AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Cuerdas tensadas (Henry Everill)
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Cuerdas tensadas (Henry Everill)
Tarde de lluvia en París, College de France, aula de música:
¿Clases de música? ¿Otra vez? Había pasado la mitad de su infancia pasando de profesor en profesor. Primero fue el violín, luego el piano, después el arpa y hasta la flauta travesera, y con todos y cada uno de los candidatos a despertar su gusto por dicho arte, había acabado de los nervios.
No es que no le gustase la música, no es que no fuera capaz de apreciar la suavidaz de las notas, la fluidez del ritmo o la belleza de un canto. Le encantaba todo eso, pero odiaba que fuera algo impuesto, obligatorio, y que la razón de dicha enseñanza fuera hacer de ella una niña mona y educada, instruida.
Se sabía con una voz bonita y un nivel de piano adecuado, disfrutaba tocando en solitario o cantando por la mañana. Pero no era ése el concepto de música que el Duque o la Duquesa querían para ella. No, en absoluto, se trataba de que pudiera impresionar a cualquier joven de buena cuna, o a sus familiares. La habían tenido cantando y haciendo el rídiculo tres veces por noche de reunión social durante más de diez años, y estaba harta.
Entró en el aula, mientras las gotas repiqueteaban en cada cristal de los amplios ventanales. Estaba vacía. Lo que faltaba, encima tenía un profesor impuntual. Se sentó sobre la butaca del piano y empezó a tocar, algo sencillo, un poco triste, improvisado.
La melancolía musical le traía recuerdos demasiado tristes, demasiado antiguos. Apenas recordaba nada de su madre, apenas nada de su infancia. El día que ella murió, se llevó consigo todos sus recuerdos.
Notó poco a poco un tinte nuevo en la música que estaba tocando, sabía de qué se trataba. Nunca había podido controlar sus poderes, y fluían con las notas del piano fácilmente. Hacían sonar la melodía de una forma atrayente y creaban la ilusión de una bailarina danzando en la sala.
La puerta se abrió de golpe y ella cerró el piano abruptamente, las imágenes desaparecieron. Sólo esperaba que nadie las hubiera visto.
¿Clases de música? ¿Otra vez? Había pasado la mitad de su infancia pasando de profesor en profesor. Primero fue el violín, luego el piano, después el arpa y hasta la flauta travesera, y con todos y cada uno de los candidatos a despertar su gusto por dicho arte, había acabado de los nervios.
No es que no le gustase la música, no es que no fuera capaz de apreciar la suavidaz de las notas, la fluidez del ritmo o la belleza de un canto. Le encantaba todo eso, pero odiaba que fuera algo impuesto, obligatorio, y que la razón de dicha enseñanza fuera hacer de ella una niña mona y educada, instruida.
Se sabía con una voz bonita y un nivel de piano adecuado, disfrutaba tocando en solitario o cantando por la mañana. Pero no era ése el concepto de música que el Duque o la Duquesa querían para ella. No, en absoluto, se trataba de que pudiera impresionar a cualquier joven de buena cuna, o a sus familiares. La habían tenido cantando y haciendo el rídiculo tres veces por noche de reunión social durante más de diez años, y estaba harta.
Entró en el aula, mientras las gotas repiqueteaban en cada cristal de los amplios ventanales. Estaba vacía. Lo que faltaba, encima tenía un profesor impuntual. Se sentó sobre la butaca del piano y empezó a tocar, algo sencillo, un poco triste, improvisado.
La melancolía musical le traía recuerdos demasiado tristes, demasiado antiguos. Apenas recordaba nada de su madre, apenas nada de su infancia. El día que ella murió, se llevó consigo todos sus recuerdos.
Notó poco a poco un tinte nuevo en la música que estaba tocando, sabía de qué se trataba. Nunca había podido controlar sus poderes, y fluían con las notas del piano fácilmente. Hacían sonar la melodía de una forma atrayente y creaban la ilusión de una bailarina danzando en la sala.
La puerta se abrió de golpe y ella cerró el piano abruptamente, las imágenes desaparecieron. Sólo esperaba que nadie las hubiera visto.
Emméline Hawkwood- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 79
Fecha de inscripción : 01/09/2011
DATOS DEL PERSONAJE
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Re: Cuerdas tensadas (Henry Everill)
Ya se acercaba el otoño a París. Un nuevo otoño que llegaba a su vida y en el que ya podía pisar de vez en cuando las hojas secas que caían de los árboles y que se desplazaban con el viento, crujiendo bajo sus pies. Era hermoso levantarse por la mañana y asomarse por la ventana contemplando aquel paisaje tan espectacular. Unas calles bañadas por la dorada luz del sol y los árboles teñidos de colores cálidos que invitaban a abrazarlos y sentir su calidez rodeándote.
Eso fue lo que vio Henry aquella mañana en la que, a pesar del nublado cielo, todo daba a entender que la nueva estación iba arribando poco a poco. Después de sonreír se paseó por toda la casa, sin saber muy bien qué hacía hasta que llegó al baño y se lavó la cara. Se vistió después en su habitación y ya una vez arreglado se dispuso a salir a la calle enfundando su maletín en la mano. Pero al llegar a la puerta vio una carta que asomaba por debajo de ésta. Se agachó y la cogió, observando, que iba dirigida a él de una forma algo familiar, como si de una petición se tratara. Y efectivamente, recibía de parte de personas importantes el encargo de dar clases particulares a una muchacha a la que, según constaba en el escrito, conocería esa misma tarde. Volvió a sonreír ya que no tenía ni idea de aquello y salió de casa como cualquier otro día, guardando la carta en el bolsillo derecho de su chaquetilla de entretiempo.
Una mañana bastante tranquila , después de todo. Se notaba que las vacaciones y la buena vida de los estudiantes terminaban y que poco a poco la gente se reincorporaba a la normalidad. Sí, un descanso les había venido bien a todos. Últimamente Henry no había dado abasto. Primero, las clases finales del College y el apretón para evitar que muchos cayeran; después, y también por sorpresa, la concesión de la decanatura en el prestigioso conservatorio Ascarlani y, por último, la demanda de arpas artesanas que había llegado hasta él. Hubo unos días en los que creyó que no podría más… Pero afortunadamente la cosa se había calmado un poco y los ánimos de todos volvían renovados y con fuerza. Ahora sólo tocaba esperar a ver cómo se desarrollaba el curso que recién comenzaba.
Ese día se quedó a comer en la cafetería del College. La hora a la que había sido concordada la reunión no distaba demasiado de su hora de finalización de clases matutinas y prefirió aguardar mientras leía o corregía algún ejercicio de clase. Y por fin, al rato, el gran reloj de pared que adornaba la entrada de la universidad tocó la hora señalada. El profesor cerró el fichero y lo guardó en el maletín junto a su bolígrafo plateado, del cual casi nunca se separaba. Fue un regalo de su maestra, pocas ganas tenía de desprenderse de él.
Con la eternamente encantadora lluvia como banda sonora se encaminó hacia su aula (a la que, por cierto, ya guardaba un profundo cariño) pensando, algo nervioso. ¿Con qué se iba a encontrar? ¿Qué le iba a enseñar a una señorita de alta cuna que, seguramente, no supiera ya? Quizá fuera la emoción de saberse elegido para aquello, no lo supo.
Mientras sus pasos se escuchaban sobre el suelo de madera, Henry advirtió un leve sonido de piano que provenía del aula de música. Una sonrisa se le escapó de los labios y al llegar frente a la puerta tomó el pomo con una mano, empujándola hacia adentro y penetrando así en la clase. Lo que vio lo sorprendió bastante. Definitivamente, había más cosas que notas musicales encerradas en ese mismo instante e aquellas cuarto paredes -¿Emméline Hawkwood? - preguntó en tono alegre y cerrando la puerta tras de sí -Encantado de conocerla, señorita. Yo soy Henry Everill, su profesor de música de ahora en adelante - se presentó cortésmente y acercándose a ella, al piano. Después de todo, era evidente que la muchacha conocía el concepto de melodía. Al menos poseía buena base -La he escuchado tocar mientras me acercaba, y no lo hace mal. ¿Puedo preguntarle a qué se debe que quiera estudiar o, en su defecto, aprender algo que ya sabe? - indagó frunciendo levemente el ceño. Pero es que era verdad, aquella curiosidad estaba justificada. Sencillamente, ¿por qué?
Eso fue lo que vio Henry aquella mañana en la que, a pesar del nublado cielo, todo daba a entender que la nueva estación iba arribando poco a poco. Después de sonreír se paseó por toda la casa, sin saber muy bien qué hacía hasta que llegó al baño y se lavó la cara. Se vistió después en su habitación y ya una vez arreglado se dispuso a salir a la calle enfundando su maletín en la mano. Pero al llegar a la puerta vio una carta que asomaba por debajo de ésta. Se agachó y la cogió, observando, que iba dirigida a él de una forma algo familiar, como si de una petición se tratara. Y efectivamente, recibía de parte de personas importantes el encargo de dar clases particulares a una muchacha a la que, según constaba en el escrito, conocería esa misma tarde. Volvió a sonreír ya que no tenía ni idea de aquello y salió de casa como cualquier otro día, guardando la carta en el bolsillo derecho de su chaquetilla de entretiempo.
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Una mañana bastante tranquila , después de todo. Se notaba que las vacaciones y la buena vida de los estudiantes terminaban y que poco a poco la gente se reincorporaba a la normalidad. Sí, un descanso les había venido bien a todos. Últimamente Henry no había dado abasto. Primero, las clases finales del College y el apretón para evitar que muchos cayeran; después, y también por sorpresa, la concesión de la decanatura en el prestigioso conservatorio Ascarlani y, por último, la demanda de arpas artesanas que había llegado hasta él. Hubo unos días en los que creyó que no podría más… Pero afortunadamente la cosa se había calmado un poco y los ánimos de todos volvían renovados y con fuerza. Ahora sólo tocaba esperar a ver cómo se desarrollaba el curso que recién comenzaba.
Ese día se quedó a comer en la cafetería del College. La hora a la que había sido concordada la reunión no distaba demasiado de su hora de finalización de clases matutinas y prefirió aguardar mientras leía o corregía algún ejercicio de clase. Y por fin, al rato, el gran reloj de pared que adornaba la entrada de la universidad tocó la hora señalada. El profesor cerró el fichero y lo guardó en el maletín junto a su bolígrafo plateado, del cual casi nunca se separaba. Fue un regalo de su maestra, pocas ganas tenía de desprenderse de él.
Con la eternamente encantadora lluvia como banda sonora se encaminó hacia su aula (a la que, por cierto, ya guardaba un profundo cariño) pensando, algo nervioso. ¿Con qué se iba a encontrar? ¿Qué le iba a enseñar a una señorita de alta cuna que, seguramente, no supiera ya? Quizá fuera la emoción de saberse elegido para aquello, no lo supo.
Mientras sus pasos se escuchaban sobre el suelo de madera, Henry advirtió un leve sonido de piano que provenía del aula de música. Una sonrisa se le escapó de los labios y al llegar frente a la puerta tomó el pomo con una mano, empujándola hacia adentro y penetrando así en la clase. Lo que vio lo sorprendió bastante. Definitivamente, había más cosas que notas musicales encerradas en ese mismo instante e aquellas cuarto paredes -¿Emméline Hawkwood? - preguntó en tono alegre y cerrando la puerta tras de sí -Encantado de conocerla, señorita. Yo soy Henry Everill, su profesor de música de ahora en adelante - se presentó cortésmente y acercándose a ella, al piano. Después de todo, era evidente que la muchacha conocía el concepto de melodía. Al menos poseía buena base -La he escuchado tocar mientras me acercaba, y no lo hace mal. ¿Puedo preguntarle a qué se debe que quiera estudiar o, en su defecto, aprender algo que ya sabe? - indagó frunciendo levemente el ceño. Pero es que era verdad, aquella curiosidad estaba justificada. Sencillamente, ¿por qué?
Invitado- Invitado
Re: Cuerdas tensadas (Henry Everill)
Vaya... - Fue todo cuanto pudo pensar al ver a su nuevo profesor. No, no era de esas señoritas que arrugaban la nariz ante una vestimenta obviamente, de una clase inferior a la suya. Tampoco es que un hombre apuesto fuera a robarle suspiros a primera vista. Era sólo que...lo esperaba mayor, más...no, menos...Bah, no importaba, tan sólo tenía que hacer unos arreglos al plan inicial.
La razón por la cual debía asistir a esas innecesarias clases (innecesarias en cuanto al logro de unos conocimientos básicos, que, por descontado, ya poseía) había sido felizmente dispuesta por su propia voluntad. No es que quisiera asistir, solo había logrado, con evidente éxito, que el Duque y la Duquesa las creyeran necesarias.
Si bien de niña, le habían sido impuestos extensos recitales en reuniones sociales, éstos estaban dirigidos a una demostración de sus habilidades, a lo muñequita bien peinada. Ahora, por el contrario, debía demostrar dichas dotes musicales con un objetivo bien distinto, pescar un buen marido.
Se había propuesto por todos los medios evitar el acontecimiento, aplazarlo, bien hasta que encontrase el amor (cosa que sabía improbable) bien hasta que dejase de depende del dinero familiar, y, mientras buscase respuestas, necesitaría fondos.
En la última cena a la que había asistido, su madrastra parecía haber encontrado al marido perfecto para ella. Un mequetrefe aficionado a la música, cuyo título era mayor que sus ingresos y que necesitaba urgentemente de su dote. ¿Cómo conseguir que desistiese en su interés? Había sido sencillo. Cuando la Duquesa, hábil como siempre, la había empujado al piano, esperando que impresionara al caballero, se había llevado un chasco. Casi se le saltaron las lágrimas de la risa cuando comenzó a tocar lo peor que podía, a desafinar en el canto y a dar un concierto, que a sus mismos oídos sonaba parecido a un ganso quejumbroso. Había sido una actuación magnífica, con un éxito atronador. Normal que el pretendiente desistiera en sus intentos, el mismo Mozart la habría mandado ahorcar si la hubiera oído.
Después de aquello, había parecido obvio que necesitaba unas clases, para recuperar las cualidades perdidas. Al principio, se opuso, y aún ahora no le parecía un ensueño, pero había logrado ver la parte positiva.
Convencer a su padre de que necesitaba un cambio de aires para desarrollar su inspiración había tenido como consecuencia clases en el College, no en casa, y eso le permitía una cierta libertad. Tenía excusa para salir, e incluso podía fingir que acudía y no hacerlo, con tal de estar en la puerta a la vuelta del carruaje.
El único inconveniente era el profesor, pues esperaba un hombre mayor fácil de engañar. Ahora tendría que optar por la sinceridad.
- Señor Everill, es un placer conocerle. - Su tono comenzó demasiado educado, demasiado fino y delicado para ser natural, mas ya presagiaba una firmeza poco común. - No lo será usted por mucho tiempo, lamento decirle.
Se levantó de la butaca y avanzó hacia él, si bien su aspecto era el de una frágil y vaporosa princesita, su voz era la de quien acostumbra a hacer lo que le da la gana, y así mismo siguió su explicación, con ese aire de autosuficiencia, que aunque realmente no estaba impulsado en un estatus social, sino en una seguridad de plomo, daba a entender precisamente eso.
- Como veo que ha observado, poseo los conocimientos necesarios para mi clase, independientemente del interés particular. El Duque, quién ha contratado sus servicios, desconoce mis cualidades, y así ha de seguir siendo. Usted va a hacer lo siguiente monsieur, fingirá enseñarme durante un mes, en el cual cobrará un salario que conoce abundante, y, finalizado éste, dirá que soy especialmente inepta para la música, es decir, que no hay nada que hacer conmigo.
Respiró. No era consciente de su tono autoritario y repelente, si lo hubiera sabido, probablemente habría previsto que lo que dijo a continuación resultaría, mínimo,ofensivo.
- Si necesita usted un extra...digamos, aparte, estaré encantada de proporcionárselo, tan solo es necesario su silencio. No intente repetir lo que acabo de contarle, ya le aviso, que no escucharán sus explicaciones por encima de las mías.
Finalizado su discurso, volvió de nuevo a la butaca, y su aspecto pareció cambiar completamente, sonrió amablemente y hasta la voz sonó sinceramente amable tras ello.
- De todas formas, es un placer conocerle, y no me molestaría aprender más. Que esto sea una farsa no quiere decir que no pueda aprovecharse.
La razón por la cual debía asistir a esas innecesarias clases (innecesarias en cuanto al logro de unos conocimientos básicos, que, por descontado, ya poseía) había sido felizmente dispuesta por su propia voluntad. No es que quisiera asistir, solo había logrado, con evidente éxito, que el Duque y la Duquesa las creyeran necesarias.
Si bien de niña, le habían sido impuestos extensos recitales en reuniones sociales, éstos estaban dirigidos a una demostración de sus habilidades, a lo muñequita bien peinada. Ahora, por el contrario, debía demostrar dichas dotes musicales con un objetivo bien distinto, pescar un buen marido.
Se había propuesto por todos los medios evitar el acontecimiento, aplazarlo, bien hasta que encontrase el amor (cosa que sabía improbable) bien hasta que dejase de depende del dinero familiar, y, mientras buscase respuestas, necesitaría fondos.
En la última cena a la que había asistido, su madrastra parecía haber encontrado al marido perfecto para ella. Un mequetrefe aficionado a la música, cuyo título era mayor que sus ingresos y que necesitaba urgentemente de su dote. ¿Cómo conseguir que desistiese en su interés? Había sido sencillo. Cuando la Duquesa, hábil como siempre, la había empujado al piano, esperando que impresionara al caballero, se había llevado un chasco. Casi se le saltaron las lágrimas de la risa cuando comenzó a tocar lo peor que podía, a desafinar en el canto y a dar un concierto, que a sus mismos oídos sonaba parecido a un ganso quejumbroso. Había sido una actuación magnífica, con un éxito atronador. Normal que el pretendiente desistiera en sus intentos, el mismo Mozart la habría mandado ahorcar si la hubiera oído.
Después de aquello, había parecido obvio que necesitaba unas clases, para recuperar las cualidades perdidas. Al principio, se opuso, y aún ahora no le parecía un ensueño, pero había logrado ver la parte positiva.
Convencer a su padre de que necesitaba un cambio de aires para desarrollar su inspiración había tenido como consecuencia clases en el College, no en casa, y eso le permitía una cierta libertad. Tenía excusa para salir, e incluso podía fingir que acudía y no hacerlo, con tal de estar en la puerta a la vuelta del carruaje.
El único inconveniente era el profesor, pues esperaba un hombre mayor fácil de engañar. Ahora tendría que optar por la sinceridad.
- Señor Everill, es un placer conocerle. - Su tono comenzó demasiado educado, demasiado fino y delicado para ser natural, mas ya presagiaba una firmeza poco común. - No lo será usted por mucho tiempo, lamento decirle.
Se levantó de la butaca y avanzó hacia él, si bien su aspecto era el de una frágil y vaporosa princesita, su voz era la de quien acostumbra a hacer lo que le da la gana, y así mismo siguió su explicación, con ese aire de autosuficiencia, que aunque realmente no estaba impulsado en un estatus social, sino en una seguridad de plomo, daba a entender precisamente eso.
- Como veo que ha observado, poseo los conocimientos necesarios para mi clase, independientemente del interés particular. El Duque, quién ha contratado sus servicios, desconoce mis cualidades, y así ha de seguir siendo. Usted va a hacer lo siguiente monsieur, fingirá enseñarme durante un mes, en el cual cobrará un salario que conoce abundante, y, finalizado éste, dirá que soy especialmente inepta para la música, es decir, que no hay nada que hacer conmigo.
Respiró. No era consciente de su tono autoritario y repelente, si lo hubiera sabido, probablemente habría previsto que lo que dijo a continuación resultaría, mínimo,ofensivo.
- Si necesita usted un extra...digamos, aparte, estaré encantada de proporcionárselo, tan solo es necesario su silencio. No intente repetir lo que acabo de contarle, ya le aviso, que no escucharán sus explicaciones por encima de las mías.
Finalizado su discurso, volvió de nuevo a la butaca, y su aspecto pareció cambiar completamente, sonrió amablemente y hasta la voz sonó sinceramente amable tras ello.
- De todas formas, es un placer conocerle, y no me molestaría aprender más. Que esto sea una farsa no quiere decir que no pueda aprovecharse.
Emméline Hawkwood- Hechicero Clase Alta
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