Encuentros inesperados {Xander Lacroix}

Era mi día libre, uno de esos días en los que en realidad no tenía nada que hacer por lo que podía aprovecharlo en lo que quisiera. Podía dedicarlo a mis plantas o mi música, podía ir a ver a Althea y disfrutar con mi sobrino, podía simplemente pasear, acercarme a alguna librería a ver si encontraba a algún libro o quizá ver si tenía el dinero suficiente como para encargar un vestido, comprarme un sombrero o quizá unos guantes nuevos porque los que tenía ya comenzaban a estropearse después de cinco años de uso. Estuve buena parte de la mañana, hasta después de la hora de comer, caminando por el centro de París sin saber exactamente bien qué hacer, solo por el placer de caminar sin ningún ritmo, hasta que al final recordé una pequeña información que había leído en el Conservatorio sobre una nueva atracción que había llegado a la ciudad.

No me gustaba demasiado ir a esos lugares sola, pero finalmente me presenté en la Feria, viendo a los hombres, mujeres y niños moverse de un lado para otro provocando una pequeña sonrisa en los labios mientras caminaba con lentitud, sin prisa. No era muy común el que una mujer no fuera acompañada por alguien, pero también era cierto que no estaba precisamente entre las capas más altas de la sociedad, sino que me movía por una anodina capa media en la que podían encontrarse de todo. El ruido permanecía, las risas y los comentarios asombrosos de aquellos que se encontraban a mi alrededor. El olor a dulces se extendía haciendo que mi estómago se encogiera por un momento. Eran una de mis debilidades, algo que siempre me había gustado. Suponía que en algunas cosas no dejaría nunca de ser la niña que se crió en la isla de Santorini.

Serían sobre las cuatro de la tarde, todavía quedaban varias horas de luz, lo que aumentaba mi sensación de seguridad, de encontrarme en un lugar libre de monstruos —o al menos de parte de ellos—, porque la verdad es que era que monstruos había en todas partes, incluso escondidos tras el rostro de un niño. Localicé la edificación donde se encontraba el espectáculo nuevo, era la caída de Pompeya, cuando el Vesubio había arrasado con la ciudad, utilizando imágenes, espejos, sonidos y distintos medios que nos harían ir rotando por las salas mientras una voz de un ente invisible —que no dejaba de ser otra persona— nos contaba la historia. Sentía curiosidad, una curiosidad insaciable, por saber qué era lo que nos iban a contar.

Por unos instantes dudé, sin saber demasiado bien si ir o no ir, había ido hasta allí con la intención clara de entrar, pero la cola de personas que había delante me estaba echando un poco hacia atrás. Sí o no, esa era la cuestión. Por un momento simplemente jugueteé con un mechón de pelo para comenzar a alejarme aunque finalmente me lo pensé mejor. En un movimiento quizá demasiado brusco cambié de dirección con toda la intención de acercarme hacia donde se encontraba la cola para comprar las entradas.

Alexander no era de aquellos hombres que solían frecuentar burdeles o tabernas. Simplemente era un hombre como se decía: “chapado a la antigua” con los pros y contras que conllevaba ello. Estuvo toda la noche alerta, pese a que sus creencias para con ésta ciudad hubiese sido algo así como “un lugar donde descansar a gusto” pero lo cierto era que acababa descubriendo de una forma u otra que aquel lugar estaba infestado de criaturas a cada cual más horrible. Sus músculos estaban totalmente tensos por el esfuerzo físico que le conllevaba el galopar sin monturas tras las bestias, por ello sus piernas eran fuertes y vigorosas aunque otras zonas de su anatomía acabasen un tanto doloridas por aquella mala costumbre.
Odiaba los lugares con mucha gente, aunque si él era el centro de atención era aun peor. En el sentido de ser observado constantemente no lo llevaba nada bien, aunque si era por algún reconocimiento, solía alzar su mandíbula con orgullo y sin prejuicios. Su hombro, dislocado, lo llevaba flexionado, como si tan solo estuviese abrazado a sí mismo o fuese un simple ademán de educación según las clases más altas de la sociedad a la que el pertenecía. No pretendía hacer más sacrificios por hoy, por lo que se dedicó libremente a su disfrute, siendo así una buena idea el investigar al menos como se relacionaban el resto de las personas, ya que como recordará, Xander fue criado en “cautividad” en un monasterio del mismo París, entrenado por y para la iglesia y sus verdaderas intenciones.
Se atavió con una camisa blanca ligeramente abombada y unos pantalones ceñidos tal y como solía, cuando montaba a caballo o paseaba junto su sombra por las calles parisinas. Una bolsa de dinero por si las moscas y un cuchillo terminaban de adornar al joven Lacroix.
Pese a su cabezonería, nadie pudo negarse a que el joven tomase su caballo tal y como solía, aunque refunfuñó al DEBER ponerle una montura para así poder guiar al caballo con tan solo un brazo. Su mal humor iba en aument0, pero cuando vio aquel tumulto de gente acercarse a lo que parecía mero entretenimiento el enfado desapareció de su rostro dejando en su lugar una mueca de verdadera curiosidad.


Se pensó para sí mismo y dejó al caballo junto a un árbol a la entrada. Le dio un cachete para darle entender que podía pastar o dar un paso por sí solo, pues se conocían tanto el uno al otro que a veces se pensaba si se trataba de alguna bestia disfrazada. Sus pies caminaban tranquilos, absorto, observaba hacia todas direcciones las típicas cosas que allí preparaban y , el sabia que eran típicas por lo que llegaba a oír. Su robusto cuerpo llegó a chocar con el de una muchacha, cuyo dinero tiró sin querer. Ambos se agacharon al mismo tiempo y Xander alzó la mirada.

- Mèrde! – Se maldijo a sí mismo, pero al ver la cara contrariada de la mujer se disculpó velozmente. – No..no es lo que piensa, lo siento mucho, disculpe.

Una vez de pie miró a la muchacha, y a la supuesta cola a la que iba a incluirse. Otorgó sin mediar palabra alguna el dinero que la mujer destinaría a la entrada a unos niños que por allí corrían. Antes de que la mujer pudiese objetar, la tomó del brazo y ambos entraron por unas puertas que carecían de vigilancia. Se trataba de la misma atracción, pero visto desde dentro, cosa que nadie aun pagando podría hacer.

- Al menos no me grite, debería darme las gracias a todo esto…

Dijo con un tono socarrón, pero sin dejar a un lado su seriedad latente en sus propias palabras, las cuales eran como una especie de via de escape en cualquier momento de incomodidad.[/Font]

La situación se desbocó en un repentino movimiento en el que no me dio tiempo a pensar. La exclamación del hombre me hubiera causado risa si no fuera porque supuestamente era toda una señorita y todas esas convenciones estúpidas que había en nuestro tiempo. Negué para indicarle que no tenía importancia, que un “Mèrde” no me iba a escandalizar aunque seguramente debería haberlo hecho. Segundos más tarde estábamos de pie y entonces si fue cuando fruncí el ceño al ver cómo en un gesto completamente casual él entregaba mi dinero —el cual me había costado lo mío ganar— a unos muchachos que correteaban por allí y como si no fuera una persona, sino una especie de muñeco, me llevó del brazo hasta el interior de la atracción haciendo que me tensara durante un segundo cuando vi cómo la puerta se cerraba detrás de nosotros.

Estuve a punto de hablar pero su réplica llegó incluso antes de lo que esperaba dejándome con la boca abierta durante unos instantes antes de que mi mal genio comenzara a hacer acto de presencia. Todo el mundo podía decirme, por regla general, que era dulce y amable, que era un perfecta damita de la sociedad, pero lo cierto es que había más fuerza en mí y mucho más cuando estaba enfadada. Le miré entrecerrando los ojos aunque lo cierto es que poco más que veía su perfil, demasiado alto, demasiado imponente, debido a que nos encontrábamos por la zona interior y si ya las luces eran pobres, allí prácticamente eran inexistentes. Había tenido solo tiempo de fijarme de los ojos claros y del porte claramente aristocrático —o al menos de hombre seguro de si mismo— que las sombras del lugar no minimizaban en absoluto, sino todo lo contrario: parecía que lo acrecentaban.

— No sé con quién estará acostumbrado a tratar, señor.— intenté controlar mi acento extranjero, pero sabía demasiado bien que cuando me enfadaba se marcaba con más claridad, como si estuviera hecho a fuego. — pero ¿en qué debería darle las gracias?— pregunté con curiosidad, con la voz calmada e intentando no alzarla más de lo debido. — ¿En que diera mi dinero a unos muchachos impidiéndome de esa manera comprar mi entrada o en que nos hayamos colado en este lugar provocando que si nos encuentren seguramente tengamos problemas?

Y lo peor de todo es que en el fondo me estaba divirtiendo. No era una muchacha al uso por mucho que pudieran parecer mis palabras. Es más, seguramente otra mujer se hubiera quedado tan nerviosa por el asunto que no hubiera sabido qué contestar o estaría en ese instante en pleno ataque de histeria. Aunque miré por un momento a mi alrededor temiendo lo peor, lo cierto es que sentía curiosidad por saber cómo funcionaba todo aquello. Hasta nosotros llegaba el sonido de conversaciones amortiguadas, de música y de efectos diversos que intentaban imitar, por ejemplo, el sonido del mar.