Dónde está tú mente? || Giàccomo

por **Alan** Sáb Sep 03, 2011 11:55 pm

Con el tiempo aprendes muchas cosas, entre ellas el respeto hacia los otros, a los trabajos de otros… que no todo es lo que aparenta, y sobre todo que el amor dolía. Los orbes de la muchacha se dirigieron de vez en cuando a los vendedores, desplazándose con delicadeza entre ellos, había aprendido a mostrar esa faceta femenina, que toda muchacha debía ser, dama, delicada… frágil y sutil, sin embargo muchas veces eso no era lo más correcto. Alanié, había aprendido lo duro de la vida, a no confiar en cualquiera, que los cazadores no debían estar cerca suyo, que su padre aun la buscaba para darle muerte… y que estaba sola. Tomó el vestido entre sus delicadas manos, jugando con la seda, enredando sus dedos de vez en cuando en el. Cientos de aromas se desplazaban por sus sentidos, los efluvios llegaban y se iban con rapidez, la angustia se apoderaba de ella en más de una ocasión, aun así debía seguir adelante, sin parar.

Observo a unos muchachos, que intentaban vender unos pequeños libros infantiles, podía ver una vez más una ciudad que a esas horas debía estar dormida, sin embargo, parecía llena de vida. Trataba de no pensar en lo ocurrido hace unos meses atrás, ya no creía en que dos almas juntas podían sincronizarse, ya no creía que existía el alma gemela… la calle parecía más estrecha que nunca y el murmullo incluso más incesante de lo normal, tantos paseando, como otros detenidos esperando para algo nuevo, alguna sorpresa, la mayoría sumergidos en sus problemas, en pensamientos, todos tan diferentes. Tanta variedad. Se sintió deseosa de volver a casa, una casa con aroma a hogar… pero no existía tal cosa.

Había notado, que cada vez que volvía a la realidad, esta le abofeteaba con todo en el rostro, dejando marcas y restos a cada paso peor. Un duro derechazo directo bajo del ánimo. A veces lograba hacer que todo se esfumara a su alrededor, otras veces la atrapaba sin dejarla salir, tratando de levantar ese espíritu del ser vivo que era, desde la lona de sus entrañas, pero a pesar de desear escapar… no lo había logrado, últimamente lograba tan pocas cosas. Vagaba sin rumbo, ni destino, solo caminaba, observando sin mirar… el silencio a veces era un aliado. Sonrió, viendo facciones a su alrededor, hasta caer en un muchacho en especial, ladeó el rostro, sin embargo no dijo nada, solo bajo su mirada, apartando su presencia de su camino.

Este era su mundo…

por Invitado Jue Sep 15, 2011 8:30 pm

¿Cuántos meses había pasado?
¿De qué modo tan bizarro había cambiado?

Demasiadas preguntas transitaban por la mente de un vampiro, cuya existencia había sido remitida perpetuamente al limbo; Aquella noche en especial, se cumplía el primer aniversario de la muerte de su hermano y a Giàccomo, no parecía importarle en lo absoluto aquella fecha en especial. Había guardado silencio durante la reunión de la Hermandad de Asesinos, que planificaban alzar una ofrenda en honor a aquel inmortal que había sido el más grande de los soldados y el más glorioso homicida romano. ¿Por qué simplemente no podía decir nada? El silencio se había convertido en su mejor compañero, tras perder a su mejor amigo y hermano en aquel escape cruento de las mazmorras de su ciudad natal, él había jurado permanecer en soledad y un voto de suprema afonía.

¡Maldito fuera el Destino!

Desde aquel día en que había sido convertido, Giàccomo acompañó al imprudente de Bastian a todos lados. De los dos, El Chacal –como le apodaban a su hermano.- había sido más descuidado, irresponsable y truhán. Por lo general, Giàccomo tenía que buscarlo y sacarlo a patadas de algún burdel, donde se había emborrachado y organizado alguna orgia ejemplar. ¿Por qué nunca pudo divertirse como él? La respuesta era más que evidente; Mientras Bastian se especializaba en el manejo de armas bélicas, Giàccomo se encargaba de inventarlas. El Genio y el Guerrero, -como todos decían- esos dos eran un balance perfecto. Sin embargo, tras la muerte de la Emperatriz a quienes servían, cada asesino de la Hermandad fue cazado y aquellos que fueron capturados, se encontraron condenados bajo la máxima pena de muerte: El Alquimista y El Chacal, fueron los primeros en atrapar y en torturar.

El vampiro abandonó el recinto secreto donde los pocos que quedaban de la Hermandad se reunieron en aquella noche, caminando ausentemente por los valles parisinos hasta que sus pasos le guiaron hacia un mercado y la algarabía irrumpió su audición sacándole de su retorcida concentración en las jodidas vivencias de antaño. Como era de costumbre, El Alquimista ascendió la capucha de su túnica blanca y carmín sobre su cabeza, ocultando su rostro y esquivando las miradas de los desconocidos que paseaban absortos en sus propias preocupaciones.

Repentinamente, se escuchó un fuerte alboroto en medio de la multitud de mortales y el olfato de Giàccomo pronto percibió el aroma férreo de la sangre. Posó sus ojos en una extraña escena, donde un par de vándalos asaltaron a un par de caballeros que vestían indumentarias dignas de la alta sociedad parisina, los cuales, se resistieron al delito y como consecuencia uno de ellos había sido apuñalado frente a los ojos de todos los presentes. El par de rateros que no debían superar los catorce años, huyeron despavoridos con las joyas y el dinero desbordando por sus manos.

Una punzada atravesó agudamente el pecho del vampiro, al observar entre la gente, el modo en que aquel caballero que permanecía ileso sostenía entre sus brazos el cuerpo lánguido de aquel a quien llamo “Hermano” ; Éste ya había fallecido, el puñal había atravesado certeramente el pecho del humano y los Dioses habían sido benevolentes en darle una muerte rápida y no tan dolorosa a su familiar.

En cambio, la mente de Giàccomo nuevamente voló hacia el pasado mientras re direccionaba sus pasos hacia el callejón por donde los asesinos habían escapado; De ese mismo modo, el Alquimista había sostenido a su hermano. Aquella fatídica noche del escape, uno de los arqueros había atravesado el corazón del Chacal y éste cayó de rodillas antes de abrazar nuevamente la libertad. El vampiro solo pudo sostener su cuerpo de su hermano entre sus brazos y brindarle un poco de alivio en el final de su eternidad, jurándole a él y a los Dioses que cobraría una oportuna venganza y bañaría la tierra con la sangre de aquellos traidores que aun continuaban vanagloriándose de su crueldad.

Ese crimen no quedaría impune.
Como tampoco, éste pasaría desapercibido ante los hombres.

Giàccomo detuvo sus pasos al escuchar las voces de aquellos pequeños que se regodeaban cual chiquillos con sus tesoros en medio de la oscuridad, enfocando su energía para sumirlos en una profunda ilusión de soledad, mientras él desplegaba una pequeña ballesta que ocultaba en su espalda y apuntaba hacia el rostro de uno de aquellos jóvenes que no saldrían de la pubertad. Un diminuto zumbido se escuchó después de que el Alquimista apretara el gatillo, -y la escena a continuación- fue la de un joven agonizante cuyo ojo había sido atravesado por un objeto filoso.

El otro chiquillo soltó un alarido de terror, abandonando su botín para correr frenéticamente al otro lado del callejón. Giàccomo continuó sus pasos sin vestigio de piedad asomándose por su ser, atravesando la penumbra en menos de lo que dura un parpadeo, para apuntar la ballesta a la espalda del segundo objetivo que se desplomó sobre los brazos de una desconocida mujer. Ella también pareció trastocada por el temor, reaccionando como cualquier otra dama al separar sus labios y jadear al ver como el delincuente agonizaba en el suelo ante sus pies.

- Son alimañas de la oscuridad, Madame… No merecen ni una gota de su piedad…- Le manifestó Giàccomo con una serenidad espectral, emergiendo de entre las sombras para retorcer el cuello del joven que instantáneamente abandonó la escasa vitalidad.

Definitivamente, el Alquimista no era un vengador, no se consideraba mejor que aquel joven que mancilló la vida de otro mortal por unas pocas joyas y dinero. Ahora, él tan solo era el asesino más buscado en cada uno de los reinos, cuya cabeza poseía un cuantioso precio. Rápidamente, Giàccomo salió de su ensoñación, ocultándose en las sombras del callejón, mientras se escondía de los ojos de la dama, quien probablemente no hiciera más que juzgarlo, –e incluso- intentar castigarlo.

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