(Nueva York, actualidad) Powder blue [Sophia D’Luca]

La 72 y Broadway, mejor ubicación no pude encontrar para asentarme en esta ciudad que desde principios del siglo pasado había estado llamando poderosamente mi atención. Bien pude adquirir un piso en la Quinta o en Park Avenue, con todo el dinero que he juntado a lo largo de los siglos, pero no, nunca me ha gustado lo ostentoso, el tranquilo y familiar Upper West Side me viene mejor, tengo Lincoln Center a tan sólo unas cuadras, Central Park, el Museo de Arte Natural, el Museo de Arte Moderno, Times Square, todo me queda relativamente cerca. Hace un par de años conseguí un trabajo en el Mercy, fue relativamente fácil, aunque es molesto tener que acortar mi curriculum para que luzca factible, como sea, tengo la experiencia respaldándome, el problema de la luz del sol fue fácil de solucionar, salir al alba, regresar cuando ya esté obscuro, mientras me la paso dentro del hospital y no corro mayor riesgo.

Esta noche, sin embargo, es distinta. Mientras camino de regreso a casa, tras tomar el ferri que me trae desde Nassau voy cayendo en cuenta de eso. Todo el día estuve sosegado, trabajando, no pensando en esto, pero cada paso que doy hacia mi casa me hace recordar mi cita de esta noche. Y no, no hablo de una cita romántica… o no lo sé. Sophia ha sido mi amiga desde hace muchos años y por fin viene a visitarme, desde que estoy aquí no la he visto. Cuando quedamos de acuerdo inmediatamente me puse a trazar planes, qué lugares la llevaría a conocer; una copa en el Blue Note, un paseo por el río Hudson, un concierto en el Radio City Music Hall, un partido de los Knicks en el Madison Square Garden, incluso quizá, una visita a Coney Island, porque Coney Island es el parque de juegos del mundo. Una risita me gana, eso se lo escuché a un loco en el metro, gritaba con ahínco que Coney Island era mágico, y que ya nadie duerme en la playa. En su locura ese hombre me pareció más cuerdo que muchos de nosotros.

Como sea, al final decidí que nada de eso importaba, sí sólo nos comíamos un hot dog en Gray’s Papaya y sólo caminábamos por Central Park me bastaba. Por una vez en la vida (o mi no vida) quiero que todo salga espontáneo, podríamos terminar en Terminal 5 escuchando una banda de música independiente, o en Greenwich Village en un bar extraño, y no podía importarme menos mientras fuera con ella.

Apresuré el paso, tuve que sortear cables y gente curiosa en Times Square, otra vez están grabando una película, observé las marquesinas de Broadway, “Born Yesterday”, esa obra la he querido ver desde que se re-estrenó, si Sophia se queda el suficiente tiempo, tal vez podría llevarla. Tan emocionado quedé cuando finalmente aceptó venir a verme que no le pregunté detalles, sólo uno, cuándo, y luego no me importó nada, si venía un par de días o muchos años no me importaba. Cuando finalmente llego a Columbus Circle empiezo a trotar, casi correr, estoy muy cerca y no quiero hacerla esperar.

Llego a la intersección donde vivo y observo esa boca que se abre en la tierra, la entrada al metro y me pregunto, ¿por qué no lo tomé?, definitivamente esta visita me tiene muy emocionado, más de lo que admitiré en voz alta. Doblo la esquina y ya estoy, un viejo edificio de apartamentos, vivo en el penúltimo piso y el elevador no sirve desde que llegué, así que sostenido del barandal metálico pintado de un verde obscuro bastante desgastado llego hasta la que ha sido mi casa estos últimos años.

Saco rápido un atuendo que tengo preparado desde que supe que vendría. Camisa celeste, saco azul casi negro y pantalones negros, zapatos bien boleados. Desde luego no me puede ver en las fachas con las que voy al hospital, no ella. Me digo unas últimas palabras de ánimo, no sé por qué he de necesitarlas y salgo no sin antes observar el reloj. Viernes de la noche a esta hora, por Dios, el tráfico va a ser insoportable, pero ni modo.

Vuelvo a bajar casi corriendo, cuidando de no tropezar y en cuanto piso la calle estiro el brazo en busca de un taxi, claro que eso parece rayar en lo imposible a estas horas, este día, en esta ciudad. Parece que alguien se ha apiadado de mí y un Toyota Prius se detiene, con su color amarillo y cuadros negros característicos, el hombre aparentemente hindú me mira.

-Al JFK –pido, al aeropuerto JFK quiero decir, ahí llegará Sophia, observo el reloj del auto, voy atrasado, espero no se moleste. Como supuse el tráfico era insoportable, atorado en pleno puente Queensboro observo a los demás automovilistas, no sé quién está más desesperado, el chofer hindú o yo. Pero cuando logramos avanzar siento alivio, a partir de este momento todo empieza a suceder rápido, le indico al taxista que vamos a la zona de llegadas, señalo por cuál puerta entrar y pago lo que marca el taxímetro, más una propina, por mi prisa ni me fijo cuánto le dejé, pudieron ser algunos centavos, o varios dólares.

Tomo el saco que llevo en la mano y corro, esta vez sí, corro y veo en la pantalla las llegadas, busco su vuelo, si ya llegó, si se atrasó, lo que sea. Pero ya no importa, ahí, en medio de la multitud la veo, es ella, es idéntica a cómo la recordaba y me quedo pasmado un segundo para al siguiente, acercarme como si no nos conociéramos de años, como si ella fuera una hermosa dama y yo un impertinente tonto que quiere abordarla. Parece perdida, no la culpo, la primera vez que estuve en el JFK yo también estaba perdido.

-Sophia –digo su nombre con claridad a tan sólo unos pasos de llegar a ella-, Sophia –repito pero ahora me acompaña una sonrisa y abro los brazos como si fuese a emprender el vuelo, lo único que quiero es abrazarla. Hasta ahora que la tengo de frente me doy cuenta que eso en realidad era lo que me tenía tan ansioso, poder tocarla de nuevo.

Y me da miedo, de pronto saber eso me da miedo, aunque trato de no demostrarlo. ¿A qué le temo, si sólo somos amigos?

Antes del anuncio de su llegada, mi vida, o existencia, o lo que sea que tuviera, transcurría en relativa calma, en confortante tranquilidad, o algo parecido, siempre es parcial pues algo, una ansiedad inherente a mi, jamás parece esfumarse del todo, misma que se vio incrementada cuando los días se precipitaron e hicieron inminente la llegada de Sophia a esta ciudad que había adoptado como mía. La miré una vez más sólo para corroborar que era ella, la chica que había conocido en París, la que me provocaba nerviosismo zagal, la que miraba de soslayo porque me creía indigno de verla de frente; me costaba trabajo creerle a mis ojos, pero después todo, siempre me cuesta trabajo creer que cosas buenas pueden sucederle a un tipo como yo, evidentemente nacido bajo un mal signo.

Supuse que sus palabras eran ciertas, que recordar era volver a vivir, mentiría si dijera que todo, absolutamente todo al pasar de los siglos ha sido malo, la muestra estaba en ella y en ese encanto que destilaba, que emanaba como una flor desprende perfume, así de atrayente y así de hipnótico; pero si me ponía a analizar, las coas malas siempre parecían, sino más, si más poderosas, se instalaban en sitios en mi mente a los que frecuentaba con más regularidad, y por ello no me gustaba recordar, porque volvía a ver mis manos llenas de sangre, porque volvía a ver a todos esos que alguna vez quise yéndose para siempre. Suspiré para tranquilizar el torrente de pensamientos que de pronto se hizo presente y volví a mirarla, pues eso dominaba mis demonios, saberla aquí a mi lado.

Me dejé hacer sin replicar nada, miré la moneda en la palma de mi mano y luego a Sophia, escuchándola con atención, miré en dirección a la fuente, algunos quarters brillaban en el fondo de la pileta, reflejando la luz artificial de este punto insignificante que era Nueva York. Solté la moneda al unísono que ella y escuché como ambos euros se estampaban con el piso mohoso de aquel fontanal.

Me quedé así como estábamos y me atreví a abrazarla por la espalda, no soy muy alto, pero sí lograba cubrirla con el ángulo de mis hombros, me acerqué a su oído, me sentía torpe, como si en cualquier momento ella se fuese a voltear y abofetearme.

-Oh, pero todo lo que deseo ya lo tengo –le confesé al oído apretando el abrazo, llevándola contra mi pecho. Ella era todo lo que deseaba, no hacían falta monedas y fuentes, por una vez en mi vida y en mi no-vida tenía todo lo que quería ahí, en mis manos, pero más que eso, todo lo que necesitaba, para continuar, para ver un poco de luz donde siempre percibo penumbra; Sophia era todo eso, y en ese momento caía en cuenta. Cuando me dijo que vendría me puse nervioso, sí, porque temía que no fuese a ser cierto, temía que viniera y se fuera de inmediato, se esfumara, que fuera un sueño.

Poco a poco la solté y la tomé de la mano, incliné la cabeza como si fuese un siervo y ella una reina.

-Vayamos entones –dije y le sonreí, una línea curveada en mi rostro, sencilla y natural-, aquí no hay nada típico, Nueva York es un pastiche de culturas, podemos comer hot dogs en Times Square o comida china, griega o mexicana, realmente todo está a nuestro alcance –dije, no podía mentirle, era este sitio, este conjunto de metal y concreto, el corazón del planeta, y como tal, todo convergía, todas las sangres aquí se mezclaban, todas las lenguas como en una torre de Babel moderna, todas las culturas convivían, bien o mal, pero lo hacían.

El tiempo se detuvo. No se prolongó infinitamente como la nota de un violín, ni se congeló brevemente como una gota de rocío lo hace antes de separarse del pasto y caer a la tierra, no… nada de eso, se detuvo, ni más, ni menos. Todo sucedió rápido, incluso para mí, que por mi propia naturaleza, todo me parece lento, la sentí halarme sin saber por qué, quise preguntar pero antes de poder encender ese interruptor en mi cabeza, sus labios estaban junto a los míos y tardé otro segundo más en entender qué demonios pasaba. Mis manos se posaron torpemente en su cintura y sentí como si hubiese olvidado cómo hacerlo, cómo besar; el contacto con ella me hizo reaccionar, me hizo acordarme y correspondí, porque hasta que ella lo hizo me di cuenta que había estando deseándolo yo también. Besarla, abrazarla, no dejarla ir nunca, pero nunca es una palabra demasiado grande, contundente y el corazón me dio un vuelco y las manos comenzaron a temblarme. ¿Qué iba a ser de mí una vez que ella decidiera regresar? Me separé con ese pensamiento tan sombrío apoderándose de mi mente y verla a un palmo de distancia confirmó lo que ya sabía, lo que ya había sentido antes, ella calmaba las bestias que furiosas me azoraban. Sonreí, le sonreí como un niño sonríe, sin tapujos y sin dobles lecturas.

La solté cuando ella volvió a posar todo el peso de su cuerpo sobre las plantas de sus pies, mi mano volvió a atrapar la suya, como si hubiesen sido hechas para embonar de aquel modo y asentí ante su petición. El mejor lugar para comer hot dogs era en Times Square, podíamos caminar pero tardaríamos, era mejor volver a abordar el metro; realmente resultaba ventajoso que diera servicio las 24 horas. La jalé para que me siguiera.

-Por acá –regresé sobre mis pasos para ir de nuevo a la estación Houston St.

Los vagones estaban aún más vacíos a esta hora, al otro lado del que abordamos iba un grupo de jóvenes ataviados con pantalones negros y camisas de colores fuertes, su tez morena delataba su origen y su atuendo el lugar al que se dirigían. Nueva York había sido cuna de la salsa y aún existían muchos sitios para ir a bailar el ritmo nacido de puertorriqueños. Dejé que Sophia se sentara y yo me quedé de pie frente a ella, sin dejar de mirarla, casi compulsivamente, como si dejar de hacerlo amenazara su presencia. Me daba miedo, un miedo que rayaba en la inocencia, de que al cerrar los ojos y volver a abrirlos, ella ya no iba a estar. El trayecto no fue muy largo, la tomé de la mano para volver a ascender a la superficie y ahí estuvimos de nuevo. Times Square seguía concurrida, luminosa y ruidosa, no cambiaba. La conduje hasta la estación de policía y luego cruzamos la calle para estar al pie del hotel Marriott, ahí un sujeto joven atendía su carrito de hot dogs, además ofrecer pretzels y falafel.

-Pide –le dije y –sin soltarla- me acerqué yo mismo al sujeto y pedí un pretzel para mí. Tenía que disimular, Sophia sabía lo que yo era y no sería raro para ella que no comiera, pero el resto del mundo no estaba enterado y no me parecía importante que lo supieran. En el hospital solía ir a comer con mis colegas frugales ensaladas, para mantener una apariencia, esta vez lo hacía para acompañarla a ella. Miré la hora en el reloj del hotel, posiblemente nuestra primera noche en la ciudad estaba por concluir, pero la hermosa idea de lo que estaba por venir me emocionaba casi tanto como su llegada. Tenía tanto que mostrarle, ahora temía que el tiempo no fuese suficiente.

Del momento en que nos besamos a ese en el que el sabor de la sal del pretzel tocó mi paladar y me recordó el propio sabor ferroso de la sangre estuve en una especie de ensoñación, no recordaba nada del punto A al punto B, sólo existía Sophia, el marco, aunque perfecto (la ciudad de Nueva York) de pronto me pareció insignificante, podíamos estar en una aldea alejada en las montañas de Albania, solos en la Patagonia o perdidos en la Polinesia y no importaba, era ella quien dotaba de significado el momento, pero me parecía una particularidad afortunada, de esas que rara vez suceden en una vida tan aciaga como la que yo he tenido, que fuese precisamente este punto en el mapa el que viera nuestro recuentro, porque desde que decidí venir a América y asentarme en esta urbe, Times Square me parece lo más cercano que estaré de ver el día, un momento en el tiempo vedado por mi maldición, la decisión que yo solo, porque nadie me obligó, tomé hace siglos, la de la inmortalidad. Sonreí mirando el anuncio de Coca-Cola sobre el edificio que en su planta baja tiene un Olive Garden y la taquilla para boletos de las obras presentadas en Broadway, su voz me sacó del trance y la miré con aquel pan en la mano y con cara de niño perdido, porque si hay una descripción que calce bien conmigo esa, la de un pobre niño extraviado que llora todos los días por unos padres que no han de regresar por él.

-Me alegro que te guste –fue lo único que atiné a decir, mi sonrisa se aumentó y mostré los dientes, mis caninos más afilados de lo común, pero estuve seguro que sólo ella me vio así que no había por qué ocultarlo. Su mano tomó la mía y a pesar de todo, de todo lo que ya habíamos pasado, esa noche y desde que nos conocíamos, me pareció un acto atrevido casi indecente, no que lo tachara de algo malo, sólo una acción que me hubiese sonrojado si mi cuerpo no estuviese técnicamente muerto. Suspiré y miré al cielo, ahí donde este resplandeciente punto de luz se perdía en el firmamento –caminemos hasta mi casa, mañana continuaremos –y afiancé su agarre, cubrí su mano entera con la mía que era más amplia, terminé de dos mordidas más el pretzel, aventé la servilleta al cesto que el joven del carrito tenía para sus clientes y sin soltar a Sophia, metí la mano libre al bolsillo de mi pantalón y saqué un billete, la denominación no importaba, se lo entregué al joven y le dije que así estaba bien, que no necesitaba mi cambio, seguro agradecería la generosa propina y avancé un paso jalándola para que me siguiera cuando escuché su pregunta.

-¿Qué? ¡No! –comencé a reír a carcajadas –yo no sé bailar muy bien, y sólo conozco viejos ritmos europeos, pasodoble y vals, todo eso pero… -me quedé pensando –pero si quieres mañana te llevo a algunos salones de baile que hay en Brooklyn, se bailan ritmos más… -hice un ademán con la mano que no sostenía la suya como intentando buscar un término adecuado –más modernos, ritmos de inmigrantes latinos, seguro te gustará su colorido y seguro encontrarás a alguien dispuesto a enseñarte lo básico –la miré para saber qué le parecía mi idea-. Pero por ahora es momento de regresar a casa, caminemos de vuelta –entonces avancé con ella a mi lado por la avenida Broadway dejando atrás Times Square y acercándonos a Columbus Square, pasando por Lincoln Center y su anuncio de la heroína trágica Tosca.

-Lamento ser… ser como soy –no quería ahondar en mi condición –Nueva York también ofrece muchas cosas durante el día, cosas que nos perderemos por mi incapacidad de salir durante las horas diurnas, pero tú eres libre de dejar el apartamento cuando quieras e ir a explorar la ciudad, sólo... –me detuve y la obligué a hacer lo mismo, la tomé de los hombros –eres una persona muy dulce y una ciudad de estas dimensiones posee muchos vicios, no te dejes embaucar por nadie, no confíes en nadie –eran palabras duras pero necesarias. Luego un impulso me hizo actuar en consecuencia, la atraje contra mi cuerpo, aspiré su aroma y acaricié su cabello –no quiero que nada te pase –lo dije con una zozobra atroz, porque así era, de sólo pensarlo me partía el alma, si es que aún poseía una contenida en el cuerpo.

Me separé de a poco y la miré a los ojos. Sacudí la cabeza y mi mano bajó para volver a tomar la suya y seguir caminando de ese modo. Poco a poco conforme avanzábamos se podía ver el edificio en donde vivía, se dibujaba con su retícula de ventanas y luego estuvimos frente a la puerta de entrada, subir las escaleras no fue tedioso con ella como compañía y finalmente llegamos al lugar que había convertido en mi hogar en los últimos años y que no sabía cuánto más podría mantener la charada del respetado doctor en el hospital Mercy.

-Creo que… debemos descansar –dije con voz diminuta, como si algo dentro de mí la acallara y comprendí qué era. Lo pensé un segundo más pero ese deseo que apagaba mis palabras como un chorro de agua apaga una fogata era más poderoso, no era un chorro de agua, era una catarata poderosa. Di un paso al frente, y la besé, así nada más porque si no lo hacía me iba a arrepentir. La besé diferente al beso allá afuera en las calles neoyorquinas, aquí dentro era una aldea albana, la Patagonia y la Polinesia, era ningún lugar, éramos nosotros. Empujé un poco hasta que hice que su espalda chocara con la pared y mis manos se enredaron en su cabello.

Me sentí profundamente perdido mientras nuestros labios se mantuvieron juntos y nuestras lenguas comenzaban aquella batalla campal, perdido pero capaz de encontrarme en ella, con una certeza por primera vez de que en mi extravío podía al final hallarme y hallarla a ella, que eso era lo más importante. Empujé contra la pared, deseaba que no quedara ningún espacio entre los dos y me di cuenta del tiempo, del mucho, mucho tiempo que había deseado poder besarla del modo en que lo hacía, mis dedos enredados en su cabello, mi pecho contra el suyo, acoplándome a su respiración que se agitó ante el contacto. Pero darme cuenta de ello no me acongojó, al contrario, me empoderó, me dio una sensación libertadora tan poderosa que supe, iba a perdurar por lo que me restaba en esa tierra. Tenía sentido, es decir, era hermosa, inteligente y me hacía sentir bien, desear besarla simplemente tenía sentido, añorar su compañía, necesitar de su presencia.

Abrí los ojos cuando tuvimos que separarnos, ella aún mordisqueaba mi labio inferior y sonreí, no me moví sin embargo, sólo eché la cabeza para atrás para poder verla pero me mantuve así, aprisionándola entre el muro y el cuerpo, mis manos bajaron por sus hombros hasta posarse en su cintura. El modo en cómo me había correspondido fue un factor decisivo para no retirarme de inmediato, apenado como perro con la cola entre las patas. Luego reí con docilidad y me moví pero sin alejarme, sólo para darle espacio y tomé una de sus manos.

-Lo siento, yo… - iba a decir “no estaba pensando” pero eso iba a ser una mentira, si había hecho algo con pleno uso de razón en mi existencia, eso era lo que acababa de suceder, lo había medido, lo había deseado, sí, había nacido espontáneo pero sabía perfectamente lo que estaba haciendo. No terminé la frase y caminé por el corto pasillo del apartamento halándola a ella, conduciéndola hasta el umbral de la habitación que había destinado para que ella usara, pero no tuve el valor de desearle que pasara una buena noche. No era momento aún. Por otro lado, entré a la habitación primero, era mi casa después de todo así que no parecería algo demasiado intrusivo, caminé hasta una cajonera y abrí el primer cajón.

-Aquí hay mantas por si tienes frío –me giré –y ya conoces dónde está la cocina, por si tienes hambre –pretextos patéticos para no tener que despedirme. Como si despedirme esa noche significara hacerlo para siempre, pero así se sentía, suspiré y rodeé la cama, me senté en el colchón mirando la ventana que, por costumbre, estaba cerrada; mantenía todas las ventanas cerradas siempre, no importando la hora del día, no podía arriesgarme a un accidente y acabar tan tontamente mi existencia. Me quedé ahí un rato, imaginado qué sucedía al otro lado de la gruesa tela que servía de cortina.

-Gracias –me giré para verla –por venir a visitarme y por esta noche, siempre es bueno redescubrir ciudades como esta, he pasado tanto tiempo aquí que, aunque no deja de ser fascinante, me había acostumbrado, contigo pude volver a verla… a descubrirla –mi sonrisa se amplió. No me moví de nuevo, empecinado en prolongar la conversación lo más que pudiera, seguramente ella estaba exhausta y yo ahí quitándole valiosas horas de sueño, pero no podía, simplemente no podía ponerme de pie e irme, en cambio, mis ojos no pudieron apartarse de ella y el deseo de besarla se hizo presente de nuevo, aunque esta vez pude controlarlo, quizá por la distancia entre ambos, tal vez de tenerla más cerca, hubiese resultado imposible no volver a hacerlo.

Estaba mirando arriba, una de las esquinas superiores de la habitación como si pudiera atravesar el concreto del edificio y mirar las estrellas, mirar el mapa el mapa celestial siempre me había calmado, aunque resultaba imposible hacerlo en una ciudad tan llena de luz artificial, a veces iba a Coney Island o Montauk a pasar un fin de semana, en aquello lugares era más fácil poder ver los astros y era bueno darse esos respiros, sin duda, pensé, tenía que llevar a Sophia a ambos lugares con prontitud, de pronto el tiempo se me vino encima, nuestra primera noche juntos estaba a punto de terminar y me di cuenta que teníamos los días medidos y que cada hora debía ser disfrutada como la última, como la única, cada minutos, cada instante y cerré los ojos ante sus caricias y sentí escalofríos recorrer mi espalda, extraño si se consideraba mi naturaleza y tensé la espalda nervioso, reí y abrí los ojos de golpe para encontrar su rostro cerca y su aliento fusionándose con el mío.

No tardé en corresponder su beso, retiré un mechón de cabello que tenía en el cuello y me así de su nuca para profundizar el contacto, traté de controlar mis ansias, mis impulsos, disfrutarla porque el tiempo nos mordía los talones, pero eso no significaba que de buenas a primeras apresurara todo, ella debía ser tratada con cuidado, como si fuese una fina pieza de cristalería, y de ese modo la tomé después, mi mano antes en la parte posterior de su cabeza bajó hasta su espalda baja y la otra se posó, casi sin tocarla, en su cintura, rompí el contacto con sus labios sólo para apoderarme de su cuello en donde dejé un rastro de besos y me separé un poco para mirarla a la cara.

-Debes estar cansada –le dije pero no me moví, sólo e sonreí con algo de torpeza, me sentía completamente inexperto, quería quedarme ahí a su lado, dormir a su lado y nada más, pero no sabía cómo pedírselo –será mejor que durmamos, mañana será otro largo día –hablé coloquialmente, descontextualizado de la posición en la que estábamos, decidí empujarla con suavidad para dejarla caer en el colchón sin lastimarla y luego yo me tendí a su lado, la abracé como si ya se estuviera yendo, como si me estuviera diciendo adiós, como si me opusiera con todas mis fuerzas a que me dejara y acomodé su cabeza en la curvatura de mi cuello y me quedé así, me sentía bien así, me sentía completo, no tan miserable. Protegido.

Volví a empujarla para mirarla, le sonreía, no me podía ver a mí mismo pero estuve seguro que le sonreía como un tonto y la miraba con adoración, alcé ambas cejas, esperando que me dijera qué quería, que me quedara o que me fuera, yo sólo deseaba estar así con ella, dormir así, nada más, no había pensamientos más castos que los que cruzaban mi mente en ese momento. Miles de planes pasaron frente a mis ojos mientras la seguía abrazando y aguardando por su respuesta, planes que de repente me parecieron imposibles de llevar a cabo, que el tiempo que teníamos era insuficiente, pero yo agradecía por tenerla a mi lado –y de ese modo- no podía ponerme exigente, bastante ya había hecho con venir de tan lejos, con aceptar mis muestras de afecto.

-Mañana –hablé de nuevo –te llevaré a Coney Island, es un lugar detenido en el tiempo, parece sacado de otra época, te gustará, es uno de mis sitios favoritas de las cercanías –cada palabra fue dicha con melancolía, como si tuviese muchos años de no ir a dicho lugar cuando procuraba no dejar demasiado tiempo entre cada visita, pero era por eso mismo que lo mencionaba con tanta evocación, por lo mucho que me gustaba. Cerré los ojos, pero no me dejé llevar por el cansancio, mismo que ni siquiera sentía, necesitaba escuchar de su boca la petición de que me quedara, sino, sin problema me pondría de pie y me marcharía, pues si eso deseaba, eso haría.