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Música y palacios míseros de París [Odoric Eichelberger & Aurelien Fournier] 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Malkea Ruokh Miér Mayo 25, 2011 8:45 am



Silencio; ni apenas un suspiro recorriendo la sala; luego, un susurro declarando impaciencia y, al fin, las ebúrneas teclas del piano cedieron bajo el peso de los pálidos y seguros finales de aquellas firmes falanges. Suave; grácil; el comienzo de la melodía parecía invitar a los oyentes a sumergirse poco a poco en el intrincado camino que les esperaba. Contrastes; fortissimo y piano; las notas se alternaban, saltando con gracia, casi dejando vacíos, como llevando al espectador a caer a un estado de pánico para, a continuación, recogerle, dispuestas a proceder seguidamente de igual manera. Así los rápidos, casi frenéticos, golpes de piano, semicorcheas que se confundían con fusas, llegaban a inundar la sala. Caótico, pero con un extraño orden que sólo el ejecutante conocía, consiguiendo así dejar al resto de presentes a su merced.

Sentado sobre el negro y mullido taburete, emplazado frente al instrumento, se encontraba un joven hombre, cuyo físico podía mal asegurar un escaso abandono de la pubertad, mientras que sus ojos, ahora cerrados, contradecían la afirmación anterior, confiriéndole un aura de sincera y pura hosquedad difícilmente propia de un simple pubescente. Él y sus gráciles manos, que se movían a lo largo de aquella finita blanqui-negruzca infinidad, domándola o convirtiéndola en extensión de sí mismo, eran el centro indiscutible de la atención de cada uno y todos los presentes en el lugar. El muchacho ni siquiera tenía que imaginarse algo a lo que ya se había acostumbrado, a ser la comidilla de las altas esferas en la ciudad a la que se dirigiese, aún semanas antes de su aparición y, por descontado, meses después de su marcha, por lo cual tampoco le era ajena la expectación que levantaba el primer momento en el que escucharan tocar al que era el mejor pianista del momento en el viejo continente, según muchos, y, por ende, del mundo entero. Sus manos, precisas herramientas, no se equivocaban ni en una sola nota, como en cualquier concierto a lo largo de aquellos cuatro años; su técnica, impoluta, tan eficaz que no podía dejar a ningún amante de la música impasible y que, sin duda, a aquellos no del todo creyentes en su fuerza, haría del lacado instrumento en negro su nuevo dios, al menos al tiempo que las cuerdas siguiesen vibrando en el interior de la caja. Cualquier bajo comentario de admiración era rápidamente reprendido por una mirada de reproche de los oyentes aledaños; cualquier impertinencia tenía como rápida reacción el juramento de un posterior e imperdonable ajuste de cuentas; y, por descontado, cualquier ínfima desviación de la propia atención sería pagada con un mordaz arrepentimiento por las horas que seguirían en aquella aún prematura velada. Aquel era uno de los acontecimientos más esperados del año y el no aprovecharlo casi podría considerarse una ofensa.

Al fin, tras el último y casi colérico fragmento, la dinámica comenzó a descender en intensidad lentamente hasta una última nota alargada indefinidamente en el aire; entonces, las manos del muchacho pararon, al igual que cualquier otro movimiento en su cuerpo. Entonces, nuevamente el silencio, la quietud que aún debió de aguardar unos instantes más para ser rota por un creciente e igualmente exaltado cúmulo de aplausos y ovaciones. En ese instante, el muchacho abrió los ojos y, con un bufido de exasperación, rechinó los dientes a la espera de, apenas un minuto después, proceder a conducir a todos los allí congregados a un nuevo éxtasis.


___________________________________________________


Los dedos del aquitano tamborileaban contra la pulida y lisa madera de una de las suntuosas cómodas que adornaban uno de los salones del no tan grande palacio en el que se encontraba; después de haber viajado por la mayor parte de Europa y de haber contemplado las ostentosas residencias nobles de Viena o la suntuosa San Petersburgo, uno se daba cuenta de que París era poco más que un nido de ratas con pretensiones de grandeza. El lugar en el que se encontraba, en el que destacaba el rojo de los sillones y los apenas dos tapices que colgaban de las paredes, era un lugar apartado de la residencia, elegido estratégicamente para no tener que lidiar demasiado con la irritante presencia de aquellos aduladores e hipócritas nobles, siempre presentando sus buenas maneras, tan falsas como las pelucas que adornaban sus cabezas. De una u otra manera, su táctica no había resultado del todo efectiva, como era de esperar, y ya varios de los que antes se habían encontrado atendiéndole se habían presentado a rendirle homenaje pretendiendo halagarle a base de buenas palabras acerca de su inigualable y fastuoso talento, sólo consiguiendo hacer hincapié en su ya omnipotente irritación; sin embargo, el pianista se las arreglaba, como siempre, para espantarlos a base de palabras que, sin ser malsonantes o de mal gusto, lidiaban con la grosería o el ultraje.

El motivo por el que Aurelien Fournier no había abandonado el lugar nada más terminar su recital era que estaba esperando a alguien, a su criado, Valko, el cual tenía que traerle un paquete de importancia y que el muchacho esperaba con ansia. El chico había dado instrucciones de no retirar el envoltorio y, conociendo a su sirviente como lo conocía, sabía que éste no se atrevería a hacerlo, al menos no si nadie le tentaba a ello, como dudaba que pasara. Sin embargo, se estaba retrasando, y la espera era una de las cosas que el aquitano no soportaba. Ni siquiera sabía por qué no despedía a aquel que era poco más que incompetente, a su parecer; bueno, en realidad sí tenía una ligera idea acerca de ello: su apoderado aún no parecía darse cuenta de la situación. Aurelien bufó nuevamente mientras su ceño se fruncía un poco más.

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Mensaje por Odoric Eichelberger Dom Mayo 29, 2011 4:14 pm

En la terraza todo se veía perfecto, un día ideal como los anteriores de esta espléndida semana. El sol iluminaba toda mi casa con mis grandes ventanales, pero pronto se hizo de tarde. Yo ya tenía algo que hacer justo esta misma tarde y era asistir al teatro, a ver tocar a un gran pianista que me habían dicho las buenas lenguas que era experto y que las melodías que tocaba eran canto de ángeles porque fácilmente hacía emocionar a los presentes con esa bella música. Yo quería comprobar la calidad del chico y como no, me compré una entrada para ir al gran palacio de París donde gente de clase alta y de la realeza se iban a divertir, yo de lo contrario no me divertía mucho con eso, soy un joven muy liberal y precisamente esa necesidad de asistir a teatros o musicales no era mi hobby, solo estaba interesado del chico y comprobar que la gente no mentía. Algunas malas críticas me advirtieron que era un poco tosco y no hablaba con mucha gente, por su superioridad o porque era soso simplemente, eso me hizo pensar en que tenía que hablar con él para comprobar cuanto podía durar charlando amigablemente y contando nuestras pequeñas maldades como chavales jóvenes que éramos, pensar que alguien tan joven en cuestión de tiempo ya tenía gran fama en París y se había hecho de la clase alta, era increíble que con solo tocar bien un insignificante instrumento podías alcanzar tal fama, total a esta población de hoy en día la puedes cautivar con cualquier tontería.

Entonces al cabo de pocas horas y por supuesto puntual estaba allí en el gran teatro, simpatizando con gente culta y bien formada, y no cabe decir que rica, algunas me daban algo de grima por lo creídas que eran, intentaba alejarme sobre todo de esas personas. Intercambié varias palabras con gente de la realeza, muy simpáticas había que decir, menos mal que no toda la realeza era tan apestosa como se veía. Pero de tanto hablar me aburrí así que me senté y miré querido reloj de bolsillo a ver cuanto quedaba para entrar, la verdad se estaban retrasando un poco, era cargante esperar cuando llegas puntual. Me quedé los siguientes minutos mirando el reloj y contando los minutos que pasaban hasta que pasásemos, sinceramente pasaron 5 minutos de estar sentado. Me levanté y guardé mi reloj en el bolsillo de mi chaleco, avancé unos pasos hacia adelante y me puse en la inmensa cola que había, para entrar, pero con lo despistado que era, no me di cuenta que mi asiento estaba en la parte de arriba, rápido huí de la cola de gente y subí las escaleras sin prisa mientras canturreaba una canción me repetía constantemente, no me sabía más que el principio, era algo nueva.

Entonces ya estaba sentado en el lugar que me correspondía, cogí mis prismáticos para poder ver bien al chico como tocaba el instrumento llamado piano. Entonces empezó a tocar, dios mío, tocaba como ningún otro ser pudiera tocarlo mejor, asentí con mi cabeza al oír tal cosa, una melodía preciosa, aunque algo melancólica en mi opinión. Ver tocar con esa rapidez el piano, uno se sombraba la verdad, esa velocidad fugaz de sus dedos tocando las delicadas notas del piano y más tarde haciéndolo sonar, era maravilloso, se notaba que era muy bueno, el mejor pianista revelación y próximamente del mundo al parecer, no tuvo ningún error en todo el recital, con esa cara de concentrado que se le veía se notaba que se metía mucho en el papel de pianista es como si lo tocara con toda su alma puesta en ello. Mientras seguía tocando aproveché a mirar los rostros del público, y exactamente estaban asombrados por el talentoso chico, alguna que otra cara de sueño que rápido se despertaban cuando el chico tocaba algunas notas con más intensidad y fuerza, una sonrisa esbozó en mi rostro. Deje de distraerme para mirar como terminaba el chico de tocar sus últimas notas, simplemente fantástico, el público se levanto eufórico aplaudiendo con todas sus ganas, yo me quedé sentando mirándolo con más detenimiento pero se fue muy rápido.

Poco a poco la gente abandonaba la sala, yo era una de ellas, tenía pensado en ir a casa aunque tenía algo mejor que hacer, cotilleé una conversación de unas jóvenes diciendo que se iban a ver a donde reposaba el joven pianista, yo no iba a ser menos así las seguí sigilosamente, iba unos cuantos pasos más atrás de ellas, y a veces miraban hacia atrás y yo me hacía el tonto y miraba con interés los cuadros de las paredes cuando me miraban, en algún momento me tuve que quedar parado. Finalmente cuando iba a ver al joven talento, las chicas se largaron corriendo y un poco a apenadas, pobrecitas, a saber que le habría dicho este joven. Con una sonrisa me acerqué a él e hice una pequeña reverencia para ofrecerle un poco de respeto. Encantado joven, mi nombre en Odoric Eichelberger, me ha gustado bastante su recital y solo quería decirle que es un honor ver a jóvenes tan talentosos en esta ciudad. Le miré a los ojos, para ver si recibía alguna repuesta buena o mala de él.
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Mensaje por Malkea Ruokh Sáb Jun 04, 2011 9:56 pm

Murmullos; lejanas y banales conversaciones acalladas por la distancia, con mucha más forma que contenido, si es que, en realidad, tenían intención de llevar significado alguno, fueran cual fueran los comentarios a analizar. El ambiente, entonces, era un cúmulo de palabras que se entrecruzaban y se mezclaban en una discordante sinfonía cuya contestación no podía ser otra que un rechinar de los dientes del pianista, visiblemente irritado. La palma de su mano izquierda terminó por apoyarse el mueble que antes estaba débilmente golpeando para que, así, sus dedos pudieran agarrar el saliente borde y que su brazo terminara tensándose, remarcando su estado anímico de contrariedad. El muchacho era consciente de que la aplastante mayoría de los diálogos estarían centrados alrededor de su excelente actuación y que, tarde o temprano, terminarían derivando hacia quién era él, para que algún supuesto entendido se dispusiese a contar con total soltura, gracia y seguridad su pasado; en medio de su explicación alguien le interrumpiría para corregir alguno de sus múltiples testimonios, aportando una información que, como poco, contradeciría a lo anteriormente dicho. El muchacho bufó al tiempo que su párpado izquierdo se contraía involuntariamente por apenas un segundo; ¿qué sabrían ellos? Ninguno de los presentes conocía con seguridad lo que con certeza estaban divulgando; su pasado estaba lejos y enterrado, durmiendo en un pobre lecho al sur del país junto a una grasienta fémina y encerrado entre las marmóreas paredes de un sarcófago, en una cripta cercana a Montluçon. ¿De la burguesía o de los bajos estratos de la sociedad? Era obvio que las habladurías preferían algo cercano a la verdad, las ideas románticas comenzaban a estar de moda y el esfuerzo de alguien pobre siempre conmovía algunos corazones. Necios; no tenían ni una lejana y remota sospecha de lo que realmente había pasado en su vida. Nadie hablaba de forzamientos, abusos, de crímenes o asesinatos, de huidas, dolor, demencia o de la injusticia de haber nacido en aquella noche otoño; esos conceptos quedaban fuera de su vocabulario y de sus mentes acostumbradas a que el mayor escándalo consistiese en mostrarse ofendido ante el descubrimiento de una distinguida noble encerrando entre sus piernas el torso de un joven en su propio lecho matrimonial, por mucho que ya fuese de conocimiento público mucho antes. De todas formas, Aurelien no iba a cambiar eso; no estaba dentro de sus intereses que alguien encontrase la verdad acerca de lo ya acaecido.

En tanto que se encontraba gruñendo mentalmente, un grupo de tres jóvenes damas, vestidas en una pastelosa indumentaria acorde a la cargante decoración rococó, hizo acto de presencia frente al malhumorado muchacho trajeado esencialmente en blanco y negro.

- Bonsoir, monsieur Fournier – dijo una de ellas, de cabello dorado, con una sonrisa medida, ni tan exagerada como para parecer violenta ni tan pequeña como para aparentar premeditación, por mucho que ésta fuese más que evidente ya de por sí

- Bona nuèch? – contestó él en su idioma materno, a veces más semejante a la lengua propia del sur de los Pirineos que la del propio reino, con un matiz en su voz que indicaba su duda acerca de la afirmación al tiempo que remarcaba su poco interés en mostrarse amable y cortés. Luego, el muchacho calló.

- ¿Cómo se encuentra usted, monsieur? Nos preguntábamos – siguió la misma damisela intentando pasar por alto la tosca forma de proceder del ”monsieur Fournier” – si gustaría de pasar algunos momentos en nuestra compañía ¡Oh, pero qué desconsideración por mi parte! Soy mademoiselle de Bois y éstas son mademoiselle d’Artois y Boissieu– dijo sin apenas un resquicio de espacio entre frase y frase, casi como si hubiera preparado el discurso previamente. Aurelien, por su parte, esperó a que terminase de soltar la retahíla de palabras, con un levantamiento de su ceja izquierda como máxima acción; cuando el silencio se instalara de nuevo entre ellos fue el momento que escogió él para hablar

- ¿Y por qué debiera de ”pasar algunos momentos en vuestra”, sin duda agradable, “compañía”, mademoiselle de Bois – calcó él de la voz ahora a la espera de una respuesta, marcando la ironía en su añadido y la sorna en la forma de trato. Las muchachas no tardaron demasiado en darse cuenta de la situación y, aunque la portavoz del grupo abrió la boca para hablar, pareció cambiar de opinión, a juzgar por los instantes que permaneció sin moverse, para concluir con un nuevo ”bonsoir” de cortesía dirigido al ”monsieur Fournier”. Acto seguido, las tres muchachas desaparecieron por la puerta con sus pomposos y engalanados vestidos.

Eso era una de las pocas cosas que le gustaban a Aurelien de la nobleza y alta burguesía o, al menos, que no hacía que le gustasen menos; el hecho de que su estricto protocolo de cortesía les impidiera una mala contestación abiertamente, cosa que, por descontado, él no cumplía, les obligaba a hacer desaparecer rápido su molesta e indeseada presencia de sus narices. Por el contrario, Aurelien sabía que en estratos sociales inferiores, la gente no tenía costumbre de guardar tanto las formas, o la misma frase sin el tanto; no sería la primera vez que una situación similar le hubiese pasado, con doncellas en el mercado, y que el desenlace de ésta fuese una fuerte discusión que alargaba la tan ansiada vuelta a la única compañía de su soledad. El chico se encontraba nuevamente tejiendo aquella red infinita de adustez que se iba ciñendo alrededor de sí mismo y se reflejaba abiertamente en sus facciones y en la falsa educación de sus palabras, convirtiendo aquel trato en una sorna de la sincera, cuando, por enésima vez en lo que iba de noche, fue interrumpido. Palabras amables, para no variar, adulando a su persona. El muchacho ya estaba preparando una mordiente sonrisa y una contestación a juego cuando, al girar el rostro hacia él y mirarle, sus intenciones se vieron truncadas.

Por primera vez en mucho tiempo, el rostro de Aurelien perdió su firmeza y fue pasto del fuerte golpe que, hondo, había recibido. No, era imposible; él estaba muerto. Sus pensamientos, sus dudas y sus negaciones se hallaban perdidas en medio de aquellos iris castaños rodeando las profundas pupilas, mientras que sus labios se abrían para dejar paso a una mandíbula ligeramente descolgada. No podía ser verdad, él no podía estar vivo, él mismo recordaba el cuerpo inerte del muchacho sobre él, su sangre cayendo sobre su blanca y desnuda piel e incluso recordaba los ojos ausentes de vida que ahora parecían estarle contemplando una vez más. En aquellos instantes mil y una opciones rondaban por su cabeza, tanto lógicas como imposibles, aunque un posterior análisis algo más objetivo, que no se demoró demasiado, aunque sí a parecer del brujo, terminó por desterrar la idea de que su mente estuviera nuevamente jugando contra él, ésta vez aumentando el grado de perturbación hasta la esquizofrenia. No, no era él o, al menos, no era exactamente él. El cabello castaño, en contra del rubio del otro, el tabique más ancho o el desvanecimiento de la mirada completamente inocente, sin perder la amabilidad, eran cosas que los diferenciaban, además de la propia postura, de su porte, algo más de hombre el que se le estaba presentando en ese mismo momento. No, aquel no era Etienne; al menos no el Etienne que hubiera abandonado hacía más de cuatro años atrás entre las blancas sábanas impregnadas de rojo. Pero, ¿qué otras opciones había? Dudaba que nadie hubiese podido llevar a cabo lo que él llevaba largo tiempo proponiéndose, el devolver la vida a un cuerpo marchito, y dudaba aún más que el padre del muchacho hubiese logrado hacerlo en los días posteriores a su muerte. Sin embargo, un fugaz recuerdo acudió a su mente: Etienne no era hijo único; ¿se trataba pues, éste, del hermano mayor al que nunca había tenido la suerte, o desgracia, de conocer?

- No puedo decir lo mismo – dijo él, recuperando las formas, un latir del corazón más adecuado y la mirada ceñuda. Fuera o no fuera pariente del muchacho, a Aurelien no le parecía algo aceptable; si sus sospechas eran fundadas, nada bueno podía augurarle que el pasado, la familia de aquel al que su cuerpo había asesinado, volviese a hacer acto de presencia; por otro lado, si se equivocaba en sus conjeturas, su mera existencia le parecía una verdadera y real ofensa al recuerdo del chico, algo casi sagrado para él -. ¿Quién es usted? – preguntó algo hostil y directo, más de lo que se consideraría, nuevamente, correcto, pero guardándose palabras más ofensivas; el pianista no era tonto y se había resuelto, casi espontáneamente, a averiguar aquello que demandaba saber y no quería espantar a aquel que había acudido a su presencia; aún no.

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