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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Malkea Ruokh Mar Ago 09, 2011 8:01 am




Silencio; un silencio implacable se adueñó del interior de aquella gran estancia que conformaba la sala de conciertos de aquel teatro en el centro de París, mientras el único músico en escena permanecía estático y silente, con sus dos manos reposando sobre el teclado del piano. Su apariencia, presuntamente tranquila, ocultaba tras sus párpados cerrados un estado algo más turbio, que presagiaba el inevitable encadenamiento de emociones que aguardaban al inicio de la melodía para lanzarse sobre el corazón latente del muchacho, que ya repiqueteaba a un ritmo levemente anómalo, como si conociera o se preparase para lo que estaba a punto de acontecer.

El pianista suspiró apenas perceptiblemente, sólo dejando que el aire atravesase la frontera que conformaban sus carnosos labios, sin permitir que la acción tuviese repercusiones sobre cualquier músculo de su cuerpo más de lo estrictamente necesario; él era consciente de los efectos que la sucesión de notas, así como la ejecución de la pieza, podría tener sobre su figura, pero, aun así, prefería evitar cualquier demostración innecesaria del poder que la música podía ejercer sobre él, quizás algo mayor que el que tuviera sobre la mayoría del resto criaturas.

Entonces, el recital comenzó. Una nota apenas susurrada al viento, alargada en el tiempo como si pretendiese resumir en su sola presencia la esencia de toda la obra venidera, dio pie e inicio al resto de la composición, una lenta aleación de pesados sonidos que, en aquel inicio, corroboraban el legado de aquel primer vibrar de las cuerdas escondidas en el interior de la gran y lacada caja negra. Después, sin embargo, el trote del bajo, levemente más ligero, sumado al primer trino, definían ese proseguir con una fragilidad que continuaba con la amarga melancolía que no había cesado de resonar y que casi no debía de hacerlo hasta el dulce momento que sólo sirviese para agravar la caída posterior, claramente marcada en la tinta negra que se colgaba de un pentagrama que aquel presunto caballero no necesitaba leer. El intérprete dejó que sus, hasta entonces, otra vez semiabiertos párpados volvieran a cubrir la claridad de sus iris azulados para sumirse en recuerdos que eran y serían ajenos, si los deseos del muchacho se cumplían, a cualquier presente en aquel concurrido lugar de la capital francesa.

Étienne; los labios del chico apenas precisaron las dos sílabas del nombre del cuerpo que yacía en el interior de un marmóreo sarcófago dentro de la cripta de los ”de Polignac”, en Montluçon, indefenso ante los naturales efectos del paso de los años. Hacía tanto tiempo desde que su cálida presencia se hubiera apagado contra su piel, tanto tiempo desde que su suave aroma se hubiera diluido en el aire como la esencia perdida de una marchita flor, tanto desde que sus labios exhalaran un último aliento antes de que sus púberes pulmones dejaran de recoger aire para insuflar vida a un organismo que ya no la necesitaría más; sin embargo, a pesar de la lejanía, Aurelien aún tenía presente la alusión de aquellos fatídicos últimos momentos, los cuales se negaba a dejar marchar, pues eran tanto el recuerdo del único motivo de su pasado, como la realidad de la única razón de su presente.

Aquella canción le recordaba demasiado a su historia con él, como si el arranque definiera su propia situación antes de conocerle, agria, amarga, denotando una soledad que pendía en el aire, desprendiéndose del hecho innegable de su condición de bastardo y de la sucesión de hechos que más tarde se convertirían en condicionantes de las siguientes circunstancias; a continuación, aquel amable proseguir le recordaba la candidez, la amabilidad y la inocencia del muchacho de rubia piel y piel pálida como la cera, que chocaba suavemente contra su propio y afilado carácter, sólo, para, a continuación, volverlos a unir un poco más que antes y hacer los lazos que los unían más fuertes. Sin embargo, la tragedia debía cernirse de nuevo sobre la vida de aquel joven de origen aquitano y la vida le deparó arrebatarle lo único que parecía poder importarle, y de la peor manera posible: usando su propia mano como arma mortal. A pesar de todo, el final de la pieza le disonaba con aquel terminar apacible, casi como si todo aquello ya sucedido sólo hubiese servido para, al final, llevarle a un mejor desenlace, algo que, por descontado, aún no se había producido en la historia de Aurelien. Cuatro largos años y aún no veía que su biografía se hiciese eco del desarrollo de la pieza del nocturno del compositor polaco, que ya estaba a punto de terminar.

La platea se sumió en un ensordecedor repiqueteo de aplausos y vítores que casi parecían querer proseguir con el exiguo piano del último sonido, cual grotesca mueca que pretendiese imitar una sincera sonrisa. El chico, sin embargo, permaneció ajeno a todo aquello, como tan bien había aprendido en aquel prolongado viaje por Europa, tan quieto e impasible como lo hubiera estado en un principio. Todavía se permitió paladear unos segundos más la agridulce sensación del recuerdo de Étienne antes de volver a presionar la casi blanca superficie de marfil, aún y cuando aquellos halagos no habían dado paso a la quietud necesaria para poder apreciar correctamente la maestría del gran pianista. A Aurelien no le importaba; el espectáculo debía continuar.

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

Dos horas después, ya habiendo pasado la medianoche, las calles yacían silenciosas como si el camposanto hubiese decidido extender su aura de respeto al resto de la ciudad; sólo el rumor del viento o el eventual ladrido de algún perro guardián se atrevían a contradecir aquel hecho que parecía haberse convertido en ley. Sin embargo, frente a la soledad que parecía ahuyentar a la práctica totalidad de la sociedad, había un hombre que pretendía abrazarla como único consuelo ante la irritante presencia de otros semejantes. Aurelien Fournier, el afamado pianista de orígenes inciertos, se había lanzado al suave clima de aquella noche de verano, no porque le resultara agradable, sino, más bien, porque no le resultaba lo contrario. Harto, como tantas otras veces de agasajos y palabras aduladoras, llenas de modales y vacías de contenido, había preferido rehuir aquella interminable lista de nobles y burgueses que le mostraban una sincera cara amable mientras que, apenas unos instantes después, se sumergían en una discusión acerca de las leyendas y el misterio que envolvía al desconocido intérprete. Ellos, por suerte para sí mismo, jamás tendrían conocimiento de las turbias vivencias que el muchacho sólo había tenido la confianza de contar íntegramente a una única persona, por las circunstancias de que era ésta quien debía ayudarle a resolver un pasado que había abierto una herida tan profunda en su interior que ni él mismo estaba dispuesto a reconocer.

Las casas de no más de tres pisos de altura se intercalaban una detrás de otra a ambos lados del terreno embarrado que ensuciaba los lustrosos zapatos de Aurelien. Como siempre, el aquitano había preferido ir andando a soportar la insufrible espera sentado en el cómodo asiento de un carruaje; además, eso le hacía depender de otros, y era algo que él prefería evitar en cuanto tenía la menor ocasión. Su administrador ya le había advertido varias veces de los peligros que aquello le acarreaban, pero él, en un alarde de sobrada soberbia, omitía aquellos sabios consejos, consciente, o más bien creyente, de que era más que capaz de salir airoso de cualquier situación. Así, pues, Aurelien se encaminaba inevitablemente a un suceso que sólo haría que tensar aún más su ya de por sí fruncido ceño.

Pronto, en uno de aquellos callejones de la tortuosa orografía de París, se encontró con dos hombres que aparecieron ocultos entre las sombras para, al parecer, interponerse en su camino. El muchacho, sin embargo, no se amedrentó y prosiguió con su avance. La torcida sonrisa de uno de ellos se hizo presente a pesar de la penumbra reinante al tiempo que los pasos de una tercera persona se hacían audibles a espaldas del chico. Aurelien, en el fondo, no era ingenuo y sabía de sus escasas probabilidades de salir victorioso si las apariencias no engañaban, pero su gran ego, nuevamente, se anteponía a su instinto de supervivencia. El aquitano siguió sin disminuir el ritmo.

- ”Monsieur”, ¿nos disculpa un momento? – preguntó con sorna y voz grave uno de ellos cuando quedaban escasos metros para que sus cuerpos chocasen. Él apenas se dignó a dirigirle una mirada, entre altiva y hostil, antes de deslizar su delgado cuerpo entre el hueco que dejaban aquellos dos varones, con una agilidad sólo propia de gente de su complexión -. Perdone, creo que no me ha escuchado bien – prosiguió él, manteniendo su tono al comprobar que había acertado al pretender atrapar el brazo del muchacho al pretender superar su vera. El ahora apresado se giró con aquella misma expresión invariable grabada en el rostro.

- Suélteme – su voz no denotaba ruego o súplica alguna, sino, más bien, exigía, como era propio en el muchacho, con una fuerte cantidad de advertencia encerrada en aquel tono. La contestación fue una marcada y general carcajada.

- Creo que antes vamos a divertirnos un po… - aquella última sílaba fue pronunciada, pero no escuchada por nadie, ya que se perdió entre los dedos cerrados del puño de Aurelien. El aquitano intentó aprovechar el repentino desconcierto para liberarse, pero sólo consiguió que la mano del hombre descendiese hasta su muñeca antes de que éste volviese a apretarla, tirando así del brazo del chico. Viendo que su táctica no había dado resultado, el muchacho se preparó para propulsar su pierna con fuerza hacia la propia de su rival, haciendo que éste desprendiese un sonoro quejido, soltando, por fin el brazo del muchacho. Aurelien se dispuso a correr, pero, varios metros más lejos volvió a ser apresado por otro de los captores, un hombre rubio de pronunciados bíceps, que se colocó a su derecha y al que se le unió aquel tercero, situándose al otro lado. El aquitano alzó la mirada, aún no resignada, para encontrarse con la expresión iracunda que le llegaba desde aquel rostro que se acercaba lentamente, antes de que ésta convertirse en una sonrisa que prometía ser triunfal.





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Mensaje por Valerio Magno Dom Ago 28, 2011 4:30 am

Noches vacías, llenas de recuerdos del pasado y de arenas movedizas del presente, que lo habían atrapado con más bien ausentes intenciones de soltarlo algún día. Llevava demasiados siglos ahogándose en su propia necesidad, en el anhelo, en la desdicha de una gloria pasada y en todos los sueños rotos que el desenlace de su vida le había brindado. Y lo peor de todo para él... era saber que no podía hacer nada, saberse impotente, saberse indefenso ante la inclemencia de un destino que buscaba el modo de darle otro sablazo más, uno que iría con intenciones de terminar su amarga existencia. La única salida para desprenderse de ese dolor, era regodearse en el malestar ajeno, en el pesar de más personas que como él trataban de caminar sin rumbo fijo a través de las sendas de la vida... en su caso, una no-vida.

El teatro era el lugar perfecto para encontrarse con todas esas almas perdidas, esos retazos de personas que a pesar de contar con una fama, un renombre y una buena cartera pegada a su muslo a través del bolsillo, necesitaban escuchar música, presenciar actuaciones, imaginar su mundo a través de cada uno de los acordes, notas y frases que podían llegar a resonar entre las paredes de la sala. Esa noche había especial expectación, un recital de piano iba a tener lugar, seguramente de algún famoso, alguna persona conocida... A él no le importaba con tal de dejar sus pesares en la puerta. Con porte altivo, entró al edificio, vistiendo un elegante traje de chaqueta y habiendo ordenado su cabello ya de por sí rebelde... En ocasiones era lo único que desentonaba en su apariencia estirada e inmune. Notó las miradas, los malos gestos... la envidia que manaban esas personas por cada poro de su piel. Ya le habría encantado a él entregarles su vida, sus experiencias, sus memorias... junto con todo el dinero y el físico que ellos anhelaban. Le habría gustado verlos defendiéndose de su existencia endemoniada, podrida... negra cual ébano a medianoche.

Siguió su camino, ignorando a esas personas, ignorando su normalidad y su mediana felicidad. Sus paso llegaron a su destino cuando entró en una de las plateas que sólo ocupaba la gente importante... gente que como él había pagado ya de antemano un carísimo abono, que le daba la oportunidad de ocupar el sitio que desease. Tomó asiento en una de las cómodas butacas, y se dedicó a observar la actuación, de forma ausente... sumido de nuevo en recuerdos, memorias dolorosas. Vio su propia vida reflejada en cada uno de esos acordes... al menos los iniciales. En realidad... le costaba reconocer que no había tenido hueco en su existencia para la bondad, el cariño y la calma que notaba en ciertas partes de esa composición. El sufrimiento y la brutalidad siempre habían estado presentes en cada segundo que había pasado sobre la faz de ese mundo, torturándolo o siendo el verdugo de otras muchas personas que había puesto a los pies de su odiado padre en bandeja de plata. Se detestaba y se compadecía al mismo tiempo, y esos sentimientos lo estaban matando poco a poco.

Apenas se dio cuenta de cuándo terminó la música y por lo tanto la obra, se levantó como un muerto en vida, que en realidad lo era, y caminó poco a poco a través de la multitud que abandonaba el teatro, dispuesto a no rozarse demasiado con nadie... por pura fuerza de la costumbre. El aire que acarició de forma trémula su rostro cuando salió por fin a la calle lo relajó un poco, le dio esa sensación de libertad que en realidad... era una vana ilusión. Caminó a través de las calles, no era uno de esos ricos que se desplazaban de un lugar a otro de la ciudad en sus caros carruajes, acompañados por oleadas de sirvientes que atendían todas sus necesidades incluso fuera de las cuatro paredes de sus mansiones, dejándose pisotear... Por ese motivo él sólo tenía un criado, además de por cuestiones de pura confianza. El buen hombre llevaba sirviéndole desde que era un niño, sabía de su naturaleza... y nunca había dado un paso en falso. Se podría decir que en esos momentos... era la única persona cuya muerte podría realmente pesarle.

De repente, de uno de los callejones le llegaron los débiles sonidos de una pelea, de un forcejeo más bien. Cualquier persona que poseyese unos ideales distintos habría pasado de largo y habría dejado al pobre infeliz solo... pero su orgullo y ese adormecido sentido de la justicia que seguía quizás demasiado presente en su interior, no le permitieron seguir avanzando en la misma dirección. Se encaminó hacia el callejón, y presenció la grotesca escena con un gesto asqueado. Estaba claro que en los tiempos que corrían... los asaltantes preferían ir sobre seguro aprovechándose de la superioridad numérica. Lanzó una maldición en voz baja, esperando sólo haberla escuchado él, y se acercó de forma inexorable.

-Perdonen, caballeros, y no quiero ser soez... pero harían bien en quitarle las manos de encima al muchacho antes de que deba ponerme rudo con ustedes. Siempre pueden desahogar sus ansias en una prostituta del burdel o un agujero de cualquier muro-su voz denotaba superioridad, quizás ese egocentrismo que muchos habían descrito con anterioridad. Sus dedos acariciaron las armas que portaba en las muñecas, y su cuerpo se tensó preparado para cualquier tipo de reacción de esos malditos bandidos.


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Mensaje por Malkea Ruokh Lun Sep 12, 2011 1:16 am

Ego; uno de los principales conceptos para definir a Jean Desmarais, ahora conocido como Aurélien Fournier, y la principal fuente de la que surgía su fuerza y soberbia, así como también lo era de los problemas en los que se veía inmerso el muchacho. Sin embargo, dicha cualidad o defecto no era plana, mostrando altibajos y distintos matices que, en bastantes ocasiones, a pesar de conservar su nombre original, le hiciera parecer una atributo completamente nuevo y diferente, con consecuencias, a su vez, totalmente variopintas. Así pues, en aquella ocasión, por la obvia superioridad física, tanto en número como en fuerza, de aquellos hombres y por la directa ofensa que representaba aquella falta de libertad, su sangre hervía presa de la rabia y de la falta de libertad, a pesar de saber que no sería tan complicado liberarse de ellos si se propusiese usar sus dotes; sin embargo, prefería reservar aquello como una última opción, ya que no veía producente que lo tacharan de apóstata o de sectario de brujería, y, de hecho hubiera tenido que recurrir a ello de no ser por la aparición de un quinto miembro en escena.

Aquel hombre tenía una presencia que aventuraba imponer, con un fornido y formal porte que, aún en oscuridad, era posible discernir. A pesar de aquello y de la advertencia, los hombres no parecían querer dar su brazo a torcer, quizás amparándose en el leve desequilibrio de números, en el cual el enclenque muchacho no parecía sumar mucho. El rubio soltó una carcajada, a la que se terminó uniendo otro de los componentes del grupo, mientras que fue el último el que se prestó a hablar:

- No somos sodomitas desviados, monsieur – contestó él, sin apartarse, siendo así un impedimento entre el último en arribar y el apresado -; sólo pretendíamos enseñar al muchacho una lección en modales y obediencia, ¿cierto? – preguntó ahora a sus compañeros, siendo sólo uno el que contestó mientras el otro aún acallaba. El hombre, obviamente, parecía querer evitar una pelea con alguien que sí podría representar un riesgo aparente para ellos, pero tampoco dejaba entrever ninguna intención de cejar en su empeño.

Mientras todo aquello sucedía, el aquitano contemplaba la escena sin moverse, pero tampoco impasible. Su forzado entrecejo encerraba una mente que pensaba en sus posibilidades de escapar usando medios tradicionales, escasas, descartándolo pues para proceder a evaluar sus opciones a base de fuerza sobrenatural. El muchacho no era tan estúpido como a veces podía parecer y terminó decantándose por un conjuro sencillo, nada de demostraciones de sus plenas capacidades y poderío. De esta manera, el brazo por el que le tenían apresado comenzó a ascender de temperatura de forma súbita e imprevista, algo que alarmó al hombre que le agarraba que, de forma instintiva le soltó. El trío estaba pendiente del hombre y, Aurélien, que sí estaba prestando atención a su propia situación personal, aprovechó el momento de distracción para salir corriendo por donde ya lo había intentado antes, alejándose de los cuatro que aún permanecían quietos, cambiando rápidamente su interés a la presa que huía alejándose de allí. El brujo usó todas sus fuerzas para correr que, debido a no estar demasiado ejercitado, no parecían ser suficientes pues, nuevamente el rubio, comenzaba a recortar distancias; el chico, con suerte, podría llegar a la esquina.

El muchacho no se preocupaba por el que pretendía ser su protector, dándoselas de héroe, pues parecía ser capaz de salvarse por sí mismo. Sea como fuera, aquello poco le importaba a él, pues, si quería buscar entrometerse en situaciones peligrosas, era su propio problema; él tenía suficiente buscando salvar su propia integridad como para andar buscando hacer un frente unido con un desconocido, el cual poco le importaba a él. Así el chico avanzaba dando lo mejor de sí mismo hasta lograr comenzar a girar, pero siendo atrapado por el varón que le perseguía, colocándole ahora contra la pared y evitando cualquier posible escapatoria. Su mirada se clavaba en él, intentando buscar alguna pista que le desvelara el porqué de la fugaz quemazón que invadió la piel del chico que, de todas maneras, no hizo más que asustarle, sin llegar a dañar su piel.





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