AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El Último Vals
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El Último Vals
Descendiendo por las amplias escaleras de mármol, el observador se acercaba a las sombras. El gran salón estaba en penumbra, tan sólo iluminado tenuemente por unos pocos candiles: Al fondo, un discreto escenario se levantaba un par de palmos del suelo, enfocado por pequeñas lámparas de aceite en su perímetro semicircular, y el sonido de un magistral violín se deslizaba por entre los convidados como una caricia atormentada y sublime. Los ligeros murmullos se iban apagando, conforme se dibujaba en el estrado la figura de un hombre.
La luz de las pequeñas llamas daba forma a una máscara que le cubría parte del rostro, pero no la mirada. Parecía haber nacido sobre aquellas tablas, y desde hacer uso de sus manos, haber repetido otras tantas el natural y ligero gesto de extraer un amplio pañuelo de seda negra del bolsillo interior de la levita. Los ojos del público escrutaban cada uno de sus movimientos, a la espera de resolver el misterio que se escondía tras el juego de manos, música y sonrisas. Era la magia que ellos conocían, y a la que el ilusionista estaba consagrado por deseo y por obligación. Con la delicada melodía del violín por fondo, Henry mostró una cajita de tela y bronce a los espectadores, al tiempo que una mujer desplazaba una mesita con ruedas hasta él. En ella había una caja negra, con el lateral del público abierto hacia ellos, con el objetivo de que viesen que no podía guardar nada dentro.
El ilusionista colocó el pequeño cofre sobre la caja, tapándolo entonces con el pañuelo. Con un juego de manos, en un teatral aspaviento, y ante el asombro del público, el objeto se desmaterializó bajo la tela y esta cayó lisa sobre toda la superficie superior del cubo. Dentro de esta, como podían ver, no había nada.
Entre algunas exclamaciones de admiración, la sala aplaudió ante el truco, pero no acababa ahí. Henry volvió a tomar el pañuelo, esta vez para meterlo dentro de la caja negra. El sinuoso violín seguía sonando, como una tercera mano, mientras el protagonista cerraba el contenedor oscuro, y este se acercó al final del escenario buscando a un voluntario o voluntaria. Sus ojos paseaban por entre los invitados, avistando al fin a alguien...
Invitado- Invitado
Re: El Último Vals
A pesar de llevar desde muy temprano limpiando en aquel lujoso edificio, seguía sin explicarme la razón por la que me encontraba allí. Una dama de buena clase, acompañada de un hombre mayor cuya sabiduría se le reflejaba en las pupilas, me asaltaron en la calle como quienes quieren pillar desprevenida a su presa. Sin una palabra, pusieron en mis manos una pequeña tarjeta escrita a mano, con caligrafía elegante, y desaparecieron entre el barullo de gente. Tuve que visitar a James, el carpintero y uno de mis únicos amigos, para que me leyera el contenido de la tarjeta. Allí solo se indicaba una dirección a la cual suponía que tendría que acudir.
Hacía frío aquella mañana de verano, asíque me apresuré a llegar a la calle señalada para acabar de una vez con mi curiosidad. ¿Qué me encontraría allí? ¿Por qué me habían elegido y me habían invitado a visitar aquel palacio de manera tan sumamente extraña?
Nada más asomar por la puerta de la entrada, una sirvienta joven, más que yo incluso, me había arrastrado por los numerosos corredores del palacio hasta atravesar una sala hermosa, en la que reconocí sentada tras un escritorio a la señora de tez blanquecina que me había avistado en la calle del mercado de París horas antes. No se andó con rodeos. Me explicó por qué estaba allí. Necesitaba más sirvientes, más limpiadoras y más cocineras. Yo necesitaba el dinero y eso haría que trabajara mejor que alguien que no necesitaba el trabajo para sobrevivir. Había tragado saliva forzosamente. Me estaba ofreciendo un empleo en aquel lugar, el cual solo podía describir con halagos. Lo acepté sin dudarlo, sin pensar siquiera en el esfuerzo a realizar. La necesidad era mi prioridad. Me habían entregado un vestido que incluso me dio ganas de evitar tocar por su textura y por su valor, pero que supuse sería la ropa adecuada para una sirvienta. Sobre el vestido, la misma joven que me había guiado hasta el despacho me colocó un delantal blanco y me ató sobre el pelo una especie de pañuelo, que hacían que mi pelo rojizo no se viese.
Llevaba horas limpiando, y cuando por fin terminé me deshice de aquel delantal que se había vuelto grisaceo por el polvo que desprendían las estátuas de mármol de las esquinas. Me encontraba mareada y desconcertada. En algún lugar del palacio parecía haber una actuación. Oia aplausos, risas y jadeos asombrados. Una pareja noble pasó corriendo por mi lado sin nisiquiera verme. Les seguí con curiosidad. Entraron por una puerta que al abrirse amplificó el sonido de los gritos alegres y de un jaleo que hacía retumbar el suelo. Parecía que llegaban tarde a la función. Me acerqué sigilosa a la puerta que había quedado entre abierta, y me emocioné al ver el espectáculo que realizaba un joven con una máscara en el rostro. Era realmente increible. Un hombre mayor, sentado en el público, me gruñó que pasara de una vez y cerrara la puerta. Y eso hice. Pasé dentro sin darme cuenta de lo que hacía. Dioses, yo no podía estar allí. Di gracias a que llevaba un vestido decente que me hacía parecer de clase media-alta, y a que el pañuelo cubriera elegantemente mi cabello. Me quedé apoyada en la puerta de entrada, intentando no hacer ruido. Juro que aquel hombre, el ilusionista, me había mirado tras acabar su último truco.
Hacía frío aquella mañana de verano, asíque me apresuré a llegar a la calle señalada para acabar de una vez con mi curiosidad. ¿Qué me encontraría allí? ¿Por qué me habían elegido y me habían invitado a visitar aquel palacio de manera tan sumamente extraña?
Nada más asomar por la puerta de la entrada, una sirvienta joven, más que yo incluso, me había arrastrado por los numerosos corredores del palacio hasta atravesar una sala hermosa, en la que reconocí sentada tras un escritorio a la señora de tez blanquecina que me había avistado en la calle del mercado de París horas antes. No se andó con rodeos. Me explicó por qué estaba allí. Necesitaba más sirvientes, más limpiadoras y más cocineras. Yo necesitaba el dinero y eso haría que trabajara mejor que alguien que no necesitaba el trabajo para sobrevivir. Había tragado saliva forzosamente. Me estaba ofreciendo un empleo en aquel lugar, el cual solo podía describir con halagos. Lo acepté sin dudarlo, sin pensar siquiera en el esfuerzo a realizar. La necesidad era mi prioridad. Me habían entregado un vestido que incluso me dio ganas de evitar tocar por su textura y por su valor, pero que supuse sería la ropa adecuada para una sirvienta. Sobre el vestido, la misma joven que me había guiado hasta el despacho me colocó un delantal blanco y me ató sobre el pelo una especie de pañuelo, que hacían que mi pelo rojizo no se viese.
Llevaba horas limpiando, y cuando por fin terminé me deshice de aquel delantal que se había vuelto grisaceo por el polvo que desprendían las estátuas de mármol de las esquinas. Me encontraba mareada y desconcertada. En algún lugar del palacio parecía haber una actuación. Oia aplausos, risas y jadeos asombrados. Una pareja noble pasó corriendo por mi lado sin nisiquiera verme. Les seguí con curiosidad. Entraron por una puerta que al abrirse amplificó el sonido de los gritos alegres y de un jaleo que hacía retumbar el suelo. Parecía que llegaban tarde a la función. Me acerqué sigilosa a la puerta que había quedado entre abierta, y me emocioné al ver el espectáculo que realizaba un joven con una máscara en el rostro. Era realmente increible. Un hombre mayor, sentado en el público, me gruñó que pasara de una vez y cerrara la puerta. Y eso hice. Pasé dentro sin darme cuenta de lo que hacía. Dioses, yo no podía estar allí. Di gracias a que llevaba un vestido decente que me hacía parecer de clase media-alta, y a que el pañuelo cubriera elegantemente mi cabello. Me quedé apoyada en la puerta de entrada, intentando no hacer ruido. Juro que aquel hombre, el ilusionista, me había mirado tras acabar su último truco.
Denna Setterfield- Cambiante Clase Media
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Fecha de inscripción : 17/01/2010
Re: El Último Vals
La vista de Henry se detuvo en una joven junto a las puertas que daban entrada al salón. Llevaba un pañuelo cubriéndole el cabello, algo que interpretó como un distintivo del servicio, y sin embargo, vestía un atuendo apropiado para la ocasión. Sería la chica idónea para la consumación del truco: Tan sólo necesitó hacerle un gesto y alzar algo la voz, para que lo oyera.
- La joven del fondo – dijo señalándola brevemente –. La señorita del pañuelo. ¿Sería tan amable de subir al escenario?
Parecía ligeramente desconcertada mientras avanzaba entre el público, y éste la miraba pasar no sin cierta sorpresa. ¿De dónde había salido? ¿De parte de quién venía a la fiesta? El ilusionista tampoco recordaba haberla visto antes, pero de un modo u otro, tampoco le importaba. Lo más seguro fuera que, en ese caso, no hubiera visto el resto del espectáculo. Tan sólo sentía una cierta lástima por ello, ya que tampoco era realmente necesario para que le ayudara.
Aquel sería el último truco de la noche, teniendo en cuenta que casi toda la orquesta había ido a hacer un descanso. De cara al público sólo quedaba un violinista en pie – alabable devoción por su trabajo –, que se había ofrecido a amenizar el espectáculo con su instrumento. Por lo pronto, podría decirse que estaba teniendo una buena acogida, y eso le relajaba teniendo en cuenta que era de los lugares más distinguidos de la ciudad.
Cuando la dama estuvo más cerca, extendió una mano con cortesía, ayudándola a subir por el lateral del escenario sin que se pisara las faldas.
- La joven del fondo – dijo señalándola brevemente –. La señorita del pañuelo. ¿Sería tan amable de subir al escenario?
Parecía ligeramente desconcertada mientras avanzaba entre el público, y éste la miraba pasar no sin cierta sorpresa. ¿De dónde había salido? ¿De parte de quién venía a la fiesta? El ilusionista tampoco recordaba haberla visto antes, pero de un modo u otro, tampoco le importaba. Lo más seguro fuera que, en ese caso, no hubiera visto el resto del espectáculo. Tan sólo sentía una cierta lástima por ello, ya que tampoco era realmente necesario para que le ayudara.
Aquel sería el último truco de la noche, teniendo en cuenta que casi toda la orquesta había ido a hacer un descanso. De cara al público sólo quedaba un violinista en pie – alabable devoción por su trabajo –, que se había ofrecido a amenizar el espectáculo con su instrumento. Por lo pronto, podría decirse que estaba teniendo una buena acogida, y eso le relajaba teniendo en cuenta que era de los lugares más distinguidos de la ciudad.
Cuando la dama estuvo más cerca, extendió una mano con cortesía, ayudándola a subir por el lateral del escenario sin que se pisara las faldas.
Invitado- Invitado
Re: El Último Vals
- La joven del fondo – dijo el ilusionista, señalándo para dar a entender a quién se dirigía–. La señorita del pañuelo. ¿Sería tan amable de subir al escenario?
No, no me había equivocado al notar su mirada clavada en mi. Sentí también la de todos los espectadores contemplando mis ropas, mi rostro, mis manos cogidas firmemente para no temblar por la inseguridad. Murmuraban, cómo no. Pero no me importaba, avancé hacia delante, hacia la luz. Comentaban cosas sin importancia, que quién sería, de donde vendría, si me quedaba bien la ropa, si era guapa, fea, demasiado delgada... nada comparado con lo que tendría que soportar si me hubieran reconocido, como sin duda habría ocurrido si mi cabello hubiera ondeado mientras me acercaba titubeante al escenario.
Desde muy pequeña, había procurado esconder de mil maneras el color rojizo de mi cabello que me delataba en todos mis intentos de pasar desapercibida, pero sin duda, era el gran inconveniente, era el problema, era la firma de mi persona. Puede que sean pocos los que me han visto y que el resto solo sea la audiencia de las voces de París que relataban alguna historia en la que he tenido un papel importante, pero sin duda, ninguno de ellos se ha olvidado de mi cabello. Quizás de mi rostro, pero no del fuego que baila cada vez que recorro los callejones endiabladamente.
El pañuelo que llevaba puesto aquella noche me hacía sentirme tranquila. Aquella noche no era Nora, la joven huidiza que vagabundea por París. Aquel día podría ser quien yo quisiera, sin miedo a los reproches a los que ya estaba acostumbrada, pero que seguían doliendo en lo más profundo de mi ser.
Miré a los ojos al hombre que me había elegido entre el público y esbocé una leve sonrisa. Le admiré cual inocente por la cortesía que emanaba de él tan solo con ofrecerme la mano para subir al escenario. Quizás aquello no hubiera tenido lugar de haber sido la de siempre, la callejera. Aquel pensamiento me hizo mirar nerviosa a todos lados, pero respiré profundamente, convenciéndome de que aquella vez no saldría mal... no tenía por qué.
-Gracias monsieur- musité lo suficientemente alto como para que me oyera.
No, no me había equivocado al notar su mirada clavada en mi. Sentí también la de todos los espectadores contemplando mis ropas, mi rostro, mis manos cogidas firmemente para no temblar por la inseguridad. Murmuraban, cómo no. Pero no me importaba, avancé hacia delante, hacia la luz. Comentaban cosas sin importancia, que quién sería, de donde vendría, si me quedaba bien la ropa, si era guapa, fea, demasiado delgada... nada comparado con lo que tendría que soportar si me hubieran reconocido, como sin duda habría ocurrido si mi cabello hubiera ondeado mientras me acercaba titubeante al escenario.
Desde muy pequeña, había procurado esconder de mil maneras el color rojizo de mi cabello que me delataba en todos mis intentos de pasar desapercibida, pero sin duda, era el gran inconveniente, era el problema, era la firma de mi persona. Puede que sean pocos los que me han visto y que el resto solo sea la audiencia de las voces de París que relataban alguna historia en la que he tenido un papel importante, pero sin duda, ninguno de ellos se ha olvidado de mi cabello. Quizás de mi rostro, pero no del fuego que baila cada vez que recorro los callejones endiabladamente.
El pañuelo que llevaba puesto aquella noche me hacía sentirme tranquila. Aquella noche no era Nora, la joven huidiza que vagabundea por París. Aquel día podría ser quien yo quisiera, sin miedo a los reproches a los que ya estaba acostumbrada, pero que seguían doliendo en lo más profundo de mi ser.
Miré a los ojos al hombre que me había elegido entre el público y esbocé una leve sonrisa. Le admiré cual inocente por la cortesía que emanaba de él tan solo con ofrecerme la mano para subir al escenario. Quizás aquello no hubiera tenido lugar de haber sido la de siempre, la callejera. Aquel pensamiento me hizo mirar nerviosa a todos lados, pero respiré profundamente, convenciéndome de que aquella vez no saldría mal... no tenía por qué.
-Gracias monsieur- musité lo suficientemente alto como para que me oyera.
Denna Setterfield- Cambiante Clase Media
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Re: El Último Vals
La muchacha era hermosa. Tenía una humildad en la mirada poco propia de la nobleza, y una limpidez que se alejaba del vicio y el robo de las clases más bajas. Su edad posiblemente rondara la veintena, aunque nunca le gustaba apresurarse con un cálculo tan impreciso. A veces tomaba consciencia de cuán diferente se había vuelto en todos aquellos años hasta el viaje a París; de ser un chiquillo harapiento y medio analfabeto a un hombre con una vida holgada, y libros sobrados para empaparse del conocimiento que deseara. Había tenido también suerte, mucha suerte: Lo reconocía. Pero las horas entre hilos, pañuelos y cajas conformaban lo más imprescindible de todo ese cambio maravilloso.
La joven terminó por subir, seguida de un aplauso por parte del público. Siempre le había parecido algo un poco absurdo el aplaudir por el hecho de que una invitada – o invitado – subiera a colaborar con el prestidigitador, pero si eso animaba el convencimiento del aludido, nunca venía mal. Entre el ruido de las palmas le dijo su nombre, seguido de una fórmula básica de cortesía, y el de la chica fue oído de cara al público. El ilusionista se colocó a un lado de la caja negra, suficientemente grande como para que cupiera una cabeza, e hizo un pequeño gesto señalándola.
- Miss Nora, ¿Podría abrir la portezuela de la caja, por favor?
El silencio se había hecho de nuevo en aquel improvisado auditorio, pues hasta aquella noche no había sido más que salón. Ahora era necesaria la intervención de ella, que sin duda conllevaría un automático centro de la atención sobre el resultado de su próxima acción. Había hecho aquel truco cientos de veces; no era momento de que resultase erróneo, ni lo esperaba. Es más: Si lo hacía bien, podría conllevarle un acceso seguro a una posición social más elevada, ya que era la primera vez que actuaba en un palacio parisino. No era cuestión de vida o muerte la clase social, pero trae tantas comodidades...
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La joven terminó por subir, seguida de un aplauso por parte del público. Siempre le había parecido algo un poco absurdo el aplaudir por el hecho de que una invitada – o invitado – subiera a colaborar con el prestidigitador, pero si eso animaba el convencimiento del aludido, nunca venía mal. Entre el ruido de las palmas le dijo su nombre, seguido de una fórmula básica de cortesía, y el de la chica fue oído de cara al público. El ilusionista se colocó a un lado de la caja negra, suficientemente grande como para que cupiera una cabeza, e hizo un pequeño gesto señalándola.
- Miss Nora, ¿Podría abrir la portezuela de la caja, por favor?
El silencio se había hecho de nuevo en aquel improvisado auditorio, pues hasta aquella noche no había sido más que salón. Ahora era necesaria la intervención de ella, que sin duda conllevaría un automático centro de la atención sobre el resultado de su próxima acción. Había hecho aquel truco cientos de veces; no era momento de que resultase erróneo, ni lo esperaba. Es más: Si lo hacía bien, podría conllevarle un acceso seguro a una posición social más elevada, ya que era la primera vez que actuaba en un palacio parisino. No era cuestión de vida o muerte la clase social, pero trae tantas comodidades...
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Invitado- Invitado
Re: El Último Vals
La amabilidad con la que me trataba el ilusionista me revolvía las entrañas. ¿Por qué todo tenía que ser tan diferente a aquel lugar? ¿A aquella sala donde la gente me aplaudía por el simple hecho de ser una elegida? Suspiré abatida. Si me reconocieran...
Temblé levemente, y entre aplausos oi al joven preguntar mi nombre. Debo admitir que dudé en decírselo. Estuve a punto de inventarme un nombre falso por si acaso alguien se había enterado de que la joven de cabellos rojizos se llamaba Nora. Al final se lo dije en un murmullo, y quise morir cuando él lo pronunció en voz alta y clara. Escruté al público nerviosa, pero nadie reaccionó violentamente, solo sonreían. "Bien pequeña, eres una extraña para ellos, una simple humana de clase media con un bonito vestido que trabaja en un palacio honradamente".
Hice caso a las indicaciones de mi ahora compañero de actuación, y abrí la caja. Solo con tocarla había sentido un aletéo dentro. Sonreí alegre cuando una paloma blanca salió apresuradamente del interior y revoloteó sobre las cabezas de los espectadores. Dentro de la caja, además del animal, se encontraba el cofre que había desaparecido ante mis ojos en el número anterior. Sabía que mis ojos tendrían un brillo de ilusión indescriptible. Porque yo era así... creedora de los cuentos fantásticos... la emperatriz de la esperanza en las calles maltrechas de París. Miré con adoración al joven y sonreí levemente. Me hice a un lado para mirar la paloma. El público ya había estallado en aplausos.
-Es magnífico monsieur...- se escapó de mis labios en un susurro.
Temblé levemente, y entre aplausos oi al joven preguntar mi nombre. Debo admitir que dudé en decírselo. Estuve a punto de inventarme un nombre falso por si acaso alguien se había enterado de que la joven de cabellos rojizos se llamaba Nora. Al final se lo dije en un murmullo, y quise morir cuando él lo pronunció en voz alta y clara. Escruté al público nerviosa, pero nadie reaccionó violentamente, solo sonreían. "Bien pequeña, eres una extraña para ellos, una simple humana de clase media con un bonito vestido que trabaja en un palacio honradamente".
Hice caso a las indicaciones de mi ahora compañero de actuación, y abrí la caja. Solo con tocarla había sentido un aletéo dentro. Sonreí alegre cuando una paloma blanca salió apresuradamente del interior y revoloteó sobre las cabezas de los espectadores. Dentro de la caja, además del animal, se encontraba el cofre que había desaparecido ante mis ojos en el número anterior. Sabía que mis ojos tendrían un brillo de ilusión indescriptible. Porque yo era así... creedora de los cuentos fantásticos... la emperatriz de la esperanza en las calles maltrechas de París. Miré con adoración al joven y sonreí levemente. Me hice a un lado para mirar la paloma. El público ya había estallado en aplausos.
-Es magnífico monsieur...- se escapó de mis labios en un susurro.
Denna Setterfield- Cambiante Clase Media
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