta por la ropa. En el fondo lo comprendía.

No vendrán más, por cierto. Este sitio es una auténtica fortaleza barroca, sí, pero la cantidad de guardias que se dedican a protegerlo es nula por la falta de previsión y estupidez de los humanos que nunca esperan que vaya a venir algo que pueda destruirlos en cuestión de segundos con la facilidad con la que se parte un cacahuete para sacar los frutos de dentro. Estos eran los únicos encargados de la vigilancia y la seguridad del ilustre Palais Royal. – añadí, en su oído y recorriendo su lóbulo con los labios a la vez para que no pensara que se había terminado algo que sólo acababa de empezar ya que, por mi parte, tenía todo el tiempo del mundo para utilizarlo como quisiera, y en aquel momento me apetecía que fuera así.

No iba a ser todo tan fácil y previsible, sin embargo. En cuanto ella volvió a recuperar parte del calor perdido con mi separación, volví a hacerlo, volví a dejarla sometida al fresco aire nocturno con una sonrisa traviesa, burlona quizá, grabada en mis labios y la mirada clavada en ella antes de girar sobre mis talones y empezar a caminar, esquivando ágilmente cuerpos y charcos de sangre en dirección a una de las puertas del Palais, la única que no estaba bloqueada porque no daba al exterior, sino al laberíntico interior de aquel palacio en cuyos oscuros pasillos, tras abrir la puerta rápidamente, me perdí, acariciando las paredes llenas de relieves barrocos con los dedos de las manos y acercándome a veces a los ventanales, consiguiendo así que la luz de la luna me iluminara en aquel recorrido sin rumbo que me asemejaba aún más a un rey... lo que era.
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Dom Sep 18, 2011 5:18 am

Era difícil calibrar la fuerza que podía tener aquel ser que se encontraba en mitad de un charco de sangre. Difícil saber su rapidez, su resistencia, sus límites. O mejor dicho sería decir que imposible. El chasquido de la espada a quebrarse únicamente provocó que los nervios de Éabann aumentaran, que su corazón acelerara. Si podía hacer eso con una espada de acero ¿qué podría hacer con su cuello? Podría quebrarlo como una simple ramita. Lo sabía, por supuesto, le había dado pruebas más que suficientes en esa noche y en la anterior que habían compartido. Estaban a niveles completamente diferentes, tan distantes entre sí como en el pasado lo hubieran estado los creyentes y sus dioses. Ese pensamiento provocó que frunciera el ceño porque estaba claro que él no era ninguna deidad, sino un ser de carne y hueso aunque por completo distinto; otra raza que no llegaba a comprender y que estaba claro que se trataba de una de las más peligrosas que había sobre la faz de la tierra, sino era la más peligrosa de todas ellas.

Un estremecimiento involuntario se deslizó por su cuerpo en el mismo momento en el que empezó él a hablar. Había intentado que fuera una broma y se había convertido en una realidad aplastante. Sí, sabía que sería capaz de hacerlo. ¿Cuánto había tardado en acabar con los que se encontraban en el Palais? Apenas un par de minutos, si es que llegaba. A ese ritmo seguramente diezmaría la población de la ciudad. No sabía exactamente el número que había allí, quizá llegara al millón de personas, pero desde luego era más grande incluso que Londres y eso que Londres estaba creciendo cada vez más. Era la ciudad más grande en la que había estado, más que Viena por ejemplo. Pensar en aquella ciudad donde había estado por un par de años antes de moverse a Londres, provocó una cierta añoranza. El recordatorio de su forma de vida móvil provocó que mirara al vampiro pensativa.

Sí, era cierto, su forma de vida era nómada. Por regla general no se pasaba mucho tiempo en un mismo lugar porque terminaba cansada y porque siempre le picaba la necesidad de irse de donde estuviera. El lugar donde más había estado había sido Londres, prácticamente tres años, antes de que su necesidad por cambiar de aires le llevara a alejarse del licántropo y amoldarse de nuevo a su forma de vida de niñez y parte de su adolescencia. Es más, en ocasiones pensaba que se estaba quedando en París. Si era así era por algunos puntos fundamentales: el reencuentro con Adam, que le había hecho recordar lo que era tener un buen amigo cerca, y por la ciudad en sí que la había fascinado. Había demasiadas cosas que ver, que degustar, que hacer. Incluso aislada como había estado en las últimas semanas en un estúpido intento de… ¿qué? ¿De protegerlos por si aquel ser llegaba de pronto?

Estaba claro que si decidía atacar no le iba a parar absolutamente nada. Si quería hacer su voluntad no le iba a detener que se hubiera alejado. Si deseaba hacer daño lo iba a hacer sin remordimientos y con tal precisión que dejaría cualquier intento de los demás en una burda imitación. Éabann sabía que desde aquella noche no volvería a ver a nadie igual. También sabía que el posible temor que hubiera podido tener frente a una situación en la que su vida corriera peligro seguramente mermaría de manera considerable. No es que se hubiera vuelto estúpida, ni mucho menos, pero estaba claro que las experiencias de aquella noche la marcarían, la moldearían y le harían consciente de que había algo mucho más peligroso que los simples humanos, algo mucho más rápido, directo, letal, que todos ellos. Algo que podría aparecer en mitad de la nada una noche y acabar con todo el Circo si así lo deseaba. Algo que provocaba que todo lo anterior no fueran más que imitaciones burdas y baratas, intentos de llegar a un nivel de precisión en el arte de la muerte que no había visto igual.

Solo una vez.

Todo pensamiento racional que pudiera tener se apagó al mismo tiempo que le sintió de nuevo pegado a él. Aquello provocaba que miles de sensaciones diferentes se deslizaran por todo su cuerpo como había sucedido hacía unos minutos. Debería apartarse, alejarse y directamente desaparecer. Hacer caso de sus palabras, por mucho que supiera que tenía razón sobre sentirse atrapada, era algo que había pensado durante unos segundos, pero que desapareció mientras intentaba luchar por la necesidad de deslizar sus manos por su torso frío en comparación con su propia temperatura, lucha que estaba perdida de antemano.

—- Una pésima seguridad, eso está claro. Doce guardias en realidad no son nada, ni para ti como se ha podido ver ni para alguien que buscara entrar.— desvió solo un segundo la mirada hacia su alrededor antes de volver a buscar la del vampiro. Su abuela la había dicho que jamás mirara a un ser de aquellos a los ojos y en cambio había roto aquella norma desde prácticamente le había conocido. — Aquí hay mucho, más allá de sus habitantes, que pudieran desear… alguien con algo de idea de lo que hay a nuestro alrededor, desde joyas, hasta dinero u obras de arte.— las palabras salían a cuenta gotas notando los dientes, sus labios, en el lóbulo de la oreja y provocando escalofríos. — Y te creo, puedes hacerlo, y aunque pueda marcharme para vender a otro lugar, París tiene bastantes cosas para ver y para hacer que en otros lugares no están.

Por ejemplo, quería ir a la feria o parque de diversiones, como cualquiera le quisiera llamar. No había tenido un día así desde hacía mucho tiempo, quizá incluso desde que era niña. Y en aquella época lo había hecho desde el puesto de creadora de espectáculo, no siendo simplemente un cliente más. Si conseguía salir de allí de una pieza, porque por mucho que de momento estuviera viva y pareciera que él no tuviera interés en matarla sabía que podía cambiar su suerte en un segundo, iría algún día. Podría ser divertido y…

Frío. Un escalofrío la recorrió de nuevo cuando el cuerpo del vampiro se alejó para perderse detrás de una puerta. Éabann se quedó unos segundos inmóvil mientras miraba el espectáculo que había a su alrededor. En vez de seguirlo de forma automática aunque sentía curiosidad y deseo frustrado al mismo tiempo, se acercó hasta la puerta de entrada claramente trancada y sin posibilidad de abrirla, al menos por el momento. Por otro lado, tampoco le hacía demasiada gracia el estar en el mismo lugar donde se habían amontonado los cadáveres y donde el olor de la muerte llegaba incluso hasta su olfato.

Necesitaba salir de allí, alejarse de la sangre y de las vísceras, de los huesos rotos, de los músculos desgarrados. Necesitaba apartar esas imágenes que la perseguirían en sueños de la cabeza aunque fuera durante unos minutos. Se movió entonces hacia la misma puerta por donde él había desaparecido sin preocuparse de cubrirse. Observó su espalda más allá, moviéndose con esa gracia que indicaba que no estaba ante un hombre cualquiera. Sabía que tenía que terminar con aquello, alejarse, darse media vuelta e intentar salir de allí como bien pudiera. Y aun así se encontró siguiendo sus pasos, deteniéndose de vez en cuando para mirar por las ventanas para convencerse que en realidad lo que estaba haciendo era mirar el lugar apropiado para salir de allí.

Pronto se quedó atrás, al menos para ella, el olor a muerte que había en el salón principal y a sus ojos llegaron más de las bellezas de aquel palacio: el artesonado del techo apenas visible allá en lo alto, la decoración de estatuas y cuadros, el suave parqué bajo las esponjosas sobre las que caminaban sus pies desnudos porque los zapatos seguramente habían quedado en algún lugar que no recordaba del todo. Caminaba abrazándose a sí misma, concentrándose más en la belleza que había a su alrededor que en el hombre que caminaba unos metros por delante. Aunque, si tenía que ser sincera, no perdía detalle de cada uno de sus gestos.

Era como quien observa el fuego, su belleza, las figuras que sus llamas forman, tan fascinante que uno puede olvidarse que si acerca la mano puede abrasarse, que no puede sujetarlo, ni tocarlo, ni acercarse demasiado si uno quiere mantener su cuerpo en perfecto estado.

Y sin embargo no se puede evitar tentar a la suerte por el simple deseo de saber qué se siente.
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Mensaje por Invitado Dom Sep 18, 2011 11:29 am

Aquel no era el palacio más grande o más impresionante que había visitado. Uno de mis favoritos siempre había sido, pese a lo catastróficamente malo de su conversación incluso en la época en la que lo había visitado, ya una de decadencia por estar dañado el recinto por un incendio, había sido la Domus Aurea de Nerón, en la que el mismo emperador loco había vivido durante un tiempo y que luego se había visto enterrada bajo escombros por orden de emperadores posteriores que, en cierto modo, sabían el peligro que entrañaba en una época de crisis cada vez más aguda una riqueza como la que reinaba en la ciudad de Roma, en la caput mundi como se la llamaba entonces por su enorme esplendor.

La Domus había sido una fuente valiosísima de inspiración para artistas posteriores, para estilos que verían después la luz del día y para decoraciones que se harían frecuentes en la decoración de palacios con motivos ricos y ornamentados, como lo era cualquiera renacentista o incluso barroco, el estilo de la acumulación de motivos por excelencia y con permiso del rococó, hijo o quizás heredero de este último, a veces con unos motivos extremadamente (y absurdamente, por tanto) religiosos en países como España o, sin ir más lejos, en su misma cuna, en Italia, donde el estilo había nacido como una manifestación de la Contrarreforma y bla, bla, bla, todo eso que demostraba lo sumamente religioso y artificioso de un estilo que lo que quería era esconder, mediante dorados, juegos de luces e ilusiones ópticas, lo vacío que estaba por detrás y lo sumamente vacuo, pese a lo agradable estéticamente, que era.

Aquel Palais era hijo de la variante palaciega del estilo religioso, del rococó, que había dejado su huella, como una pisada en una colada de barro aún húmeda, en cada uno de los elementos que conformaban tanto la fría piedra del exterior como los acabados en madera y en mármol, además de artesonados de sus techos, sus paredes y sus suelos. La superficie de mármol blanco y brillante que era el suelo quedaba opacada por las alfombras que en mi camino sin rumbo definido pisaba, como un rey que paseaba por sus salones sin que le importe lo más mínimo pisar a un insecto en su avance regio. Las paredes quedaban decoradas con estatuas y bustos, insertados en nichos; por cuadros llenos de colorido y que quedaban deslucidos por la falta de luz que había en el palacio por ser de noche. Los techos poseían grutescos y dorados, pintura de colores que reflejaba aquellas hermosas formas que resultaban visualmente entretenidas... y capaces de distraer, porque si te quedabas mucho rato mirando el fondo de un cuadro barroco o cada detalle que poblaba aquel palacio podías pasarte ahí media vida hasta alcanzarlo todo... a no ser que fueras un vampiro y tus sentidos estén desarrollados hasta la saciedad.

A mí, por mi naturaleza, apenas me había bastado un golpe de vista para abarcar los detalles del tramo que, en aquel momento, estaba recorriendo. No le prestaba, por tanto, especial atención o malgastaba en él más tiempo del estrictamente necesario y me limitaba a avanzar sin rumbo a excepción del que me dictara el propio camino que estaba recorriendo o mi propio interior, a base de caprichos que tendrían lugar inevitablemente porque yo era así, y ni iba a cambiar no quería hacerlo, así que lo mejor era dejarme llevar y no forzar los acontecimientos, especialmente porque si lo dejaba todo en manos no de mi racionalidad, que existía aunque estuviera muy enterrada bajo capas y capas de caprichos y aunque hubiera renunciado consciente e inconscientemente a ella, sino más bien a manos de mis impulsos, mis caprichos y lo que sucediera a cada momento en mi cerebro sin que yo lo decidiera.

Aquello quedó muy claro cuando llegué a una intersección, un cruce entre varios caminos en el que había varias opciones y en lugar de pensar cuál tendría mejores perspectivas tomé un camino al azar, uno cuyas decoraciones enseguida se intensificaron en calidad y en cantidad tanto por pinturas al fresco como por copias de estatuas grecorromanas de mi época y posteriores que mostraban el camino, como protegiéndolo, hacia una enorme sala a la que se accedía no obstante de manera secreta, a través de una portezuela escondida en una pared y cuyo mecanismo rápidamente accioné para pasar a lo que parecía una copia de la galería de los espejos del Palacio de Versalles, apenas a una jornada de camino de donde me encontraba.

Miles de reflejos por el sinnúmero de ilusiones que por la superposición de aquellos espejos se esparramaban por la sala, dando la impresión de no haber solamente un Ciro sino muchísimos como yo... y permitiéndome ver a una joven mujer que estaba sentada en una butaca de terciopelo bordado con un violín, violín que había dejado de sonar en el momento en el que yo había accionado el mecanismo de la puerta y había penetrado en la habitación. Con un gesto de la mano, la insté a que volviera a tocar una melodía cualquiera, una de Vivaldi a juzgar por las notas que empezó a arrancar del violín, y estando su atención totalmente desviada pude acercarme rápidamente y examinarla.

Parecía alguien desarrapado, una mujer que pese a vestir con ropas de alta sociedad y por tanto alta calidad las portaba como si fueran un saco de patatas, robándole por tanto la elegancia que pudieran tener e impidiendo que destacaran algún rasgo hermoso que pudiera poseer aquella mujer... aunque no lo poseyera, pues era totalmente vulgar en cuanto a rasgos, en cuanto a actitudes, en cuanto a maneras... ¡e incluso en cuanto a tocar aquel instrumento que era el violín! Las notas chirriaban, las cuerdas se le escapaban de entre los dedos y el arco recorría más distancia de la que debería, siendo incluso un tormento para los oídos de alguien que tiene ese sentido demasiado desarrollado, y por eso mismo me apiadé de mi salud auditiva, y también de la de Éabann porque ella también había acabado por entrar en aquella habitación, y me acerqué a la mujer lo suficiente para poder partirle el cuello de un golpe rápido y prácticamente indoloro para ella, impidiendo tras su muerte que el violín cayera al suelo al sostenerlo entre mis manos, tratándolo mucho mejor con apenas ese simple gesto que ella con probablemente una vida de maltrato hacia un objeto inanimado.

Me giré hacia Éabann, con el instrumento entre las manos, y caminé hacia ella con paso rápido que impedía que volviera en otra dirección, aunque en el fondo hasta ella se hubiera dado cuenta de que en realidad lo que quería no era alejarse, sino acercarse a mí, porque el influjo que ejercía en ella era demasiado fuerte para que tratara de resistirse y encima utilizara fuerzas que le impedirían mostrarse en sus plenas facultades ante mí y la rebelión era inútil.
Esa manera de tocar el violín era como violar al instrumento y encima ni hacerlo bien porque lo que salía parecían más los gritos de una pelea entre dos gatos callejeros que música, es un insulto a Vivaldi y a su composición tocarlo de esa manera tan sumamente mala... Y algo me dice que tú no eres tan mala tocando este instrumento como lo era ese despojo humano que ahora yace en el suelo, sin vida, ¿verdad? – dije, encogiéndome de hombros con fingida inocencia y caminando rápidamente hacia ella hasta que, al quedar enfrente de ella, pude estirar el violín para dejárselo entre las manos, que parecían estar ansiosas por recibirlo o simplemente por la cercanía de mi cuerpo, que despertaba todas las ansias de su cuerpo, hasta las que desconocía.

El ofrecimiento no había sido gratuito: yo sabía que tocaba el violín, y también sabía que lo hacía bien, y dado que estaba ahí era una buena oportunidad de poner música de fondo en un encuentro que llevaba mucho tiempo con el himno de la batalla, guerra y destrucción, y que merecía un cambio de aires a través de esa música que ella tocaría para mí, porque se lo había ordenado por el tono de mis palabras, pese a no encontrarse en estas un mínimo atisbo de orden o de algo que no fuera un ofrecimiento para que me enseñara cómo tocaba el violín... y otras cosas, pero eso podía esperar.

No tengo ninguna preferencia por la pieza, por cierto... Toca lo que más te apetezca. – añadí, cruzando los brazos sobre el pecho y mirándola a los ojos con los míos entrecerrados y clavados en los suyos, sin dejar lugar a dudas de lo que sucedería en aquel momento en la copia del salón de los espejos versallesco. A fin de cuentas, y como toda la situación desde que se había encontrado conmigo no ya aquella noche sino incluso la anterior, no estaba en su poder ser dominadora de la situación ni ser algo aparte de la dominada, así como introducir algo de su voluntad que pudiera servir para doblegar la mía... Estaba atrapada por mí, y lo mejor de todo era que le gustaba estarlo de una manera enfermiza contra la que se esforzaba por luchar... Enternecedor.
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Mar Sep 20, 2011 6:09 am

Mientras que el vampiro estaba acostumbrado a todo aquello, la gitana no podía estar más fuera de lugar. Caminaba lentamente inspeccionando cada uno de los detalles que sus ojos verdes podían abarcar, que no eran muchos debido a la falta de luz y a la rapidez con la que en realidad pasaban por delante de cada uno de los objetos. Ensimismada por lo recargado de lugar caminaba en realidad sin estar del todo segura de por dónde iba, aunque en el fondo sabía que si quería volver al punto de origen no le sería difícil. Siempre estaba pendiente de esos detalles y de las vías que le vendrían mejor para alejarse de un determinado lugar en el menor tiempo posible. A fin de cuentas, era algo que había tenido que hacer en más de una y de dos ocasiones, sobre todo porque las acusaciones de robo —o brujería— habían caído sobre su cabeza como losas monumentales que difícilmente podía retirar a un lado.

Aun así, pronto se cansó. Reconocía que era un lugar hermoso, maravilloso y tremendamente grande, pero también que tenía demasiado de todo. ¿Cómo se podía tener demasiado de todo? En la mentalidad de Éabann la mitad de las cosas sobraban. En cierta manera veía que aquello solo era para recordar a los demás los poderosos que eran los que habitaban en aquel Palacio, como sucedía siempre con las casas de piedra y con sus habitantes, aunque los suyos no fueran mejores que ella misma. Aparentar y disimular parecían ser las pautas por las que se regía toda la sociedad. Aparentar ser más de lo que se era mediante artificios que en realidad no decían nada. Se consideraba a los gitanos como una raza materialista, Éabann se podía considerar en realidad como una excepción a aquel canon por el que muchos se regían. Tenía lo justo, lo suficiente y no deseaba más. O al menos eso se decía a sí misma. En ocasiones podía ser caprichosa, como había sucedido esa noche, y se adentraba en terrenos que en realidad no la pertenecían.

El vestido que había llevado hasta hacía unas horas y que en ese momento no era más que jirones que apenas la cubrían, había sido uno de esos caprichos y una de esas pertenencias que le resultaban tremendamente bellas y útiles. Era uno de esos artificios, una máscara, que se podía poner para aparentar lo que no era y estaba claro que lo había conseguido a la perfección hasta que él había aparecido de pronto echando todo al traste. Hablando del vampiro… miró por un momento a su alrededor frunciendo el ceño porque se había despistado lo suficiente como para no estar del todo segura de por dónde se había adentrado hasta que dio con el disimulado mecanismo que abría una puerta.

Dudó un segundo, no estaba del todo segura de si aquello sería una buena idea o si era preferible dar media vuelta. Fue apenas el tiempo que la puerta se abrió y dejó ver lo que había tras la misma. Con curiosidad se adentró, notando por un instante el frío mármol del suelo que provocó un repentino escalofrío que se intensificó en el momento en el que la puerta se cerró tras de ella. En un primer momento se giró para mirar el lugar por donde había entrado asegurándose que sabría volver a encontrarlo si fuera necesario. Se mordió apenas el labio inferior recordando los detalles de la puerta escondida y finalmente se giró para mirar a su alrededor.

No pudo evitar que una mueca apareciera automáticamente en su rostro cuando escuchó el sonido estridente del violín. Era como un gato al que le estuvieran tirando del rabo. Éabann amaba la música, hasta tal límite que consideraba prácticamente un sacrilegio lo que estaba escuchando. Realizó una nueva mueca mientras observaba a la muchacha y a Escipión, mientras se acercaba hacia donde se encontraban. El instrumento era una auténtica belleza y estaba bien cuidado, se podía notar en cómo brillaba la madera, pero la forma en la que la mujer tenía de coger el violín, de rasgar las cuerdas, de tomar el arco simplemente era una aberración incluso para alguien como Éabann que no había tenido más maestro de música que la propia vida.

Ahogó una pequeña exclamación cuando en un gesto demasiado rápido para que la otra mujer supiera lo que estaba sucediendo, y que apenas pudo llegar a ver con claridad, el vampiro acabó en un movimiento rápido con la vida de la joven. La verdad que agradecía que hubiera sido sin sangre de por medio. Había algo en aquel lugar que hacía que quisiera mantenerlo limpio, como si se tratara de un pequeño “refugio” donde poder estar. Seguramente estas impresiones habían nacido de la música. Y quizá, solo quizá, la exclamación había sido más provocada por la impresión de que el violín iba a caer provocando que se rompiera en mil pedazos, que por una vida arrebatada. ¿Qué demonios la estaba ocurriendo? A lo largo de esa noche prácticamente sentía que se encontraba en una especie de macabra función en la que en cualquier momento un maestro de ceremonias la daría por finalizada y los actores volverían a caminar.

Sabía que no era así, por supuesto, pero parecía que los actos reflejos de su propia mente intentaban crear una especie de barreras para impedir que la locura —si es que no estaba loca ya, cosa que en esos momentos dudaba por completo— rozaran del todo su mente. Miró por un instante a su alrededor para dejar que fuera el arte, la belleza, todo aquello que en realidad mostraba solo el arte de la disimulación y la apariencia, la llenaran por completo y dejaran en un segundo plano lo que acababa de suceder.

El vampiro había dejado más que claro que la vida no significaba nada para él, lo que hacía que la gitana supiera perfectamente que la suya no era más que una pequeña motita que podía soplar hasta llevarla a cualquier sitio para destrozarla. Bien, pues no tenía intención de que se acabara por muy débil que pudiera estar. Si hubiera sido como las mujeres de su época su presencia, la forma en la que se movía y cómo se acercaba hasta ella, le hubiera hecho sentir vulnerable, a fin de cuentas se podía decir que se encontraba desnuda delante de él, pero aunque Éabann no estuviera acostumbrada a no tener más encima que una fina tela, no tenía la misma moralidad que la mayor parte de los humanos de su época.

Tomó el violín como quien toma uno de los bienes más preciados, el mejor de los regalos, el más delicado de los objetos y lo miró por un momento. Solo le costó un par de intentos darse cuenta de que no se encontraba bien afinado por lo que mientras él hablaba movió las clavijas hasta estar cómoda y entonces le miró a los ojos con el preciado objeto en las manos.

Desde ahora te aviso que no conozco piezas de compositores conocidos salvo un par, pero…— miró el violín por un momento antes de moverlo hasta ponerse en posición. — Estoy segura de que puedo tocarlo mucho mejor que esa pobre mujer y que se merece al menos que por una vez salgan sonidos reconocibles del mismo.— sin darse cuenta había salido esa parte de su carácter más orgullosa y también más seria. — Una lástima.

Lo último fue un susurro antes de comenzar a tocar el violín. La música se extendió por el lugar, una música que conocía bien. Sabía que podría hacerlo mucho mejor, pero no se estaba luciendo, no estaba mostrando todo lo que sabía hacer, solo estaba dándole en cierta manera al violín un descanso. No era una música para bailar como podría haber hecho estando en el campamento, sino para deleitarse a sí misma —y a él, tenía que reconocerlo—. Aquella canción, en particular, la había conocido en sus viajes por las Islas, cuando subió hacia el Norte, hacia aquel lugar que llamaban Escocia. Tenía su historia, como todo, pero en esos momentos no la recordaba.

Estaba inmersa en la música como le sucedía siempre. En algún momento cerró los ojos porque no necesitaba mantenerlos abiertos mientras sus dedos tañían las cuerdas y el arco se movía con suavidad. Su cuerpo se mecía de forma automática al ritmo mientras la tranquilidad se reflejaba con claridad en su rostro. Estaba mucho más relajada de lo que había estado en toda la Noche, al menos desde que el vampiro había aparecido, porque en ese momento solo había dos elementos fundamentales para ella: el violín y la música, el resto se había esfumado en volutas como siempre le sucedía cuando tocaba. La música era simplemente una forma de sacar afuera todo lo que había en su interior, como sucedía en ese momento.

Y sabía que solo volvería a abrir los ojos cuando la canción hubiera muerto entre las cuerdas del violín.
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Mensaje por Invitado Mar Sep 20, 2011 3:34 pm

Estaba en su naturaleza que le gustara tocar el violín. No en la naturaleza de la gitana que era, en cuya sangre corría innata la pasión por la música como bien se podía apreciar quedándote en medio de un campamento gitano, siempre animado por bailes, música, luces y sombras de un pueblo más libre que el resto de humanos pero que, pese a todo, eran esclavos de sí mismos, de sus defectos y de su cultura, muchas veces de su carencia de ella. No en esa naturaleza, por tanto, sino más bien en la naturaleza caprichosa que la hacía ser Éabann y no Charlene, Sophie o cualquier otra mujer que careciera de las características que conformaban a quien tenía delante.

Ninguna otra mujer humana de las que estaban modeladas por la mentalidad de la época, en mayor o menor medida todas, habría seguido a un asesino declarado a través de los pasillos de un palacio barroco en dirección desconocida, sobre todo por el hecho de que no la había sabido ni yo hasta que no me había puesto en marcha y mis caprichos me habían conducido por un camino en detrimento de otro. Ninguna otra mujer humana era tan orgullosa como para esconder el miedo y el respeto que le provocaba con cada uno de mis actos, ni tampoco era tan dura de roer que había tardado tanto en aceptar que conmigo no era dueña de sus actos ni de sus pensamientos, sino que estos se encontraban manejados por mí a mi total antojo.

Ella era diferente, también porque era un espécimen en peligro de extinción en una sociedad que estaba podrida y que buscaba extender la podredumbre a las pocas manzanas sanas que quedaban en el cesto, anulando su originalidad y su, en cierto modo, salud (aunque Éabann personalmente careciera de salud, mental al menos, porque no es que fuera precisamente el paradigma de la cordura... al igual que un servidor) en pos de la unidad, la monotonía y la falta de originalidad que imperaba en todos los rincones disfrazada de una capa de salud diferente al modelo que Éabann exhibía porque era el suyo propio y el de nadie más.

Que fuera diferente la hacía más divertida y entretenida, y había también impedido que la matara todas las veces que la había visto, y eso que oportunidades había tenido a patadas. Más que inspirarme deseos homicidas me inspiraba deseos caprichosos, de muchas clases y que satisfacía como me pedía mi interior cada una de las veces que esos deseos despertaban y veían la luz, o en aquel momento la falta de ella, de la noche, ya que durante el día el sueño garantizaba que mis caprichos se vieran postergados a la noche, su habitual territorio y donde podría asegurarme de que finalmente podrían ser satisfechos y apaciguados.

Por eso, y porque a aquellas alturas yo la conocía mucho mejor de lo que ella me conocía a mí, y eso aún así era mucho más de lo que me conocía la mayor parte de las personas en particular y seres en general con los que me cruzaba a diario (o a nocturno), sabía que no iba a desaprovechar la oportunidad de coger un violín tan relativamente bien cuidado como aquel y tocar algo de música, por eso y porque sabía que la música era para ella un sustento vital similar en importancia para su mente como respirar lo era para su cuerpo y porque en cierto modo quería impresionarme. Quería dejarme claro que yo no era el único capaz de tener algún talento (pese a que los dos supiéramos que lo mío era talento en bruto en cualquier cosa a la que me dedicara) y que ella podía destacar en algo, quería enseñarme una parte de ella que ya conocía pero que le había puesto en bandeja para mostrarme a través de un objeto de madera como lo era un violín, quería tocar... y tocó.

La melodía que salió de las cuerdas del violín, accionadas por sus dedos y por el arco que se frotaba por encima de ellas, no era la más compleja o talentosa musicalmente que había podido escuchar a lo largo de mi amplia vida, muy espaciada en el tiempo, hasta tal punto que ella no podría ni empezar a pensar en ella como un todo porque era demasiado para su corta mente. Poseía, no obstante, un carácter que pese a no ser de un gran maestro, como ella había dicho, la hacía diferente y en cierto modo interesante.

La melodía que tocó venía indudablemente de las islas británicas, en el continente, y sobre todo de la parte del norte o quizá de la isla de Irlanda, por aquel carácter tan céltico que tenía y que era tan obvio en cada una de las notas que conformaban la melodía y que ella tocaba con cada uno de sus movimientos sobre el instrumento. Carecía de la corrección total de un maestro erudito en el arte de la composición musical, pero frente a eso poseía el carácter oral, vivo y casi pueblerino de la música celta, una música que hasta cuando no era la misma definición gráfica de la alegría mostraba cosas. No era una música desnuda, sino que iba con sentimiento ya puesto en el momento de su composición y que por la manera de tocar de Éabann aumentaba más.

No era que su manera fuera la de una gran maestra, en absoluto. Sus dedos se notaban en algunos momentos poco ágiles para alcanzar las notas más complejas de la composición, y su manera de moverlos era más instintiva y aprendida por alguien que careciera de educación que académica, pero a cambio de sus obvias carencias en cuanto a técnica le daba el sentimiento del que muchas veces carecían las obras de los grandes clásicos, sobre todo tocadas por gente que sólo busca la perfección técnica y absolutamente nada más.

Aquello era parte de su carácter, tanto la música como meter sentimiento a la hora de tocarla, y las notas nos acompañaron y nos rodearon, utilizando como conducto el aire a nuestro alrededor, desde el momento en el que la canción sin letra empezó hasta que ésta terminó, con las últimas resonancias flotando en el aire como los restos de un hechizo que ya había concluido, los posos de una taza en la que el líquido ya se ha terminado y quedan sólo ellos como rastro de que alguna vez ha habido algo, algo que ya no volverá... porque, una vez hubo terminado la música, el momento se rompió y volvimos a ser Éabann y Ciro en aquella habitación, una copia de la sala de los espejos de Versalles, con el cadáver de una torturadora de instrumentos musicales con el cuello partido en el suelo, a una distancia considerable de nosotros dos por estar, más o menos, en la otra punta, cerca de una chimenea dorada y apagada porque con aquel tiempo resultaba inútil buscar aún más calor.

Mis pasos fueron lo primero, además de la respiración de Éabann, que había permanecido durante los últimos compases de la melodía aguantada en su interior, que se escuchó después de que el silencio se interpusiera entre nosotros como una distancia que iba a franquear enseguida. Con apenas un par estuve a su altura, justo en el momento en el que se apartó el violín de su posición sobre el hombro y lo dejó instintivamente frente a su cuerpo, como si un simple aparato de madera que podía romper con apenas una leve presión de mi mano fuera a protegerla algo en caso de que decidiera atacarla, caso que aún no sabía si llegaría... todo dependía de mis caprichos, aunque en aquel momento iban más bien en otra dirección bien diferente.

Con una sonrisa torcida y la mirada clavada en sus ojos, comencé a dar pasos, uno detrás de otro e insultantemente lentos rodeándola, como si se encontrara frente a un examinador particularmente duro a quien tuviera que impresionar con sus facultades. En un momento dado, cuando estaba frente a ella dispuesto a dar una nueva vuelta, asentí para mí mismo y me clavé a su lado, acariciando su hombro con un dedo.
Interesante melodía, Éabann... Y dice mucho más de ti de lo que probablemente tú creas, aunque sin duda tengo que darte el mérito de haber sido mejor que aquel despojo humano que más que tocar parecía que estaba torturando las cuerdas y aprisionando la madera que da forma al instrumento. Tampoco es que ser mejor que ella sea demasiado difícil, pero aún así... – dije, encogiéndome de hombros y rozando su hombro a medida que giraba, de nuevo, acariciando también la parte alta de su espalda y sus omoplatos a medida que avanzaba hasta que, al volver a quedar frente a ella, con un movimiento experto deshice las ataduras que quedaban sosteniendo aquel vestido y los harapos cayeron al suelo, quedando ella totalmente desnuda ante mí por primera vez desde que nos habíamos visto y pese a que yo ya conocía su cuerpo por haberlo tocado a voluntad, aunque algunas zonas mejor que otras.

Los reflejos multiplicados que ofrecía aquella sala revelaban su imagen desnuda sólo cubierta frontalmente, apenas nada, por el violín, y registraron también sus movimientos en dirección a la pared más cercana, caminando de espaldas, a medida que yo me acercaba a ella y recortaba la distancia que nos separaba. Al final, su espalda chocó con un frío espejo y mi cuerpo sólo quedó separado del suyo por el violín que se encontraba entre nosotros dos, siendo la única barrera que me impedía acercarme de nuevo a ella tanto que su cuerpo rozaría mi pecho semidesnudo y constituyendo, por ende, una barrera tremendamente débil porque podría destrozarla en cuanto quisiera.
La única lástima, Gealach, es que no haya muerto a tiempo de impedir que escucháramos semejante tortura a un instrumento musical... – murmuré, sólo para que lo escuchara ella antes de apoyar ambas manos en el espejo, a los lados de su cuerpo y clavando los gélidos ojos azules que me caracterizaban en los suyos, verdes y ardientes... y cada vez más.
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Jue Sep 22, 2011 5:40 am

La música enardecía su sangre, la daba vida, impulso, creatividad. La música la rodeaba, mostrándola de una manera que no hubiera podido ser posible de cualquier otra manera. La música era esa amante que susurraba en su oído cuando no podía dormir, la que provocaba que sus dedos cosquillearan de deseo cuando veía un instrumento musical, la que movía su cuerpo en danzas sin sentido cuando aparecía de golpe. La música formaba parte de su vida y sabía que se ahogaría si no pudiera escucharla, que se marchitaría como una planta sin luz. A veces creía que era tan importante como el respirar. No era solo porque su pueblo fuera partícipe de ello, sino por sí misma. La música vivía en su interior de la misma manera que lo hacía la curiosidad, el deseo de aprender, la terquedad, la astucia o la inteligencia, aunque de eso último comenzaba a dudar cada vez más puesto que nadie en su sano juicio hubiera hecho aquello.

La burbuja se mantuvo mientras la música siguió sonando y desapareció de golpe una vez que las últimas notas se extinguieron, aunque apareció pronto otra muy distinta, algo completamente primario que se extendió por su cuerpo en cierta manera alimentado por la seguridad que le había dado el poder tocar. Tocar para él. Aquello era extraño, si hace unos días le hubieran dicho que habría hecho algo así seguramente les diría que estaban locos, por completo. No quería agradar al vampiro que tenía delante ¿verdad? Y en cambio todas y cada una de sus acciones la llevaban a intentar complacerlo. Frunció los labios en un ligero mohín que apenas duró unos segundos. Debería aborrecerlo, detestarlo y maldecirlo, y sin embargo se encontraba por completo fascinada.

Fascinada por su forma de moverse, por esa manera de caminar que hacía que pudiera ver en pura exclusiva a un depredador entorno a su presa. Éabann no era tan ilusa como para no saber que sea presa era ella, cosa que provocaba una división de opiniones en su interior: la necesidad de revolverse, de retarlo, de mantenerse a una distancia segura y por otro lado el maldito anhelo que hizo que en el mismo instante que su dedo rozó su piel de aquella manera lenta que la estaba volviendo loca, todo su cuerpo se estremeciera de arriba abajo.

Tenía un poder sobre ella que había negado a todo hombre o mujer con los que se había cruzado. Tenía el poder de saber manejarla a su antojo y eso era algo que la enfurecía al mismo tiempo que la llenaba de curiosidad. El precio era demasiado alto sin embargo, un precio que podía pasar por su propia vida, un precio que podía hacer que su mundo se tambaleara pero es que desde el mismo instante que él había aparecido eso era precisamente lo que había sucedido. Apretó los dientes por un momento en un gesto que indicaba con total claridad su contrariedad, en un rostro que a veces decía mucho más de lo que sus palabras podían indicar.

Loca, demente, estúpida, eran algunos de los adjetivos que se le venían a la cabeza, pero le deseaba. Punto. Ahí estaba el quid de todo aquello. La atracción que había aparecido en aquel callejón hacía ya varias semanas, se había vuelto en un deseo acuciante que aumentaba con cada uno de sus movimientos, con cada uno de sus gestos, cosa que no debería suceder porque sabía que aquello solo podía acabar de una manera: con ella destrozada, física o mentalmente, o quizá ambas cosas. No había otra salida y lo sabía. No había otra oportunidad. Éabann sabía que el vampiro tomaría lo que quisiera y después la dejaría a un lado o la mataría. Y aún siendo consciente de ello se estaba adentrando en aquel juego con facilidad, con cierta comodidad.

Sus palabras eran una de cal y otra de arena, como se solía decir. Un reconocimiento de un mérito que rápidamente era cubierto por un comentario que hizo que los ojos verdes de la gitana relampaguearan con cierta furia y parte del ego herido. Aun así se comportó al menos durante unos segundos manteniendo la boca cerrada cosa que era bastante difícil para ella aunque seguramente tuviera la culpa que su mano estuviera tocando un parte tan sensible como era su espalda mientras que deliciosos escalofríos la recorrían de arriba abajo una vez más. Su cuerpo respondía a sus gestos mucho antes de que lo hiciera su mente, algo que llevaba sucediendo desde que se habían visto.

Desnuda, así estuvo apenas unos segundos más tarde, cubierta únicamente por el instrumento de madera que aún sujetaba en sus manos mientras que su cuerpo lentamente fue hacia atrás hasta sentir el frío del espejo en su espalda. En un gesto instintivo se lamió por un momento los labios mientras clavaba sus ojos en los suyos, en esa mirada fría y letal que no expresaba absolutamente nada, que era como darse contra un muro, lejos de provocar el efecto que por regla general sucedía con la mayor parte de las personas: que sus ojos hablaran de forma más sincera que las palabras que salían de sus labios. ¿Debería haberse sentido vulnerable? Quizá era ese un hecho que hubiera sucedido al inicio de esa noche, pero en esos momentos a pesar de que la sombra seguía en el fondo de su mente, como ese temor que permanecía y que al menos la indicaba que no estaba del todo loca, la verdad era muy diferente.

Su barbilla se alzó ligeramente en un gesto de orgullo camuflado en el interés de poder mirarle directamente reposando su cabeza sobre la superficie reflectante que tenía detrás mientras movía ligeramente la cabeza siendo su cabello el que apenas la cubría cosa que no le preocupaba. ¿Qué más daba que terminara de verla desnuda cuando estaba más que claro que lo que realmente importaba, su interior, llevaba expuesto desde la primera vez que sus ojos se habían posado en ella en el callejón? No, no se sentía satisfecha por ese hecho, no le gustaba, la irritaba y seguramente maldeciría una vez que aquello terminara, si es que había un resultado positivo para ella, pero en ese momento estaba mucho más concentrada en otros asuntos de suma importancia.

O al menos así le parecían.

No sé si sentirme insultada o halagada.— contestó por un momento mientras le miraba a los ojos, negando suavemente para sí concentrándose en las palabras que estaba diciendo, en ese idioma natural que salía de forma fluida. El francés parecía que se había olvidado en algún lugar recóndito de su memoria porque estaba segura de que sería incapaz en esos momentos de pronunciar una palabra en ese idioma. — Muchas personas intentan tocar sin saber realmente cómo hacerlo, sin saber que hay que tratarlo con firmeza pero sin apretar demasiado, que tienen que tener los dedos sueltos y ágiles, suaves y tocar sin temor.— respondió mientras le miraba a los ojos, en ese momento parecía que el violín pesaba demasiado mientras las manos de él la aprisionaban una vez más aunque por una vez no sentía la necesidad de huir. — Ir con miedo solo puede provocar fallos… tan mortales como los de esa mujer.

No, no estaba bien de la cabeza. Debería estar aterrada y sin embargo, maldita fuera, sin embargo su cuerpo se movió hasta quedar a unos centímetros del rostro del vampiro dejando que fuera su aliento el que primero tomara contacto con sus labios. No quería soltar el violín porque se temía que terminaría destrozado si lo hacía, por lo que lo sujetó y cualquier persona con un poco de idea se daría cuenta de que tenía claras intenciones de sacarlo de allí si es que ella misma lo hacía. Aun así había algo mucho más interesante, algo que la hacía olvidarse de ese hecho, algo que tenía más años, décadas, siglos de lo que ella pudiera saber o imaginar. Le miró por un momento a los ojos y entonces simplemente terminó de romper la distancia que les separaba para besar sus labios, con lentitud, sin prisa aunque en algún momento algo hizo contacto en su cabeza porque aumentó en intensidad.

Decían que de perdidos al río ¿no? Pues Éabann quería lidiar aquello de la mejor manera posible, quería lanzarse de cabeza. Bien sabía que el ser que tenía delante era caprichoso, se lo había demostrado, y que podía cambiar en cualquier momento de idea. Sabía demasiado bien que podría ser rechazada en ese momento, que quizá se había sobrelimitado y le importaba más bien poco. Sabía que no llevaba las riendas de nada, no era tan ilusa como para pensar lo contrario, pero al menos durante esos segundos, mientras le besaba, había sido consciente de sus propios actos y se llevaba por su propio deseo, por sus instintos, por ese anhelo que se extendía por todo su cuerpo como una llama que comenzaba a cobrar vida una vez más.
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Mensaje por Invitado Vie Sep 23, 2011 3:46 pm

Estaba atrapada. No sólo mentalmente en una tela de araña que había dibujado y tejido con mis palabras, mis actos y mis gestos desde que la había conocido no en París hacía un par de semanas sino en Austria, cuando había matado a su familia; también estaba atrapada físicamente, encarcelada entre un espejo de una pared de un palacio parisino y el cuerpo de un depredador hambriento de ella, no sólo en el sentido de sangre sino, también, en los demás. Sus propias palabras, dichas en alemán desde hacía un buen rato porque no era capaz de pasar al francés, eran una muestra perfecta de que estaba atrapada, bajo mi control, dominada por mí y cualquier sinónimo de esa expresión que pudiera ocurrírseme.

Y lo mejor del caso era que le gustaba. Estar atrapada por mí significaba dejar de estar atrapada por sí misma, que se le acabaran las excusas para atarse a sus deseos y que empezara a dejarse llevar, con la propia satisfacción de su afán de libertad por no controlarse y con la seguridad, al mismo tiempo, de que estaba yo para cortarle las alas si volaba demasiado alto. Era la clase de mezcla entre riesgo y seguridad que le permitía un margen cómodo de movimiento, uno que ella estaba aprovechando y disfrutando desde hacía un buen rato, concretamente desde que me había admitido con hechos que había dejado de escuchar, por fin, a su parte racional para hacer caso a la instintiva.

La música había jugado un papel importante en aquello, pues no había estado por completo desatada hasta que no le había dejado el violín en las manos para que lo tocara y sacara, de él, sonidos mejores que los de la otra violinista, la que yacía muerta en el suelo de la habitación con aquel vestido desparramado por el suelo como una tarta que se ha caído y ha expandido la nata por varios metros del lugar de origen de la caída. Menudo desperdicio de tela, tanto por eso como por haber cubierto una piel tan poco merecedora de ello como la suya porque cuando la había matado había notado su tacto áspero, desagradable e incluso rugoso: todo lo contrario a la piel suave, casi como un río de seda, de Éabann... la misma piel que estaba en mi poder.

Podía hacer con ella lo que quisiera, pues a diferencia de ella yo sí tenía total libertad para guiarme por mis caprichos. Podía destruir la sala con la misma facilidad con la que un humano mataba a un insecto especialmente molesto, que zumbaba a su alrededor; podía causar otra masacre con el cuerpo de Éabann antes de salir a los nervios de la ciudad de París, a sus calles, y matar a toda la población antes de que les diera tiempo a saber lo que les había sucedido; podía tocar yo mismo una melodía con el violín que separaba el cuerpo de Éabann del mío, con aquella magia líquida en forma de sonidos que se escapaba del instrumento que yo cogiera siempre que tocaba algo, cada vez menos y, por tanto, con un valor cada vez mayor de mis interpretaciones.

Podía hacer lo que quisiera: el cielo era el límite. ¿Y qué era lo que quería en aquel momento? Lo mismo que llevaba deseando toda la noche: a ella. De una manera u otra, todo se resumía en mi capricho por Éabann, el que me hacía comportarme como más me apetecía, aún más desatado que de costumbre, para que se diera perfecta cuenta de a quién le pertenecía, a quién llevaba perteneciendo desde que la había conocido y la había marcado con las cicatrices que lucía en el brazo, sobre todo visibles a raíz de su desnudez, y delante de quién no podía andarse con tonterías porque cualquier palabra errada podría suponer su fin, ya que a fin de cuentas por algo era mía y yo podía decidir lo que pasaba con ella, si vivía, si moría, si se relacionaba con quien yo quería que lo hiciera o si se libraba de la vergüenza de errores del pasado...

La deseaba a ella, desde que la había conocido, y aquella oportunidad era igual de buena que las demás para tomar lo que yo quería tomar, que a fin de cuentas era mío por derecho propio. Quizá era mejor, en realidad, por eso de que ella estaba deseando, a su propio cuerpo me remitía, y tampoco habría dudas por si parte, aunque arrepentimiento sí en cuanto volviera a pensar... porque lo haría. Éabann era así, siempre tenía que pensar, siempre tenía que arrepentirse de algo que había disfrutado como lo eran cada uno de los encuentros conmigo, en los que era su cuerpo quien pensaba por ella y ¿quién mejor que algo que la conformaba para hacerlo, más que su sobrevalorada mente? La supuesta racionalidad era un cuento, una falacia, una mentira: un mito que le había destrozado y que la había empujado a actuar guiada por sus instintos a la vez que de una manera lógica y controlada, pero la batalla finalmente había tenido un auténtico vencedor, y aquel vencedor eran sus instintos... después de tanto tiempo reprimidos.

La mejor muestra de que se había entregado a mí por completo fue el beso, uno que yo no tuve que robarle ni que tuvo sangre de por medio, ni nada en realidad que se alejara del deseo puro, ardiente y desnudo como su cuerpo que la recorría con cada vez mayor frecuencia e intensidad. Era visible en el calor de su cuerpo, casi febril frente a mi infinita frialdad que contrastaba con el calor del interior de mi mente y el frío que era capaz de invadirla en segundos; era visible en sus movimientos acercándose a mí pese a la interrupción del movimiento que suponía el violín entre nuestros cuerpos; era palpable en ella, en cualquier centímetro de su piel dorada que entrara en contacto directo con la mía, pálida y como el mármol de dura... y de perfecta.

Y no la rechacé. Ella podía pensar, con razón además, que era un ser caprichoso y voluble, que me guiaba por mis deseos, mis pasiones y mis caprichos, pero no había tenido en cuenta en su ligero miedo al rechazo, también palpable en la lentitud de su contacto hasta que ignoró su miedo y se centró en mí, pero con lo que ella no contaba, infravalorándose de manera sorprendente, era con que mi capricho desde hacía tiempo y el que era la semilla de todos los demás era ella. Con quien estaba luchando era contra su racionalidad y su incapacidad de saberse mía y de nadie más, y una vez lo asimilara (que aunque le había costado más valía tarde que nunca, porque aunque yo disponía de una eternidad ella no lo hacía...) las cosas irían rodadas porque toda resistencia moriría y conocería, por fin, a la auténtica Éabann, a la que se escondía bajo la racionalidad, la que se guiaba por impulsos y se mantenía oculta, la ella más pura de todas las que había podido conocer (la racional, la luchadora, la testaruda, la sedienta de conocimientos), la fusión de todas ellas... Éabann, la de verdad.

El violín pronto dejó de ser un obstáculo entre nosotros dos porque, aún sin separarme de aquel beso porque no tenía el problema de necesitar respirar lo aparté, dejándolo en el suelo con el cuidado suficiente para que no se rompiera y eliminando así toda resistencia que pudiera impedir que, con un movimiento, mi cuerpo quedara pegado al suyo y ambos contra la pared. Apenas un momento después me separé y ataqué su cuello con caricias, mordiscos suaves y roces que se transformaron en un mordisco más fuerte, uno que hizo brotar la sangre de su cuello y que me permitió beberla mientras mis manos, luchando contra aquel posible dolor para centrarse en el placer, recorrían su cuerpo desnudo para mí, incansables, desde su perfil hasta su piel para regalarle escalofríos que le provocaba hasta que finalmente encontraron su destino a la altura de sus pechos, que también recorrí con los labios en cuanto me separé de la herida de su cuello y que empecé a marcar como míos... como toda ella, como me pertenecía.

Por mi parte no tenía ninguna prisa, porque el tiempo estaba de mi lado, pero por ella sí que parecía haberlas aunque no la culpaba: el calor de su cuerpo pensaba por ella y no es que fuera a ser capaz de ponerse a dar una clase magistral sobre... sobre nada, en realidad, ni una materia que se le diera tan bien como pudiera dársele la música, así que tendría que seguir, en parte porque quería (y bastante, además) y en parte porque ella moría por que siguiera tocándola como lo estaba haciendo, con milenios de experiencia a la hora de volver loca a una mujer y aplicando toda esa experiencia en ella, en que disfrutara, en que se volviera loca... aún más.

Lo estaba consiguiendo, por cierto. Entre mis labios y mis manos, la temperatura de su cuerpo era más cercana a una febril que a la normal en una humana, pero como eso era buena señal, tanto que sus manos terminaron por quitarme la chaqueta que aún medio llevaba puesta, continué, bajando mis manos por su cintura y subiendo mis labios a su cuello, jugando con él y subiendo de vez en cuando a sus labios para mordisquearlos, pillándola por sorpresa en el momento en el que abrí sus piernas y, como si nunca nadie nos hubiera interrumpido antes, mis dedos se deslizaban en su interior y comenzaban una danza rápida, placentera y sensual que la hacía morir entre mis brazos... y lo que le quedaba.
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Mar Sep 27, 2011 12:05 pm

¿Quién en su sano juicio estaría besando a un asesino declarado? ¿Quién en su sano juicio estaría deseando, anhelando, cada una de sus caricias? La cordura parecía que se había esfumado de la cabeza de la gitana, que había dejado de pensar desde hacía ya tiempo. Era la locura, esa maravillosa sensación de embriaguez, de poder hacer cualquier cosa, de saberse capaz de adentrarse en cualquier terreno, la que había tomado el control. Era la locura la que actuaba por ella en cada uno de sus gestos, la que la impelía a ponerse de puntillas, a besar sus labios, a devorarlos, a permitirle apartar el violín. Era la locura la que estaba formando cada uno de esos momentos que estaba compartiendo con el vampiro. Era la maldita demencia la que se había instalado en el cuerpo de Éabann provocando que se desatara de una manera que hacía mucho que no había hecho, que nadie había logrado.

O quizá no era la locura, quizá lo que pasaba era que de pronto se había sentido más cuerda que en toda su vida. Quizá fuera la capacidad de desconectarse de lo que debía ser “correcto”, de lo que se suponía que tenía que hacer, de lo que estaba “bien visto”, de aquello que la sociedad marcaba, de las pautas, de los valores, de las miles de limitaciones que conformaban al ser humano en su totalidad en el mismo momento en el que entraban a formar parte de una determinada sociedad y el ser humano siempre formaba parte de una sociedad desde el mismo instante en el que nacía. Una sociedad, un cultura, que lo amoldaba a una serie de premisas claves para poder vivir en ella. Las pautas necesarias para poder ser aceptado por el resto de los elementos de esa cultura. En el caso de Éabann había estado paseándose en dos realmente diferentes: la gitana por un lado, aquella donde había nacido, aquella que la había formado en gran parte, y por otro lado la sociedad occidental, la cultura en la que se había visto inmersa de repente después de lo sucedido en Austria, después de haber perdido a toda su familia.

El choque entre ambas había dado como lugar a la morena, habían formado su personalidad, le habían grabado en la mente marcas que no eran posibles de borrar. Se habían deslizado por su cabeza, la habían conformado, la habían susurrado, la habían indicado, la habían ordenado y obligado. La habían hecho creer en determinados hechos, rechazando otros. En definitiva, la habían mantenido atada. Atada porque en el fondo cualquiera que viera un solo momento esos ojos verdes, el cabello oscuro, la piel dorada se darían cuenta de que dentro rugía con fuerza algo más que se mantenía bajo custodia detrás de demasiadas puertas y demasiadas llaves que impedían en realidad actuar.

Hasta ahora. O, mejor dicho, hasta que aquel ser milenario había irrumpido con fuerza para derribar una a una todas esas limitaciones que parecían haberse instalado demasiado fuerte, demasiado profundo, demasiado dentro de su mente. No había sido un proceso de un segundo, sino de ir manteniendo la presión de forma continuada hasta que finalmente todo había terminado por derrumbarse. ¿Por qué no? A fin de cuentas era lo que él deseaba y hacía tiempo que, de manera poco consciente, Éabann lo había aceptado. Lo había aceptado porque en el fondo ella deseaba lo mismo. Deseaba desatar todas los nudos que la mantenían atada y finalmente ser más libre de lo que había sido hasta ese momento aunque fuera durante unas horas, aunque fuera durante una noche, aunque fuera durante ese instante.

Sus labios se fundieron con los del vampiro, sus manos terminaron por deshacerse de la chaqueta porque molestaba. Porque quería sentirlo por completo, porque anhelaba aquel contacto, cada uno de ellos, porque durante esos segundos se sentía con un mínimo control que en realidad no existía. Porque estaba despertando en ella sentimientos que no habían aparecido antes, porque estaba consiguiendo provocar una reacción que no quería. Era él el que la instaba a continuar, el que hacía arder su sangre de aquella manera, el que provocaba un deje de posesividad que era completamente ajeno a la naturaleza común de Éabann. Sabía que él era libre, mucho más libre que ella, que se movía por caprichos, por instintos, lejos de la racionalidad, que iba y venía, que tomaba y dejaba, que seguiría vivo mucho tiempo después de que su cuerpo se convirtiera en polvo. Sabía que el vampiro, del que solo sabía un nombre que ni siquiera le pegaba para él, se deslizaba por el mundo tomando absolutamente todo lo que deseaba, sin más, porque sí.

Pero allí, en esa noche, en ese palacio que había sido testigo de una de las masacres que más había impactado a la gitana y también de aquel momento de pasión y de deseo que parecía arrasarlo todo a su paso, en esa sala donde los espejos reflejaban su presencia como si hubiera cientos de iguales, en ese instante en el que sus labios dejaron escapar una pequeña exclamación de dolor mezclada con placer cuando sintió sus colmillos rasgado su piel hasta llegar a la corriente sanguínea, allí donde iba toda su sangre, en ese instante en el que entrelazó sus dedos en su pelo mientras que arqueaba el cuello hacia atrás para permitirle con facilidad el acceso, ella era de él, pero él también en parte era de ella porque no existía nada más, nadie más, no al menos en ese momento.

No era tan estúpida como para pensar, como bien podría haber pensado otra mujer, que algún tipo de lazo invisible, transparente y cargado de flores, corazones y esas cursilerías se había instalado entre ellos. No. Si había algo que era Éabann era ser realista y tener los pies en el suelo era una de sus máximas —aunque en ese momento estuviera flotando entre nubes de placer provocadas por cada uno de los gesto del vampiro—, y sabía perfectamente que aquello, fuera lo que fuese, era el producto de un deseo mutuo que podía acabarse una vez que todo aquello terminara o dentro de dos, tres, cuatro noches o de diez años si es que duraba tanto, pero que finalmente se marchitaría hasta desaparecer. Los Cuentos de Hadas no existían, más allá que para dormir a los niños, para acunarlos hasta hacerles creer en lugares de fantasía. Los finales felices no eran más que un mito instalado en la mentalidad de las mujeres en un intento de mantenerlas esperando a un príncipe azul que seguramente no llegaría.

¿Y qué llegaba en su lugar? Un momento de pasión, unos colmillos rasgando la piel, unas manos enardeciendo su sangre hasta escucharla rugir con fiereza en sus oídos y notar cómo sus piernas flaqueaban. Eso era lo que se encontraba, si una tenía muchísima suerte —o si de repente un ser inmortal se fijaba en ti, aunque también eso tenía sus problemas, sus peligros, y no era recomendable para mujeres con delicada salud o corazón débil—.

Éabann se sentía elevarse mientras que sus manos se movían en un intento desesperado por retirar la última de las prendas que impedían que el torso del vampiro se pegara al suyo, la camisa terminó prácticamente desgarrada, al menos en la zona de sus botones, cuando tiró para finalmente sacarla del pantalón —al menos lo que aun permanecía en ese lugar— y la movía hacia atrás para retirarla de su piel. Era frío, pero al mismo tiempo provocaba que ella ardiera de una forma que nadie había conseguido hasta ese momento. Sabiendo que por mucho que utilizara las uñas apenas le haría daño, la gitana las deslizó por su torso mientras su cuerpo se arqueaba hacia él en busca de esas caricias, en busca de ese placer que hacía que todo su cuerpo temblara sin descanso mientras se mordía su propio labio.

Eran susurros y gemidos, respiración entrecortada y la busca de sus labios para poder besarlo con firmeza, con fuerza, con desesperación. Era el buscar introducirse entre sus labios para poder batallar en su interior, para deslizarse con lentitud acariciando sus dientes, sus colmillos hasta sentir un pequeño pinchazo que hizo brotar una gota de sangre y provocó un instante de dolor que pronto desapareció entre el placer que se agitaba en su interior cada vez con más fuerza. Era bajar por su barbilla, mordisquear su mentón una vez más, su cuello, apenas haciendo fuerza notando lo diferente de su piel con respecto a la suya propia. Era clavar las uñas en sus hombros con fuerza mientras la respiración se agitaba y su cuerpo recibía esa sensación de inmenso placer que se extendía como lava por su sangre, por su espalda, eliminando cualquier pensamiento coherente de su cabeza.

Eran, en definitiva, una declaración de rendición en aquella batalla, pero no en la guerra. Una rendición que no podía ser más dulce mientras se entregaba a él como no podía ser de otra manera porque por mucho que la gitana se mantendría firme en su creencia de libertad personal, lo cierto es que sabía que la llegada de aquel ser inmortal había trastocado todo… y que volvería a cambiar una y otra y otra vez porque nunca, nada, era previsible cuando se trataba de él.
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Mensaje por Invitado Jue Sep 29, 2011 3:29 pm

Su entrega era total. No como la entrega de un enemigo que no tiene otra opción que rendirse ante quien lo ha vencido con la fuerza de las armas, limpia o no limpiamente depende de la batalla y del conflicto en cuestión, no; su entrega era diferente, era una entrega voluntaria, una en la que yo no la había forzado (no más, al menos, de lo que solía ser habitual en mí para someter a cualquiera a mi voluntad) para que aceptara lo evidente, que eran sus ganas de rendirse ante mí y dejar de presentar batalla porque no serviría de nada: estaba perdida de antemano. Le había costado un encuentro y medio darse cuenta de aquello; le había costado sangre, sudor y lágrimas, o al menos una sensación de sentir derrumbarse todas sus seguridades internas que de ser una humana normal incluso habría lamentado, pero Éabann, por muy insoportablemente humana que fuera a veces, no era una normal... ni mucho menos.

Se entiende por normal aquello que se ajusta a la norma, y en este caso puede tomarse como norma la social la etiqueta, aquella que regulaba cómo tenían que comportarse las... los seres, mejor dicho, en sociedad y que tanto ella como yo nos pasábamos por sitios muy diferentes: ella probablemente por detrás de los hombros, dejando que viera la norma aquel gesto, y yo por el arco de Trajano de Mérida que ya había visitado varias veces, dándole al menos una despedida honrosa que una construcción artificial, artificiosa e inútil ni siquiera necesitaba. Por eso ella no era normal, era anormal, pero no necesariamente en el sentido peyorativo que le daba la mayoría de la gente porque, por su parte, ella superaba en mentalidad a ese resto de la gente que se empeñaba en juzgarla... todo porque la envidiaban.

Envidiaban su obvia belleza, de la que muchos y muchas carecían en aquel siglo de caras planas, expresiones plácidas, aplatanadas y sobre todo canónicas, todas iguales como si hubieran sido fruto del mismo escultor dormido que se había olvidado de darles vida a aquellos rostros tan iguales, tan aburridos. Envidiaban su manera de moverse, su forma de hablar, las cosas que la hacían ella. Sin saberlo envidiaban su dicotomía, y también envidiaban su libertad pese a que esta hubiera sido, hasta aquel momento en el que la había abrazado por completo, sólo parcial...

Por suerte para Éabann, ya no era parcial. Ya era total. Ella había decidido seguirme; ella había decidido desde que estábamos en aquella habitación tocar para mí porque, pese a todo, podía haberse negado; ella había decidido seguir sus instintos, los mismos de presa que se sentían atraídos inexorablemente por el cazador natural que esa misma naturaleza, la diosa Deméter o quizá Artemisa si se quiere dependiendo del aspecto que se tenga en cuenta, en teoría habían impreso tanto en ella como en mí, aunque en mayor medida en mí por haber sido más longevo, más vital, con más tiempo de ser moldeado por la vida y mis experiencias antes de que yo fuera quien las moldeaba a ellas por mis impulsos y mis caprichos.

Esos caprichos eran los que siempre guiaban, de una manera velada o más obvia según el momento en el que se fijara uno, mis movimientos. Esos caprichos manejaban mis decisiones como la cuerda del titiritero lo hacía sobre los títeres, guiándolos a voluntad pero a la vez sin ser tan opresivas porque yo era libre de decidir lo que hacía, lo que quería, cómo lo hacía y cómo lo anhelaba... Para terminar haciéndolo de la mejor manera posible, ¿cómo si no si estábamos hablando de mí, de Pausanias en tiempos, de Ciro en el momento presente, de aquel que con su voluntad forja la historia como Vulcano somete al hierro al rojo en el yunque para transformarlo en un útil? Era la única posibilidad concebible, aquella de que fuera yo el triunfante a raíz de mis caprichos, que eran los que me movían, y por tanto era la única que sucedía aunque tuviera, por ello, que llevarme por delante a quien tuviera que llevarme por delante.

En aquel caso, había sido Éabann a quien me estaba llevando por delante, pero lo mejor del caso era que ella estaba encantada de hacerlo, de dejarse llevar y de dejarse seducir por mí, atrapar por mi mente en un mundo que ella desconocía pero que deseaba con todas sus fuerzas conocer y pasar a ser una criatura de instintos, una que quería entregarse al placer en estado más puro que sólo yo podía ofrecerle y que dejaría después paso a la Éabann de siempre, la misma que escondía a aquel ejemplar hasta entonces desconocido para mí pero que suponía un interesante cambio de tuerca en la situación que llevábamos manteniendo en precario equilibrio desde el encuentro en Austria.

Ella no podía sospechar que yo era el vampiro que había matado a su familia porque había utilizado un truco que tenía en la manga para ocultar mi auténtico aspecto, pero sería tan divertido que lo descubriera... que asimilara de una vez que era mía, que no pertenecía a nadie más y que el único con quien sus caprichos y deseos se cumplirían era conmigo. Tenía que asimilar que pertenecía a quien con apenas los dedos de una mano era capaz de hacerla subir al cielo, sobre todo si esos dedos sabían moverse como se movían los míos en ella, entre sus piernas y entrando en su interior a veces, otras quedándose fuera como si quisieran marcar aquella superficie explorada ya algunas veces por otros pero nunca como yo... porque ella nunca había conocido, excepto a mí, a nadie como yo, y eso era un hecho se mirara por donde se mirase.

Mis dedos se abrían paso entre sus piernas, arrancándole escalofríos y provocando que las abriera más inconscientemente aunque conscientemente el movimiento que estuviera realizando, tras desgarrarme la camisa, fuera el de arañarme y buscar mis labios para que no dejara de fundirlos con los suyos en besos que de recatado tenían lo mismo que ella de vestida... sí, nada en absoluto, sobre todo porque yo me había esforzado por que eso fuera así y no de otra manera.

Su lengua jugaba dentro de mi boca, buscando mis colmillos y abriéndose heridas, reabriendo viejas de paso, que teñían de sangre la batalla por la conquista de aquellas húmedas cavidades que se tornaba en campal cada vez que seguía besándola o cada vez que volvía a atrapar sus labios en cuanto ella se separaba para respirar, algo totalmente sobrevalorado. Su cuerpo buscaba el contacto con el mío, aún mayor que lo que estar ambos totalmente pegados, con las pieles rozándose y casi danzando la una contra la otra sin resultarle suficiente, y habíamos llegado ambos al punto en el que el mío hacía lo propio, buscando cada recoveco de entre sus piernas y con mis labios bajando por su cuello, acariciándolo primero y mordiéndolo con fuerza, para beber de ella, de su sangre, de su piel, de los bosques de Austria que tenía grabados en su sabor al tiempo que de su propia naturaleza, su esencia... de ella.

Me moría de hambre de ella, con una sensación parecida al anhelo de sed de sangre que tan a menudo tenía pese a mi edad, y la tenía delante, ¿qué mejor manera de saciarme y de hacer que tocara el paraíso con los dedos? La única manera que tenía de hacerlo era conmigo, entregándose a mí por completo y a juzgar por cómo iba la situación estaba haciéndolo de sobra, sin dudas, sin temores... exactamente como tenía que hacerlo. Conduje mis manos por sus muslos en dirección a la parte baja de su espalda, apartándola del espejo sobre el que había apoyado la pared y separándola unos metros de aquella superficie para que, en cuanto menos se lo esperara, apenas en un abrir y cerrar de ojos, estuviera en otra muy diferente, el suelo.

No estaba manchado de sangre, como el otro, pero pese a que aquello le daba un toque diferente, mucho más bestial, tendría que conformarme con la falta de aquella sustancia carmesí. Deslicé mis labios de su cuello hasta su lóbulo mientras mis dedos, de ambas manos, volvían a abrirse paso hacia su interior, y una sonrisa torcida se me escapó mientras con los labios delineaba su lóbulo, jugando con él, tentándola.
Relájate, Éabann... esto sólo acaba de empezar. – musité, en apenas un susurro ronco lleno de excitación antes de atrapar sus labios y besarlos un momento antes de comenzar aquel camino que en otras mujeres conocía de memoria a través de su piel, de su cuerpo, de sus curvas... de todas ellas.

Primero vino el cuello, con mordiscos suaves y no tan suaves que dejaron paso a caricias que, como el ritmo de mis dedos en ella, no tenían nada de suave o delicado. De su cuello pasé a su escote, acariciando su piel dorada antes de recorrer el camino de sus pechos, marcándolos a placer e incluso bebiendo de ellos, la mejor copa hasta que encontrara otra que iba buscando a través de su piel, del camino por su vientre y de acariciar toda zona de su piel con labios y dientes, abriéndole heridas y marcando lo anteriormente dorado hasta convertirlo en algo entre una gama de rojo y morado.

El destino final, no obstante, era diferente, y vino en cuanto con las manos separé sus muslos y con sonrisa torcida perennemente grabada en mis finos labios enterré la cabeza entre sus piernas y, una vez allí, busqué la superficie rosada que había estado acariciando hasta aquel momento para probarla... por fin.
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Vie Oct 07, 2011 5:33 am

Todo se había desatado en una tormenta que no solo se encontraba en su interior, sino también en todo lo que hacía. Éabann se encontraba en un momento frenético en el que necesitaba sentirlo de todas las maneras posibles, en el que necesitaba besarlo, morderlo, arañarlo, dejando que todos los instintos que se habían encontrado adormecidos salieran por fin a la palestra. Ya no había ataduras que la hicieran caminar por un camino seguro, sino todo lo contrario. En ese momento solo había sensaciones, nada de pensamientos. Los pensamientos se habían quedado anclados en algún lugar de su mente que no tenía cabida en el momento en el que estaba viviendo. No tenía cabida cuando sus manos acariciaban el duro cuerpo de Escipión, cuando se entregaba a él de tal forma que no había hecho nunca a antes.

Se había desnudado por completo delante del vampiro, no solo físicamente, sino mentalmente. Sabía que él podía llegar a cualquier recoveco de su cuerpo y también de su propia esencia. Debería haberla aterrorizado y sin embargo estaba entregándose de esa manera por propia voluntad. No pensaba en el futuro, ni en lo que él era, sino en su propio placer, en su propio deseo, y ambos la impelían a seguir hacia delante, a tomar lo que él la entregaba y a darle lo que ella quería darle. Y en ese momento preciso quería dárselo todo, absolutamente todo. La entrega había sido dada sin siquiera una amnistía porque no era necesaria. No en aquel momento, no cuando Éabann reconocía que él había sido el vencedor en aquella batalla que conformaba una guerra que había comenzado —para ella al menos— en un callejón oscuro de París. ¿Qué mal podría hacerle disfrutar de lo que le ponían delante en una bandeja de plata? Ninguna. Y por mucho que hubiera estado luchando contra aquello, no era tan estúpida como para no haber conocido lo obvio.

Y lo obvio era que le había deseado desde el primer momento que había puesto sus ojos sobre él. No sabía si había sido por el peligro que desprendía, por ese aura que se extendía a su alrededor, que le hacía parecer un depredador. No estaba segura de las razones, pero el hecho es que estaba allí. No le había pasado antes, nunca, jamás. Y mucho menos le había sucedido con un vampiro. En su mente, en su vida, los vampiros habían sido seres fríos, lejanos, muertos y que llevaban la destrucción allá donde iban. El vampiro que tenía pegado contra su cuerpo llevaba esa destrucción, pero no era ni frío ni lejano, y si no supiera que en realidad se alimentaba de sangre — en ese momento de la suya propia— hubiera jurado que no estaba muerto. Lo sentía mucho más vivo que muchas otras personas, le sentía libre, le sentía fuerte y vital, le sentía salvaje y eso era algo que hacía que todo su cuerpo vibrara, se estremeciera y que de sus labios se escaparan gemidos de puro placer.

Sin darse cuenta, en realidad, se había encontrado con la arista que en realidad la llevaba a ser más ella misma que todos los amantes que hubiera podido tener en el pasado. Era la pieza de un puzle que la completaba en cierta manera y que no había comprendido del todo. Daba rienda suelta a su propia forma de ser, a esa indómita que por regla general solo arrascaba la superficie pero que nunca llegaba a salir del todo porque la controlaba, pero en ese momento el control no existía y solo existía el ahora, el momento, el vampiro que la mordía, la devoraba, se alimentaba de ella y su cuerpo que reaccionaba entregándose a él.

El dolor y el placer se mezclaban al mismo tiempo provocando que las mareas se alzaran amenazando con arrastrarla con ella cuando se retiraran. Había un ritmo frenético en sus propios movimientos que no parecían tener fin, un ritmo que la llevaba a besar y a morder, a arañar y a acariciar sin miedo, sin temor de poder llegar a hacer algo que no pudiera gustar. Porque en realidad no podía pensar en ello, no pensaba, actuaba, y en ese momento estaba siendo mucho más Éabann de lo que había sido en toda su vida. Su cuerpo se arqueó sin poder evitarlo y sin desearlo buscando su mano, sus dedos, aquellos que con sus movimientos estaban llevándola hasta el más delicioso de los placeres. Mordió por un momento su hombro, con el único cuidado de no rompérselos cuando notó la superficie dura como si de mármol se tratara, mientras sus manos se sujetaban en sus hombros porque estaba claro que en cualquier momento sus rodillas iban a comenzar a flaquearla.

Dioses, cómo le deseaba en ese momento. Cómo deseaba sentirlo por completo. Su cuerpo se movió sin previo aviso, sin darse ni cuenta, dejando en aquella ocasión que fuera él el que tomara las riendas —sin darse cuenta de que lo había hecho en todos sus encuentros— hasta que finalmente se encontró tumbada sobre el suelo con él sobre ella y nunca había sentido un peso más delicioso en toda su vida. Se acomodó apenas para retenerlo entre las piernas mientras notaba el frío en su espalda, sobre ella, a su alrededor. Un frío que desapareció pronto cuando el cuerpo del vampiro se deslizó hacia abajo mientras la iba marcando a deliciosos —y dolorosos— mordiscos que amorataban su piel y drenaban su sangre.

Estaba perdiendo su propia vitalidad con cada uno de sus gestos y la gitana ni siquiera se preocupó de aquello demasiado ocupada en sentir y en escuchar. Su voz provocó que un escalofrío más intenso la recorriera como si hubiera recibido una caricia, un latigazo en los propios sentidos. Había algo en ese tono ronco que la había llevado a un nivel que quizá ni siquiera las caricias hubiera llegado a lograr. Arqueó el cuerpo contra el suyo, deseando notarlo aún más cerca si aquello fuera posible al tiempo que sus uñas subían por su espalda al tiempo que él iba bajando. Había anhelo y ansiedad, había deseo y pasión a partes iguales. El ritmo había bajado ligeramente, un poco solo, a uno más perezoso que hacía que la impaciencia de la gitana se extendiera por su piel al mismo tiempo que lo hacían las oleadas de sensaciones que la recorrían por completo mientras veía cómo la cabeza rubia seguía bajando por su piel hasta que simplemente cerró los ojos y arqueó la espalda ofreciéndose como quien ofrece un cáliz lleno de vino.

Empezar, acababa de empezar. No sabía muy bien por qué aquellas palabras llegaron a su mente como repetición de lo que había escuchado hacía unos instantes. Empezar a subirse a una montaña que se elevaba mientras que el descendía por todo su cuerpo. Era como si de repente pudiera sentir mucho más de lo normal, como si su piel se hubiera despertado, como si con su movimiento descendente hubiera activado todos los nervios que habían estado adormecidos. Se sentía, en cierta manera, mucho más viva de lo que había estado hasta ese momento y se mordió con fuerza el labio inferior mientras que sus manos finalmente llegaban hasta su cabello.

Bajó la mirada durante un instante justo en el momento en el que se deslizaba entre sus piernas y un “Oh” ahogado en un gemido se extendió por su garganta justo en ese momento al tiempo que sus dedos se entrelazaban en su cabello y su cuerpo se tensaba durante un solo instante antes de notar cómo una oleada tras otra de placer se extendía por su cuerpo añadiendo toques de dolor que quedaba rápidamente ahogados. Éabann no era nueva en aquellas lides ni mucho menos, pero tenía que reconocer algo: el vampiro la estaba despertando a nuevas sensaciones que no hubiera podido imaginarse.

Se estremeció y gimió su nombre, aquel que él mismo le había dado, mientras sus dedos se entrelazaban con fuerza en su pelo al notar cómo nuevas oleadas de placer llegaban con rapidez para hacerla estremecerse y temblar, para provocar que únicamente existiera el vampiro en aquel momento, sin importar si estaban en una sala donde había un cadáver cerca o la masacre que había sucedido hacía unos minutos, sin importar que su cuerpo fuera drenado de sangre o estuviera amoratado por los gestos de él, sin importar que fuera un vampiro y ella una simple humana, sin importar nada más que lo que sentía, lo que anhelaba, lo que deseaba, lo que quería en definitiva.

Y era él, aquel que la había arrancado de la normalidad de su vida en un tiempo que ella ni siquiera sabía en realidad. Que había provocado que todo diera un giro prácticamente completo, que la había marcado, que la había torneado, que la estaba llevando en ese instante hasta el más puro de los placer al tiempo que su cuerpo se entregaba a él, le pertenecía como no había pertenecido a nadie antes, justo en ese instante en el que todo estalló en un momento de puro placer que como una flecha se estrelló contra ella haciendo que sus caderas se alzaran, su cuerpo se estremeciera, su respiración se entrecortara y de sus labios volviera a pronunciarse una sola palabra: su nombre.
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Mensaje por Invitado Vie Oct 07, 2011 8:50 am

La mejor manera de conocer lo que es la libertad es entregarse a ella. La mejor manera de conocer lo que es el placer es entregarse a él. La mejor manera de saber lo que es dejarse llevar es haciéndolo... Y en base a hacer todas esas cosas que se quieren conocer se adquiere experiencia, con la experiencia conocimiento de causa, con el conocimiento de causa gusto o disgusto por aquello que se ha probado, con el gusto o el disgusto la repetición o el rechazo de lo que se quiere descubrir... Y con esa repetición o ese rechazo se añaden o no nuevos comportamientos a la naturaleza de los seres, en aquel caso tanto a la de Éabann como a la mía.

Ella no sabía lo que era dejarse llevar hasta que no me había conocido. Había sido una esclava de su dualidad tan marcada desde siempre, como había visto apenas con una mirada y una conversación cuando la había conocido, y sólo mi aparición en su vida le había permitido renunciar a una parte de ella y probar la libertad más pura, esa que anhelaba pero que ella misma se impedía poseer por su personalidad, que le impedía alcanzar algo que la otra mitad de su ser le negaba... Aquella era su dualidad, su manera de impedirse cosas que anhelaba, su contradicción, lo que la hacía diferente y a lo que por un momento había renunciado para entregarse a mí, por fin después de hacía tanto tiempo.

Como inmortal que era, por mi naturaleza como vampiro, se suponía que tenía todo el tiempo del mundo para utilizarlo en lo que quisiera, pero en realidad aquello no era totalmente verdad porque lo que suponía no suele ser nunca verdad del todo. Tenía tiempo, sí, pero para mí y respecto a los otros inmortales, no respecto a los humanos cuyo reloj de arena caía, y caía, y caía, acercando sus vidas cada vez más hasta un final en el tiempo que ellos sí que tenían de manera limitada, por lo que respecto a ella la paciencia había empezado a terminárseme por ese aspecto, porque ella no tenía la capacidad que tenía yo de permanecer inmune a los años pasando y se comportaba, a la vez, como si fuera inmortal... Valiente ella.

Quizá por eso era curiosa, porque nunca se había comportado como si fuera una humana más sino que sabía que era especial aunque no fuera alardeando de ella y, también, aunque no fuera ni de lejos tan especial como lo era yo... Porque nadie lo era. Fuera cual fuera la razón, que no obstante no estaba reñida con la atracción física existente entre nosotros provocada tanto por ella como por mí, la cuestión era que me había encaprichado, me había hecho desear perder años de mi vida utilizándola, buscándola y vigilándola hasta que por fin la había sometido, y aunque sabía que esa sumisión no duraría por siempre (porque la conocía demasiado bien y volvería a rebelarse contra la idea de tener a alguien manejándola, aunque ese alguien fuera yo), pensaba disfrutar de ella todo lo que pudiera y más, y ¿de qué mejor manera que como estaba haciéndolo en aquel momento, con la cabeza enterrada entre sus piernas? De ninguna.

Los dos conocíamos el placer. Yo por mi experiencia y por mi propia naturaleza, tanto humana como después vampírica, lo había vivido en mis carnes desde siempre; ella porque los dos éramos conscientes de que no era virgen y no era la primera vez que se entregaba al placer, pero con matices... muchos matices. Podía no haber sido nunca utilizada o sí, me daba igual, pero conmigo era una auténtica virgen que no tenía experiencia alguna en temas de sexo pese a que, como humana, la tuviera, porque como yo nunca había conocido a nadie y nadie se había mentalizado para hacerla gemir tanto como lo iba a hacer yo... y eso era un hecho.

Por muchos hombres con los que se hubiera acostado ninguno había sido como yo, ninguno se movía sobre ella como lo hacía yo y ninguno la hacía disfrutar como lo estaba haciendo yo, jugando con la superficie de entre sus piernas y provocando constantes escalofríos en su cuerpo, gemidos y que su temperatura aumentara hasta rozar lo enfermizo, al menos para ella, pues era similar a la de un humano con fiebre pese a que su estado no fuera, en absoluto, el débil de la fiebre... sino todo lo contrario.

Cada mordisco, movimiento de mi lengua y cambio de posición de mis labios provocaba en ella dolor y placer a un tiempo que la hacían sentirse viva, más que nunca a través de aquella piel que tan bien relevaba, junto a sus escalofríos y sus movimientos instintivos contra mí, la enorme cantidad de placer que sentía, tanto que la enloquecería si no estaba loca ya por todo lo que había tenido que vivir conmigo y con la propia vida, aunque locura o cordura aparte no podía darme todo más igual: yo estaba disfrutando; ella, también.

Sus movimientos, sus gemidos y sus jadeos así lo revelaban, de una manera mucho más física y cercana que lo que las palabras podrían llegar nunca a revelar porque no eran tan efectivas como los gestos, iguales a los que estaba practicando yo con ella y que terminaron con Éabann alcanzando la cima, por primera vez en lo que quedaba de noche pero no por última porque yo no me había cansado ni me cansaría tan rápidamente... antes veía factible que fuera ella quien desfalleciera a que fuera yo quien lo hiciera, y de hecho no lo apartaba como posibilidad... aunque tiempo al tiempo, de suceder aún quedaba mucho para que fuera así e ideas no me faltaban, así como tampoco ganas de hacerla gritar mucho más que sólo aquello.

Un último mordisco, suave comparado con los demás, fue la despedida de aquella zona de entre sus piernas por el momento y lo que hizo de prólogo del momento en el que mis manos comenzaron a deslizarse por sus piernas, a la vez que mis labios por su pecho: ambos en dirección ascendente hasta que mis labios fueron a su cuello y mis manos a donde habían estado mis labios hasta hacía apenas un momento, impidiendo que perdiera un ápice de aquella calidez que pronto aumentaría todavía más porque sí, se podía... Aunque pareciera increíble.

De su cuello, cuyas heridas anteriores reabrí para volver a probar aquella sangre suya tan particular y que tanto me gustaba, me moví hasta su oreja, que recorrí con calma y con los labios, apenas sin dar mordiscos en ella y calentándola con mi lentitud en esa zona, que contrastaba con la velocidad inhumana que habían alcanzado mis manos entre sus piernas, provocando que su cuerpo se arqueara y que los jadeos no pudiera ocultarlos ni acallarlos, ya que tenían que salir... sí o sí.

Llámame Ciro. – musité en su oído, justo antes de dar un mordisco en el lóbulo de su oreja algo más fuerte que la distrajo un momento, el tiempo suficiente para que sin que se lo esperara después de recuperarse de la sorpresa apartara yo las manos de entre sus piernas y las llevara a sus muslos, a la parte superior, haciendo fuerza suficiente para que abriera las piernas y las enredara en mi cintura, que aún seguía cubierta por la tosca tela de los pantalones que no me había quitado todavía, vaya distracción por mi parte... y que solucionaría en apenas un momento, en cuanto, tras lo que planeaba, comenzara la diversión de verdad, la de ambos, la que ella aún anhelaba más que poder sentirme a la perfección porque era exactamente eso.

Con ella enredada en mi cuerpo, acariciándolo con el suyo propio, bastó apenas un movimiento y un momento para que dejáramos de estar en el suelo y ella estuviera con la espalda, de nuevo pegada a la pared, sintiendo su frialdad contrastando con su calor y casi compitiendo conmigo en dureza y en rigidez, pese a que yo estaba mucho más vivo que aquella pared sobre la que en parte se apoyaba el cuerpo que yo, también, sostenía con mis brazos hasta que dejó de ser necesario y la pura cercanía entre nosotros y contra la pared fue suficiente.

Aquel fue el momento en el que con las manos por fin libres me deshice de toda la ropa que seguía llevando y ella pudo estar más cerca de lo que llegaría en apenas un momento: sentir mi cuerpo contra el suyo sin impedimentos de por medio y de una manera que la enloquecía, la volvía loca de placer y amenazaba con arrastrarla en aquella marea de sensaciones en la que estaba inmersa gracias a mí, sin salida desde que me conocía y que echaría de menos en cuanto yo me cansara de ella, si es que eso sucedía en un futuro cercano... aunque no lo veía demasiado probable, dado el grado de encaprichamiento que tenía con ella.

Apenas bastó un momento, un segundo de espera para que lo que los dos deseábamos sucediera y, así, al tiempo que mis colmillos volvían a insertarse en su piel yo mismo entré en ella, de un golpe rápido y certero que provocó que se agarrara a mi espalda con las uñas y que en un momento comenzara a arañarla, casi haciéndome cosquillas pero instándome a comenzar a moverme contra su cuerpo cada vez más rápidamente, succionando su sangre... y también su esencia personal, aquella que me pertenecía y que me permitía poder afirmar que ella era mía en su totalidad, porque así lo era, quisiera ella o no... y era un hecho.
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