Mal augurio [Leandro + Leotie]

Desperté aquella mañana nublada con un mal augurio. Un sueño tormentoso al que no lograba recordar más por unos penetrantes ojos verdes grisáceos que me miraban de forma espeluznante, casi amenazadoramente.

Con el corazón en un puño, salí del árbol en el que residía en cuanto los primeros rayos del sol luchaban por expulsar las negras nubes de su terreno celestial, aunque no con demasiado éxito. En el exterior, una brisa fría que auguraba una intensa tempestad, me envolvía en sus brazos haciéndome tiritar hasta castañear mis dientes. Envolví mis hombros con la piel de ciervo que había encontrado muerto en el bosque hacía unos días y caminé descalza con el arco y las flechas que, resguardadas en mi pequeña bolsa colgaban inocentemente, tambaleándose cuando yo lo hacía a causa de las puntiagudas por las que caminaba. Nunca salí sin un arma, puesto que era consciente de que a ojos de cualquier rostro pálido yo era una mercancía suculenta para venderme como esclava, algo por lo que ya había pasado y creía haber dejado atrás cuando huí de los Cross.

Llegué por fin a un riachuelo solitario, sólo algunos animales estaban allí, bebiendo de sus puras y frescas aguas. Me deshice de la manta con la que me había cubierto, del arco y las flechas, y dejé mi ropaje sobre la rama de un árbol espectador de aquella escena. Sin pensármelo dos veces y sin detenerme a valorar qué tan gélida estaba el agua, me zambullí con libertad en ella, dejando que mi piel y mi cabello succionaran aquella pureza. De pronto, una ramita crujió no muy lejos de mi y yo, alertada, busqué al causante de aquél sonido, encontrándome cara a cara con un hombre que me miraba de forma divertida, relamiéndose sus agrietados labios y parte de su espeso bigote pelirrojo. Proferí un gruñido amenazador pero lejos de ahuyentarle, el Rostro Pálido se abalanzó hacia mi, hacia el río. Momento que aproveché para saltar fuera de él, cayendo junto al arco y las flechas, tomando una de ellas y aquél arco artesanal que aún no había estrenado. Apunté hacia el hombre justo cuando salió a la superficie, refunfuñando cosas que ni entendí ni quise entender. Le miré con ira y solté la cuerda del ardo, viendo cómo la punta de piedra se clavaba en su frente arrugada. Un tiro limpio y acertado que mató al hombre, cayendo su cuerpo sobre el riachuelo y flotando allí. Jadeando por la adrenalina, bajé el arco y lo aparté de mi, sin saber cómo reaccionar ante tal situación. Jamás había matado a nadie, ni siquiera a un animal. Y ahora...

Unas finas lágrimas provenientes del cielo cumplieron aquél mal augurio inicial, aunque todavía no había aparecido el dueño de aquellos ojos. ¿O sí? Me acerqué al cadáver para examinarlo o quizás sacarle del agua y enterrarlo. Olía a alcohol. Lo supe porque mi amo, el señor Cross, solía tomar esa bebida de vez en cuando y luego no había quién se acercara a él. Lo saqué del agua con disicultades, pues era realmente alto y muy robusto. Lo dejé sobre el césped, a orillas del río. Miré mi flecha y mordí mi labio inferior. Debía quitársela, pues era una flecha que me costó tiempo crear y estancada en su cráneo no haría nada bueno. No obstante, la idea de tener algo con lo que había matado a un hombre no me alegraba realmente. Suspiré y antes de que pudiese darme cuenta, una fuerte tormenta descargó sobre mi cuerpo desnudo, hundiéndome en la más fría y estremecedora inquietud.

Sentí una presencia tras de mí pero justo cuando quería girarme y plantar cara al intruso, algo se agarró a mi cuello y me bloqueó la respiración, pataleando con fiereza para resistirme a su ataque, aunque no logré mi propósito y llena de rabia e impotencia, tuve que sentir cómo la consciencia se iba desvaneciendo de mi cuerpo, sumiéndome en una profunda espiral de oscuridad...

Tragué una bocanada de aire y mis ojos se abrieron de par en par, removiéndome desde la copa del árbol en el que yacía, cubierta por unas extrañas ropas que no me pertenecían y cuyo aroma era varonil, algo que me alarmó. ¿Y si...? Llevé mis manos a recorrer todo mi cuerpo, cerciorándome de que seguía íntegra en todos los sentidos. Sólo entonces me alcé, tambaleándome levemente al sentirme mareada. Toqué mi garganta adolorida e intenté hablar, pero la voz no me salía, me ardía demasiado. A lo lejos, un hombre se aproximaba casi arrastrándose, cubierto de sangre y de muy mal aspecto. Retrocedí unos pasos cuando supe que el olor de aquellas ropas era la suya e imaginé que mi agresor era la misma persona. Proferí un gruñido gutural y estreché mis ojos para fulminarle con la mirada, como advertencia a un próximo ataque por mi parte. Pero cuál fue mi sorpresa cuando él cayó frente a mí sobre aquél húmedo césped y con la incesante lluvia mojando su cuerpo. Mordí mi labio y le miré durante largos minutos, esperando que se alzara. Pero nada, seguía allí. ¿Qué debía hacer? Huir me parecía una idea excelente. Sin embargo, me había criado en un ambiente de solidaridad y ayuda, y ver a una persona en situaciones precarias me empujaba a echarle una mano. Pero... ¡él me había atacado!

A lo lejos, un lobo aulló.

Refunfuñando, caminé paulatinamente hacia él, cubriendo mi cuerpo con una de sus prendas, aunque me sentía incómoda y al final decidí desecharla. Olisqueé al hombre y le toqué la espalda con la punta del dedo de mi pie, asegurándome de que siguiera inconsciente. O quizás muerto. Me acerqué a él y le giré para ver su rostro. Era muy atractivo, debía decirlo, pero era un rostro pálido y ¿quién me decía a mí que no se dedicara al contrabando de esclavos indígenas? Recorté las escasas distancias que nos separaban y arranqué una tela que cubría su torso, apoyando mi oreja sobre su pecho para escuchar sus latidos. Nada. Silencio. Me eché hacia atrás con una mueca y miré su herida. Tenía realmente mala pinta y por lo visto, aquello era la causa de su fallecimiento.

Suspiré, pues no dejaba de ser un ser humano, con una vida, un pasado, un futuro, unas ilusiones.. todo cuanto alguien tiene y quiere había sido ejecutado aquella noche. Tomé su pesado cuerpo por uno de sus brazos y lo pasé por mi cuello, caminando mientras arrastraba sus pies hacia el árbol que me servía como cobijo. Esperaría a que la tormenta amainase para enterrarle en aquél mismo bosque, rodeado de paz y naturaleza. Lo dejé en el rincón dónde solía dormir mientras yo trepaba hacia las ramas del mismo árbol, sentándome en ellas y balanceando mis piernas al son del viento huracanado. Y esperé hasta que las gotas de agua fueran casi inexistentes, algo que no sucedió aquella tormentosa noche eterna.

La tormenta era feroz y descargaba su ira en aquellas tierras solitarias. Una fina niebla empezó a arremolinarse entre los árboles y el punzante frío de las gotas marinas que caían en mi piel desnuda me hacían estremecer. Abracé mis rodillas y cubrí mi espalda con mi cabello húmedo, esperando mantener la calidez de mi cuerpo sin éxito alguno.

De pronto, un extraño sonido proveniente del interior del árbol en el que había dejado al cadáver, me alertó de algo que estaba sucediendo. Pensé entonces en la aparición de Wonkus, aquél lobezno curioso y travieso que siempre acudía a mí cuando no lograba encontrar cobijo por si mismo. Quizás había descubierto el cuerpo del hombre y, hambriento, había empezado a hincarle el diente. Meneé la cabeza y me puse en pie sobre aquella rama en la que estaba descansado, bajando sigilosamente hasta entrever pese al frondoso follaje arbóreo, la figura de aquél hombre. Jadeé un momento, incapaz de comprender lo que sucedía ante mis ojos. ¿Cómo...? Juraría que estaba muerto cuando le había arrastrado hasta allí... ¡no tenía pulso! ¿Entonces...? ¿Era un milagro? ¿Un ser divino?

Movida por la curiosidad y no tanto por el intelecto, bajé de las ramas hasta pararme frente a la entrada de mi cobijo, justo tras su espalda, contemplándolo en silencio, titubeando si debía o no decir algo al respecto. De pronto, él se volteó y una punzante piedra fue catapultada hacia mi rostro, arma que sorteé con un ágil y veloz movimiento, acuclillándome frente a él justo cuando escuché el sonido de la corteza desquebrajarse cuando la piedra se incrustó en ella con violencia. Miré al hombre con los ojos abiertos y centelleantes, profiriendo un gruñido amenazante, ignorando por completo el hecho de que yo me encontraba totalmente desnuda y él visiblemente herido. Herido... Su sangre brotaba y aquello hizo fruncir mi nariz, ladeando mi cabeza. Su cuerpo empezaba a empaparse con aquella lluvia y entonces, hice la mayor estupidez de mi vida. Me enderecé, llevando mi cabello a un lado de mi pecho para cubrirlo levemente, aunque no me molestaba andar tal y como mi madre me había traído al mundo. Caminé decidida hacia él y me incliné, observando aquella herida con la yema de mis dedos, examinándola con delicadeza. Sonreí levemente y asentí para mí misma.

- Pīhtokēw- le ordené al blanco, indicándole la entrada al árbol por la que momentos antes él había salido.

Sin esperar a comprobar si lo hacía o no, entré en aquél improvisado refugio y busqué en la penumbra aquél cuenco usado hacía unos días, cuando caí desde una frágil escalera de madera y tuve que sanar mis heridas con la ayuda de un muchacho. Salí del árbol sin decir nada, corriendo velozmente hacia la orilla del río dónde sabía que crecían aquellas plantas medicinales, tomando un buen puñado de ellas. Regresé de la misma forma, corriendo como si me fuese la vida en ello, dejando que el manto de la fría y tormentosa noche intentara, infructuosamente, ahogarme entre sus brazos invisibles. Al llegar, aquél hombre parecía tener peor aspecto que antes, así que me di prisa y dispuse aquellas plantes en el cuenco de madera. Extraje la piedra punzante con la que casi atraviesa mi cráneo y empecé a trocear las hojas hasta crear una pasta más o menos espesa, de un color blanquecino y de fuerte olor, aunque no por eso era desagradable. Me acerqué al muchacho sin pedirle permiso, sin ni tan siquiera mirarle a los ojos. Aparté la tela que cubría su herida y me arrodillé junto a su figura, tomando el cuenco entre mis manos y empezando a untar mis dedos con aquella mezcla, recorriendo su herida con las yemas de mis dedos con cuidado de no lastimarle más si aún cabía. Mientras llevaba a cabo la sanación, el silencio se hizo notorio en aquél árbol dónde a penas la luz de los rayos iluminaba la estancia. La lluvia salpicaba a veces mi cabello que, como una cortina, protegía al cuerpo malherido del hombre. En uno de aquellos momentos, osé alzar la vista de su piel y clavarla en sus ojos, congelándoseme el corazón cuando hallé en su mirada los mismos ojos de mi sueño. Aquellos profundos ojos grisáceos...

Su voz resonó en aquél árbol y yo retrocedí mi rostro unos centímetros, frunciendo el ceño mientras mi mente comprendía su pregunta, pese a que para mí no tuviera demasiado sentido.

- ¿Los rostros pálidos nunca ayudáis a los de vuestra tribu?- resoplé, algo indignada ante su forma de vida, tan distinta a la mía junto a los algonquinos canadienses.- Si lo deseas... puedes irte.- murmuré agachando la mirada.

Suspiré y me enderecé, tomando el cuenco entre mis manos y acercándome a la entrada del cobijo, dónde la lluvia me ayudó a limpiar el tazo con la ayuda de mis manos. El silencio volvió a posarse sobre nuestros labios y mi cabeza no dejaba de preguntarse el motivo de aquella duda. ¿Tan extraño era eso entre ellos? ¿Sería su cultura? ¿Dependería de su personalidad? ¿O quizás era por el color de mi tez? Asomé mi cabeza y dejé que el agua se deslizara por mi cabello, humedeciéndolo suavemente. Como si fuese una esponja, me acerqué de nuevo al hombre, tomando mi melena entre mis dedos y escurriendo mis cabellos sobre su herida, observando como aquella mezcla tomaba la forma de la hendidura. Sonreí para mis adentros y con un movimiento llevé mi pelo azabache tras mi espalda, salpicando todo mi alrededor.

Caminé entonces hacia una de las paredes y me senté frente al albino, contemplándole con curiosidad e interés. Él parecía algo incómodo y yo me preguntaba el motivo. ¿Sería por mi sola presencia? ¿Por el hecho de que una mujer le ayudase? ¿O quizás por mi desnudez? ¿Y si estaba molesto conmigo? ¿Tenía motivos? Mordí mi labio inferior demasiado fuerte, sintiendo cómo una pequeña herida hacia brotar una gota de sangre por mis labios, tiñéndolos de un vívido carmesí. De pronto, los ojos del hombre se volvieron oscos hacia mí y mi alma tiritó en la penumbra del lugar.

No pude evitar fruncir el ceño debido a la pequeña punzada de preocupación cuando contemplé cómo el hombre intentaba ponerse en pie y desfallecer de nuevo. Él no le dio importancia alguna y el hecho de que se rindiera y se sentara de nuevo, me tranquilizó de nuevo. Aquél pensamiento me asustó en cierto sentido, pues él no dejaba de ser un rostro pálido y como tal, debía odiarles o incluso temerles, jamás ayudarles. ¿Por qué hacía eso por él? No tenía respuesta para aquella pregunta y eso me hacía sentir... inquieta.

- In París hacer tres meses aquí.- murmuré, respondiendo a la pregunta del hombre y mostrándole cuatro dedos de mi mano derecha, aludiendo al tiempo que hacía que permanecía en Francia.- Pero escapar de los Cross y ahora vivir sola aquí.- proseguí, agachando la mirada y terminando por callar, comprendiendo que aquellas palabras delataban demasiado a cerca de mi persona y sin saber si aquél hombre era o no de confiaza, pues bien podría conocer a los Cross y delatarme ante ellos, enviando a sus matones albinos a por mi. ¿Sería capaz de hacer eso, aquél muchacho de ojos verdes?

De nuevo, él me sacó de las cavilaciones por las que me había perdido, balbuceando palabras que no comprendía y que picaban mi curiosidad e interés, mostrándole una sonrisa tímida pero llena de entusiasmo por saber y conocer sobre su tribu, pues cuanta más información tuviera, más posibilidades tendría de escapar de ellos.

- ¿Vampiros? ¿Que es eso?- le pregunté directamente, con la nariz fruncida por la confusión y sin poder evitar recortar distancias entre su cuerpo y el mío, siempre movida por aquella curiosidad tan característica en mi persona.- ¿Y por qué los odiáis? ¿Es otra tribu albina?-insistía, intentando comprender lo que él me decía y equiparándolo a algunas tribus vecinas a la mía y cuyos caudillos a veces nos atacaban por la avaricia de poseer más terrenos. ¿Sería ese, un caso similar con los llamados Vampiros?

Y como si quisiera acallar mis labios preguntones, su dedo índice se posó sobre la herida de mi labio, llevándose con él un pequeño rastro de sangre a su boca, relamiéndolo con alevosía. Yo alcé una ceja, realmente asombrada por su comportamiento. Cada vez me parecían más extrañas, aquellas criaturas. Volví a despegar mis labios para cuestionar de nuevo sus actos, cuando el hombre me miró de una forma extraña, casi como si siguiera unos impulsos invisibles que le empujaban a mí. Se inclinó y yo me quedé petrificada, con los ojos abiertos de par en par y conteniendo el aliento, a la espera de su próximo movimiento. Y no tardó en sorprenderme, pues su lengua perfiló el contorno de mi labio inferior, siguiendo el camino marcado por su dedo índice momentos antes. Mi corazón empezó entonces a palpitar de una forma casi dolorosa en mi pecho, retumbando violentamente en mis oídos. El hombre cerró los ojos y yo aguardé a que se retirara, no pudiendo evitar volver a alzar la voz en aquél silencio ensordecedor dónde fuera, sólo se escuchaba la incesante lluvia sobre nuestro improvisado cobijo.

- ¿Qué clase de significado tener ese gesto para rostros pálidos?- susurré con un hilo de voz, aún con su lengua sobre mi pétalo carmesí, aludiendo por supuesto, a su gesto sobre mi boca, recordando mis costumbres algonquinas en las que ese tipo de movimientos no era visible en nuestra rutina.

Sentí un estremecimiento que recorrió mi espalda de principio a fin y mis ojos se desviaron del rostro del hombre hasta su lado, junto a su mano apoyada en la piel animal en la que ambos permanecíamos sentados como si se tratara de una moqueta. Estiré una de mis manos hacia allí, intentando tomar una pequeña manta de piel que había confeccionado artesanalmente hacía unos pocos días, agarrándola entre mis dedos y sonriendo para mis adentros ante la idea de cubrirme el cuerpo desnudo con calidez de aquella piel. En ese insignificante gesto, algo cambió, pues mi cuello desnudo rozó los labios del varón y...

Antes de que pudiese tomar aquella manta, un gesto desmoronó aquél plan. El hombre cayó torpemente sobre mi cuerpo aún nudo, apoyándose en sus manos las cuales se habían afianzado una a cada lado de mi cabeza. Y encima, algo había rasgado levemente mi cuello, haciéndome brotar unas pocas lágrimas de sangre. Aquél accidente no me hubiera incomodado en absoluto de no hallar en los ojos de aquél varón un extraño centello ansioso, algo que, instintivamente, me gritaba que huyera de él. Y mis instintos nunca me mentían.

No obstante, no podía escapar de él, pues me tenía prisionera entre su cuerpo y sus brazos firmes. Mis ojos permanecían abiertos como platos; mis labios tiritaban aún con la humedad de su saliva presente en mi herida; mi corazón bombeaba demasiada sangre, coloreando mis mejillas y haciéndome marear levemente; mi cuerpo estático se estremeció al contacto con el suyo, tan frío y pétreo como si hubiese sido esculpido en mármol.

El silencio se había aposentado en nuestros labios hasta tal punto que, por primera vez, odiaba la falta de sonido a mi alrededor, pese a que fuera, la tormenta seguía cebándose con aquél árbol en el que el tiempo parecía haberse detenido entre nuestras respiraciones, cuyos alientos se entrelazaban suavemente y sólo mi tuntún quebraba aquél mutismo.

- Me preguntarme qué elixir buscar esos demonios.- susurré, convirtiéndome entonces en el verdugo de la afonía, esperando que mi voz despertara al hombre de su ensoñación y se apartara de mi cuerpo despojado. Aunque en el fondo de mi ser, muy en su interior, no deseaba tal movimiento. Y aquella idea me estremeció.

Él se distanció y la sensación de mareo aumentó, sumándose a un doloroso hinchazón en mi labio inferior. Agradecí que me permitiera tomar algo de aire, y aproveché el momento para intentar enderezarme, pues seguía tumbada sobre las pieles y bajo el cuerpo del hombre. Pero al mínimo movimiento, sentí cómo una oleada de calor me subía por la espalda y coloreaba mis mejillas, haciendo hiperventilar. ¿Qué me ocurría? ¿Había enfermado? Aquello explicaría el motivo por el que todo a mi alrededor daba vueltas y ahora, dos pares de ojos verdosos se clavaban en mi rostro con preocupación.

Me agarré a lo primero que pude, siento eso el cuello de mi compañero. Jadeé junto a su oído, cerrando los ojos para que aquél mareo no me llevase a un desmayo.

- Tengo mucho calor... y... me mareo....- gemía entrecortadamente.

Mientras más me aferraba al hombre, mejor me iba sintiendo, pues su piel era extremadamente fría y aquello me aliviaba. Sin pensarlo dos veces y dejando que mis instintos como superviviente me guiaran, me despojé de todo mi ropaje y, aunque con la mirada nublada por el cálido sudor que empañaba mis ojos, moví mis manos para desabrochar la tela que le cubría el torso, abrazándolo fieramente para, poco a poco, ir recuperando mi temperatura normal. Manteniendo mi mejilla pegada a su pecho, hablé al cabo de mucho rato, sin saber por quién me tomaría el albino.

- Lo siento... yo sólo... necesitaba tu frialdad...- susurré con timidez, incapaz de mirarle a los ojos.

Algo quebró la barrera de mi piel haciéndome jadear mientras sentía cómo la consciencia escapaba de mi ser, mareándome y respirando con dificultad, dejando que mis pesados párpados se cernieran sobre mis ojos y me envolvieran en la más absoluta oscuridad, dejando de sentir el tacto gélido de la yema de los dedos de aquél muchacho, el sonido de la lluvia o de la voz del hombre, el sabor de óxido en mi boca, el aroma de tierra húmeda en el exterior...

- Por favor...- susurré en un hilo de voz que quebró cuando un leve gimoteo de mis labios escapó.

Todo cuanto me rodeaba se fue extinguiendo hasta sentir el peso de mi frágil y flácido cuerpo caer completamente sobre el del hombre, sabiendo que quizás, no volvería a despertar y sin comprender a ciencia cierta, qué estaba ocurriendo allí, el porqué me sentía así. El porqué me estaba marchitando como si me tratase de una flor a la que los brazos de invierno le sorprendieran.