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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Éabann G. Dargaard Lun Ago 08, 2011 12:40 pm

Recuerdo del primer mensaje :

¿Qué hacía una gitana en un lugar como el Palacio Royal? ¿Qué hacía moviéndose por aquel lugar como si perteneciera a este? ¿Cómo si llevara en la sangre el encontrarse en ese lugar? ¿Qué le hacía pensar que podía estar codeándose con la crême de la crême de París y de otros lugares? La cadena de casualidades que la habían llevado a ese momento se remontaban a hacía un par de días, cuando de pura casualidad se había cruzado con una jovencita de alta sociedad. En aquel momento no se hubiera imaginado ni en sus más oscuros sueños que terminaría con una invitación. Era cierto que no habían invitado a la gitana, sino a la mujer de clase media que había ayudado con un par de remiendos, un consejo y un enfrentamiento a unos caballeros muy poco amables a una joven que estaba más perdida en las calles de París de lo que ella misma había estado a su llegada.

Era de Austria, al menos hablaba su idioma natal, por lo que había sido fácil comunicarse con ella. Había sido una especie de agradecimiento por parte del padre de la chiquilla que resultaba ser parte de la comitiva del embajador de su patria. En cierta manera esa era la razón por la que se encontraba allí, paseándose por entre los bien vestidos invitados que se encontraban a su alrededor. En parte había sido agradable encontrarse con personas de su mismo lugar aunque fueran tan diferentes a ella. No, no era tan estúpida como para pensar que podía encajar allí, ni siquiera soñaba con ello, pero era algo bueno el separarse un tanto de lo que se había convertido al final su vida.

Había comenzado a evitar la noche, al menos en la ciudad. Se había movido siempre por el día por ella y en cuanto veía que el sol comenzaba a descender recogía sus cosas y se marchaba hacia donde se encontraba su carromato, ligeramente alejado de todo y de todos. No, no se había vuelto una antisocial de repente, seguía hablando con la gente, comunicándose, había hecho algún que otro amigo en lo que llevaba en París, se había encontrado con su mejor amigo de su vida en Londres, y en definitiva había tenido una vida bastante tranquila. Lo suficientemente tranquila como para que se comenzara a relajar. Lo suficientemente relajada como para que hubiera aceptado aquella invitación.

El lujo que había su alrededor la deslumbraba. Había estado en fiestas antes, pero la verdad es que ninguna se podía comparar a aquella. Se sentía un tanto torpe con su sencillo vestido de color azulado de muselina a la moda Imperio que era la que se encontraba en auge en ese momento, aunque con muchos menos detalles que los que había a su alrededor. El cabello oscuro estaba recogido en lo alto a la moda y llevaba una pequeña máscara como el resto de los asistentes que le daba una privacidad que agradecía. Jugueteó por un momento con los guantes largos que llevaba puestos mientras se movía escuchando la música que provenía de un cuarteto de cuerda.

Su mirada se paseó por los presentes con curiosidad, viendo cómo se hablaban entre ellos, cómo interactuaban. Era tan distinto a lo que estaba acostumbrada que observaba todo como si fuera lo más interesante del mundo. Aquella fiesta difería completamente de las fiestas gitanas, donde el alboroto, los bailes, las risas y los gritos estaban al orden del día, donde la música sonaría con fuerza incitando a todo el mundo a bailar. Por lo que parecía en ese momento en vez de bailar, la gente se dedicaba a hablar mientras que el centro del salón donde se encontraban estaba prácticamente vacío. Por lo que parecía cada momento tenía su tiempo y era el tiempo de sociabilizar.

Siguió caminando por la zona más apartada, la más cercana a las paredes y desde donde tenía una vista perfecta de todo lo que sucedía delante de ella. En la mano llevaba una copa de champán, un líquido ambarino y burbujeante que solo había probado una vez en su vida en el pasado y que aunque le gustaba, reconocía que no estaba entre sus preferidos como pasaba con el resto de las bebidas alcohólicas por lo que solo la llevaba para aparentar.

Era como encontrarse en mitad de un baile de cuento de hadas, aunque en su caso ella no era ni una princesa ni una campesina destinada a convertirse en reina. Estaba segura de que en cualquier momento aparecería la verdadera protagonista de aquello y a ella le iba bien el papel de espectadora.


Última edición por Éabann G. Dargaard el Vie Sep 23, 2011 3:46 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Miér Nov 02, 2011 1:02 am

El placer era lo que la impedía pensar con claridad, al menos eso se decía, pero lo cierto es que en ese momento se estaba dando cuenta de más cosas de lo que hubiera podido imaginar. Cosas como que nunca antes había sentido aquello, que había sido siempre una prisionera de sí misma por mucho que hubiera luchado y anhelado lo contrario, por mucho que siempre había dicho que era libre, libre para sentir, para descubrir, para hacer. Era más libre que la mayor parte de los humanos, lo sabía, pero también había descubierto en esos escasos encuentros con el vampiro que jamás sería tan libre como lo era él. Y aquella era una de las razones por las que no sabía exactamente qué pensar, qué hacer, cuando se encontraba con él. Hacía que quisiera estar cerca y a la vez lejos, que deseara descubrir lo que implicaba ser él y al mismo tiempo temiera acercarse demasiado al abismo. Quería lo que tenía, en cierta manera, algo que no era capaz de decir en voz alta: quería tener su libertad, ser capaz de romper las cadenas, de dejarme llevar, de no pensar, sino reaccionar.

En el fondo sabía que no sería capaz de hacerlo del todo, salvo en ese momento. En ese momento era ella, si más, sin más cargas, sin más máscaras. Era ella la que se estremecía de placer, la que gemía, la que sentía cómo todo el cuerpo estallaba en llamas con cada una de sus caricias, con cada uno de sus gestos. Era ella, sin ningún tipo de defensa, la que se entregaba a él de una forma que no se había entregado a nadie. Cualquiera diría que no estaba bien de la cabeza, que estaba completamente loca, que mostrarse de aquella manera ante un ser de la noche era firmar su sentencia de muerte, pero lo cierto es que no le importaba. Quería sentir y sentiría. Quería ser y sería. Al menos en ese instante, más tarde, lo sabía, pensaría lo que había ocurrido y entonces se llamaría de todo, pero ese momento no existía, no, no existía porque aún no había ocurrido.

Lo que estaba ocurriendo era el placer, el deseo, el sentir que su cuerpo reaccionaba de una manera única con cada gesto, con cada roce de sus labios, de su lengua, de sus colmillos, con cada caricia que parecía marcar todo su cuerpo. Existía su cuerpo y su cabello, existía la superficie fría sobre la que me encontraba y la fuerza no demasiado contenida de él. Existía aquel techo artesonado que era mudo espectador de su pequeña claudicación y los espejos que estaba segura que reproducían su desenfreno a lo largo y ancho de toda la estancia. Aquello era lo que existía y el pasado o el futuro simplemente no estaban en su lista de prioridades.

Solo el ahora.

Un ahora lleno de estremecimientos, gemidos, gritos. Un ahora en el que la marea le había arrastrado por completo impidiéndole pensar porque pensar en ese tipo de actos estaba sobrevalorado. Había que sentir y ella sentía, vaya que sí sentía. La áspera tela de sus pantalones cuando sus piernas se entrelazaron en sus caderas, el movimiento brusco para incorporarse, una nueva superficie fría que provocó un contraste tal con el calor que desprendía su cuerpo que se estremeció de arriba abajo una vez más. Se sujetó a sus hombros mientras le miraba a los ojos y entonces recordó el nombre que le había dado. Ese nombre que le acercaba mucho más, que no era Escipión el cual nunca había terminado de encajarle. Buscó su mirada por un momento, solo un rastro de racionalidad en esa tormenta que se había desatado por completo en su interior y que amenazaba con arrastrarla a lugares donde nunca había estado porque quería más, mucho más.

Ciro.

Sería estúpido en realidad decir que lo había dicho del todo consciente, pero se lo había repetido y era lo único que le importaba en ese instante. Ciro. Punto. Nada más. Anhelaba sentirlo, quería notarlo, librarse de aquella tela áspera y él pareció que le había leído una vez más la mente porque era como si la conociera mucho más que lo que hubiera pensado en un primer momento. Sí, así era. Era como si el vampiro se deslizara en su interior de todas las maneras posibles, como si supiera qué era lo que necesitaba, lo que deseaba, incluso antes de ser ella capaz de poder formular un pensamiento de forma consciente.

Y entonces llegó ese momento que había estado anhelando, deseando, reclamando en cierta manera. Su cuerpo se movió ligeramente para amoldarse mientras clavaba con fuerza las uñas en su espalda y la suya propia se arqueaba. El placer fue instantáneo, mucho más fuerte que las anteriores ocasiones, no sabía si por los movimientos rítmicos que la estaban llevando a perderse en sus propias sensaciones o por esos colmillos que rasgaban su piel llegando hasta el líquido vital que recorría cada milímetro de su cuerpo. No estaba segura, tampoco le importaba. No en ese momento al menos. Era un estallido que la dejaba turbada, que por un momento la dejó sin ser consciente de nada más que de la sensación mientras que los ojos se cerraban con fuerza y su cuerpo comenzaba a moverse en un intento de acomodarse a los envites de Ciro.

Dejar de pensar había sido una buena opción, al menos en ese momento. Dejar de pensar podría significar una verdadera diferencia y desde luego lo estaba siendo. Hundió su rostro en el hombro de Ciro, deslizando por un momento la nariz por él, frunciendo el ceño al no sentir en realidad un olor característico, ese olor que por regla general venía acompañado por el hecho de ser humanos, de sudar, de desprender calor. No estaba, al menos no lo suficientemente claro como para que los sentidos de una humana lo reconociera. Tenía que conformarse con el olor a sangre y muerte que le acompañaba, a su propia sangre en ese momento, pero también a la sangre de los hombres y mujeres que habían muerto esa misma noche en una sala cercana donde los vestidos estarían llenos de sangre, si es que quedaba alguno que no fuera más que girones provocados por un vampiro letal que se había cansado de jugar o que había comenzado el juego. No estaba del todo segura.

Sabía que tenía que ir con cuidado y por esa misma razón no mordió con toda la fuerza que hubiera deseado su hombro, esa piel dura como el acero o como el mármol e igual de blanquecina y fría. Estaba segura de que apenas podría notar sus uñas clavadas en sus hombros al tiempo que todo su cuerpo se estremecía por cada uno de sus gestos. Maldita fuera. Ella quería que sintiera, que pudiera notar más allá de sus gemidos, de su nombre dicho a media voz porque apenas podía respirar con normalidad, lo que estaba provocando en su interior, aquel maldito torbellino que la arrastraba, que la dejaba desnuda por completo, que la llevaba y la alzaba, que la hundía, que la hacía sentir de mil maneras diferentes en apenas unos segundos. Quería que fuera consciente o que él mismo fuera capaz de llegar a ese punto.

En un momento en el que él pareció que se separaba por fin de su cuello buscó de nuevo sus labios, mirándole un solo instante a los ojos antes de lamerle, notando su propia sangre, su propio sabor que ya era algo que reconocía. Debería preocuparle y asustarle ese hecho, no sabía muy bien cuánta sangre había ido perdiendo aquella noche a lo largo de todos esos encuentros, no sabía hasta qué punto estaba al borde, pero no le importaba. No cuando se permitió el lujo de su propio capricho y enterró los dedos de su diestra en su pelo para acercar su rostro al suyo y besarlo, morderlo, devorarlo en cierta manera mientras que simplemente estallaba de placer una vez más como nunca lo había hecho hasta ese momento.

Sí, aquello era una locura, seguramente terminaría arrepintiéndose de ello, nunca nada volvería a ser igual, pero tenía que ser sincera. Le importaba nada que fuera de aquella manera. En ese momento, con la sombra de la muerte revoloteando a su alrededor, sabiendo que estaba mucho más cerca de ella que de la vida, Éabann se sentía mucho más viva de lo que había estado en toda su existencia, con la mente mucho más clara y tenía que reconocer algo: el maldito vampiro que tenía entre las piernas había conseguido arrancarla por completo de la vida que había llevado para entregarla una parte de lo que significaba realmente ser libre.

Y, por mucho que la molestara, estaba en deuda con él por eso.
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Mensaje por Invitado Sáb Nov 05, 2011 8:27 am

Un solo movimiento lo había empezado todo, de la misma manera que un solo movimiento podría terminarlo todo. Por mucho que estuviera centrado en otros temas y totalmente inmerso en ellos, literalmente también, había algo que no iba a olvidar en ningún momento porque llevaba revoloteando entre nosotros desde el primer momento que la había conocido y ella me había reconocido en aquel respecto: su humanidad, aún más acentuada si se comparaba con mi falta de ésta, que rozaba lo exagerado si se ponían ambas a colación.

No era sólo por el hecho de que yo era infinitamente superior a cualquier otro ser, ya no sólo a los sumamente inferiores humanos sino también a mis en teoría iguales, y sólo de pensarlo me entraba la risa, vampiros; era también por el hecho de que mi propio comportamiento me alejaba de lo que era humano o, al menos y entendido desde su punto de vista parcial, erróneo y totalmente desviado de la realidad, civilizado. Lo civilizado no existía en seres que eran más animales que otra cosa, en seres que por mucho que renegaran de ello estaban casi más atados a las sensaciones que yo mismo y en seres que se esforzaban por creer en cosas que no podrían obtener nunca a la vez que se creían poseedores de características que eran una auténtica risa en ellos de lo sumamente ausentes que estaban...

Las diferencias entre nosotros eran claras, tan numerosas que de ponerme a tener que enumerarlas todas, aparte de que me aburriría algo así como en demasía, tendría que dejar lo que tenía entre manos para centrarme en un tema tan amplio como lo era aquel, y la verdad era que no estaba dispuesto en absoluto a hacerlo, aparte de porque por mucho que se establecieran diferencias el claro ganador, ¡como en todo!, sería yo, también porque yo sí que admitía lo que era, lo que me conformaba, mis rasgos, mi superioridad y, especialmente, mis caprichos... Yo los admitía, les daba lugar en aquella multiforme criatura que era yo, tan voluble y cambiante como un trozo de arcilla que puede ser modelado de mil y una maneras en función de las manos del escultor en el que caigan y especialmente las circunstancias, y yo los vivía, los respiraría de tener la necesidad de hacerlo, los llevaba a su máximo exponente... como en aquel momento.

¿Cómo, si no y de no admitir que era un ser sumido a las pasiones y a los caprichos de su propio interior, habría acabado acostándome con una humana en el Palais Royal parisino? Bueno, también se comprendía por ser precisamente yo de quien hablábamos, Ciro en aquel momento de la historia, Pausanias en origen, Escipión otras tantas veces... una larga sucesión de nombres que encerraban, o más bien liberaban en mi caso y por mi propia personalidad, a alguien que era yo superior a los demás y con unas características no obstante muy bien definidas... geniales se miraran por donde se mirasen. Era perfectamente habitual en mí, así como cualquier conducta de actuación que pudiera imaginarse porque lo mismo decía arre que so en alguna situación, según se me antojara hacer... Eso era lo mejor de ser libre.

Y, en mi caso, la libertad se mezclaba de manera total con el libertinaje, al menos entendido así de manera humana tan sumamente parcial y errónea, sobre todo porque venía de la envidia más absoluta por parte de seres tan atados a su naturaleza finita como a sus pretensiones dadas por la cultura, esa de la que tanto se enorgullecían pese a que no valía nada como transmisora de ideales... Estaba pasada, había que ignorarla en muchas cosas para ser capaz de ascender hasta el mayor punto de libertad posible, pero eso era algo que los humanos nunca harían porque por mucho que lo desearan los aterraba ser libres y totalmente conscientes del peso de sus acciones y de las consecuencias... Como lo era yo, aunque con reservas, porque a mí honestamente me daba igual lo que pudiera suceder tras mis actos: yo lo hacía y punto.

Si se citaba a César, yo iba, veía, y vencía, y esa era exactamente la filosofía de vida que me había llevado en aquel momento a estar entre las piernas de Éabann, entrando y saliendo de ella con velocidad tal y como lo estaba haciendo y ayudándola a tocar el cielo, o lo más cercano a la idea sin una relación con una entidad real, con mayor cercanía que hasta aquel momento porque por muchas experiencias como aquella que hubiera tenido nunca en su vida se había encontrado conmigo y nunca había probado de lo que era capaz yo, no sólo por la experiencia de más de mil años haciendo exactamente aquello con tantas mujeres como pobladores tenía el mundo en aquel momento sino porque era tan bueno, hasta siendo humano, que mi fama me precedía... Igual que en aquel momento, aunque mucho más divertido que ser renombrado por eso era dar razones para que aquella estela siguiera aumentando... igual que como estaba haciéndolo con Éabann Gealach Dargaard.

Por aquella razón, además de porque la excitación del momento, más visible en ella pero no por esa razón inexistente en mi persona, o mejor dicho en mi entidad, no estaba dispuesto en absoluto a parar sino más bien a lo contrario, a continuar dándole el mejor momento de su vida y a continuar bebiendo de ella de todas las maneras posibles que, dadas las circunstancias y teniendo en cuenta la manera de funcionar de mi mente, eran muchísimas... porque ideas, gracias a la experiencia, no me faltaban en absoluto, sino más bien todo lo contrario.

Continué, por tanto, bebiendo de ella, de aquel torrente salvaje que manaba por su cuello por la cercanía a uno de los principales conductos de transporte de la sangre por aquel cuerpo al que también estaba accediendo de otra manera mucho más placentera para ella... y para mí. Aunque no me dolieran sus uñas clavadas en mis hombros sí que las sentía; aunque fuera tan duro como el mármol en mi piel, además de más frío que el hielo de aquellas zonas de alta montaña tan habituales en cadenas como los Alpes, en mi interior rozaba un punto parecido al de ella, y eso en sí mismo ya era motivo de sorpresa... y de gozo por mi parte.

Había que decir que pocas mujeres eran capaces de satisfacerme. La mayoría se limitaban a mirar sólo por sí mismas y a considerar el encuentro acabado en cuanto su placer era satisfecho, razón por la que acababan muertas; otras hacían lo que podían para intentar estar a mi altura, algo imposible por definición pero que solía salvarlas de la muerte si mi humor no era demasiado malo; unas terceras, las menos, sabían mantenerse a la altura y darme lo que necesitaba sin tener que buscar en otras fuentes alternativas, y si bien al principio había creído que Éabann, por su falta de experiencia comparada conmigo, iba a pertenecer al grupo de las insuficientes me estaba dando cuenta de que era al contrario...

Lo notaba en sus movimientos, en cómo aunque ella no lo percibiera yo estaba más cerca de la cúspide, justo como ella. Lo notaba en cómo me movía contra su cuerpo, buscando aún más de lo que me estaba dando, lo notaba en la situación, en sus gemidos ahogados y en mis caso jadeos que acompañaban a los suyos, mucho más altos y también mucho más obvios aunque no por ello menos ciertos que los míos... Lo noté cuando, justo después que ella pero casi al mismo tiempo, yo mismo alcancé el éxtasis sin darme demasiada cuenta de en qué momento me había separado de su cuello para succionar, en vez de su sangre, sus labios, pero la cuestión era que lo estaba haciendo, había terminado y me había quedado con tantas ganas de más como las tenía ella porque al calor de su cuerpo, creciente a pasos agigantados me remitía... Y en momentos como aquel cualquier pensamiento estaba totalmente sobrevalorado porque sólo cabía la pura y desnuda actuación, exactamente como lo hice.

En un momento, pasé de estar dentro de ella a estar fuera de su cuerpo, pero mis manos suplieron aquella carencia volviendo a las andadas, recorriendo su piel como los beduinos hacían en el desierto, a través de esas doradas y aparentemente infinitas dunas que eran su hogar... explorando cada rincón sin detenerme demasiado tiempo en ninguno. Con los labios bajé de los suyos a su cuello, succionando de nuevo en su herida para cerrarla, al menos dentro de lo que cabía, y sin tampoco pararme más rato del necesario allí bajé por su torso, alimentándome del océano de piel dorada de la que Éabann hacía gala con casi insultante orgullo en una sociedad pálida como lo era la parisina, hasta llegar a sus pechos, aquellas montañas en el desierto que ascendí con labios y dientes, lengua incluso... matándola de placer de paso.

Aquella muerte era la que, incluso después de nuestro encuentro, estaría más cerca de ella, al menos en lo que atenía a la noche en la que nos encontrábamos. Después ya se vería, no había que adelantar acontecimientos, pero entonces tenía la seguridad de que sólo moriría de placer como lo estaba haciendo y como siguió haciéndolo cuando la separé de la pared y en un momento volvió a estar con la espalda apoyada en una superficie rígida, el suelo concretamente. Conmigo encima, ocupado devorando su cuerpo y ascendiendo a su oreja, labios y cuello en ocasiones, su cuerpo había vuelto a amoldarse al mío y no fue necesario ningún preliminar antes de, otra vez, ¡y las que quedaban!, reducir la distancia que nos separaba y penetrar en su interior de nuevo... físicamente, al margen de lo que ya estaba en su mente, que no escondía secretos para mí. Ya no.
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