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Un día después de llegar a París [Aurelien Fournier] 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Marianne Cromwell Dom Ago 14, 2011 3:24 pm

El Mercado, un lugar lleno de olores que perduran calles y calles a la redonda, donde el característico de las plantas medicinales se une a las verduras y plantas aromáticas para los guisados. La gente pulula y a veces es imposible caminar sin sentir un pisotón o incluso, donde los bolsillos son saqueados sin darte cuenta siquiera de que alguien está rozándote.

La gente va llena de bultos en la espalda, con las manos ocupadas y a veces, los mismos criados apurados por no haber ocupado la mayor parte del tiempo en intentar que los dueños de los puestos no estén cobrándoles de más o intentando que les rebajen los precios, avanzan sin fijarse, golpeando o aventando a la gente sin la preocupación alguna más que decir, en el mejor de los casos un: "lo siento".

Sin embargo, no había cosas más frescas y baratas que el Mercado. Las personas ofrecen sus mercancías, algunas a gritos, otras esperando a que los demás se acerquen para mostrarles la fruta o los vegetales, sus plantas medicinales, ropas, en fin.

Todo cambia en el momento en que pones un pie en el mercado, puedes ver gente de todo tipo, desde miserables mendigos; gitanos que buscan a la siguiente persona a estafar; hombres que buscan un trabajo, aunque sea el cargar los bultos, a cambio de unas monedas para llevar a casa alimento; cortesanas que se divierten un poco, distrayéndose de sus actividades; mujeres de clase media, que buscan comprar un poco más barato para economizar el dinero y poder comprar algo que les falte, hasta las mujeres, como Marianne, que buscan algo que les llame la atención y que les distraiga mientras da la hora de la comida.

Y veía asombrada las diferencias del mercado contrastándolas con el de Madrid, el de la Nueva España y el único que había visto en Inglaterra, disfrutándolo con una expresión de total aceptación, con una bolsita en la mano derecha, pequeña comparada a la que Juan, un indígena que era su mayordomo, protector y la hacía a veces de cargador, traía.

Se detenía en alguno que otro puesto, admirando las frutas que ella no había visto o reconociendo algunas que venían de América y, compraba dos o tres, temiendo que a su tutor no le gustaran, pero con la firme idea de hacerlo probarlas, si le gustaban, él las compraría en el futuro, ahorrando el dinero que le mandaba su padre.

Con una manzana en la mano, que mordía de vez en vez, disfrutando de ella, de su sabor y de su zumo, acercándose a otro puesto de ropa, observando las prendas con detenimiento y ladeando la cabeza al ver el tipo de modelo que tenían, adaptando las ideas a su cabeza para sus nuevos diseños.

Tenía el cuaderno en la mano, así que aprovechó para dejar la manzana a un lado, acomodarse en un lugar donde no pasara "tanta" gente, tomar un carboncillo y recrear las formas que le habían llamado la atención, para no olvidarlas. Ensuciándose un poco las manos con el carbón, pero sin importarle. Dio otros dos trazos y se lamió los labios, mirando al frente, apreciando la moda de algunas mujeres, como las cortesanas, como las de la clase media, que hacían lo que les parecía más adecuado con el poco dinero que tenían, a veces confeccionándose su propia ropa, de tener los conocimientos.

Y las mujeres de la clase alta, las pocas que habían ahí (no habría más de tres contándose ella misma), tenían vestidos más acordes al lugar, pero tenían ciertas formas que ella no había admirado en los lugares en los que había estado. Miró con ojo crítico sus bocetos y cerró el cuaderno, metiendo el carboncillo en un apartado de la bolsita que traía, retomó su manzana, pero ahora sostenida con su pañuelo limpio y le dio otra mordida.

Siguió su camino, deteniéndose en un puesto donde vendían pescado, mirando las variedades y haciendo una mueca la ver el ojo saltón de uno de ellos. Sacudió la cabeza y tras comprar dos pescados que ella bien conocía y echarlos a la bolsa que Juan cargaba, continuó su camino.


- Ah, qué rico - se detuvo en un puesto donde vendían lácteos, mirando los quesos y la crema, pidiendo un poco de crema y una pieza del queso que se le antojó, tras que le dieron un pedazo de él, para probarlo.

Al final, se quedó en un puesto de fresas, observándolas con detenimiento, antojadiza, pensó en combinarlas con la crema. Sería un delicioso postre para la cena y así agasajaría a su anfitrión.

En eso estaba, cuando alguien la empujó y, completamente desequilibrada, vio cómo iba a caer al suelo y Juan ni siquiera podría agarrarla a tiempo.



Última edición por Marianne Louvier el Dom Sep 18, 2011 9:26 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Malkea Ruokh Dom Sep 04, 2011 2:02 pm

El mercado de Les Halles, un lugar lleno de fuertes hedores que se extendían ampliamente por las calles aledañas, donde el característico olor a agua estancada, coles podridas y pescado pasado se unía al que expelía el propio que portaba la gente que se encontraba allí, tan poco acostumbrada a la higiene, como era de costumbre en la época. Todos se amontonaban en aquel lugar hasta el punto de que el tránsito se volvía casi imposible, una situación idónea para los criminales de los delitos menores de robo, tan duchos en aquellas materias que podían sustraer un monedero sin que el propietario se inmutara ni siquiera de su presencia.

Cada cual, a lo suyo; los individuos recorrían el lugar, dejándose seducir por el vocerío de los dueños de los puertos, mercaderes que engalanaban sus productos cual madame saca a relucir las buenas dotes de una prostituta en su burdel, sólo para, de esta manera, poder atraer más clientes y, basándose en aquella demanda, subir un precio que para nada se correspondía con la calidad del género que exponían sobre aquellas desgastadas tablas de madera.

Sin embargo, los viandantes buscaban allí las sumas que se requerían por la adquisición de los artículos, bajas como difícilmente en algún otro lugar de París, algo que obviaba aquel chico que avanzaba por el lugar sin prestar atención a los tenderetes, sólo preguntándose el porqué de haber escogido aquel camino en vez de haber rodeado el lugar mientras trataba de esquivar al cuantioso número de personas que se afanaban por entorpecer su poco paciente paso.

Aurélien detestaba aquellos lugares como cualquier otro donde se agrupara demasiada gente. Todo era variopinto, distintos a la vez que semejantes, mezclándose pordioseros, timadores, desempleados, pobres, hombres honrados, burgueses y prostitutas, entre otros, incluso el joven habría podido asegurar haber reconocido a alguno de los nobles que intentasen rendirle tributo noches atrás en el teatro de haber estado atento a ello; todo, también, desagradaba al aquitano, tan poco dispuesto a la compañía o al frecuente contacto físico que se daba en aquellas situaciones.

”Mercados”, pensó el muchacho, casi en tono despectivo y aburrido. Iguales, con pequeñas diferencias, de Lisboa y Madrid hasta las lejanas Moscú y San Petersburgo, pasando por Dresden, Viena y, por descontado, París. Mucha gente, distintos idiomas y puestos en los que sólo variaba lo que se vendía; nada realmente interesante, por lo cual, el muchacho ya estaba deseoso de salir de aquel lugar y llegar a su destino, el cual, en realidad, estaba en los alrededores de aquel céntrico lugar de la ciudad. Los jardines del Palacio Real, allí era a donde se dirigía, los cuales se encontraban a unas tres manzanas de distancia, donde su administrador le había citado para ponerle al corriente de los nuevos conciertos que tenía concertados en otras importantes ciudades europeas y donde él le exigiría cancelarlos. Aún no lo había comentado con él, pero el brujo había decidido permanecer el París y centrarse en la única meta de su vida, para lo cual había pagado una cuantiosa suma de dinero, adquiriendo el ”Hôtel de Sully”, junto a la ”place Vendôme y, lo más importante, junto al cementerio de Père Lachaise, recientemente abierto.

Así pues era que el muchacho andaba cavilando sobre sus quehaceres, autoimpuestos, respecto a aquel tema; no se negaba a algún concierto en la ciudad o en sus cercanías, pero nada que le alejara más de dos días de su residencia; tenía planes y eran mucho más importantes que aquello que muchos podrían considerar su trabajo. Tenía que estudiar a fondo la orografía del camposanto, sus entradas, los posibles lugares en los que poder salvar el muro que lo recluía del resto de París, zonas de difícil visibilidad, los horarios de los guardias etc.; tenía que conocerle como la palma de su mano, pues no se podía permitir error alguno en los cometidos que pensaba llevar a cabo.

Mientras el chico andaba abstraído del mundo, pendiente sólo en la medida que el pudiera considerar para su propia seguridad, no se percató del percance que estaba sucediendo a sus espaldas; de esta manera, no fue capaz de esquivar a la muchacha que iba detrás de él y, en lo que parecía un intento de imitarla, él también perdió el equilibrio, precipitándose no hacia el suelo, sino hacia el puesto de verduras que se encontraba a su derecha. Mala o buena suerte, según se mirase pues, aunque podría haber caído directamente sobre pimientos y lechugas, el cuerpo del joven prefirió desviarse hacia una de aquellas varas que hacían de pilares maestros del tenderete, por lo que éste, irremediablemente, se vino abajo, tendera incluida.

- Merde – gruñó el muchacho, adolorido por la caída y por los maderos que habían acabado por terminar encima de él. Se llevó una mano a la cabeza, allí donde le dolía a causa del golpe que había recibido y aún tardó unos segundos más en recuperarse lo suficiente como para poder abrir los ojos. Lo primero que hizo fue buscar sin mayor dilación su maletín con la mirada, que se había abierto a causa de la caída, dejando salir el grimorio que contenía en su interior; por suerte éste no se había abierto y no había desvelado su contenido. Presto, alargó la mano para recoger sus cosas antes de que algún maleante o curioso pretendiese hacer lo que no debía hacer. A continuación, desvió su mirada hacia lo que era la dirección opuesta a la que se dirigía, donde una mujer aún permanecía en el suelo - ¡Podría tener más cuidado! – la recriminó con una cara que expresaba sin pudor su rabia y enojo, en un francés que, para los más puristas, dejaría algo que desear, por sus inevitables influencias del occitano, su idioma materno y propio de todo el Midi o Miègjorn, la mitad meridional de Francia.





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Mensaje por Marianne Cromwell Dom Sep 11, 2011 6:14 pm

Ni siquiera Juan había llegado a tiempo, no sólo vio caer a su señora, si no de golpe y porrazo, a un hombre tras ella, quien a su vez, se hacía de un puesto y de pronto, todo estaba lleno de locura y gritos, risas, reclamos y gemidos de dolor. Gente llegando a ver qué había pasado, algunos aprovechaban el momento para hacerse de dinero, de comida y demás. Otros por la mera curiosidad y algunos más para mofarse de la mujer de la alta sociedad que como cualquier mortal, había caído sin saber cómo había pasado.

Juan notó que el hermoso vestido de su ama, se había llenado de polvo, algo de lodo, verdáceos zumos de quién sabe qué verdura, incluso de las pocas fresas que había recibido a cambio de su dinero. ¡Cierto! Y corrió a por el monedero de su ama, antes de que algún "inteligente" fuera a tomarlo. Atrapándolo justo a tiempo, con la bolsa del mandado a un lado y preparándose para ayudar a su señora a levantarse, aunque esperaría el momento en que ella le indicara, no fuera a ser que por apresurarse, empeorara las cosas.

Al mismo tiempo, Marianne gemía de dolor, porque no sólo su pie se había ido de lado al momento de la caída, si no que había golpeado con alguien y de paso, con el suelo, mirándose las manos llenas del zumo de la manzana aplastada, del carboncillo que había usado apenas y con pequeñas piedritas que abrían pequeños huecos en su piel. Algunas sólo sobrepuestas, las más; las menos, habían abierto la piel, dejando tras de sí pequeñas heridas con puntitos de sangre.

- Auch - tragó saliva y se revisó el resto del cuerpo, moviendo manos, piernas, asegurándose de que el tobillo no doliera más de lo que ya le dolía, que no fuera algo de consideración y pudiera apoyarlo. De su tórax, su cabeza, aunque sabía qué era lo que más estaba adolorido: su ego. Mientras tanto, asentía, haciendo caso omiso a la señora que le gritaba improperios, sabiendo que había sido ella la primera en caer. Ignorando al resto de la gente que reía y se mofaba de ella, de su cabello despeinado y de sus ropas sucias. Ayyy su vestido, tanto que le había costado confeccionarlo y ahora estaba hecho un adefesio. Las manchas tardarían en salir, aunque quizá una de las criadas de su tutor fuera tan buena con las imperfecciones como su nana y sólo fuera un susto.

Habiendo comprobado que todo estaba bien, que no le había pasado nada, se levantó ayudada por Juan, quien le entregó luego su cuaderno de dibujos, mientras la señora del puesto afectado, seguía con su "serenata" y gruñía furiosa, haciendo un reverendo espectáculo al cual Marianne no tenía la intención de soportar. Miró a su alrededor, revisando los daños, calculando cuánto le iba a costar, para variar y de paso, buscar al responsable. Había visto, antes de que la empujaran, una capa color beige, pero ahora no lo veía por ningún lado, entre la gente espectadora, curiosa y... morbosa. La señora seguía dando lata y sus gritos e improperios estaban haciendo que le doliera la cabeza. Hizo una mueca y volteó a encararla de una vez por todas. Necesitaba callarla para pensar correctamente.

- Señora por favor, guarde silencio - dijo mirando a la dueña del puesto con una mirada que hacía pensarse dos veces el contrariarla, una que le había copiado a su padre, que era un escribano y que utilizaba con los nobles cabezotas, pero en cambio, esta pobre mujer estaba desesperada y claro que Marianne iba a responder, no era ninguna maleducada y por supuesto que era respetuosa del trabajo ajeno - le pagaré todo, ahora si por favor empieza a revisar cuánto es lo que se perdió, pero le advierto - dijo ya levemente molesta, mientras miraba que todo su vestido estaba arruinado, los pedazos rotos serían imposibles de reparar, debía tirarlo y confeccionar uno nuevo, qué pena porque era uno de los que más le gustaban, la tela sería muy difícil de conseguir y se acordó de la señora en ese momento, por lo que se ocupó de aclararle una cosa: - no le pagaré un franco más, así que tenga cuidado de que no le roben, porque eso no lo cubriré.

Y mientras la señora se ponía a ver los desperfectos, la joven suspiró y volteó hacia el hombre que ahora le miraba, aunque molesto era poco; estaba furioso y sus palabras lo revelaban, aunque tenía un acento curioso, revelando que era tan extranjero como ella. Maravilloso, ni siquiera se había dado cuenta que la aventaron, no, sólo se desquitaba con ella, cuando Marianne entendía perfectamente su enojo, el cual compartía. El causante ni siquiera había sido lo suficientemente hombre como para darles una disculpa, simplemente se había largado tras dejarla en una situación muy comprometida, lo cual la hacía subir al siguiente escalón de enojo.

- Mire señor, no me gusta estar en el suelo, ni arruinar mi vestido, ni aventar gente y mucho menos pagar por cosas que yo no provoqué. Me empujaron y si el que lo hizo fuera un poco caballeroso o tuviera honor, estaría aquí enfrentando las consecuencias que yo no debería enfren... ay no - se acababa de meter la mano al bolsillo para asegurarse de traer la cruz de su nana, pero no había nada - ay no - su cara se puso pálida y buscó con rapidez en el piso - ¡Juan, no traigo la cruz de nana, no la traigo! - gimoteó mientras seguía oteando en el piso.

El hombre, un indígena grandote y fuerte, empezó a buscarla, alejando a la gente que se acercó durante el incidente, haciendo a un lado, levantando otro... ambos parecían preocupados por el objeto.

Objeto que estaba justamente a los pies de Aurelien.

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Mensaje por Malkea Ruokh Vie Oct 14, 2011 7:51 am

Posteo para evitar que envíen este mensaje a la papelera de reciclaje, pues le contestaré en breves. Edito cuando lo tenga (y te aviso personalmente, Mari).





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