AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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The Crusade {Privado}
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The Crusade {Privado}
La luz de la luna se colaba por los huecos de las ventanas del lóbrego pasillo que unía mi habitación con las escaleras, aquellos fastuosos escalones protegidos por un esqueleto de madera de nogal que era su barandilla y que conducía, serpenteante, su camino en dirección al piso inferior, aquel que parecía esperar con las luces artificiales producidas por las llamas que ardían en pequeños candelabros y lámparas decoradas con cristal de bohemia mi presencia, que se paseaba por el piso superior. Desde que había salido de mi nicho aquella noche había habido un sentimiento, como un ligero temblor que imperceptiblemente me recorría y me ponía en guardia porque sabía que algo iba a suceder aquella noche, algo que no me esperaba y que probablemente tuviera que ver con aquella suerte de intuición femenina que se había apoderado de mí desde que mis ojos se habían abierto hasta que, tras salir del ataúd, me había preparado para la noche: vestido, joyas, peinado, e incluso algo de color para mis espectralmente pálidas mejillas que, por otra parte, pronto se verían iluminadas de nuevo con el tono carmesí producido por la sangre que ingeriría y que las teñiría de vida, de una que había robado a un humano no merecedor de ella porque, por mi parte, siempre me aseguraba de que no le arrebataba la vida a nadie que la utilizara sabiamente. ¿Por qué? Quizá algún resto de mi humanidad latente especialmente aquella noche, con mi carácter tan a flote que una sonrisa traviesa estaba grabada a fuego en mis labios; quizá porque siempre había sido así y se me contagiaba mi amor por la vida a la elección de mis víctimas, no lo sé, pero la cuestión era que elegiría, y elegiría bien a quien me iba a servir de alimento aquella noche, quien completaría mi existencia una jornada más y quien me formaría porque no podía escoger a cualquiera... Nunca lo hacía.
Envuelta en una capa negra que ocultaba mis rasgos bajo la suave tela que la conformaba, me escabullí a través de las hojas de las puertas traseras de mi palacete en dirección al más puro corazón de París, a la zona que circundaba la hermosa catedral gótica de nombre Notre Dame y que palpitaba casi con vida propia a través de las formas talladas por algún escultor medieval en su piedra, en aquel bloque tan robusto que la componía y cuya unidad quedaba rota por los relieves de su portada y de sus torres, muestra del estilo de una época que probablemente no volvería... como los tiempos en los que había sido construida. Mis pasos me condujeron hasta un local del que el olor a opio ascendía casi en volutas negras, insultantemente obvias para mis sentidos sobrehumanos y que me mostraron el lugar perfecto para elegir a una de mis víctimas: un fumadero. No escogí a uno de los caballeros, o al menos que otrora lo habían sido, tumbados en el suelo con los rasgos presa de la alucinación provocada por la droga; tampoco a los sirvientes asiáticos que probablemente estaban atados de pies y manos por la esclavitud y obligados a ejercer aquella profesión, no. A quien elegí fue al hombre de mediana edad, con el rostro picado por la viruela y por la avaricia, que regentaba el local, el mismo que al ver una dama joven y de apariencia perdida y angelical no dudó en acercarse a ella lo suficiente para caer bajo su embrujo y también bajo sus pálidos brazos, sus afilados colmillos y su implacable sed de sangre que por una noche se vio sofocada en cuanto en su cuerpo quedaron apenas las últimas gotas, venenosas para el inmortal que quisiera tomarlas. Aquella piltrafa humana pereció en las aguas del Sena, junto a los peces que devorarían sus restos, y una vez alimentada volví a arrebujarme en mi capa negra, que ocultaba mis pasos de ojos indiscretos... al menos en teoría.
Desde hacía un rato, la sensación que me había invadido en cuanto había salido del ataúd se había visto fuertemente intensificada, como si sintiera que, ¡soberana estupidez!, cualquier esquina hubiera desarrollado un par de ojos que permanecían fijos en mí pero si algo no era, eso era cobarde, y en vez de hacer como cualquier humano o directamente ser sin valor alguno, amedrentarme, elegí la opción contraria a esa: fortalecerme. Con toda la elegancia de los siglos que arrastraba, el orgullo que acumulaba dentro de mí casi como uno de mis componentes, como la piel o la sangre que borboteaba en mis venas, y ante todo la gracia sobrenatural de la que siempre hacía gala, aunque intensificada, bajé la capucha de la capa y dejé a la vista el artificioso recogido en el que mis cabellos del color del fuego, con los tirabuzones sujetados por horquillas de manera antinatural, visión que casi iluminó con luz propia el callejón por el que mis pasos se movían en dirección, de nuevo a mi palacete que, por su parte, refulgía con sus formas barrocas como una piedra preciosa en el centro de una corona de oro bruñido, propia de un rey.
A través del camino marcado en el suelo, serpenteante, me deslicé al interior del palacio en sombras con el presentimiento extendiéndose por mi interior cual enfermedad infecciosa, apoderándose de mi mente hasta el punto de girarme en cuanto puse el pie en el primer escalón para escudriñar las sombras, en busca de algo que justificara mi creciente paranoia, algo que no encontré y que me hizo poner los ojos en blanco por mi actitud casi pueril, desde luego impropia de una vampiresa de mi edad, y de la que avancé apoyando la mano en la barandilla, recorriéndola suavemente con los dedos en mi camino ascendente hasta mi habitación, donde me introduje para dejar la capa encima de la tela de la cama, puro adorno dado que no la usaba, y para iluminar la estancia con la tenue luz de una vela en el tocador, luz que se reflejaba en el amplio cristal con marco dorado que me servía de espejo y que duplicaba todos mis movimientos pese a que no estuviera fijándome en ellos, especialmente desde que saliera de la habitación con el apretado vestido verde musgo que había elegido aquella noche y que se ceñía a las curvas de mi cuerpo como un guante deslizándose a mi alrededor de manera suave, acompañando a mis pasos en dirección a un armario secreto donde guardé las joyas que fui quitándome con delicadeza del cuello y de las muñecas para que volvieran a estar donde les correspondía: escondidas.
Una vez estuve libre de adornos superfluos, y con la sensación de ser observada por las sombras de nuevo creciendo en mi interior, conduje mis manos hacia la espalda, donde los nudos del apretado corsé del vestido yacían, y los deshice uno a uno con rapidez, deshaciéndome del vestido verde en apenas un momento y quedando apenas con la recargada ropa interior que portaba aquella noche: un corsé negro, una suerte de culotte como se llamaba en Francia también negro y aquellas medias de red que me subían por las piernas hasta medio muslo, enganchándose al corsé con dos tiras y que no se movieron ni cuando, de aquella guisa, volví a la habitación, aún calzada, y me senté en el tocador frente al espejo, llevando una mano al complejo recogido y empezando a estirar de él y de las horquillas en puntos adecuados que enseguida dejaron a la vista un mar de rizos pelirrojos que caían por mis hombros, juguetones. Estiré la mano hasta un cepillo de madera que yacía inmóvil sobre la madera del mueble y comencé a deslizarlo por mi cabello, definiendo los rizos salvajes en delicadas ondas y con la mirada inmóvil clavada en el espejo, atenta a cualquier sombra que se moviera por la habitación a través de su reflejo hasta que la vi, lo que confirmó mis sospechas y me hizo dejar el cepillo en el tocador de nuevo y apoyar el codo en la mesa, con el rostro ladeado y descansando sobre la mano y los ojos entrecerrados, clavados en el espejo, en donde había percibido la sombra... esperando a que saliera, o yo misma la iba a hacer salir de una manera mucho menos agradable que si lo hacía quien fuera que estuviera allí, burlando mi intimidad sin ser invitado.
Envuelta en una capa negra que ocultaba mis rasgos bajo la suave tela que la conformaba, me escabullí a través de las hojas de las puertas traseras de mi palacete en dirección al más puro corazón de París, a la zona que circundaba la hermosa catedral gótica de nombre Notre Dame y que palpitaba casi con vida propia a través de las formas talladas por algún escultor medieval en su piedra, en aquel bloque tan robusto que la componía y cuya unidad quedaba rota por los relieves de su portada y de sus torres, muestra del estilo de una época que probablemente no volvería... como los tiempos en los que había sido construida. Mis pasos me condujeron hasta un local del que el olor a opio ascendía casi en volutas negras, insultantemente obvias para mis sentidos sobrehumanos y que me mostraron el lugar perfecto para elegir a una de mis víctimas: un fumadero. No escogí a uno de los caballeros, o al menos que otrora lo habían sido, tumbados en el suelo con los rasgos presa de la alucinación provocada por la droga; tampoco a los sirvientes asiáticos que probablemente estaban atados de pies y manos por la esclavitud y obligados a ejercer aquella profesión, no. A quien elegí fue al hombre de mediana edad, con el rostro picado por la viruela y por la avaricia, que regentaba el local, el mismo que al ver una dama joven y de apariencia perdida y angelical no dudó en acercarse a ella lo suficiente para caer bajo su embrujo y también bajo sus pálidos brazos, sus afilados colmillos y su implacable sed de sangre que por una noche se vio sofocada en cuanto en su cuerpo quedaron apenas las últimas gotas, venenosas para el inmortal que quisiera tomarlas. Aquella piltrafa humana pereció en las aguas del Sena, junto a los peces que devorarían sus restos, y una vez alimentada volví a arrebujarme en mi capa negra, que ocultaba mis pasos de ojos indiscretos... al menos en teoría.
Desde hacía un rato, la sensación que me había invadido en cuanto había salido del ataúd se había visto fuertemente intensificada, como si sintiera que, ¡soberana estupidez!, cualquier esquina hubiera desarrollado un par de ojos que permanecían fijos en mí pero si algo no era, eso era cobarde, y en vez de hacer como cualquier humano o directamente ser sin valor alguno, amedrentarme, elegí la opción contraria a esa: fortalecerme. Con toda la elegancia de los siglos que arrastraba, el orgullo que acumulaba dentro de mí casi como uno de mis componentes, como la piel o la sangre que borboteaba en mis venas, y ante todo la gracia sobrenatural de la que siempre hacía gala, aunque intensificada, bajé la capucha de la capa y dejé a la vista el artificioso recogido en el que mis cabellos del color del fuego, con los tirabuzones sujetados por horquillas de manera antinatural, visión que casi iluminó con luz propia el callejón por el que mis pasos se movían en dirección, de nuevo a mi palacete que, por su parte, refulgía con sus formas barrocas como una piedra preciosa en el centro de una corona de oro bruñido, propia de un rey.
A través del camino marcado en el suelo, serpenteante, me deslicé al interior del palacio en sombras con el presentimiento extendiéndose por mi interior cual enfermedad infecciosa, apoderándose de mi mente hasta el punto de girarme en cuanto puse el pie en el primer escalón para escudriñar las sombras, en busca de algo que justificara mi creciente paranoia, algo que no encontré y que me hizo poner los ojos en blanco por mi actitud casi pueril, desde luego impropia de una vampiresa de mi edad, y de la que avancé apoyando la mano en la barandilla, recorriéndola suavemente con los dedos en mi camino ascendente hasta mi habitación, donde me introduje para dejar la capa encima de la tela de la cama, puro adorno dado que no la usaba, y para iluminar la estancia con la tenue luz de una vela en el tocador, luz que se reflejaba en el amplio cristal con marco dorado que me servía de espejo y que duplicaba todos mis movimientos pese a que no estuviera fijándome en ellos, especialmente desde que saliera de la habitación con el apretado vestido verde musgo que había elegido aquella noche y que se ceñía a las curvas de mi cuerpo como un guante deslizándose a mi alrededor de manera suave, acompañando a mis pasos en dirección a un armario secreto donde guardé las joyas que fui quitándome con delicadeza del cuello y de las muñecas para que volvieran a estar donde les correspondía: escondidas.
Una vez estuve libre de adornos superfluos, y con la sensación de ser observada por las sombras de nuevo creciendo en mi interior, conduje mis manos hacia la espalda, donde los nudos del apretado corsé del vestido yacían, y los deshice uno a uno con rapidez, deshaciéndome del vestido verde en apenas un momento y quedando apenas con la recargada ropa interior que portaba aquella noche: un corsé negro, una suerte de culotte como se llamaba en Francia también negro y aquellas medias de red que me subían por las piernas hasta medio muslo, enganchándose al corsé con dos tiras y que no se movieron ni cuando, de aquella guisa, volví a la habitación, aún calzada, y me senté en el tocador frente al espejo, llevando una mano al complejo recogido y empezando a estirar de él y de las horquillas en puntos adecuados que enseguida dejaron a la vista un mar de rizos pelirrojos que caían por mis hombros, juguetones. Estiré la mano hasta un cepillo de madera que yacía inmóvil sobre la madera del mueble y comencé a deslizarlo por mi cabello, definiendo los rizos salvajes en delicadas ondas y con la mirada inmóvil clavada en el espejo, atenta a cualquier sombra que se moviera por la habitación a través de su reflejo hasta que la vi, lo que confirmó mis sospechas y me hizo dejar el cepillo en el tocador de nuevo y apoyar el codo en la mesa, con el rostro ladeado y descansando sobre la mano y los ojos entrecerrados, clavados en el espejo, en donde había percibido la sombra... esperando a que saliera, o yo misma la iba a hacer salir de una manera mucho menos agradable que si lo hacía quien fuera que estuviera allí, burlando mi intimidad sin ser invitado.
Invitado- Invitado
Re: The Crusade {Privado}
Durante el trayecto a su destino no hizo ningún esfuerzo en intentar hacer que aquello pareciera ser algo distinto a lo que era. No había nadie a quien tuviese que rendirle cuentas al respecto, y aunque hubiese existido ese alguien, no se habría esforzado en hacerlo. Las cosas eran como eran, él estaba ahí por una sola razón: por ella, por Amanda. Ella era la única razón por la cual se había atrevido a pisar tierras francesas por vez primera en toda su inmortal existencia y si alguien le preguntase cual era el objetivo de buscarla tampoco habría hecho el intento de disimular su cometido: recuperarla. La mujer lo había cautivado desde el primer momento en que le había visto hacia ya bastantes años atrás, mismos años que no habían logrado opacar aquel recuerdo de la mujer que había dado por muerta y que recientemente a sus oídos había llegado la noticia de que tal cosa era totalmente errónea. Saber a Amanda “viva” le había resultado terriblemente abrumador, le había costado varias noches asimilarlo, pero finalmente tal noticia había logrado hacerlo sonreír. Sonreír por que lejos había quedado aquel arranque de ira en el que cegado por la rabia había intentado asesinarla y de la peor manera: cobardemente y sin siquiera darle la cara. Él mismo se avergonzaba de tal hecho, pero lo hecho, hecho estaba y nada lo cambiaria… ¿o tal vez sí?
En medio de las perversas diversiones de la sociedad parisina, el vampiro deambulaba por las calles, con movimientos gráciles, lentos pero no por eso elegantes. Si bien Dragos era un hombre al que no le faltaba el dinero y por ende la clase sus movimientos carecían de delicadeza, más bien se le notaban un tanto toscos y despreocupados, casi primitivos; pero igualmente cautivadores. Las mujeres (en su mayoría prostitutas) ansiosas de un hombre lo veían pasar y les provocaba un brillo en los ojos, uno que era una mezcla entre júbilo y temor. Al mirarlo quedaban heladas de un miedo momentáneo que posteriormente daba paso a una fascinación al contemplar esos ojos claros, tan azules y tan profundos que casi podían sentir que les desnudaba el alma. Pero Dragos apenas se inmutaba de su presencia, caminaba erguido, con la espalda recta y la vista fija al frente; es ese momento no había otra mujer en su mente que no fuese la dama con cabellos de fuego, la del olor delicioso y de piel tan dura como la suya, pero con tal suavidad de la que la de él carecía. Amanda. Su nombre hacía eco en la mente, una y otra vez, sin dejar de preguntarse cual sería la reacción que esta tendría en el momento en que se posara frente a ella y sólo había dos opciones: querría vengarse y matarlo como él no había podido hacer con ella o sencillamente olvidaría todo y aquel sería un reencuentro inolvidable. Tal vez si Dragos fuese un vampiro ingenuo habría optado por la primera opción, pero estaba totalmente consciente de que hacer que le perdonara sus actos bajos no sería tarea fácil, más no imposible; por suerte le gustaban los retos...
Hizo uso de sus sentidos plenamente desarrollados (especialmente el olfato) para guiarse y dar con la residencia indicada. Un palacete enorme y deslumbrante apareció ante sus ojos cuando dobló aquella esquina en la oscura calle que era alumbrada por tan sólo una lámpara que titilaba en lo alto, con una luz que le miraba amenazando con apagarse en cualquier instante. Ignorando el defectuoso artefacto se dedicó a observar la que era actualmente la morada de su adorada vampiresa, una sonrisa se dibujó en sus labios al reconocer y recordar que siempre había tenido buen gusto en ese tipo de cosas y claramente esta no era la excepción, incluso se atrevía a decir que aquel palacete era mil veces mejor que lugar que solía habitar en los años en los que había convivido con ella. Sus sentidos lo alertaron sorpresivamente y él obedeció, se ocultó detrás de una pared cuando escuchó como alguien se acercaba y tras olfatear sutilmente el ambiente pudo reconocer ese aroma que tanto había extrañado. De Amanda eran los pasos que se acercaban, la vió desfilar envuelta en una capa de color oscuro, misma que lo hizo lamentarse ya que no le permitía contemplarla como hubiese querido, pero no se limitó a quedarse en el sitio, oculto entre las sombras y en su lugar se dedicó a seguir sus pasos como si de un perro faldero se tratara. Tuvo extrema precaución de no ser descubierto y lo logró; de vez en cuando su presencia provocó sensaciones extrañas a Amanda, mismos momentos que aprovechó para adentrarse en su mente de una manera cuidadosa y sonrío al darse cuenta de era su nombre el que evocaba la mente de la vampira. La vió alimentarse con tanta fascinación como si de un niño se tratase y sus ojos brillaron de excitación al ver la sangre de aquel mortal derramarse sobre la sensual boca de su amada y fue en ese instante en el que comprobó que sencillamente seguía siendo la misma mujer totalmente cautivadora que había tenido el honor de conocer en épocas pasadas. Luego de que el mortal cayera el piso hecho una piltrafa dio media vuelta y se apresuró a regresar al palacete, mismo al que entro sin problema; irrumpir en propiedades ajenas se le había vuelto una de sus especialidades con el transcurso de los años y nuevamente tuvo éxito.
Ya dentro del palacete se condujo hasta la habitación que supo inmediatamente (por el aroma) que era de Amanda. Cerró la puerta con extremo cuidado y permaneció ahí junto a ella, de pie, observando toda aquella escenografía que no hacía más que gritar una sola cosa: Amanda Smith. Su mirada recorrió cada esquina, cada centímetro, incluso se tomó la libertad de tomar algunos de sus objetos, mismos que sostuvo entre sus manos rugosas y blancas, estudiándolas a detalle. Cuando escuchó que el sonido de unos tacones se acercaba escaleras arriba supo que era momento de volver a ocultarse y lo hizo sin reproches, esperando el momento indicado para por fin mostrarse sin tapujos frente a ella. Una gruesa cortina no era suficiente para ocultar la presencia de un vampiro como Dragos, pero teniendo en cuenta que poco le importaba ser descubierto, permaneció ahí. La observó hacer cada uno de aquellos movimientos y sintió que el vello se le erizaba al verla despojarse de la ropa y mostrar aquel cuerpo tan perfecto que varias veces había sido suyo a su total antojo. Finalmente decidió mostrarse. Las sombras le resbalaron por el cuerpo y sus ojos se encontraron con los de una vampira que le devolvía la mirada a través del espejo. Era increíble que aquello le ocurriera a Dragos, pero por un momento se quedó mudo, esperando a que fuese ella quien dijera las primeras palabras que serían las pioneras para determinar la dirección que tomaría aquel encuentro. Se sentó sobre la cama, sin despegar la vista del reflejo de los ojos de Amanda en el espejo, en espera de una respuesta. Su paciencia era poca.
En medio de las perversas diversiones de la sociedad parisina, el vampiro deambulaba por las calles, con movimientos gráciles, lentos pero no por eso elegantes. Si bien Dragos era un hombre al que no le faltaba el dinero y por ende la clase sus movimientos carecían de delicadeza, más bien se le notaban un tanto toscos y despreocupados, casi primitivos; pero igualmente cautivadores. Las mujeres (en su mayoría prostitutas) ansiosas de un hombre lo veían pasar y les provocaba un brillo en los ojos, uno que era una mezcla entre júbilo y temor. Al mirarlo quedaban heladas de un miedo momentáneo que posteriormente daba paso a una fascinación al contemplar esos ojos claros, tan azules y tan profundos que casi podían sentir que les desnudaba el alma. Pero Dragos apenas se inmutaba de su presencia, caminaba erguido, con la espalda recta y la vista fija al frente; es ese momento no había otra mujer en su mente que no fuese la dama con cabellos de fuego, la del olor delicioso y de piel tan dura como la suya, pero con tal suavidad de la que la de él carecía. Amanda. Su nombre hacía eco en la mente, una y otra vez, sin dejar de preguntarse cual sería la reacción que esta tendría en el momento en que se posara frente a ella y sólo había dos opciones: querría vengarse y matarlo como él no había podido hacer con ella o sencillamente olvidaría todo y aquel sería un reencuentro inolvidable. Tal vez si Dragos fuese un vampiro ingenuo habría optado por la primera opción, pero estaba totalmente consciente de que hacer que le perdonara sus actos bajos no sería tarea fácil, más no imposible; por suerte le gustaban los retos...
Hizo uso de sus sentidos plenamente desarrollados (especialmente el olfato) para guiarse y dar con la residencia indicada. Un palacete enorme y deslumbrante apareció ante sus ojos cuando dobló aquella esquina en la oscura calle que era alumbrada por tan sólo una lámpara que titilaba en lo alto, con una luz que le miraba amenazando con apagarse en cualquier instante. Ignorando el defectuoso artefacto se dedicó a observar la que era actualmente la morada de su adorada vampiresa, una sonrisa se dibujó en sus labios al reconocer y recordar que siempre había tenido buen gusto en ese tipo de cosas y claramente esta no era la excepción, incluso se atrevía a decir que aquel palacete era mil veces mejor que lugar que solía habitar en los años en los que había convivido con ella. Sus sentidos lo alertaron sorpresivamente y él obedeció, se ocultó detrás de una pared cuando escuchó como alguien se acercaba y tras olfatear sutilmente el ambiente pudo reconocer ese aroma que tanto había extrañado. De Amanda eran los pasos que se acercaban, la vió desfilar envuelta en una capa de color oscuro, misma que lo hizo lamentarse ya que no le permitía contemplarla como hubiese querido, pero no se limitó a quedarse en el sitio, oculto entre las sombras y en su lugar se dedicó a seguir sus pasos como si de un perro faldero se tratara. Tuvo extrema precaución de no ser descubierto y lo logró; de vez en cuando su presencia provocó sensaciones extrañas a Amanda, mismos momentos que aprovechó para adentrarse en su mente de una manera cuidadosa y sonrío al darse cuenta de era su nombre el que evocaba la mente de la vampira. La vió alimentarse con tanta fascinación como si de un niño se tratase y sus ojos brillaron de excitación al ver la sangre de aquel mortal derramarse sobre la sensual boca de su amada y fue en ese instante en el que comprobó que sencillamente seguía siendo la misma mujer totalmente cautivadora que había tenido el honor de conocer en épocas pasadas. Luego de que el mortal cayera el piso hecho una piltrafa dio media vuelta y se apresuró a regresar al palacete, mismo al que entro sin problema; irrumpir en propiedades ajenas se le había vuelto una de sus especialidades con el transcurso de los años y nuevamente tuvo éxito.
Ya dentro del palacete se condujo hasta la habitación que supo inmediatamente (por el aroma) que era de Amanda. Cerró la puerta con extremo cuidado y permaneció ahí junto a ella, de pie, observando toda aquella escenografía que no hacía más que gritar una sola cosa: Amanda Smith. Su mirada recorrió cada esquina, cada centímetro, incluso se tomó la libertad de tomar algunos de sus objetos, mismos que sostuvo entre sus manos rugosas y blancas, estudiándolas a detalle. Cuando escuchó que el sonido de unos tacones se acercaba escaleras arriba supo que era momento de volver a ocultarse y lo hizo sin reproches, esperando el momento indicado para por fin mostrarse sin tapujos frente a ella. Una gruesa cortina no era suficiente para ocultar la presencia de un vampiro como Dragos, pero teniendo en cuenta que poco le importaba ser descubierto, permaneció ahí. La observó hacer cada uno de aquellos movimientos y sintió que el vello se le erizaba al verla despojarse de la ropa y mostrar aquel cuerpo tan perfecto que varias veces había sido suyo a su total antojo. Finalmente decidió mostrarse. Las sombras le resbalaron por el cuerpo y sus ojos se encontraron con los de una vampira que le devolvía la mirada a través del espejo. Era increíble que aquello le ocurriera a Dragos, pero por un momento se quedó mudo, esperando a que fuese ella quien dijera las primeras palabras que serían las pioneras para determinar la dirección que tomaría aquel encuentro. Se sentó sobre la cama, sin despegar la vista del reflejo de los ojos de Amanda en el espejo, en espera de una respuesta. Su paciencia era poca.
Dragos Vilhjálmur- Vampiro Clase Media
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Fecha de inscripción : 09/09/2011
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Re: The Crusade {Privado}
Todo había comenzado con un simple juego de miradas, una percepción confusa de una sombra a través del espejo que me había hecho apoyarme en aquel tocador para clavar la mirada en la pulida y bruñida superficie y atisbar el claroscuro de mi cuarto a través de ese reflejo en busca de algo que creía haber visto pero de lo que no tuve certeza absoluta hasta que no estuve al menos un momento con la mirada dirigida hacia la brillante superficie que mostraba mi habitación desde otra perspectiva a la real, la opuesta concretamente. Sabía que había algo allí, ya no sólo por haberlo visto sino porque de alguna manera lo intuía con aquella especie de sentido del peligro que como vampiresa tenía tan desarrollado sólo en determinadas circunstancias, cuando el riesgo era real y no una simple apariencia de él sobre todo... Y si el casi escalofrío que sentía subir por mi espalda, erizándome la piel de haber podido, era suficientemente revelador en cuanto a la existencia de una amenaza en la habitación, mi curiosidad era lo que inmediatamente tomaba el relevo a la sensación de mantener mi cuerpo en garde para ver la razón por la que mis instintos me gritaban, casi dejándome sorda, que me mantuviera al acecho porque había algo que me amenazaba en aquella habitación que, en teoría, era un refugio seguro para mí aunque en aquel momento ya no pudiera denominarse como tal por estar poseído por alguien que no era yo, alguien que se ocultaba tan bien, por lo menos durante aquellos primeros momentos, que tenía que recurrir a toda mi intuición y a la práctica de años para tratar de descubrir su esencia, aunque no su identidad, porque eso, en caso de conocerla, no podría saberlo hasta que no se mostrara frente a mí, como le había instado en cuanto me había detenido, con el cepillo en la mano, y había mirado a través del espejo hacia el lugar del que la sombra nacía y que sólo mis sentidos sobrehumanos me permitían ver con total y absoluta claridad, aunque no distinguiera lo que se escondía en los rincones... aunque no pudiera ser capaz de identificar a la sombra que pululaba por la habitación.
Si algo tenía claro era que no se trataba de un licántropo o de un cambiaformas. El olor animal tan propio de ellos no era el reinante en la habitación, donde lo que más destacaba era la brisa nocturna que se había colado cuando los sirvientes habían abierto las ventanas para renovar el aire de la casa, y tampoco había ningún foco en la estancia que me provocara una sensación casi automática de rechazo hacia algo por su naturaleza bestial e infinitamente menos civilizada que la mía, por lo que ambas opciones quedaban camufladas. El olor a sangre no era, tampoco, una constante en la habitación, hecho al que se sumaba que un simple humano no podía acceder a mi palacete con una facilidad tan sumamente insultante como lo había hecho aquel ser que se ocultaba en las sombras como si fueran su hábitat normal, así que sólo quedaba una posibilidad, una que le daba interés y justificación al juego de misterio que estaba teniendo lugar allí entre nosotros... Vampiro. Alguien cuya esencia me resultaba familiar pese a estar camuflada por el olor de la noche colado en la habitación; alguien lo suficientemente bueno ocultándose como para justificar que me hubiera costado tanto tiempo como lo había hecho, algo casi imperdonable por mi parte, descubrir su presencia; alguien que seguía ocultándose en aquellos apenas segundos que habían pasado desde que había hecho público ante la luz de la luna que sabía que estaba allí... Segundos que pasaban eternos, haciendo de cada grano de arena que caía del reloj una impresión más que de ligereza de pesadez similar a la de una gran cadena montañosa como las que cubrían los territorios en los que me había desarrollado como humana: el actual Gales y los estados italianos... Segundos que eran sólo un preliminar para dar tiempo a lo que sucedería, que sólo adquirían semejante peso en mi mente porque parecía que el tiempo se había ralentizado para permitirme estar efectivamente a la defensiva pese a que mi cuerpo pareciera tan relajado como hasta entonces, igual de elegante sin duda porque, a fin de cuentas, eso era algo que estaba en mí y no podía eliminarse tan fácilmente por ese carácter de inherencia a mi persona.
La espera, no obstante, que estaba alimentando mi curiosidad de la misma manera que la sangre que bebía lo hacía con mi sed, finalizó y lo hizo de una manera que no me esperaba ni por un millón de años, algo que desbarajustó todas y cada una de las defensas internas que me había construido alrededor de la mente y de mi cuerpo y que simplemente dejaron paso a la ira... La ira desnuda, la ira pura y altamente concentrada que barría la curiosidad a pasos agigantados a medida que él se apartaba de las sombras y permitía que la luz de la luna bañara sus rasgos en aquel camino tan breve que recorrió desde la cortina hasta encima de mi cama, donde tantas veces había estado. La mortecina luz blancuzca que reinaba en la habitación alumbró su pelo rubio y lacio, así como su barba, que fueron lo primero que atrajo mi atención y a su vez lo que primero me hizo apretar la mandíbula con fuerza, esperando equivocarme, esperando que aquel parecido fuera simplemente algo accidental en vez de la certeza de que era de él de quien estaba teniendo una clara imagen... Y ver sus gélidos y claros ojos azules un momento antes de que tomara asiento, como un rey guerrero, me confirmó aquella impresión, además de que dio camino abierto a mi ira para que se deslizara por mi cuerpo como una serpiente mientras mi rostro permanecía aún inexpresivo, clavado en el suyo, como preguntándole demasiadas cosas con la mirada... Porque aún no podía creerme que Dragos, precisamente Dragos, tuviera la osadía de volver a mí tras haber intentado matarme hacía ya tanto tiempo tan tranquilamente, de una manera que no le pegaba en absoluto a aquel que yo había conocido en su día y que parecía el mismo que quien estaba frente a mí...
Y, en aquellas circunstancias, la paciencia se me agotó rápidamente. Apenas bastaron unos segundos de mantener la mirada sobre sus ojos, aunque el espejo estuviera de intermediario, para que la poca curiosidad que me quedaba fuera fundida por la ira y por el rencor insano que sentía hacia él, aumentando la intensidad de estas últimas y cegando mi juicio, todo posible amago de racionalidad que en un momento dado pudiera decir que había tenido y simplemente sumiéndome en aquella marea interna que amenazaba con arrastrarme entera hacia una dirección desconocida pero, sobre todo, peligrosa, porque hacía demasiado tiempo que no me veía tan sometida a unos sentimientos tan intensos como lo estaba en aquel momento, una irracionalidad tal que incluso dejé de ser dueña de mí misma un momento, el mismo que bastó para que mi cuerpo reaccionara, libre de todo control de mi mente, y dejara de estar sentada frente al espejo para adquirir una postura muy diferente.
En algún momento había estrellado el peine que todavía, hasta aquel momento, había estado en mi mano, contra el espejo. Luego, en algún otro instante que seguía sin tener muy claro de toda aquella bruma que la rapidez de mis movimientos me había supuesto, había apoyado ambas manos en la mesa llena de cristales para alzarme de mi asiento y levantarme, cortándome las palmas de las manos y, por tanto, elevando al aire el aroma de mi propia sangre que no hizo sino enfurecer más a aquel animal que era yo carente de todo control, o al menos eso supongo, y provocar que apenas un giro bastara para que alcanzar su rostro en la trayectoria de mi mirada inflamara la llama de mi rencor como el aceite hacía con una hoguera y acelerara aún más mis movimientos ya frenéticos, que concluyeron de la manera más lógica posible dado lo ilógico de las circunstancias: yo encima de él, en la cama, y no de la manera que normalmente nos habría caracterizado sino de una bastante diferente, mucho más agresiva y bestial por mi propio envite, más típico de un animal salvaje que de mí. Así, mis piernas estaban a ambos lados de su pecho que, junto a su espalda, reposaba sobre el colchón, conmigo prácticamente sentada sobre él pero, a la vez, con la espalda más o menos recta para garantizar una distancia razonable de mi cuerpo, apenas cubierto por la ropa interior, con el suyo, siempre dentro de lo que cabía y al margen de lo que pudieran romper esa separación de no contacto puntos que sí se tocaban como lo eran mis manos, rodeando su cuello sin hacer aún presión, sólo amenazándolo con lo que haría en caso de que él se atreviera a propasarse y manchando, a la vez, aquella superficie que cubrían mis manos de mi propia sangre, aquel sustento que él más de una y más de dos veces había ingerido... que él se había atrevido a intentar mancillar cuando había pensado que podía matarme ¡a mí! Era casi tan absurdo como pensar que era capaz de controlarme...
El sonido de los zapatos de tacón cayendo al suelo fue el que rompió el silencio que se había interpuesto entre nosotros, el mismo que volvió a ser roto por mis piernas afianzándose a ambos lados de su cuerpo conmigo casi sentada sobre su pecho y reforzando el agarre de su cuello que, de un movimiento brusco, posiblemente podría romper por mi edad y la fuerza que ésta traía consigo. Mi mirada estaba en sus ojos, alternando entre la frialdad que revelaba que la calma volvía a mi interior muy poco a poco y de manera totalmente inestable por lo fácilmente quebradiza que era y, también, con la ira que no podía evitar, casi centelleando en lo azul de mis ojos y alcanzándolo como rayos de tormenta que lo destruirían, de poder.
– Tienes cinco segundos para decirme lo que estás haciendo aquí o ya puedes considerarte muerto y enterrado. – murmuré, con tono de voz frío y arrastrado que contrastaba fuertemente con mis mandíbulas apretadas y el instante en el que mis ojos parecieron abandonar la alternancia entre frialdad e ira para favorecer sólo la segunda, la misma con la que lo miraba y que amenazaba con romperme... y romperlo a él conmigo.
Si algo tenía claro era que no se trataba de un licántropo o de un cambiaformas. El olor animal tan propio de ellos no era el reinante en la habitación, donde lo que más destacaba era la brisa nocturna que se había colado cuando los sirvientes habían abierto las ventanas para renovar el aire de la casa, y tampoco había ningún foco en la estancia que me provocara una sensación casi automática de rechazo hacia algo por su naturaleza bestial e infinitamente menos civilizada que la mía, por lo que ambas opciones quedaban camufladas. El olor a sangre no era, tampoco, una constante en la habitación, hecho al que se sumaba que un simple humano no podía acceder a mi palacete con una facilidad tan sumamente insultante como lo había hecho aquel ser que se ocultaba en las sombras como si fueran su hábitat normal, así que sólo quedaba una posibilidad, una que le daba interés y justificación al juego de misterio que estaba teniendo lugar allí entre nosotros... Vampiro. Alguien cuya esencia me resultaba familiar pese a estar camuflada por el olor de la noche colado en la habitación; alguien lo suficientemente bueno ocultándose como para justificar que me hubiera costado tanto tiempo como lo había hecho, algo casi imperdonable por mi parte, descubrir su presencia; alguien que seguía ocultándose en aquellos apenas segundos que habían pasado desde que había hecho público ante la luz de la luna que sabía que estaba allí... Segundos que pasaban eternos, haciendo de cada grano de arena que caía del reloj una impresión más que de ligereza de pesadez similar a la de una gran cadena montañosa como las que cubrían los territorios en los que me había desarrollado como humana: el actual Gales y los estados italianos... Segundos que eran sólo un preliminar para dar tiempo a lo que sucedería, que sólo adquirían semejante peso en mi mente porque parecía que el tiempo se había ralentizado para permitirme estar efectivamente a la defensiva pese a que mi cuerpo pareciera tan relajado como hasta entonces, igual de elegante sin duda porque, a fin de cuentas, eso era algo que estaba en mí y no podía eliminarse tan fácilmente por ese carácter de inherencia a mi persona.
La espera, no obstante, que estaba alimentando mi curiosidad de la misma manera que la sangre que bebía lo hacía con mi sed, finalizó y lo hizo de una manera que no me esperaba ni por un millón de años, algo que desbarajustó todas y cada una de las defensas internas que me había construido alrededor de la mente y de mi cuerpo y que simplemente dejaron paso a la ira... La ira desnuda, la ira pura y altamente concentrada que barría la curiosidad a pasos agigantados a medida que él se apartaba de las sombras y permitía que la luz de la luna bañara sus rasgos en aquel camino tan breve que recorrió desde la cortina hasta encima de mi cama, donde tantas veces había estado. La mortecina luz blancuzca que reinaba en la habitación alumbró su pelo rubio y lacio, así como su barba, que fueron lo primero que atrajo mi atención y a su vez lo que primero me hizo apretar la mandíbula con fuerza, esperando equivocarme, esperando que aquel parecido fuera simplemente algo accidental en vez de la certeza de que era de él de quien estaba teniendo una clara imagen... Y ver sus gélidos y claros ojos azules un momento antes de que tomara asiento, como un rey guerrero, me confirmó aquella impresión, además de que dio camino abierto a mi ira para que se deslizara por mi cuerpo como una serpiente mientras mi rostro permanecía aún inexpresivo, clavado en el suyo, como preguntándole demasiadas cosas con la mirada... Porque aún no podía creerme que Dragos, precisamente Dragos, tuviera la osadía de volver a mí tras haber intentado matarme hacía ya tanto tiempo tan tranquilamente, de una manera que no le pegaba en absoluto a aquel que yo había conocido en su día y que parecía el mismo que quien estaba frente a mí...
Y, en aquellas circunstancias, la paciencia se me agotó rápidamente. Apenas bastaron unos segundos de mantener la mirada sobre sus ojos, aunque el espejo estuviera de intermediario, para que la poca curiosidad que me quedaba fuera fundida por la ira y por el rencor insano que sentía hacia él, aumentando la intensidad de estas últimas y cegando mi juicio, todo posible amago de racionalidad que en un momento dado pudiera decir que había tenido y simplemente sumiéndome en aquella marea interna que amenazaba con arrastrarme entera hacia una dirección desconocida pero, sobre todo, peligrosa, porque hacía demasiado tiempo que no me veía tan sometida a unos sentimientos tan intensos como lo estaba en aquel momento, una irracionalidad tal que incluso dejé de ser dueña de mí misma un momento, el mismo que bastó para que mi cuerpo reaccionara, libre de todo control de mi mente, y dejara de estar sentada frente al espejo para adquirir una postura muy diferente.
En algún momento había estrellado el peine que todavía, hasta aquel momento, había estado en mi mano, contra el espejo. Luego, en algún otro instante que seguía sin tener muy claro de toda aquella bruma que la rapidez de mis movimientos me había supuesto, había apoyado ambas manos en la mesa llena de cristales para alzarme de mi asiento y levantarme, cortándome las palmas de las manos y, por tanto, elevando al aire el aroma de mi propia sangre que no hizo sino enfurecer más a aquel animal que era yo carente de todo control, o al menos eso supongo, y provocar que apenas un giro bastara para que alcanzar su rostro en la trayectoria de mi mirada inflamara la llama de mi rencor como el aceite hacía con una hoguera y acelerara aún más mis movimientos ya frenéticos, que concluyeron de la manera más lógica posible dado lo ilógico de las circunstancias: yo encima de él, en la cama, y no de la manera que normalmente nos habría caracterizado sino de una bastante diferente, mucho más agresiva y bestial por mi propio envite, más típico de un animal salvaje que de mí. Así, mis piernas estaban a ambos lados de su pecho que, junto a su espalda, reposaba sobre el colchón, conmigo prácticamente sentada sobre él pero, a la vez, con la espalda más o menos recta para garantizar una distancia razonable de mi cuerpo, apenas cubierto por la ropa interior, con el suyo, siempre dentro de lo que cabía y al margen de lo que pudieran romper esa separación de no contacto puntos que sí se tocaban como lo eran mis manos, rodeando su cuello sin hacer aún presión, sólo amenazándolo con lo que haría en caso de que él se atreviera a propasarse y manchando, a la vez, aquella superficie que cubrían mis manos de mi propia sangre, aquel sustento que él más de una y más de dos veces había ingerido... que él se había atrevido a intentar mancillar cuando había pensado que podía matarme ¡a mí! Era casi tan absurdo como pensar que era capaz de controlarme...
El sonido de los zapatos de tacón cayendo al suelo fue el que rompió el silencio que se había interpuesto entre nosotros, el mismo que volvió a ser roto por mis piernas afianzándose a ambos lados de su cuerpo conmigo casi sentada sobre su pecho y reforzando el agarre de su cuello que, de un movimiento brusco, posiblemente podría romper por mi edad y la fuerza que ésta traía consigo. Mi mirada estaba en sus ojos, alternando entre la frialdad que revelaba que la calma volvía a mi interior muy poco a poco y de manera totalmente inestable por lo fácilmente quebradiza que era y, también, con la ira que no podía evitar, casi centelleando en lo azul de mis ojos y alcanzándolo como rayos de tormenta que lo destruirían, de poder.
– Tienes cinco segundos para decirme lo que estás haciendo aquí o ya puedes considerarte muerto y enterrado. – murmuré, con tono de voz frío y arrastrado que contrastaba fuertemente con mis mandíbulas apretadas y el instante en el que mis ojos parecieron abandonar la alternancia entre frialdad e ira para favorecer sólo la segunda, la misma con la que lo miraba y que amenazaba con romperme... y romperlo a él conmigo.
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Re: The Crusade {Privado}
Y ahí sentado sobre la cama siguió observando aquellos ojos, mismos que pudo ver como en cuestión de segundos parecían perder aquel color azul y transformarse en uno demasiado oscuro y aquello sólo significaba una cosa, una que Dragos había previsto desde mucho antes y que aún sabiéndolo se había atrevido a irrumpir a su casa y presentarse así, tan deliberadamente. El sabía lo que estaba por venir, lo comprobaba al ver sus ojos centelleantes que le devolvían la mirada a través del espejo y ese silencio mortuorio que se vino abajo en el momento en que Amanda rompió el espejo de aquella manera casi salvaje. Pudo haberse puesto de pie y evitar lo que también sabía que ocurriría a continuación, pero se mantuvo en la misma posición, sin moverse un solo milímetro y mantuvo sus ojos bien puestos sobre ella, observando cada movimiento con esa aparente apacibilidad e igualmente fascinado por la hermosa criatura que era la que había sido su amante hacia no muchos ayeres. El olor a la sangre de Amanda le pegó de lleno en la nariz, pero no tuvo tiempo de deleitarse con su exquisito aroma, Amanda no se lo había permitido. Tenía que admitir que una de las más visibles cualidades que la vampiresa tenía muy independientemente de su belleza y sensualidad natural, era la velocidad, y se lo comprobaba una vez más con esa serie de movimientos en los que en apenas un par de segundos había logrado llegar hasta donde él y derribarlo de aquella manera. Dragos era también un vampiro fuerte, bastaba verlo, sólo tenían que observar su cuerpo majestuoso, músculoso, los brazos rebosantes de poder, pero sobre todo esa mirada que si se le veía con detenimiento, mostraba parte del enigma que le envolvía al inmortal. Era un vampiro digno de temer, capaz de volarle la cabeza a cualquiera con tan sólo un suspiro si lo quería, capaz de torturar hasta las lágrimas a quien lo mereciera, insensible y cruel cuando se lo proponía. Pero no con ella…
Amanda cayó sobre él, tumbándolo de espaldas sobre la cama, misma que se sacudió estrepitosamente a causa del peso no solo de él, si no de ambos, ya que Amanda se las había ingeniado para caer justamente encima suyo. El contacto con la piel de Amanda fue la gloria para el inmortal, aún en aquella situación en la que ella le amenazaba con sus manos sobre su cuello, de alguna manera casi desquiciada, aquella mirada colérica que ella tenía en esos instantes lograba encender algo en su interior que empezaba a quemarle la piel. No había otra cosa en su mente más que alzar sus manos y tocarla, deleitarse una vez más con esa piel que era realmente apetitosa. Esa mujer que yacía encima de él y que acababa de amenazarle de muerte era la misma que había logrado volverlo loco años atrás, la que había dado un vuelco a su vida, la que lo había hecho romper sus propias expectativas y formas de vida. Amanda, ¡tantos significados para ese nombre!
Dragos sabía que de querer podía quitársela de encima con un movimiento, quizás hubiese significado llevar a cabo un leve forcejeo para lograrlo, pero estaba seguro de que podía hacerla a un lado si se lo proponía. Pero no lo hizo. Se mantuvo en completo silencio, con el cuerpo relajado y mirándola de aquella manera, como si quisiera penetrarle los ojos, llegarle hasta el alma y hacerle ver de aquel modo lo arrepentido que estaba arrepentido de la estupidez que había hecho al haber atentado contra su vida. Por que así era, Dragos se lamentaba, admitía su culpa y aceptaba su error, lo hacía aunque no lo dejara a simple vista de una manera puramente explícita. Entonces sonrío, sus labios se curvaron en respuesta a la amenaza que Amanda le hacía de matarlo, los colmillos asomaron por entre sus labios y empezó la cuenta regresiva.
— Uno…dos…tres…cuatro…cinco… — Pronunció lentamente, retándola, seguro de que Amanda no sería capaz de cumplir lo que decía, y no, no era que no supiera de lo que ella era capaz, sabía que podría asesinarlo si lo deseaba, pero en el fondo de su ser aún llameaba esa terca idea de que aquellas palabras sólo fuesen producto de su repentino enojo a causa de ese inesperado encuentro. Su sonrisa se amplió aún más al terminar de contar, al ver que nada ocurría, que la mano de Amanda presionaba sobre su cuello, pero no lo suficiente como para hacerle algún daño. — ¿Tanto me aprecias como para considerar el hecho de enterrar mi cadáver una vez que me asesines? Había pensado en que lo quemarías o lo darías de comer a los perros. — Una de sus pobladas cejas de elevó dándole un toque pícaro a su rostro, similar a todas esas veces en las que había hecho propuestas indecorosas a la pelirroja, en ese entonces su amante. — Por otro lado…la verdad es que no esperaba un recibimiento de este tipo, siempre supiste sorprenderme, tú sí que siempre has sabido ir al grano, cariño… — Se atrevió a mover sus manos por debajo de las piernas de Amanda y las colocó sobre sus piernas desnudas, las cuales acarició con pretensión. Estaba seguro de que aquello haría enervar todavía más a la mujer, pero eso no le detenía, al contrario, la verdad es que le encantaba verla de aquella manera, colérica, ardiendo en deseo, aunque esta vez fueran sólo por el deseo de verlo muerto.
Entonces decidió darle una demostración de la rapidez que él también poseía, sus manos liberaron las perfectas piernas de la vampira y se alzaron hasta su rostro, mismo que con la ayuda de su fuerza y velocidad atrajo hacia él para luego besar sus labios con una impecable maestría que dejaba a la vista la gran experiencia que tenía en cosas como esas. Bebió nuevamente de esa saliva y disfrutó de aquel beso; en lugar de que el hecho de que fuese forzado restara significado, al contrario, lograba hacerlo todavía más deseable. La soltó a los pocos segundos, liberó su rostro de sus manos y luego las alzó colocándolas a los costados de su cabeza, en una posición que podría significar que se rendía ante ella. En su rostro seguía intacta esa tranquilidad que había mostrado desde el principio.
— Creí que ibas a matarme, ¿te he hecho cambiar de opinión? — Lejos de que sus palabras estuviesen cargadas de cinismo, tal cosa no se notaba en la forma de pronunciarlas, su voz era neutra, carente de sentimiento alguno. No estaba burlándose de ella, simplemente deseaba conocer hasta que punto ella le detestaba. Quería provocarla, así como lo había hecho infinidad de veces cuando la seducía y terminaban en la cama, pero esta vez deseaba hacerla explotar en ira, sacar todo ese rencor, drenar toda esa amargura por su traición. — ¡Vamos, cumple tu palabra! Golpéame, escúpeme, mátame si eso es lo que deseas, es eso lo que merezco, ¿no es así? — Su voz se elevó considerablemente al retarla nuevamente. No se lo estaba pidiendo, no se lo proponía, se lo exigía. - Intenté matarte y aún así estoy aquí; te seguí, entré a tu casa, te besé y estoy jodidamente deseoso de pasar la noche contigo como si nada hubiese pasado. Soy un hijo de puta, tú lo sabes. Mátame si eso es lo que deseas. ¡Mátame, mátame Amanda!, haz valer tus amenazas, mátame si tanto crees odiarme. – Se lo gritó en la cara, por primera vez la mirada de Dragos perdió un poco de esa apacibilidad que parecía eterna, sus ojos centellearon con un brillo similar al que iluminaba los de Amanda.
Amanda cayó sobre él, tumbándolo de espaldas sobre la cama, misma que se sacudió estrepitosamente a causa del peso no solo de él, si no de ambos, ya que Amanda se las había ingeniado para caer justamente encima suyo. El contacto con la piel de Amanda fue la gloria para el inmortal, aún en aquella situación en la que ella le amenazaba con sus manos sobre su cuello, de alguna manera casi desquiciada, aquella mirada colérica que ella tenía en esos instantes lograba encender algo en su interior que empezaba a quemarle la piel. No había otra cosa en su mente más que alzar sus manos y tocarla, deleitarse una vez más con esa piel que era realmente apetitosa. Esa mujer que yacía encima de él y que acababa de amenazarle de muerte era la misma que había logrado volverlo loco años atrás, la que había dado un vuelco a su vida, la que lo había hecho romper sus propias expectativas y formas de vida. Amanda, ¡tantos significados para ese nombre!
Dragos sabía que de querer podía quitársela de encima con un movimiento, quizás hubiese significado llevar a cabo un leve forcejeo para lograrlo, pero estaba seguro de que podía hacerla a un lado si se lo proponía. Pero no lo hizo. Se mantuvo en completo silencio, con el cuerpo relajado y mirándola de aquella manera, como si quisiera penetrarle los ojos, llegarle hasta el alma y hacerle ver de aquel modo lo arrepentido que estaba arrepentido de la estupidez que había hecho al haber atentado contra su vida. Por que así era, Dragos se lamentaba, admitía su culpa y aceptaba su error, lo hacía aunque no lo dejara a simple vista de una manera puramente explícita. Entonces sonrío, sus labios se curvaron en respuesta a la amenaza que Amanda le hacía de matarlo, los colmillos asomaron por entre sus labios y empezó la cuenta regresiva.
— Uno…dos…tres…cuatro…cinco… — Pronunció lentamente, retándola, seguro de que Amanda no sería capaz de cumplir lo que decía, y no, no era que no supiera de lo que ella era capaz, sabía que podría asesinarlo si lo deseaba, pero en el fondo de su ser aún llameaba esa terca idea de que aquellas palabras sólo fuesen producto de su repentino enojo a causa de ese inesperado encuentro. Su sonrisa se amplió aún más al terminar de contar, al ver que nada ocurría, que la mano de Amanda presionaba sobre su cuello, pero no lo suficiente como para hacerle algún daño. — ¿Tanto me aprecias como para considerar el hecho de enterrar mi cadáver una vez que me asesines? Había pensado en que lo quemarías o lo darías de comer a los perros. — Una de sus pobladas cejas de elevó dándole un toque pícaro a su rostro, similar a todas esas veces en las que había hecho propuestas indecorosas a la pelirroja, en ese entonces su amante. — Por otro lado…la verdad es que no esperaba un recibimiento de este tipo, siempre supiste sorprenderme, tú sí que siempre has sabido ir al grano, cariño… — Se atrevió a mover sus manos por debajo de las piernas de Amanda y las colocó sobre sus piernas desnudas, las cuales acarició con pretensión. Estaba seguro de que aquello haría enervar todavía más a la mujer, pero eso no le detenía, al contrario, la verdad es que le encantaba verla de aquella manera, colérica, ardiendo en deseo, aunque esta vez fueran sólo por el deseo de verlo muerto.
Entonces decidió darle una demostración de la rapidez que él también poseía, sus manos liberaron las perfectas piernas de la vampira y se alzaron hasta su rostro, mismo que con la ayuda de su fuerza y velocidad atrajo hacia él para luego besar sus labios con una impecable maestría que dejaba a la vista la gran experiencia que tenía en cosas como esas. Bebió nuevamente de esa saliva y disfrutó de aquel beso; en lugar de que el hecho de que fuese forzado restara significado, al contrario, lograba hacerlo todavía más deseable. La soltó a los pocos segundos, liberó su rostro de sus manos y luego las alzó colocándolas a los costados de su cabeza, en una posición que podría significar que se rendía ante ella. En su rostro seguía intacta esa tranquilidad que había mostrado desde el principio.
— Creí que ibas a matarme, ¿te he hecho cambiar de opinión? — Lejos de que sus palabras estuviesen cargadas de cinismo, tal cosa no se notaba en la forma de pronunciarlas, su voz era neutra, carente de sentimiento alguno. No estaba burlándose de ella, simplemente deseaba conocer hasta que punto ella le detestaba. Quería provocarla, así como lo había hecho infinidad de veces cuando la seducía y terminaban en la cama, pero esta vez deseaba hacerla explotar en ira, sacar todo ese rencor, drenar toda esa amargura por su traición. — ¡Vamos, cumple tu palabra! Golpéame, escúpeme, mátame si eso es lo que deseas, es eso lo que merezco, ¿no es así? — Su voz se elevó considerablemente al retarla nuevamente. No se lo estaba pidiendo, no se lo proponía, se lo exigía. - Intenté matarte y aún así estoy aquí; te seguí, entré a tu casa, te besé y estoy jodidamente deseoso de pasar la noche contigo como si nada hubiese pasado. Soy un hijo de puta, tú lo sabes. Mátame si eso es lo que deseas. ¡Mátame, mátame Amanda!, haz valer tus amenazas, mátame si tanto crees odiarme. – Se lo gritó en la cara, por primera vez la mirada de Dragos perdió un poco de esa apacibilidad que parecía eterna, sus ojos centellearon con un brillo similar al que iluminaba los de Amanda.
Dragos Vilhjálmur- Vampiro Clase Media
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Fecha de inscripción : 09/09/2011
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Re: The Crusade {Privado}
Frío y calor, calma e ira, tranquilidad y temblor, orden y caos: todo superponiéndose, todo alternándose, todo moviéndose guiado por el compás que una mirada era capaz de despertar, la misma que estaba clavada en mis ojos como si del canto de una sirena se tratara o como si me hubiera atraído como la melodía del flautista de Hamelín a los niños que secuestró, igual de potente, igual de arrolladora, con un resultado final igual de funesto, porque sabía cómo terminaría al igual que cómo lo había hecho anteriormente... En tragedia. No creía en el destino, aunque de hacerlo diría probablemente que era cosa suya; no creía en la predestinación, ni en Dios, ni en Alá, ni en ninguna deidad como las que habían acompañado mi vida tanto en Roma como en Britannia, pero conocía la situación porque la había vivido y porque, hiciera lo que hiciera, Dragos no tenía complicación alguna una vez lo conocías, y yo eso lo hacía muy bien... Demasiado bien, en realidad. Todo lo que tocaba se convertía en desgracia pura y absoluta, traía consigo los problemas allá donde se desplazaba y especialmente donde se instalaba, y la seguridad era algo que no podía tenerse con él ya que, en írsele la cabeza lo suficiente, sin que importen en absoluto las condiciones positivas previas que hubiera habido hasta ese momento, adiós muy buenas, todo termina... O casi.
En mi caso, todo habría terminado de no haber contado él con que era mejor que para ser eliminada con un simple fuego. ¿En qué momento no había tenido en cuenta el detalle de que era bastante más antigua que él? ¿Cuándo había pasado de respetarme a subestimarme de tal manera que resultaba incluso insultante para alguien como yo? Especialmente por el hecho de que lo había dejado entrar, había permitido que significara algo... Error que nunca volvería a cometer, al igual como tampoco era demasiado recomendable otro error sobre cuyo borde me desplazaba con la eficacia de una bailarina sobre las puntas: frágil, quebradiza, inestable... Nula. Aquel fallo podía significarlo todo, la diferencia entre lo acertado y mi vida y lo erróneo y mi muerte, porque si algo tenía claro era que no iba a confiar en nada que dijera, ya no... Había cruzado aquella línea hacía tiempo y había salido escaldada, casi literalmente, así que no estaba dispuesta a volver a cometer el mismo fallo ya que yo, a diferencia de los humanos, solía saber evitar la piedra con la que había tropezado y no estaba dispuesta a dejar que aquella vez fuera la excepción, pero aún así...
Aún así con Dragos era imposible optar por la racionalidad, era tarea irrealizable escoger el lado gélido de los dos que batallaban en mi interior con su mirada clavada en mí ya que, como una hoguera, se esforzaba en derretir el hielo y en alimentar el lado fogoso, el más peligroso, el que me convertía más en un animal sin pensamientos que lo controlaran que en la Amanda que era de verdad, pero no había otra manera... no con él. Sus acciones parecían todas enfocadas a despertar la fiera que dormitaba en mi interior, una que él sólo había visto esbozada en el tiempo que me conocía pero que al paso que iba terminaría por encontrar frente a él porque... ¡Porque sí, porque no podía pretender hacer todo lo que hacía sin que hubiera consecuencias! Lo odiaba por lo que me había hecho, odiaba la confusión que sentía, odiaba sentir la sangre ardiendo por mis venas, atravesando mi cuerpo y transportando la ira como el mejor vehículo para que, de mi corazón, llegara a cada uno de mis miembros aún en tensión sobre su cuerpo, tan duro y fuerte como lo recordaba... Y haciendo inevitable aquella atracción casi animal que sólo había ignorado deliberadamente cuando había perdido el control para que, en aquel momento en el que luchaba por recuperarlo, me golpeara con fuerza tal que me confundía casi tanto como la marabunta de sentimientos que me recorrían pero que también evitaba por mi propio bien.
Pero la batalla estaba perdida de antemano, y yo lo sabía. Dragos era el único ser en todo el globo capaz de hacerme dejar de ser dueña de mí misma, de ser hija de mis impulsos para ser una simple marioneta guiada por ellos, y parecía disfrutar de aquella habilidad extraña y única para ponerme de los nervios, casi literalmente, con cada cosa que hacía: primero aquella cuenta atrás, después sus palabras, por últimos sus caricias... Todo aquello como un preludio a lo que vino después: los movimientos, la velocidad, el beso robado, la rendición, más palabras... Cada una que se me clavaba dentro como un cuchillo, que abría surcos en la barrera que separaba la ira de la frialdad y que contenía a la cólera que se acumulaba en mi interior y que movía mi cuerpo más que mis pensamientos, a la vesania que me poseía, que me quería llenar por completo como la mezcla de calma y furia que hasta entonces había imperado, hasta el momento en el que la balanza se había inclinado hacia un lado en detrimento del otro y una había eliminado a otra en la batalla, quedando finalmente una única ganadora: la rabia ciega, esa misma que a partir de aquel momento guiaría mis movimientos como la brújula lo hace con el rumbo de una navegante a través de las aguas del océano, uno que en mi caso no era gélido, como los del norte, sino tan ardiente como el Mediterráneo podía llegar a serlo en determinadas zonas, por ejemplo en la que yo había vivido cuando, de Roma, iba al puerto de Ostia por orden de mis dueños... Nunca más.
Yo ya no tenía dueño, no pertenecía a nadie salvo a mí misma, y sólo debía lealtad a quien quería yo tenérsela, no a quien había intentado matarme por mucho que en mi interior el deseo de cerrarle la boca a puñetazos fuera tan grande como el de hacerlo con mis propios labios, pero todas aquellas ideas que pudieran venir de la cercanía de su cuerpo se esfumaron como llevadas por un soplo de aire, dejando residuos que eran demasiado fáciles de ignorar en contra de la idea más pulsante de ambas: la de matarlo, la de destrozarlo, la de hacer que sufriera por haberme traicionado... ¡A mí! Podía elegir a cualquiera para traicionar y tenía que hacerlo conmigo, ¿cómo se atrevía a volver al seno de a quien había intentado prender en llamas? ¿Cómo tenía semejante cara y ego para permitirse desafiarme de tal manera, e incluso juzgarme en mi propio hogar? Lo pagaría caro, de eso no me cabía duda, porque por mucho que hubiera podido sentir por él sólo quedaba ya la violencia, lo animal, lo irracional... lo que me poseía en aquel momento y me hacía querer bajarle ese ego antinatural que tenía a golpes. Buena idea.
Una bofetada de revés resonó en la habitación al momento siguiente de mi decisión, torciendo su cara hacia el lateral al que había ido dirigido el golpe y evitando aquella mirada sobre mis ojos para centrarme por fin en lo que tenía que hacer: herirlo, igual que él me había herido a mí; vencerlo, igual que él intentaba hacer conmigo; humillarlo, doblegarlo, someterlo... ¡destrozarlo! Algo, cualquier cosa que significara hacerle pagar por lo que había hecho pese a que supiera bien, demasiado bien quizá, que no conseguiría hacerlo hasta dentro de mucho tiempo, algo que ambos teníamos por nuestras naturalezas semejantes en algunas cosas pero diferentes en otras. Con el golpe, sólo quedaba una de mis manos en su cuello pero ésta evitó que se notara la ausencia de su compañera intensificando la fuerza con la que presionaba su cuello, alzando incluso su barbilla para que su cabeza estuviera más a mi merced; la mano de la bofetada, por su parte, bajó por su rostro con delicadeza que se perdió en cuanto llegué a su boca, abriéndosela con fuerza, tanta que a un humano le habría roto la mandíbula aunque las suyas permanecieran aún intactas, dejando a la vista el interior de su boca, uno que conocía demasiado bien porque no me había cansado de recorrerlo en un pasado muy lejano, demasiado... Brumoso, a aquellas alturas en las que el pensamiento que más fuerza tenía en mi cabeza ya no era besarlo, sino herirlo, en cualquier parte posible de su cuerpo, que acabó traduciéndose en su lengua, la misma que atrapé con mis dientes y que mordí con saña, arrancándole la sangre de su interior rápida y sobre todo bruscamente y de la que me alimenté un momento antes de separarme de su boca, ya que estaba demasiado cerca para lo que quería verla. El siguiente paso fue su cuello, que comencé a morder a dentelladas más propias de un tiburón que de un ser como lo era yo y que desgarraban su piel marmórea, manchando tanto su cuello como mis labios, que se tiñeron de rojo tanto como mi barbilla y mi rostro, sin que me importara lo más mínimo... No entonces.
Lo importante era herirlo, al menos eso me repetía, pero el sabor de su sangre entrando en mí hacía difícil la concentración en lo que realmente quería y me forzó incluso a lamer sus heridas y a succionar el flujo vital de ellas, ayudando probablemente a que se cerraran, pero no podía interesarme menos aquello, no cuando, enfadada conmigo misma como rápidamente pasé a estarlo evité su cuello y me dirigí a su oreja, intentando no respirar hondo y que su aroma me llenara por completo, borrando mis objetivos y volviendo a hacerme una bestia sedienta de él, no de venganza hacia él como se suponía que tenía que serlo y como me mantendría costara lo que costase.
– ¿Cariño? Me confundes con una de tus putas, Dragos, y los dos sabemos que no lo soy, que no son competición conmigo por mucho que te empeñes en intentarlo y en pretender que sabes lo que pienso o cómo soy... Lo has olvidado. – espeté, casi con desprecio perceptible perfectamente en el tono frío y al mismo tiempo comedido de mis palabras en su oído, lamiéndome después la sangre de la zona de los labios y permitiendo que las demás continuaran como lo habían estado hasta aquel momento: manchadas de él, lo más cercano al carmín que podría llevar en esa situación en la que nos encontrábamos por culpa suya.
– ¿Me has hecho cambiar de opinión? No, tú no, necesitas más que un beso robado, encima mal dado, para eso, si lo he hecho ha sido porque no has respondido a mi pregunta. ¿Qué estás haciendo aquí, aparte de morirte de ganas de abrirme de piernas? Porque ni necesitabas decírmelo, ¿sabes? Eres demasiado obvio... – inquirí, maliciosa y conduciendo una de mis rodillas de donde las tenía hasta el hueco entre sus muslos, a través del cual la subí para terminar su recorrido, que concluyó con ella rozando su entrepierna, en una posición tanto potencialmente placentera como peligrosa porque si se me escapaba una patada lo doblaría de dolor, ya que no dejaba de ser un hombre y yo una mujer enfadada con él... y eso era quedarme corta, por lo que antes de la opción placentera veía más posible la dolorosa... de él dependía que el resultado final fuera malo o peor, ya que no había otro término medio.
En mi caso, todo habría terminado de no haber contado él con que era mejor que para ser eliminada con un simple fuego. ¿En qué momento no había tenido en cuenta el detalle de que era bastante más antigua que él? ¿Cuándo había pasado de respetarme a subestimarme de tal manera que resultaba incluso insultante para alguien como yo? Especialmente por el hecho de que lo había dejado entrar, había permitido que significara algo... Error que nunca volvería a cometer, al igual como tampoco era demasiado recomendable otro error sobre cuyo borde me desplazaba con la eficacia de una bailarina sobre las puntas: frágil, quebradiza, inestable... Nula. Aquel fallo podía significarlo todo, la diferencia entre lo acertado y mi vida y lo erróneo y mi muerte, porque si algo tenía claro era que no iba a confiar en nada que dijera, ya no... Había cruzado aquella línea hacía tiempo y había salido escaldada, casi literalmente, así que no estaba dispuesta a volver a cometer el mismo fallo ya que yo, a diferencia de los humanos, solía saber evitar la piedra con la que había tropezado y no estaba dispuesta a dejar que aquella vez fuera la excepción, pero aún así...
Aún así con Dragos era imposible optar por la racionalidad, era tarea irrealizable escoger el lado gélido de los dos que batallaban en mi interior con su mirada clavada en mí ya que, como una hoguera, se esforzaba en derretir el hielo y en alimentar el lado fogoso, el más peligroso, el que me convertía más en un animal sin pensamientos que lo controlaran que en la Amanda que era de verdad, pero no había otra manera... no con él. Sus acciones parecían todas enfocadas a despertar la fiera que dormitaba en mi interior, una que él sólo había visto esbozada en el tiempo que me conocía pero que al paso que iba terminaría por encontrar frente a él porque... ¡Porque sí, porque no podía pretender hacer todo lo que hacía sin que hubiera consecuencias! Lo odiaba por lo que me había hecho, odiaba la confusión que sentía, odiaba sentir la sangre ardiendo por mis venas, atravesando mi cuerpo y transportando la ira como el mejor vehículo para que, de mi corazón, llegara a cada uno de mis miembros aún en tensión sobre su cuerpo, tan duro y fuerte como lo recordaba... Y haciendo inevitable aquella atracción casi animal que sólo había ignorado deliberadamente cuando había perdido el control para que, en aquel momento en el que luchaba por recuperarlo, me golpeara con fuerza tal que me confundía casi tanto como la marabunta de sentimientos que me recorrían pero que también evitaba por mi propio bien.
Pero la batalla estaba perdida de antemano, y yo lo sabía. Dragos era el único ser en todo el globo capaz de hacerme dejar de ser dueña de mí misma, de ser hija de mis impulsos para ser una simple marioneta guiada por ellos, y parecía disfrutar de aquella habilidad extraña y única para ponerme de los nervios, casi literalmente, con cada cosa que hacía: primero aquella cuenta atrás, después sus palabras, por últimos sus caricias... Todo aquello como un preludio a lo que vino después: los movimientos, la velocidad, el beso robado, la rendición, más palabras... Cada una que se me clavaba dentro como un cuchillo, que abría surcos en la barrera que separaba la ira de la frialdad y que contenía a la cólera que se acumulaba en mi interior y que movía mi cuerpo más que mis pensamientos, a la vesania que me poseía, que me quería llenar por completo como la mezcla de calma y furia que hasta entonces había imperado, hasta el momento en el que la balanza se había inclinado hacia un lado en detrimento del otro y una había eliminado a otra en la batalla, quedando finalmente una única ganadora: la rabia ciega, esa misma que a partir de aquel momento guiaría mis movimientos como la brújula lo hace con el rumbo de una navegante a través de las aguas del océano, uno que en mi caso no era gélido, como los del norte, sino tan ardiente como el Mediterráneo podía llegar a serlo en determinadas zonas, por ejemplo en la que yo había vivido cuando, de Roma, iba al puerto de Ostia por orden de mis dueños... Nunca más.
Yo ya no tenía dueño, no pertenecía a nadie salvo a mí misma, y sólo debía lealtad a quien quería yo tenérsela, no a quien había intentado matarme por mucho que en mi interior el deseo de cerrarle la boca a puñetazos fuera tan grande como el de hacerlo con mis propios labios, pero todas aquellas ideas que pudieran venir de la cercanía de su cuerpo se esfumaron como llevadas por un soplo de aire, dejando residuos que eran demasiado fáciles de ignorar en contra de la idea más pulsante de ambas: la de matarlo, la de destrozarlo, la de hacer que sufriera por haberme traicionado... ¡A mí! Podía elegir a cualquiera para traicionar y tenía que hacerlo conmigo, ¿cómo se atrevía a volver al seno de a quien había intentado prender en llamas? ¿Cómo tenía semejante cara y ego para permitirse desafiarme de tal manera, e incluso juzgarme en mi propio hogar? Lo pagaría caro, de eso no me cabía duda, porque por mucho que hubiera podido sentir por él sólo quedaba ya la violencia, lo animal, lo irracional... lo que me poseía en aquel momento y me hacía querer bajarle ese ego antinatural que tenía a golpes. Buena idea.
Una bofetada de revés resonó en la habitación al momento siguiente de mi decisión, torciendo su cara hacia el lateral al que había ido dirigido el golpe y evitando aquella mirada sobre mis ojos para centrarme por fin en lo que tenía que hacer: herirlo, igual que él me había herido a mí; vencerlo, igual que él intentaba hacer conmigo; humillarlo, doblegarlo, someterlo... ¡destrozarlo! Algo, cualquier cosa que significara hacerle pagar por lo que había hecho pese a que supiera bien, demasiado bien quizá, que no conseguiría hacerlo hasta dentro de mucho tiempo, algo que ambos teníamos por nuestras naturalezas semejantes en algunas cosas pero diferentes en otras. Con el golpe, sólo quedaba una de mis manos en su cuello pero ésta evitó que se notara la ausencia de su compañera intensificando la fuerza con la que presionaba su cuello, alzando incluso su barbilla para que su cabeza estuviera más a mi merced; la mano de la bofetada, por su parte, bajó por su rostro con delicadeza que se perdió en cuanto llegué a su boca, abriéndosela con fuerza, tanta que a un humano le habría roto la mandíbula aunque las suyas permanecieran aún intactas, dejando a la vista el interior de su boca, uno que conocía demasiado bien porque no me había cansado de recorrerlo en un pasado muy lejano, demasiado... Brumoso, a aquellas alturas en las que el pensamiento que más fuerza tenía en mi cabeza ya no era besarlo, sino herirlo, en cualquier parte posible de su cuerpo, que acabó traduciéndose en su lengua, la misma que atrapé con mis dientes y que mordí con saña, arrancándole la sangre de su interior rápida y sobre todo bruscamente y de la que me alimenté un momento antes de separarme de su boca, ya que estaba demasiado cerca para lo que quería verla. El siguiente paso fue su cuello, que comencé a morder a dentelladas más propias de un tiburón que de un ser como lo era yo y que desgarraban su piel marmórea, manchando tanto su cuello como mis labios, que se tiñeron de rojo tanto como mi barbilla y mi rostro, sin que me importara lo más mínimo... No entonces.
Lo importante era herirlo, al menos eso me repetía, pero el sabor de su sangre entrando en mí hacía difícil la concentración en lo que realmente quería y me forzó incluso a lamer sus heridas y a succionar el flujo vital de ellas, ayudando probablemente a que se cerraran, pero no podía interesarme menos aquello, no cuando, enfadada conmigo misma como rápidamente pasé a estarlo evité su cuello y me dirigí a su oreja, intentando no respirar hondo y que su aroma me llenara por completo, borrando mis objetivos y volviendo a hacerme una bestia sedienta de él, no de venganza hacia él como se suponía que tenía que serlo y como me mantendría costara lo que costase.
– ¿Cariño? Me confundes con una de tus putas, Dragos, y los dos sabemos que no lo soy, que no son competición conmigo por mucho que te empeñes en intentarlo y en pretender que sabes lo que pienso o cómo soy... Lo has olvidado. – espeté, casi con desprecio perceptible perfectamente en el tono frío y al mismo tiempo comedido de mis palabras en su oído, lamiéndome después la sangre de la zona de los labios y permitiendo que las demás continuaran como lo habían estado hasta aquel momento: manchadas de él, lo más cercano al carmín que podría llevar en esa situación en la que nos encontrábamos por culpa suya.
– ¿Me has hecho cambiar de opinión? No, tú no, necesitas más que un beso robado, encima mal dado, para eso, si lo he hecho ha sido porque no has respondido a mi pregunta. ¿Qué estás haciendo aquí, aparte de morirte de ganas de abrirme de piernas? Porque ni necesitabas decírmelo, ¿sabes? Eres demasiado obvio... – inquirí, maliciosa y conduciendo una de mis rodillas de donde las tenía hasta el hueco entre sus muslos, a través del cual la subí para terminar su recorrido, que concluyó con ella rozando su entrepierna, en una posición tanto potencialmente placentera como peligrosa porque si se me escapaba una patada lo doblaría de dolor, ya que no dejaba de ser un hombre y yo una mujer enfadada con él... y eso era quedarme corta, por lo que antes de la opción placentera veía más posible la dolorosa... de él dependía que el resultado final fuera malo o peor, ya que no había otro término medio.
Invitado- Invitado
Re: The Crusade {Privado}
¡Pero por supuesto que nada de aquello lo sorprendía! Dragos podía llegar a ser considerado un auténtico sadomasoquista por el hecho de saber de antemano todo lo que le esperaba al haberse atrevido a acudir en busca de Amanda y no conforme con ello, se había atrevido a mostrarse cínico en lugar de haberse mostrado sumiso y arrepentido por los actos que había llevado a cabo años atrás, donde él mismo pero poseído de una rabia incontenible había tomado una antorcha y había prendido fuego a la residencia de la vampiresa, asegurándose de que esta moriría quemada en el siniestro. Hecho que no había ocurrido por supuesto, pues bastaba ver a la mujer en cuestión: viva y totalmente llena de fuerza, hecho que no tenía pudor en demostrar en la manera en la que estaba haciéndolo al someterlo de aquella manera. Una vez más Dragos no hacía nada por impedirlo, quizás en parte por que realmente sentía que lo merecía, sabía y estaba plenamente conciente de todo lo que seguramente había logrado echar abajo con ese acto de deslealtad que había llevado a cabo con ella; sabía también que de haberse presentado humilde y afligido por su error de nada hubiese servido, porque lejos de lo que ella estuviese diciendo, sí que la conocía y muy bien. Y podía resultar todavía más desquiciado el pensarlo, pero parte de lo que lo había llevado a sentir grandes cosas por la inmortal era justamente eso: su carácter, sus agallas, su peculiar forma de hacerse valer y castigar a quién se atreviese a atentar contra su estabilidad física o emocional y sí, en definitiva Dragos lo había hecho y no sólo una, si no ambas cosas.
Un ruido sordo y su mejilla ardió en el momento en que Amanda le atinó esa bofetada, con tanta fuerza que por más que hubiese querido mantener su rostro mirando al frente no lo hubiese logrado. El sonido seco y estruendoso de su piel tocando la suya con ese golpe salvaje había logrado casi dejarlo sordo y de no haber estado en aquella situación probablemente se habría llevado la mano a la cara para masajear la zona afectada por el golpe; pero se contuvo, se mantuvo altivo y defendió su orgullo, tan sólo cerro los ojos por algunos momentos de manera casi instintiva como una muestra evidente de lo mucho que le había dolido el merecido golpe. Pero sabía que aquello no terminaría ahí, de hecho, sabía que esa bofetada era tan sólo un preludio a lo que verdaderamente se avecinaba. Nunca lo hubiese hecho evidente, pero en el fondo de su ser existía una pequeña duda: ¿sería de verdad Amanda capaz de asesinarlo? La duda no existía por el hecho de que no la creyera capaz de matar, si no por el hecho de saber si sería capaz de matarlo a él, justo a él. En el fondo Dragos siempre había vivido con esa incógnita de saber que tan importante había llegado a ser él para ella, porque no había duda de que él le había amado, de un modo retorcido y poco comprensible, sí, pero lo había hecho y probablemente aún lo hacía, de lo contrario no hubiese acudido en su búsqueda y le habría dado igual el saber si vivía o había muerto. Pero, ¿lo había hecho ella?, ¿lo había amado? Tal duda se había acrecentado la noche en que la había encontrado con ese otro vampiro, hecho que justamente había sido el detonante para tomar aquella decisión de matarla, no sin antes haberlo matado a él, por supuesto; en su mente enferma y llena de celos sólo había existido esa frase tan conocida: “si no eres para mí, no serás para nadie” y lo había cumplido…o al menos eso era lo que él había creído durante este tiempo.
Gimió de dolor a continuación, Amanda estaba dejando a la vista ese lado salvaje que la caracterizaba y también ese amor por la sangre que ambos compartían, cuando mordió su lengua casi arrancándosela, probablemente en un gesto sádico para dejarle bien claro que quería callarlo de una vez por todas y que de paso se tragara todo ese montón de palabrería barata que acababa de escupir. Luego paso a su cuello, mismo que empezó a morder como si quisiese devorarlo, idea que se hizo más latente cuando empezó a beber de su sangre y a deleitarse con ella de aquella manera tan sádica que resultaba incluso aterradora, pero igualmente sensual. Con el rostro, cuello y pecho manchados de carmín Dragos empezó a reír, pero no era una sonrisa dibujada simplemente, era una risa audible, más no del todo divertida, pues bastaba ver su rostro para darse cuenta de que el dolor estaba carcomiéndole las entrañas.
— Eres un encanto Amanda, definitivamente lo eres, me alegra ver que no has cambiado en absoluto. — Se notaba que las palabras brotaban con algo de dificultad a causa del dolor que le estaba provocando la aparente frágil criatura que yacía sobre él, aprisionándolo como si más bien de una fiera se tratase. El físico que Amanda poseía, tan supuestamente exquisito y endeble, hacía total contraste con su fuerza bruta, misma que había adquirido y perfeccionado con el paso de los años; esa era comúnmente la cosa que más lograba tomar por sorpresa a sus presas, quienes en un estúpido e ingenuo afán de querer proteger o abordar a la aparentemente débil y desprotegida damisela, se encontraban con un monstruo casi sin escrúpulos en el que la pelirroja se convertía a la hora de atacar.
El silencio y la quietud volvió a imperar en la habitación, Amanda se mantuvo sosiega, pero alerta y en una posición que dejaba entrever las intenciones que tenía. Dragos sabía que lo más correcto en una situación como esa, en la que se suponía que él era la víctima y ella el victimario, lo más prudente era mantenerse quieto y dócil bajo el yugo de su verdugo: ella. ¿Pero lo haría?
— ¿Te estás divirtiendo? Apuesto a que sí, puedo verlo en tus ojos, en la forma que me miras, siempre te encantó tomar el control de vez en cuando... — Relamió sus labios. — ... y yo no hago más que cumplir tus deseos, mi amor. — Fingió el tono de su voz al llamarle de ese modo, supliéndolo por uno muy poco creíble, teatral. Si ella no quería aceptar que era amor lo que él sentía por ella, entonces él no se desgastaría los labios en recordárselo y hacerlo convincente, así funcionaba. Obtendría lo que quería por las malas, tarde o temprano, si es que no lograba hacerla cambiar de parecer. Mientras, seguiría actuando como el cretino del que alguna vez se había “enamorado”. — Dime algo, ¿por qué te molesta tanto el que quiera “abrirte las piernas” como le has llamado?, ya has dejado que otros te las abran, ¿cuál es la diferencia? — El resentimiento del pasado fluyo por entre sus labios casi de manera inevitable, disfrazado de ironía. Sonrió y esperó por alguna respuesta, misma que parecía no querer salir de la vampiresa, o tal vez era que estaba demasiado molesta y la tenía atorada en la garganta, furiosa por salir y escupírsela en la cara; daba igual, él no esperaría.
— Me parece que ya te has divertido lo suficiente, ¿te importa si cambiamos de posición?, te juro que gozaras igual o más con ella. — Se movió rápidamente, la cama se sacudió grotescamente durante los instantes en los que el con agilidad se colocó esta vez encima de ella, imitando la antigua posición en la que ella había permanecido con sus manos alrededor del cuello y barbilla del vampiro, todo el peso de Dragos descansaba sobre el de Amanda, sometiéndola, tal y como ella se había atrevido a hacer con él. Las gruesas venas se contrajeron en los brazos y manos de Dragos a causa de la manera tan violenta en la que la tenía sujeta. — Te propongo un trato, juro que si haces el amor conmigo esta noche me iré mañana mismo, te dejaré en paz y no volverás a verme. Vamos…como en los viejos tiempos… — Su cinismo no tenía límites, definitivamente se estaba buscando lo que bien merecía y que seguramente Amanda no dudaría en darle, y no, no era lo que él estaba proponiendo. En el fondo sabía que perdía su tiempo, que no sería tan fácil. Y mentía, no era sexo lo que estaba buscando, la quería a ella, entera, en su totalidad y no sólo un instante, no sólo una noche; la quería para siempre. La miró fijamente a los ojos y reconoció ese peculiar sentimiento llameando en ellos.
— Odio. — Indicó, estudiando su mirada, completamente seguro de lo que veía. — Sabes que es un sentimiento tan ardiente como el amor, incluso hasta más poderoso, podría llegar a asegurarlo. ¿Me odias Amanda? Dime que me odias y me daré por bien servido, di que me odias con la misma intensidad con la que yo te amo y te deseo.
Un ruido sordo y su mejilla ardió en el momento en que Amanda le atinó esa bofetada, con tanta fuerza que por más que hubiese querido mantener su rostro mirando al frente no lo hubiese logrado. El sonido seco y estruendoso de su piel tocando la suya con ese golpe salvaje había logrado casi dejarlo sordo y de no haber estado en aquella situación probablemente se habría llevado la mano a la cara para masajear la zona afectada por el golpe; pero se contuvo, se mantuvo altivo y defendió su orgullo, tan sólo cerro los ojos por algunos momentos de manera casi instintiva como una muestra evidente de lo mucho que le había dolido el merecido golpe. Pero sabía que aquello no terminaría ahí, de hecho, sabía que esa bofetada era tan sólo un preludio a lo que verdaderamente se avecinaba. Nunca lo hubiese hecho evidente, pero en el fondo de su ser existía una pequeña duda: ¿sería de verdad Amanda capaz de asesinarlo? La duda no existía por el hecho de que no la creyera capaz de matar, si no por el hecho de saber si sería capaz de matarlo a él, justo a él. En el fondo Dragos siempre había vivido con esa incógnita de saber que tan importante había llegado a ser él para ella, porque no había duda de que él le había amado, de un modo retorcido y poco comprensible, sí, pero lo había hecho y probablemente aún lo hacía, de lo contrario no hubiese acudido en su búsqueda y le habría dado igual el saber si vivía o había muerto. Pero, ¿lo había hecho ella?, ¿lo había amado? Tal duda se había acrecentado la noche en que la había encontrado con ese otro vampiro, hecho que justamente había sido el detonante para tomar aquella decisión de matarla, no sin antes haberlo matado a él, por supuesto; en su mente enferma y llena de celos sólo había existido esa frase tan conocida: “si no eres para mí, no serás para nadie” y lo había cumplido…o al menos eso era lo que él había creído durante este tiempo.
Gimió de dolor a continuación, Amanda estaba dejando a la vista ese lado salvaje que la caracterizaba y también ese amor por la sangre que ambos compartían, cuando mordió su lengua casi arrancándosela, probablemente en un gesto sádico para dejarle bien claro que quería callarlo de una vez por todas y que de paso se tragara todo ese montón de palabrería barata que acababa de escupir. Luego paso a su cuello, mismo que empezó a morder como si quisiese devorarlo, idea que se hizo más latente cuando empezó a beber de su sangre y a deleitarse con ella de aquella manera tan sádica que resultaba incluso aterradora, pero igualmente sensual. Con el rostro, cuello y pecho manchados de carmín Dragos empezó a reír, pero no era una sonrisa dibujada simplemente, era una risa audible, más no del todo divertida, pues bastaba ver su rostro para darse cuenta de que el dolor estaba carcomiéndole las entrañas.
— Eres un encanto Amanda, definitivamente lo eres, me alegra ver que no has cambiado en absoluto. — Se notaba que las palabras brotaban con algo de dificultad a causa del dolor que le estaba provocando la aparente frágil criatura que yacía sobre él, aprisionándolo como si más bien de una fiera se tratase. El físico que Amanda poseía, tan supuestamente exquisito y endeble, hacía total contraste con su fuerza bruta, misma que había adquirido y perfeccionado con el paso de los años; esa era comúnmente la cosa que más lograba tomar por sorpresa a sus presas, quienes en un estúpido e ingenuo afán de querer proteger o abordar a la aparentemente débil y desprotegida damisela, se encontraban con un monstruo casi sin escrúpulos en el que la pelirroja se convertía a la hora de atacar.
El silencio y la quietud volvió a imperar en la habitación, Amanda se mantuvo sosiega, pero alerta y en una posición que dejaba entrever las intenciones que tenía. Dragos sabía que lo más correcto en una situación como esa, en la que se suponía que él era la víctima y ella el victimario, lo más prudente era mantenerse quieto y dócil bajo el yugo de su verdugo: ella. ¿Pero lo haría?
— ¿Te estás divirtiendo? Apuesto a que sí, puedo verlo en tus ojos, en la forma que me miras, siempre te encantó tomar el control de vez en cuando... — Relamió sus labios. — ... y yo no hago más que cumplir tus deseos, mi amor. — Fingió el tono de su voz al llamarle de ese modo, supliéndolo por uno muy poco creíble, teatral. Si ella no quería aceptar que era amor lo que él sentía por ella, entonces él no se desgastaría los labios en recordárselo y hacerlo convincente, así funcionaba. Obtendría lo que quería por las malas, tarde o temprano, si es que no lograba hacerla cambiar de parecer. Mientras, seguiría actuando como el cretino del que alguna vez se había “enamorado”. — Dime algo, ¿por qué te molesta tanto el que quiera “abrirte las piernas” como le has llamado?, ya has dejado que otros te las abran, ¿cuál es la diferencia? — El resentimiento del pasado fluyo por entre sus labios casi de manera inevitable, disfrazado de ironía. Sonrió y esperó por alguna respuesta, misma que parecía no querer salir de la vampiresa, o tal vez era que estaba demasiado molesta y la tenía atorada en la garganta, furiosa por salir y escupírsela en la cara; daba igual, él no esperaría.
— Me parece que ya te has divertido lo suficiente, ¿te importa si cambiamos de posición?, te juro que gozaras igual o más con ella. — Se movió rápidamente, la cama se sacudió grotescamente durante los instantes en los que el con agilidad se colocó esta vez encima de ella, imitando la antigua posición en la que ella había permanecido con sus manos alrededor del cuello y barbilla del vampiro, todo el peso de Dragos descansaba sobre el de Amanda, sometiéndola, tal y como ella se había atrevido a hacer con él. Las gruesas venas se contrajeron en los brazos y manos de Dragos a causa de la manera tan violenta en la que la tenía sujeta. — Te propongo un trato, juro que si haces el amor conmigo esta noche me iré mañana mismo, te dejaré en paz y no volverás a verme. Vamos…como en los viejos tiempos… — Su cinismo no tenía límites, definitivamente se estaba buscando lo que bien merecía y que seguramente Amanda no dudaría en darle, y no, no era lo que él estaba proponiendo. En el fondo sabía que perdía su tiempo, que no sería tan fácil. Y mentía, no era sexo lo que estaba buscando, la quería a ella, entera, en su totalidad y no sólo un instante, no sólo una noche; la quería para siempre. La miró fijamente a los ojos y reconoció ese peculiar sentimiento llameando en ellos.
— Odio. — Indicó, estudiando su mirada, completamente seguro de lo que veía. — Sabes que es un sentimiento tan ardiente como el amor, incluso hasta más poderoso, podría llegar a asegurarlo. ¿Me odias Amanda? Dime que me odias y me daré por bien servido, di que me odias con la misma intensidad con la que yo te amo y te deseo.
Dragos Vilhjálmur- Vampiro Clase Media
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Re: The Crusade {Privado}
La intensa marea de sentimientos contradictorios crecía, como influida por la luna, a pasos agigantados en un interior como el mío que no sabía, ni tenía la más remota idea, de lo que Dragos podía querer después de tanto tiempo. Me había matado, sin llegar a hacerlo físicamente, en cuanto a confiar tan fácilmente en alguien como él; había firmado una sentencia de muerte que su verdugo tenía frente a frente pero que estaba dudosa de cumplir, como si después de todo, donde había habido un fuego ardiente que lo arrasaba todo a su paso quedaran cenizas ardientes, cenizas que confundían, con el humo que desprendían, mi ya frágil juicio... Porque incluso entonces él había sido una de mis mayores debilidades, había sido capaz de atraerme hasta el punto de perder el control, había despertado una y mil veces la Amanda más impulsiva, la más sensual y la más salvaje, exactamente la misma a la que estaba enfrentándose en aquel momento sólo que con un matiz de diferencia: la rabia. Yo estaba rabiosa; la Amanda de entonces sólo habría estado rabiosa por la impaciencia que le provocaban algunos de los juegos previos con él, antes de escalar la cima del máximo placer que ambas habíamos probado nunca, porque por mucho que me fastidiara, y lo hacía hasta límites insospechados, aquello no podía negárselo: atracción física no faltaba, había faltado ni al parecer faltaría entre nosotros, y era ese factor uno de los que más complicaban las cosas, de los que más trataban de desequilibrar la balanza a favor de un perdón que él no se merecía, ¡no, eso nunca! No cuando me había intentado hacer arder, no cuando me había tratado como a una ramera más, no cuando... ¡no cuando él había cruzado un límite que no estaba dispuesta a tolerarle!
Eran esos motivos los que alimentaban mi determinación como la sangre a un vampiro, eran aquellas razones las que competían de primera mano con la atracción innegable y aumentada por la posición, maldita posición, que me permitía tener un dominio parcial de la situación, uno que sabía que no podría mantenerse mucho rato porque, con Dragos, aquello era impensable... Lo nuestro era una lucha constante entre dos entes que nunca se cansarían porque encontraban en esa disputa el fuego suficiente para que las dos teas ardieran, se inflamaran y se contagiaran del ardor que necesitábamos, que anhelábamos, como los seres humanos el aire y como los vampiros la sangre. Aquella era una manera de llevar al límite los sentimientos y las emociones que, personalmente, me guiaban en la no vida que había iniciado desde mi muerte como humana; aquella era una adicción enfermiza que se había revelado no marchita ni extinta con los años y con los actos que nos habían hecho separarnos inevitablemente, sino al contrario... Y ser consciente de que aún estaría atada a él si volvía a probarlo más de lo que ya lo había hecho al beber de su sangre, esa deliciosa ambrosía casi divina con un sabor tan particular que me confundía, enardecía mis sentidos y me impedía pensar con claridad, si es que en algún momento había sido capaz de hacerlo, cosa que dudaba... especialmente cuando era de Dragos de quien estábamos hablando.
El problema, no obstante, era que a cada momento la balanza se inclinaba hacia un lado: retazos de lo más parecido a un amor que había sentido y que atacaban con fuerza aún mayor que lo que habían sido en su momento y oleadas de un odio feroz, aterrador, violento y bestial, un odio que me obligaba a desgarrar su piel, arrancar sus miembros – todos ellos, en realidad – y continuar haciendo de su cuerpo algo que nadie podría reconocer, ni siquiera como vampiro, pues no quedarían rasgos de él en el amasijo de carne y sangre que me llegaba a la mente en flechazos, clavándose en mis retinas y alimentando mis sentidos de la misma manera que el olor de su sangre en él y en mí o el roce de su piel y su cuerpo bajo el mío producían: una enfermiza, que me impedía pensar en otra cosa que no fuera montarlo y matarlo al mismo tiempo, una dicotomía de la que no podía, en absoluto, salir nada bueno para ninguno de los dos, aunque partiendo de una certeza que yo ya poseía desde el principio, que era el hecho de que él iba a resultar el perdedor y no yo porque aquello ya era cuestión de orgullo, uno que demostraba ser capaz de tornarse tan enorme que resultaba, en sí mismo, lo suficientemente fuerte para que ignorara el fuego que corría por mi cuerpo paralelo al del odio pero igual de ardiente, igual de necesitado de contacto con él... aunque de un tipo muy diferente al sangriento.
Sus palabras, sin embargo, alimentaban el lado opuesto a lo que quería conseguir. Su cinismo era uno de los rasgos de él que más rabia me daban, incluso cuando habíamos estado juntos si es que a aquello podía llamársele relación por lo complicado que había sido, y ciertas cosas no cambiaban con el tiempo, sino que aumentaban... Por eso la sensación de querer arrancarle la cabeza a mordiscos cuando me llamó encantadora, evidentemente para molestarme, aumentó; por eso cada una de sus burlas, como cuando me llamó amor, alimentaba un rencor que crecía y se tornaba peligroso no sólo para él, como las heridas en proceso de sanar de su cuello revelaban, sino también para mí porque si ya estaba actuando de manera bastante irreflexiva aún podía hacerlo aún más... y probablemente lo que acabara pasando fuera exactamente eso, como él mismo pareció empeñarse en demostrarme al ser incapaz de mantener la situación estable mucho rato y, sobre todo, bajo mi control pues más rápido de lo que pude llegar a percibirlo las tornas cambiaron, él pasó a estar con su cuerpo sobre el mío, sepultándolo bajo un peso que no resultaba molesto sino atrayente y a un tiempo odiado, de nuevo el conflicto entre opuestos que nos caracterizaba... igual que siempre, pero aumentado aún más de lo que había sido normal.
No pude evitar reírme, casi a carcajadas, cuando él me propuso su condición para irse para siempre de mi vida, tanto porque los dos sabíamos que era demasiado testarudo una vez se le metía algo entre las pobladas cejas como porque había que ser un estúpido idealista para pensar que mi orgullo iba a llevarme a aceptar cuando, en realidad, era lo que me hacía huir de la sola idea de entregarle mi cuerpo... otra vez, idea que al parecer a él le resultaba concebible, más aceptable incluso que la posibilidad de habérselo entregado a otros hombres que no eran él, denotando los mismos celos de siempre, los que pese a que nunca hubiera sido completamente suya no podía evitar y los que, honestamente, me hicieron poner los ojos en blanco y chasquear con la lengua en el paladar, aburrida y a la vez molesta por sus ínfulas demasiado grandes para lo que le correspondía... ¿Había, acaso, olvidado su lugar? ¿Había sido consciente alguna vez de cuál había sido ése lugar, más bien? Aquella era la pregunta correcta, la misma a la que sólo le correspondía una respuesta, una tan clara que resultaba incluso obscena a juzgar por sus actos, por su manera de comportarse, por su despotismo cínico y por todo aquello que lo hacía Dragos y no cualquier otro... Maldito él, maldita su manía de ser único en su especie y maldito todo lo que en mí despertaba, contradictorio y no tanto.
– ¿De verdad piensas, Dragos, que voy a acostarme contigo cuando los dos sabemos perfectamente que no vas a irte ni aunque lo haga? Eres como una enfermedad infecciosa que sólo sabe destruir todo lo que pisa, eres como el perro del hortelano que ni come ni deja comer a los demás, eres un ingenuo si piensas que por un momento va a ser tan fácil conseguirme como solía serlo después de todo porque ya es personal, ¿sabes? Que intentaras matar a una chica no pone nada fácil que consigas su perdón... – comenté, como quien hablaba del tiempo o de lo bonitos que estaban los jardines de Versalles en aquella época del año, y haciendo un alarde de fuerza saqué una de mis manos de debajo de su cuerpo y la llevé a su pecho, que acaricié con sensualidad propia de quien era yo en una dirección ascendente que culminó en su cuello, aún herido y del que aproveché ese estado para hurgar en sus heridas, manchándome de nuevo de su sangre y provocando que esa misma esencia carmesí cayera sobre mi piel blanca, marmórea, perfecta en aquel contraste tan acusado que le permitía a Dragos, también por la diferencia de color con las escasas prendas que llevaba, apreciar mi cuerpo como hacía tanto tiempo que no lo hacía, en primera persona, casi tocándolo como él se moría por hacer... y como no haría.
El cambio de posición, a partir de ese momento, no duró mucho. En apenas una centésima de segundo, una fracción de la realidad que no abarcaba ni siquiera un parpadeo por rápido que este fuera, Dragos volvió a dejar de estar encima de mí y fui yo quien retomé la posición anterior, la que había comenzado aquel intercambio de frutos del pasado que parecían podridos en nuestras acusaciones afiladas, dolidas por parte de los dos aunque por motivos diferentes: los míos, perfectamente razonables; los suyos, una muestra de hasta qué punto podía llegar en él su locura que, a la vez, tanto me invitaba a hundirme en su remolino de caos, oscuridad y pasión, una de la que me alimentaba y que me servía de motor para cosas como, en aquel momento, lo que volví a hacer. Desgarré su ropa con las manos, la que cubría su torso hasta el momento en el que su palidez espectral volvió a refulgir sobre mí como el mármol brillaba ante cualquier atisbo de luz, marcando las líneas definitorias de cada uno de esos perfectos músculos y formas, con algunas cicatrices, del guerrero que él había sido y que nunca dejaba de ser pese a que ningún guerrero podía compararse con la furia de una mujer despechada, papel que me correspondía a mí en aquel teatro que estábamos compartiendo en un escenario de primera: mi habitación. Los arañazos sobre su pálida superficie recién descubierta no se hicieron esperar: como si se estuviera peleando con una pantera o un animal salvaje, rompían la inacabable hasta ese momento blancura de su piel para dejar en ella profundos surcos rojos que se unían y fundían en sus caóticos caminos por aquel caldo de cultivo que era él, mi lienzo predilecto para llevar a cabo los juegos de sangre, la obra de arte de la violencia exacerbada.
No contenta con aquello, y quizá dándole la errónea idea de que iba a hacer alguna otra cosa, lo que comenzó como mordiscos suaves a la altura de sus clavículas y sus hombros se volvió a transformar en dentelladas fuertes y feroces que aumentaban la gravedad de sus heridas, un estado temporal al igual que la sangre que me cubría porque los mordiscos curaban y la sangre yo la lamía, ansiosa por probar de nuevo un sabor que me había hecho adicta y que no pensaba soltarme de las garras de esa adicción tan peligrosa y dañina como lo era él. La sangre, al recorrer su camino hacia mi interior, al cuerpo que con tanta velocidad era capaz de hacer tanto daño, lograba encender el fuego de la atracción, el que era diferente al del odio y el que sin control de mi mente sobre mi cuerpo lograra que éste reaccionara por sí solo, moviéndose sensualmente sobre él en un claro contraste con la brutalidad de mis arañazos y mis mordiscos, que continuaron hasta que me detuve sobre sus labios, con los míos goteando sangre sobre ellos, sangre que los teñía de color y que hacía de mi sonrisa algo aún más sádico de lo que ya era, si es que tal punto era posible alcanzarlo tan fácilmente.
– La diferencia con todos ellos, y créeme que han sido tantos que he perdido la cuenta, es que ninguno ha sido tan ingrato de intentar matarme después... Hacen que merezca la pena el riesgo de enfadarte, porque lo estás, se te nota en la cara, si lo mío es odio lo tuyo es una ira que no puedes ni siquiera controlar, y ¿quieres saber algo? El paso del amor al odio, y viceversa, no es algo tan sencillo como todos lo quieren hacer parecer, me costó que me dieras una razón de peso dejar de perdonar todos tus defectos para pasar a aborrecerlos, igual que hago contigo... ¿Dices que lo tuyo es amor? Si eso es amor, no quiero ser amada. – respondí, encogiéndome de hombros y con un tono frío y racional que en nada coincidía con la expresión sádica de mi rostro ni, tampoco, con el rodillazo que no pude evitar dirigir hacia su entrepierna, que lo dobló de dolor por ser un hombre, aunque vampiro, y que me permitió levantarme de donde estábamos antes, mi cama, para dirigirme hacia la puerta, al lado de la cual me apoyé, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada clavada en él, ante todo con desprecio y odio.
– Ya te has divertido por esta noche, Dragos. Ahora puedes irte. À bientôt. – añadí, casi escupiendo las palabras que, como toda yo, reflejaban perfectamente la parte mala de lo que sentía por él, ignorando la ciega atracción que me quería hacer volver a la cama y desnudarlo por completo, además de devorar su cuerpo... Pecado que nunca más volvería a cometer.
Eran esos motivos los que alimentaban mi determinación como la sangre a un vampiro, eran aquellas razones las que competían de primera mano con la atracción innegable y aumentada por la posición, maldita posición, que me permitía tener un dominio parcial de la situación, uno que sabía que no podría mantenerse mucho rato porque, con Dragos, aquello era impensable... Lo nuestro era una lucha constante entre dos entes que nunca se cansarían porque encontraban en esa disputa el fuego suficiente para que las dos teas ardieran, se inflamaran y se contagiaran del ardor que necesitábamos, que anhelábamos, como los seres humanos el aire y como los vampiros la sangre. Aquella era una manera de llevar al límite los sentimientos y las emociones que, personalmente, me guiaban en la no vida que había iniciado desde mi muerte como humana; aquella era una adicción enfermiza que se había revelado no marchita ni extinta con los años y con los actos que nos habían hecho separarnos inevitablemente, sino al contrario... Y ser consciente de que aún estaría atada a él si volvía a probarlo más de lo que ya lo había hecho al beber de su sangre, esa deliciosa ambrosía casi divina con un sabor tan particular que me confundía, enardecía mis sentidos y me impedía pensar con claridad, si es que en algún momento había sido capaz de hacerlo, cosa que dudaba... especialmente cuando era de Dragos de quien estábamos hablando.
El problema, no obstante, era que a cada momento la balanza se inclinaba hacia un lado: retazos de lo más parecido a un amor que había sentido y que atacaban con fuerza aún mayor que lo que habían sido en su momento y oleadas de un odio feroz, aterrador, violento y bestial, un odio que me obligaba a desgarrar su piel, arrancar sus miembros – todos ellos, en realidad – y continuar haciendo de su cuerpo algo que nadie podría reconocer, ni siquiera como vampiro, pues no quedarían rasgos de él en el amasijo de carne y sangre que me llegaba a la mente en flechazos, clavándose en mis retinas y alimentando mis sentidos de la misma manera que el olor de su sangre en él y en mí o el roce de su piel y su cuerpo bajo el mío producían: una enfermiza, que me impedía pensar en otra cosa que no fuera montarlo y matarlo al mismo tiempo, una dicotomía de la que no podía, en absoluto, salir nada bueno para ninguno de los dos, aunque partiendo de una certeza que yo ya poseía desde el principio, que era el hecho de que él iba a resultar el perdedor y no yo porque aquello ya era cuestión de orgullo, uno que demostraba ser capaz de tornarse tan enorme que resultaba, en sí mismo, lo suficientemente fuerte para que ignorara el fuego que corría por mi cuerpo paralelo al del odio pero igual de ardiente, igual de necesitado de contacto con él... aunque de un tipo muy diferente al sangriento.
Sus palabras, sin embargo, alimentaban el lado opuesto a lo que quería conseguir. Su cinismo era uno de los rasgos de él que más rabia me daban, incluso cuando habíamos estado juntos si es que a aquello podía llamársele relación por lo complicado que había sido, y ciertas cosas no cambiaban con el tiempo, sino que aumentaban... Por eso la sensación de querer arrancarle la cabeza a mordiscos cuando me llamó encantadora, evidentemente para molestarme, aumentó; por eso cada una de sus burlas, como cuando me llamó amor, alimentaba un rencor que crecía y se tornaba peligroso no sólo para él, como las heridas en proceso de sanar de su cuello revelaban, sino también para mí porque si ya estaba actuando de manera bastante irreflexiva aún podía hacerlo aún más... y probablemente lo que acabara pasando fuera exactamente eso, como él mismo pareció empeñarse en demostrarme al ser incapaz de mantener la situación estable mucho rato y, sobre todo, bajo mi control pues más rápido de lo que pude llegar a percibirlo las tornas cambiaron, él pasó a estar con su cuerpo sobre el mío, sepultándolo bajo un peso que no resultaba molesto sino atrayente y a un tiempo odiado, de nuevo el conflicto entre opuestos que nos caracterizaba... igual que siempre, pero aumentado aún más de lo que había sido normal.
No pude evitar reírme, casi a carcajadas, cuando él me propuso su condición para irse para siempre de mi vida, tanto porque los dos sabíamos que era demasiado testarudo una vez se le metía algo entre las pobladas cejas como porque había que ser un estúpido idealista para pensar que mi orgullo iba a llevarme a aceptar cuando, en realidad, era lo que me hacía huir de la sola idea de entregarle mi cuerpo... otra vez, idea que al parecer a él le resultaba concebible, más aceptable incluso que la posibilidad de habérselo entregado a otros hombres que no eran él, denotando los mismos celos de siempre, los que pese a que nunca hubiera sido completamente suya no podía evitar y los que, honestamente, me hicieron poner los ojos en blanco y chasquear con la lengua en el paladar, aburrida y a la vez molesta por sus ínfulas demasiado grandes para lo que le correspondía... ¿Había, acaso, olvidado su lugar? ¿Había sido consciente alguna vez de cuál había sido ése lugar, más bien? Aquella era la pregunta correcta, la misma a la que sólo le correspondía una respuesta, una tan clara que resultaba incluso obscena a juzgar por sus actos, por su manera de comportarse, por su despotismo cínico y por todo aquello que lo hacía Dragos y no cualquier otro... Maldito él, maldita su manía de ser único en su especie y maldito todo lo que en mí despertaba, contradictorio y no tanto.
– ¿De verdad piensas, Dragos, que voy a acostarme contigo cuando los dos sabemos perfectamente que no vas a irte ni aunque lo haga? Eres como una enfermedad infecciosa que sólo sabe destruir todo lo que pisa, eres como el perro del hortelano que ni come ni deja comer a los demás, eres un ingenuo si piensas que por un momento va a ser tan fácil conseguirme como solía serlo después de todo porque ya es personal, ¿sabes? Que intentaras matar a una chica no pone nada fácil que consigas su perdón... – comenté, como quien hablaba del tiempo o de lo bonitos que estaban los jardines de Versalles en aquella época del año, y haciendo un alarde de fuerza saqué una de mis manos de debajo de su cuerpo y la llevé a su pecho, que acaricié con sensualidad propia de quien era yo en una dirección ascendente que culminó en su cuello, aún herido y del que aproveché ese estado para hurgar en sus heridas, manchándome de nuevo de su sangre y provocando que esa misma esencia carmesí cayera sobre mi piel blanca, marmórea, perfecta en aquel contraste tan acusado que le permitía a Dragos, también por la diferencia de color con las escasas prendas que llevaba, apreciar mi cuerpo como hacía tanto tiempo que no lo hacía, en primera persona, casi tocándolo como él se moría por hacer... y como no haría.
El cambio de posición, a partir de ese momento, no duró mucho. En apenas una centésima de segundo, una fracción de la realidad que no abarcaba ni siquiera un parpadeo por rápido que este fuera, Dragos volvió a dejar de estar encima de mí y fui yo quien retomé la posición anterior, la que había comenzado aquel intercambio de frutos del pasado que parecían podridos en nuestras acusaciones afiladas, dolidas por parte de los dos aunque por motivos diferentes: los míos, perfectamente razonables; los suyos, una muestra de hasta qué punto podía llegar en él su locura que, a la vez, tanto me invitaba a hundirme en su remolino de caos, oscuridad y pasión, una de la que me alimentaba y que me servía de motor para cosas como, en aquel momento, lo que volví a hacer. Desgarré su ropa con las manos, la que cubría su torso hasta el momento en el que su palidez espectral volvió a refulgir sobre mí como el mármol brillaba ante cualquier atisbo de luz, marcando las líneas definitorias de cada uno de esos perfectos músculos y formas, con algunas cicatrices, del guerrero que él había sido y que nunca dejaba de ser pese a que ningún guerrero podía compararse con la furia de una mujer despechada, papel que me correspondía a mí en aquel teatro que estábamos compartiendo en un escenario de primera: mi habitación. Los arañazos sobre su pálida superficie recién descubierta no se hicieron esperar: como si se estuviera peleando con una pantera o un animal salvaje, rompían la inacabable hasta ese momento blancura de su piel para dejar en ella profundos surcos rojos que se unían y fundían en sus caóticos caminos por aquel caldo de cultivo que era él, mi lienzo predilecto para llevar a cabo los juegos de sangre, la obra de arte de la violencia exacerbada.
No contenta con aquello, y quizá dándole la errónea idea de que iba a hacer alguna otra cosa, lo que comenzó como mordiscos suaves a la altura de sus clavículas y sus hombros se volvió a transformar en dentelladas fuertes y feroces que aumentaban la gravedad de sus heridas, un estado temporal al igual que la sangre que me cubría porque los mordiscos curaban y la sangre yo la lamía, ansiosa por probar de nuevo un sabor que me había hecho adicta y que no pensaba soltarme de las garras de esa adicción tan peligrosa y dañina como lo era él. La sangre, al recorrer su camino hacia mi interior, al cuerpo que con tanta velocidad era capaz de hacer tanto daño, lograba encender el fuego de la atracción, el que era diferente al del odio y el que sin control de mi mente sobre mi cuerpo lograra que éste reaccionara por sí solo, moviéndose sensualmente sobre él en un claro contraste con la brutalidad de mis arañazos y mis mordiscos, que continuaron hasta que me detuve sobre sus labios, con los míos goteando sangre sobre ellos, sangre que los teñía de color y que hacía de mi sonrisa algo aún más sádico de lo que ya era, si es que tal punto era posible alcanzarlo tan fácilmente.
– La diferencia con todos ellos, y créeme que han sido tantos que he perdido la cuenta, es que ninguno ha sido tan ingrato de intentar matarme después... Hacen que merezca la pena el riesgo de enfadarte, porque lo estás, se te nota en la cara, si lo mío es odio lo tuyo es una ira que no puedes ni siquiera controlar, y ¿quieres saber algo? El paso del amor al odio, y viceversa, no es algo tan sencillo como todos lo quieren hacer parecer, me costó que me dieras una razón de peso dejar de perdonar todos tus defectos para pasar a aborrecerlos, igual que hago contigo... ¿Dices que lo tuyo es amor? Si eso es amor, no quiero ser amada. – respondí, encogiéndome de hombros y con un tono frío y racional que en nada coincidía con la expresión sádica de mi rostro ni, tampoco, con el rodillazo que no pude evitar dirigir hacia su entrepierna, que lo dobló de dolor por ser un hombre, aunque vampiro, y que me permitió levantarme de donde estábamos antes, mi cama, para dirigirme hacia la puerta, al lado de la cual me apoyé, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada clavada en él, ante todo con desprecio y odio.
– Ya te has divertido por esta noche, Dragos. Ahora puedes irte. À bientôt. – añadí, casi escupiendo las palabras que, como toda yo, reflejaban perfectamente la parte mala de lo que sentía por él, ignorando la ciega atracción que me quería hacer volver a la cama y desnudarlo por completo, además de devorar su cuerpo... Pecado que nunca más volvería a cometer.
- Spoiler:
- Y, como lo prometido es deuda, aquí lo tienes... ¡Espero que te guste! ^^
Invitado- Invitado
Re: The Crusade {Privado}
Una vez más, Dragos sintió que ardía en deseo al verse reflejado en los ojos de Amanda que rabiosos no dejaban de amenazarlo. No podía negar que en el fondo de su ser, ese espíritu sadomasoquista que en ocasiones salía a flote, se moría por conocer el lado más agresivo que la vampiresa poseía. Ese espíritu sadomasoquista se sentía atraído por el salvaje momento que estaban viviendo sobre esa cama y ese mismo era el que lo hacía actuar como lo estaba haciendo. Movió su cuerpo encima de el de ella, acto que realizaba con un sólo fin: volver a sentir con más precisión ese cuerpo femenino que tanto deseaba y que siempre lo había vuelto loco; porque de verdad, Amanda representaba todo lo que Dragos amaba en una mujer, para el ella era perfecta, en todo sentido y probablemente ese era su principal motivo para aferrarse a esa estúpida idea de tenerla para siempre y exclusivamente para él. Amanda no lo sabía, pero Dragos tenía un plan, uno que estaba reprimiendo sacar, pero que irremediable e indiscutiblemente saldría a flote tarde o temprano, sobre todo al ver como ella no daba su brazo a torcer. Dragos no era estúpido, podía comportarse como uno, uno auténtico y talentoso, pero en definitiva no lo era, en absoluto. El vampiro poseía una mente calculadora que a menudo le servía como buen estratega, lo cual era bueno, realmente bueno; el único defecto respecto a eso es que dicha mente calculadora lo hacía caer en el recurrente error de hacer las cosas a la mala, a la fuerza con tal de salirse siempre con la suya, aún cuando hubiese graves consecuencias de por medio. Y en definitiva, ese plan suyo traería graves consecuencias de por medio…
El vampiro se unió a la risa que Amanda soltó a partir de su supuesta proposición, misma que había hecho solamente por diversión y no porque de verdad estuviera pensando en cumplir. No importaba si Amanda aceptaba, no importaba si ambos tenían el sexo más placentero esa noche o la siguiente o la que le sigue; nada lo haría cumplir su palabra, nada lograría que Amanda se librara de él. La única forma en la que Dragos podría dejarla en paz era una sola: si él moría. Y aún así, Dragos era tan malditamente terco y empecinado que bien podría haber dudas de que lo hiciera aunque encontrara la muerte. Rió junto con ella, haciendo de su risa una similar a la de Amanda, mutandola a carcajadas que se confundían con las de la inmortal que sin duda se estaba burlando de las palabras de su agresor. Sin embargo, la risa de ambos no era sincera y eso era obvio; era una risa amarga, sin ganas, llena de la más pura ironía que podía existir en esta vida. Una risa amarga de parte de ella tal vez por el hecho de saber de antemano que su peor pesadilla había vuelto a acecharla y sería difícil deshacerse de él; una risa amarga por parte de Dragos al ver que en definitiva, el lograr la paz entre Amanda y el sería más difícil que cualquier otra cosa que haya querido lograr en su vida. Cuando las falsas carcajadas cesaron, una amplia sonrisa se dibujó en los gruesos y mezquinos labios del vampiro al escuchar las siguientes palabras de su amada, al ver como ella aún no había logrado olvidar la esencia que a él lo caracterizaba. Le regocijaba de una manera casi inhumana el hecho de que ella tuviera bien presente su forma de ser, ya que eso sólo significaba una cosa: que era mentira que ella lo había olvidado y por ende, que era totalmente falso que sólo existiera odio en su ser para él. La débil flama de la esperanza ardió en el interior del vampiro, al creer que tal vez lo único que necesitaba para lograr que ella le perdonara era ser terco, más de lo que ya de por si siempre había sido y ser perseverante. Tal vez, sólo tal vez, así lograría lo que tanto estaba deseando y eso, en definitiva, sólo lo diría el tiempo.
Ignoró las palabras de Amanda, esas en las que garantizaba que perdonarlo era algo imposible. Las ignoró porque el veía algo diferente en sus ojos, veía la duda haciendo acto de presencia, mezclándose con la rabia.
— Me alegra que lo tengas bien presente, que sepas que… — Nuevamente sus palabras fueron interrumpidas y era el dolor quien le obligaba a callarse. La mano de Amanda hurgando entre su carne, provocando que la sangre cayera sobre su cuerpo, era demasiado. Y fue ese mismo dolor lo que le hizo perder concentración, hecho que lo obligó a no poder hacer nada ante ese cambio de posición que Amanda realizó con la destreza de un felino, tan rápido que en apenas un abrir y cerrar de ojos Dragos estaba nuevamente bajo el cuerpo de ella, siendo dominado y torturado. No conforme con eso, Amanda quiso hacer aún más visible su odio y luego de arrancar con fiereza la prenda de vestir que cubría la parte superior del cuerpo de Dragos, inició una serie de arañazos que en segundos habían logrado dejar lleno de cicatrices la hasta entonces perfecta piel –a excepción de algunas cicatrices del pasado- del vampiro. Dragos gruñó por lo bajo, cerrando los ojos en más de una ocasión, pero aguantando como los hombres, defendiendo una vez más ese orgullo que era tan inmenso como el palacete en el que se encontraban. Intentó ignorarlo todo, cada una de sus ofensas, cada una de sus heridas; incluso las dentelladas sobre su cuello y pecho que volvían con mas intensidad para reabrir las heridas anteriormente hechas y que habían empezado a sanar. Dragos mantuvo la calma, se mantuvo íntegro y cualquiera que le viese tal vez habría asegurado que era mínimo el dolor que estaba experimentando. No fue hasta que Amanda le propinó esa patada en la entrepierna que perdió los estribos, doblándose de dolor, olvidándose de completamente todo, incluso su maldito orgullo. Amanda aprovechó para salir de la cama y gozar desde una mejor perspectiva la escena que ella había logrado: la de Dragos removiéndose sobre las sabanas de su lecho, con las manos sobre sus genitales, totalmente adolorido.
Luego de tal golpe, le fue difícil escuchar con claridad las siguientes palabras que Amanda pronunció, en parte por el dolor, pero sobre todo por esa rabia que había logrado encender y que definitiva, no le convenía a ninguno de los dos, pero sobre todo a ella. Amanda se despidió de él, dejándole claro que su aparición esa noche y todas sus supuestas ideas para reconquistarla o lograr que lo perdonara, habían sido completamente en vano; que ahí no era bienvenido y que nunca más lo sería. Cuando al fin el dolor había pasado, Dragos se incorporó sobre la cama y con una mirada furiosa recorrió la habitación, dándose cuenta con pesar y rabia que Amanda había desaparecido, hecho que logró enfurecerlo aún más. Nadie se burlaba de Dragos, ni siquiera esa a la que tanto decía querer y desear.
Con visible coraje agolpándose en el rostro enrojecido, se arrastró sobre las arrugadas sábanas de la cama hasta ponerse de pie. Cuando tocó el piso su espalda se contrajó dejando a la vista el musculoso cuerpo que poseía desde su época como humano. Cruzó la puerta de la habitación y en segundos salió a un pasillo, pudo ver entonces a Amanda bajando con lentitud y elegancia los escalones de su propia casa, dirigiéndose hasta el primer piso. Dragos, haciendo uso de su extrema agilidad, se movió hasta donde ella se encontraba, logrando posarse justo enfrente de ella en ese sitio donde las escaleras aun empezaban. Desde el primer piso y desde esa perspectiva la observó, vio como Amanda siguió bajando cada escalón con una tranquilidad que le resultaba insultante ya que se sentía ignorado por ella y en definitiva eso no era algo bueno: ser ignorado era sin duda una de las cosas que más lograba enervar al vampiro.
— ¡Maldita sea! — Vociferó y completamente poseído por la ira se dio la vuelta y como si se tratase de cualquier cosa, tomó con sus manos una parte del mueble de madera que tenía el papel de fungir como mini bar y lo lanzó contra la pared, provocando un fuerte estruendo que se extendió por todo el palacete. Luego empezó a dar fuertes manotazos contra las numerosas botellas que yacían cuidadosamente colocadas y las lanzó al piso, haciendo que cada una se estrellara, inundando el lugar de un fuerte aroma a alcohol de todas las clases. Pero su ira no fue saciada con sus destrozos, luego se lanzó sobre Amanda y la aprisionó contra la pared; con una mano sobre el cuello le gritó en la cara todo eso que había querido gritarle minutos antes y que ella no le había permitido por haberse largado sin más de la habitación. — ¿Por qué?, ¿por qué tienes que hacer todo tan malditamente difícil? — Su mano se cerró aún más sobre el cuello de Amanda, presionando al grado de que si ella hubiese sido humana, habrían bastado un par de segundos para que cayera al piso completamente estrangulada y sin vida. Por suerte ella era tan fuerte como él. — Mataré a cada uno de esos estúpidos que se atrevieron a tocarte, lo juro. Los mataré y te traeré su cabeza y te dejaré claro lo que me he cansado de repetirte.— Dragos la miraba con tanta fiereza que ni siquiera parpadeaba, sus ojos estaban tan abiertos y tan coléricos que era casi imposible no sentir miedo.
— Eres mía Amanda. Siempre has sido mía y siempre será así, no importa que me odies, que quieras verme muerto. Juro por mi propia vida que no vale lo mismo desde que no te tengo, que algún día vendrás a buscarme, a rogarme por esos besos, a suplicarme porque toque otra vez tu cuerpo, a pedirme que te repita en voz alta lo mucho que significas. Serás tú quien me busque, Amanda. Te lo juro, ¡TE LO JURO! — Y cualquiera que conociera tan bien a Dragos como Amanda hacía, estaría seguro de que sus palabras no eran una broma y que haría todo, incluso hasta lo impensable, para cumplirlas. — Y no te molestes en negarlo, en reírte de mis palabras o en asegurar que eso jamás pasará. Cuando Dragoslav Vilhjálmur se propone algo, siempre lo logra, cueste lo que cueste, sea como sea. Apréndete eso de memoria, mételo en esa cabecita tuya. — Repitió clavando el dedo índice de su mano libre en la cabeza de Amanda en un intento de hacer más creíble lo que le estaba sentenciando. Luego acercó su rostro al de ella y besó su mejilla, recorriendo su rostro hasta su boca, donde depositó un beso fugaz y carente de romanticismo.
— Soy capaz de todo Amanda, por ti soy capaz de todo. Si no quieres ser mía por decisión propia, será entonces a mi manera. Y después no te quejes… — Con un movimiento brusco soltó el rostro de Amanda que permaneció rojizo luego de la presión que había estado ejerciendo sobre él con su mano. Dragos se dio media vuelta e intentó tranquilizarse; no quería empeorar las cosas, se negaba a dejarse gobernar por la ira y arremeter contra Amanda de la peor manera. Su respiración poco a poco fue tomando la normalidad de siempre para finalmente soltar un suspiro al darse cuenta del mal momento que acababa de llevar a cabo. Muy en el fondo se sintió mal por haber actuado como acababa de hacer, pero no se arrepentía porque sabía que ella era la culpable, la única y maldita culpable.
El vampiro se unió a la risa que Amanda soltó a partir de su supuesta proposición, misma que había hecho solamente por diversión y no porque de verdad estuviera pensando en cumplir. No importaba si Amanda aceptaba, no importaba si ambos tenían el sexo más placentero esa noche o la siguiente o la que le sigue; nada lo haría cumplir su palabra, nada lograría que Amanda se librara de él. La única forma en la que Dragos podría dejarla en paz era una sola: si él moría. Y aún así, Dragos era tan malditamente terco y empecinado que bien podría haber dudas de que lo hiciera aunque encontrara la muerte. Rió junto con ella, haciendo de su risa una similar a la de Amanda, mutandola a carcajadas que se confundían con las de la inmortal que sin duda se estaba burlando de las palabras de su agresor. Sin embargo, la risa de ambos no era sincera y eso era obvio; era una risa amarga, sin ganas, llena de la más pura ironía que podía existir en esta vida. Una risa amarga de parte de ella tal vez por el hecho de saber de antemano que su peor pesadilla había vuelto a acecharla y sería difícil deshacerse de él; una risa amarga por parte de Dragos al ver que en definitiva, el lograr la paz entre Amanda y el sería más difícil que cualquier otra cosa que haya querido lograr en su vida. Cuando las falsas carcajadas cesaron, una amplia sonrisa se dibujó en los gruesos y mezquinos labios del vampiro al escuchar las siguientes palabras de su amada, al ver como ella aún no había logrado olvidar la esencia que a él lo caracterizaba. Le regocijaba de una manera casi inhumana el hecho de que ella tuviera bien presente su forma de ser, ya que eso sólo significaba una cosa: que era mentira que ella lo había olvidado y por ende, que era totalmente falso que sólo existiera odio en su ser para él. La débil flama de la esperanza ardió en el interior del vampiro, al creer que tal vez lo único que necesitaba para lograr que ella le perdonara era ser terco, más de lo que ya de por si siempre había sido y ser perseverante. Tal vez, sólo tal vez, así lograría lo que tanto estaba deseando y eso, en definitiva, sólo lo diría el tiempo.
Ignoró las palabras de Amanda, esas en las que garantizaba que perdonarlo era algo imposible. Las ignoró porque el veía algo diferente en sus ojos, veía la duda haciendo acto de presencia, mezclándose con la rabia.
— Me alegra que lo tengas bien presente, que sepas que… — Nuevamente sus palabras fueron interrumpidas y era el dolor quien le obligaba a callarse. La mano de Amanda hurgando entre su carne, provocando que la sangre cayera sobre su cuerpo, era demasiado. Y fue ese mismo dolor lo que le hizo perder concentración, hecho que lo obligó a no poder hacer nada ante ese cambio de posición que Amanda realizó con la destreza de un felino, tan rápido que en apenas un abrir y cerrar de ojos Dragos estaba nuevamente bajo el cuerpo de ella, siendo dominado y torturado. No conforme con eso, Amanda quiso hacer aún más visible su odio y luego de arrancar con fiereza la prenda de vestir que cubría la parte superior del cuerpo de Dragos, inició una serie de arañazos que en segundos habían logrado dejar lleno de cicatrices la hasta entonces perfecta piel –a excepción de algunas cicatrices del pasado- del vampiro. Dragos gruñó por lo bajo, cerrando los ojos en más de una ocasión, pero aguantando como los hombres, defendiendo una vez más ese orgullo que era tan inmenso como el palacete en el que se encontraban. Intentó ignorarlo todo, cada una de sus ofensas, cada una de sus heridas; incluso las dentelladas sobre su cuello y pecho que volvían con mas intensidad para reabrir las heridas anteriormente hechas y que habían empezado a sanar. Dragos mantuvo la calma, se mantuvo íntegro y cualquiera que le viese tal vez habría asegurado que era mínimo el dolor que estaba experimentando. No fue hasta que Amanda le propinó esa patada en la entrepierna que perdió los estribos, doblándose de dolor, olvidándose de completamente todo, incluso su maldito orgullo. Amanda aprovechó para salir de la cama y gozar desde una mejor perspectiva la escena que ella había logrado: la de Dragos removiéndose sobre las sabanas de su lecho, con las manos sobre sus genitales, totalmente adolorido.
Luego de tal golpe, le fue difícil escuchar con claridad las siguientes palabras que Amanda pronunció, en parte por el dolor, pero sobre todo por esa rabia que había logrado encender y que definitiva, no le convenía a ninguno de los dos, pero sobre todo a ella. Amanda se despidió de él, dejándole claro que su aparición esa noche y todas sus supuestas ideas para reconquistarla o lograr que lo perdonara, habían sido completamente en vano; que ahí no era bienvenido y que nunca más lo sería. Cuando al fin el dolor había pasado, Dragos se incorporó sobre la cama y con una mirada furiosa recorrió la habitación, dándose cuenta con pesar y rabia que Amanda había desaparecido, hecho que logró enfurecerlo aún más. Nadie se burlaba de Dragos, ni siquiera esa a la que tanto decía querer y desear.
Con visible coraje agolpándose en el rostro enrojecido, se arrastró sobre las arrugadas sábanas de la cama hasta ponerse de pie. Cuando tocó el piso su espalda se contrajó dejando a la vista el musculoso cuerpo que poseía desde su época como humano. Cruzó la puerta de la habitación y en segundos salió a un pasillo, pudo ver entonces a Amanda bajando con lentitud y elegancia los escalones de su propia casa, dirigiéndose hasta el primer piso. Dragos, haciendo uso de su extrema agilidad, se movió hasta donde ella se encontraba, logrando posarse justo enfrente de ella en ese sitio donde las escaleras aun empezaban. Desde el primer piso y desde esa perspectiva la observó, vio como Amanda siguió bajando cada escalón con una tranquilidad que le resultaba insultante ya que se sentía ignorado por ella y en definitiva eso no era algo bueno: ser ignorado era sin duda una de las cosas que más lograba enervar al vampiro.
— ¡Maldita sea! — Vociferó y completamente poseído por la ira se dio la vuelta y como si se tratase de cualquier cosa, tomó con sus manos una parte del mueble de madera que tenía el papel de fungir como mini bar y lo lanzó contra la pared, provocando un fuerte estruendo que se extendió por todo el palacete. Luego empezó a dar fuertes manotazos contra las numerosas botellas que yacían cuidadosamente colocadas y las lanzó al piso, haciendo que cada una se estrellara, inundando el lugar de un fuerte aroma a alcohol de todas las clases. Pero su ira no fue saciada con sus destrozos, luego se lanzó sobre Amanda y la aprisionó contra la pared; con una mano sobre el cuello le gritó en la cara todo eso que había querido gritarle minutos antes y que ella no le había permitido por haberse largado sin más de la habitación. — ¿Por qué?, ¿por qué tienes que hacer todo tan malditamente difícil? — Su mano se cerró aún más sobre el cuello de Amanda, presionando al grado de que si ella hubiese sido humana, habrían bastado un par de segundos para que cayera al piso completamente estrangulada y sin vida. Por suerte ella era tan fuerte como él. — Mataré a cada uno de esos estúpidos que se atrevieron a tocarte, lo juro. Los mataré y te traeré su cabeza y te dejaré claro lo que me he cansado de repetirte.— Dragos la miraba con tanta fiereza que ni siquiera parpadeaba, sus ojos estaban tan abiertos y tan coléricos que era casi imposible no sentir miedo.
— Eres mía Amanda. Siempre has sido mía y siempre será así, no importa que me odies, que quieras verme muerto. Juro por mi propia vida que no vale lo mismo desde que no te tengo, que algún día vendrás a buscarme, a rogarme por esos besos, a suplicarme porque toque otra vez tu cuerpo, a pedirme que te repita en voz alta lo mucho que significas. Serás tú quien me busque, Amanda. Te lo juro, ¡TE LO JURO! — Y cualquiera que conociera tan bien a Dragos como Amanda hacía, estaría seguro de que sus palabras no eran una broma y que haría todo, incluso hasta lo impensable, para cumplirlas. — Y no te molestes en negarlo, en reírte de mis palabras o en asegurar que eso jamás pasará. Cuando Dragoslav Vilhjálmur se propone algo, siempre lo logra, cueste lo que cueste, sea como sea. Apréndete eso de memoria, mételo en esa cabecita tuya. — Repitió clavando el dedo índice de su mano libre en la cabeza de Amanda en un intento de hacer más creíble lo que le estaba sentenciando. Luego acercó su rostro al de ella y besó su mejilla, recorriendo su rostro hasta su boca, donde depositó un beso fugaz y carente de romanticismo.
— Soy capaz de todo Amanda, por ti soy capaz de todo. Si no quieres ser mía por decisión propia, será entonces a mi manera. Y después no te quejes… — Con un movimiento brusco soltó el rostro de Amanda que permaneció rojizo luego de la presión que había estado ejerciendo sobre él con su mano. Dragos se dio media vuelta e intentó tranquilizarse; no quería empeorar las cosas, se negaba a dejarse gobernar por la ira y arremeter contra Amanda de la peor manera. Su respiración poco a poco fue tomando la normalidad de siempre para finalmente soltar un suspiro al darse cuenta del mal momento que acababa de llevar a cabo. Muy en el fondo se sintió mal por haber actuado como acababa de hacer, pero no se arrepentía porque sabía que ella era la culpable, la única y maldita culpable.
Dragos Vilhjálmur- Vampiro Clase Media
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Fecha de inscripción : 09/09/2011
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Re: The Crusade {Privado}
Aquella era la posición que le correspondía: la sumisa, la entregada, la dolorida tras uno de mis ineludibles golpes, totalmente merecidos e incluso demasiado suaves para lo que él había hecho, y por eso mismo no me limité a la hora de observarlo derrotado, muerto de dolor sobre mi cama, en una situación que, probablemente, normalmente no se hubiera esperado de mí... uno de sus mayores fallos, el de no considerarme una caja de sorpresas o el de no conocerme lo suficiente para saber que mi ira podía ser temible. Sin embargo, la imagen de él derrotado despertaba en mí ansias distintas, más relacionadas con volverme aún más fiera que hasta aquel momento y con rematar la tarea que él mismo había comenzado hacía tanto tiempo, cuando había intentado prenderme fuego, ¡a mí! Con aquello había firmado su sentencia de muerte, el inicio de una relación hostil entre nosotros que daba un nuevo significado a la palabra odio, que particularmente se me quedaba corta para describir lo que sentía por él, dado que era como comparar el fuego de una simple llama con un incendio forestal, desatado, incontrolable, imprevisible... destructor con aquella fuerza de las llamas con las que él mismo había tratado de destruirme. Resultaba irónico que la misma fuerza con la que él me había intentado eliminar se hubiera vuelto contra él; resultaba de una preciosa justicia poética que le reventara en la cara lo que quisiera conseguir con volver a mí, dado que no me creía totalmente la parte de recuperarme... más bien me creía la de sacarme de quicio, algo que siempre se le había dado peligrosamente bien pero que había perdonado más de una y más de dos ocasiones por...
Casi negué con la cabeza ante la sola idea, ante el recuerdo de un momento en el que había creído que amaba a Dragos. Quizá lo había hecho, quizá en mi confusión había supuesto que aquello era amor e, incluso, quizá seguía sintiéndolo, pero nunca tendría lugar, no desde que se había visto sumado al odio y a mis ansias asesinas e inhumanas y lo supeditaban a querer matarlo y esparcir sus restos a la vista de todo el mundo para que comprendieran el precio de la traición hacia mí. Si había aniquilado todo buen pensamiento que hubiera podido acumular en mi mente referido a él, y los había habido en su momento, para transformarlos en simple y puro odio, ¿cómo pretendía recuperarme? ¿Cómo quería que siguiera siéndole fiel al hombre que había intentado asesinarme si ni cuando las cosas habían ido bien lo había hecho? ¡Era absurdo! ¡La sola idea carecía de lógica se mirara por donde se mirase! Igual que él, con sus ínfulas, con sus aires, con sus pretensiones... ¡Lo detestaba! Todo el odio del mundo se quedaba corto para lo que yo sentía, para las ganas que tenía de matarlo y de revolcarme en su sangre y en sus restos para enseñarle una lección, y mirar su rostro, incluso derrotado como lo estaba, aumentaba la intensidad de aquel incendio, como el aire bien solía hacer en esas mismas circunstancias y como me estaba sucediendo a mí, y como no quería volver a dirigirle la palabra siquiera decidí alterar el orden de mi amenaza... si no se iba él, me iría yo.
Así, poco me costó apartarme de la pared y, así como iba, todavía vestida con aquella ropa interior de encaje que contrastaba vivamente con mi piel pálida manchada de sangre – su sangre – me alejé de allí en dirección al interior de mi palacete, concretamente a las grandes escaleras que separaban el piso superior del inferior. Con aquello pretendía marcar una distancia, no renunciar a la humanidad relativa que solía caracterizarme y, ante todo, no caer tan bajo como él siempre conseguía que cayera, en aquella ocasión volviéndome una bestia pese a que lo necesitara... Necesitaba ser violenta, necesitaba desahogar toda la marea de sensaciones frustradas que se agitaban en mi interior y necesitaba apartar al causante de todas aquellas oleadas intensas de mí el tiempo suficiente para que pudiera asimilar su visita y todo lo que conllevaba... Me había pillado demasiado tranquila, con la guardia preocupantemente baja, y aquella era la razón por la que había perdido el control, sí, eso era, eso tenía que ser... Al menos eso era lo que quería creer que fuera ya que me negaba, en redondo además, a admitir que era él quien me ponía así siempre, quien me conducía hasta mis propios límites y quien me volvía más Amanda que nadie, de una manera total y sin ataduras de ningún tipo.
De nuevo atacaba la ironía, aquella vez al ser quien me había querido anular el que mejor lograba que me comportara como era yo sin control de ningún tipo, sino más bien al contrario: borrando los límites que yo misma me ponía para llevarme al límite... Y aquello me enervaba, me ponía enferma la idea de deberle algo a mi potencial asesino, no me gustaba nada e incluso me resultaba desagradable el solo pensamiento, que se coló sin permiso en mi cabeza durante mi bajada por aquella escalinata, tan lenta como elegante de una manera que me resultaba inherente pero que quedaba aún más ampliada por aquel aire no siempre presente en mí de fiereza contenida, de bestialidad oculta y a flor de piel, de un felino a punto de lanzarse a por su presa... Aunque incluso un animal podía equivocarse cuando se confiaba, cuando sus pensamientos estaban centrados en otros asuntos y cuando no se estaba fijando en lo que pasaba tras él sino en el camino que tenía por delante. Cuando se trataba de Dragos no podía nunca confiarme; siempre tenía que esperar, de él, que se fuera por los cerros de Úbeda y me saliera por donde menos esperaba que lo hiciera con resultados, cuando menos, peligrosos, por no decir directamente catastróficos porque sería darle el privilegio de tener una ventaja sobre mí de la que carecía ya que si algo me beneficiaba frente al guerrero que él había sido en vida era mi edad, lo que permitía que pudiera derrotarlo si llegaba el caso... aunque no llegaría.
Por mucho que me repitiera que lo odiaba y que quería matarlo, y por mucho también que aquello tuviera un innegable poso de verdad que se anclaba en el odio que me corría, junto a la sangre, por las venas, algo masoquista había en mí comparable a él, algo tan fuerte que en el fondo me divertía la situación en la que nos encontrábamos... Podía justificarlo como quisiera, bien como queriendo que él durara vivo para que estuviera presente mientras se veía a sí mismo derrotado o bien como simplemente mantenerlo con vida para postergar su tormento (algo, sin duda, que me atraía como idea de una manera peligrosa), pero en el fondo los dos sabíamos, por mucho que yo me esforzara en ignorarlo, que lo que habíamos tenido había sido real por mi parte y que no iba a desaparecer tan fácilmente. Podía mezclarse y degradarse con el odio; podía pensar que lo tenía superado; podía, incluso, convencerme a mí misma de que el amor se había vuelto violencia, pero en el fondo ahí estaba, atrayéndome hacia él de una manera que no podía ser únicamente física aunque tuviera una enorme parte de eso, especialmente al encontrarme, como lo estaba en aquel momento, inmovilizada por su cuerpo, igual que en los viejos tiempos... No sin antes, claro está, haberlo calentado, aunque no en el sentido de antaño sino más bien en el sentido de enfadarlo al ignorarlo en su cara durante su rabieta más propia de un niño que de un hombre crecido como decía serlo él y como su cuerpo contra el mío bien se esforzaba en recordarme... como si un cuerpo así pudiera olvidarse tan fácilmente.
Me resultaba imposible no sentir el ardor reptando por mi habitualmente gélida piel en aquella situación, donde casi nada nos separaba; me resultaba impensable no sentir un nudo en el lugar donde se suponía que tenía el estómago por su mano en mi cuello, que pese a estar ejerciendo una presión que, de no ser una vampiresa, me mataría, no dejaba de excitarme; me resultaba inútil tratar de controlar la furia ardiente de las sensaciones que me recorrían por dentro, mezcla de odio y lujuria, de desdén y de sed de él... Me resultaba imposible centrarme en mí misma para calmarme y alcanzar un término medio necesario para no verme arrastrada por las llamas que me invadían y me recorrían por dentro, y sus palabras no lo hacían más fácil, sino más difícil, exactamente lo mismo de lo que él me acusaba... como si no se mereciera eso y mucho más. De todas maneras, y pese a que hubiera podido soltarme de su agarre si así lo hubiera deseado, no lo hice, sino que le permití creer que tenía el control, le permití soltar su perorata de hombre celoso sin motivo alguno aunque no por ello reprimí un chasquido de mi lengua sobre mi paladar, fruto de la incredulidad por ver que aún insistía en lo mismo, e incluso un fruto mucho más visible de aquella misma falta de credulidad plantado en mí poniendo los ojos en blanco, aún y siempre desafiante... Porque si de algo estaba segura era que no dejaría que se saliera con la suya y me pisoteara. ¿Quién se había creído para considerarme un objeto, una posesión que podía utilizar cuando le viniera en gana y de la que podía deshacerse cuando le salía rana y los planes que tenía para él no eran los que realizaba por sí mismo?
Finalmente me soltó, aunque no le regalé el privilegio de ver que me aliviaba verme libre de su presión sobre mi cuerpo sino que permanecí estoica, apoyada aún en la pared y con una sonrisa traviesa y peligrosa, la misma que revelaba la nula diversión que tenía, en principio y al nivel que me interesaba que él viera, dentro, al margen de mi masoquismo sólo comparable al suyo propio y, por tanto, igual de peligroso para mí.
– ¿Y aún quieres que tenga una buena impresión de Dragoslav Vilhjálmur cuando es incapaz de recordar que trata con Amanda Smith y piensa que se trata de una de sus putas...? ¿De alguien que le pertenece y que es sólo suya? Eso ni en tus sueños, cielo. – comenté, con tono mordaz que no restaba ni un ápice de veracidad a mis palabras, nacidas desde lo más profundo de mi ira, desde aquella parte de mí a la que le repugnaba la idea de verse sometida a él, tal y como parecía pretender a juzgar por sus actos, sus palabras... todo.
– Nadie es mi dueño, a nadie más que a mí pertenece mi cuerpo y mi mente, y si quieres creer que soy tuya y de nadie más adelante, pero espero que cuando te des el golpe contra la cruda realidad no te mueras... ese privilegio me corresponde a mí únicamente, ya que te lo debo después de todo. Considéralo un regalo por mi parte, amor... – añadí, con claro tono de burla en la palabra amable que empleé, la única de todo lo que le dije junto al cielo de antes, el mismo que en sí mismo cargaba con tanto odio y tanto desdén como, de nuevo, ironía al ser él precisamente lo contrario a un amor o a un cielo... Era Dragos, aquello no estaba hecho para él.
De todas maneras, pareció que algo en mis palabras volvió a azotar su más que escasa paciencia, porque conseguí que volviera a la posición donde habíamos estado antes: conmigo apoyada en la pared y él sobre mí, la mano en mi cuello... y una ligera variación con la postura de antes, que vino por el hecho de que una de mis piernas rodeaba su cintura y lo acercaba aún más a mí no de manera accidental, sino más bien perfectamente deliberada. Quería que viera que no tenía el control, que eso era algo que me pertenecía a mí al poder controlar su cuerpo y sus impulsos con el mío ya que había dejado de ser inmune a mí hacia mucho tiempo, quería que viera que aunque pareciera que él me estaba amordazando en realidad yo podía hacer lo que quisiera, y bien lo estaba haciendo al acercarme a él de la manera que lo estaba llevando a cabo: lenta, sensual, deliberadamente provocativa, conscientemente maliciosa... Como también mis manos reptando por su pecho y acariciando las heridas que le había hecho hacía tan solo unos momentos que bien podrían parecer eternos, aunque los dos supiéramos que no lo eran, ya que sería acortar demasiado su castigo por mi parte, uno que disfrutaría ejerciendo dado que no optaría por la indiferencia hacia él, no... Era incapaz de hacerlo, y más cuando ya había decidido que costara lo que costase iba a caer en su juego, aunque sólo fuera por el placer de vencerlo en su terreno y hacerle saborear la derrota más absoluta. En un momento, me aparté de su mano, la que mantenía sobre mi cuello, y me acerqué al suyo propio, recorriéndolo a base de mordiscos en un camino ascendente que terminó en su oreja, donde me planté con una sonrisa amplia y peligrosa que él no podía ver, por la posición en la que nos encontrábamos.
– ¿Prefieres que te de la lista de todos los que me han tocado por orden cronológico o alfabético? También puedo organizarlos por raza, por la calidad del encuentro, por cómo eran físicamente, por si se repitieron o no... Tengo una gran cantidad de parámetros, pero de todas maneras tendría que contactar con algún escribano que me los recuerde en su totalidad, ya que seguro que se me olvida alguno. – susurré, con tono deliberadamente ronco y sensual que probablemente sólo serviría, junto a la fricción que provocaba mi cuerpo moviéndose contra el suyo, además de para alimentar aún más un deseo por su parte que ya era evidente, a las pruebas me remitía... Y las sentía demasiado bien por lo cerca que estaba de él. Por un momento pareció que iba a separarme de él, que iba a alejarme de su cuerpo, pero en realidad no lo hice, sino que busqué su mirada con la mía, ardor contra ardor, ambos de una naturaleza semejante pero al mismo tiempo diferente, igual que lo éramos nosotros... una de las razones por las cuales nos habíamos atraído tantísimo en primer lugar y por las cuales la atracción no moría en aquella situación.
– No veo que sea yo quien suplica por que siga, por que reduzca la cercanía y por que te bese; más bien, lo que veo es tu cuerpo gritando por que lo haga... ¿Quién te iba a decir a ti que iba a ser tan difícil doblegarme...? Es mi especialidad hacer las cosas a mí manera, y si eso las hace difíciles, que así sea. – añadí, separándome bruscamente de él y alejándome de la pared un momento, lo que necesité para, con una risa aparentemente jovial pero que sólo era burlona, recordarle una vez más que no iba a ser tan fácil conseguir lo que quería...
Apenas me dio tiempo a avanzar unos pasos antes de que la puerta sonara y mi sonrisa se viera aumentada, dado que sólo una persona (¿o debería decir ser?) entraba de aquella manera, con aquel aroma que sólo podía ser suyo y con un motivo: una conversación que habíamos tenido hacía algunos días y por la cual requería su consejo para ciertos aspectos técnicos del museo del Louvre, proyecto en el que estaba trabajando. Nigel Quartermane acababa de honrarnos con su presencia... y se dirigió enseguida hacia donde sabía que estaba yo, concretamente apoyada sobre una de las estanterías del amplio salón del palacete y aún de la misma guisa que antes: sin apenas ropa, salvo la interior, aunque teniendo en cuenta que él era uno de mis antiguos amantes no escondía nada que no hubiera visto y disfrutado ya.
– Buenas noches, Nigel... Llegas en un momento algo extraño, tengo que admitirlo, pero igual que siempre eres bienvenido... – comenté, torciendo la sonrisa hasta hacerla, como la mayoría de las de aquel último rato, traviesa y maliciosa a un tiempo y acercándome después a él para, como breve saludo, atrapar sus labios con los míos y besarle, sin apenas intensidad aunque sí la suficiente para que, al separarnos, mantuviera su sabor entre mis labios, en los recovecos de mi boca, que aún sabía demasiado a Dragos.
– Delicioso. – murmuré, con un tono audible para ambos vampiros y relamiéndome casi visiblemente... porque no dejaba de ser cierto.
Casi negué con la cabeza ante la sola idea, ante el recuerdo de un momento en el que había creído que amaba a Dragos. Quizá lo había hecho, quizá en mi confusión había supuesto que aquello era amor e, incluso, quizá seguía sintiéndolo, pero nunca tendría lugar, no desde que se había visto sumado al odio y a mis ansias asesinas e inhumanas y lo supeditaban a querer matarlo y esparcir sus restos a la vista de todo el mundo para que comprendieran el precio de la traición hacia mí. Si había aniquilado todo buen pensamiento que hubiera podido acumular en mi mente referido a él, y los había habido en su momento, para transformarlos en simple y puro odio, ¿cómo pretendía recuperarme? ¿Cómo quería que siguiera siéndole fiel al hombre que había intentado asesinarme si ni cuando las cosas habían ido bien lo había hecho? ¡Era absurdo! ¡La sola idea carecía de lógica se mirara por donde se mirase! Igual que él, con sus ínfulas, con sus aires, con sus pretensiones... ¡Lo detestaba! Todo el odio del mundo se quedaba corto para lo que yo sentía, para las ganas que tenía de matarlo y de revolcarme en su sangre y en sus restos para enseñarle una lección, y mirar su rostro, incluso derrotado como lo estaba, aumentaba la intensidad de aquel incendio, como el aire bien solía hacer en esas mismas circunstancias y como me estaba sucediendo a mí, y como no quería volver a dirigirle la palabra siquiera decidí alterar el orden de mi amenaza... si no se iba él, me iría yo.
Así, poco me costó apartarme de la pared y, así como iba, todavía vestida con aquella ropa interior de encaje que contrastaba vivamente con mi piel pálida manchada de sangre – su sangre – me alejé de allí en dirección al interior de mi palacete, concretamente a las grandes escaleras que separaban el piso superior del inferior. Con aquello pretendía marcar una distancia, no renunciar a la humanidad relativa que solía caracterizarme y, ante todo, no caer tan bajo como él siempre conseguía que cayera, en aquella ocasión volviéndome una bestia pese a que lo necesitara... Necesitaba ser violenta, necesitaba desahogar toda la marea de sensaciones frustradas que se agitaban en mi interior y necesitaba apartar al causante de todas aquellas oleadas intensas de mí el tiempo suficiente para que pudiera asimilar su visita y todo lo que conllevaba... Me había pillado demasiado tranquila, con la guardia preocupantemente baja, y aquella era la razón por la que había perdido el control, sí, eso era, eso tenía que ser... Al menos eso era lo que quería creer que fuera ya que me negaba, en redondo además, a admitir que era él quien me ponía así siempre, quien me conducía hasta mis propios límites y quien me volvía más Amanda que nadie, de una manera total y sin ataduras de ningún tipo.
De nuevo atacaba la ironía, aquella vez al ser quien me había querido anular el que mejor lograba que me comportara como era yo sin control de ningún tipo, sino más bien al contrario: borrando los límites que yo misma me ponía para llevarme al límite... Y aquello me enervaba, me ponía enferma la idea de deberle algo a mi potencial asesino, no me gustaba nada e incluso me resultaba desagradable el solo pensamiento, que se coló sin permiso en mi cabeza durante mi bajada por aquella escalinata, tan lenta como elegante de una manera que me resultaba inherente pero que quedaba aún más ampliada por aquel aire no siempre presente en mí de fiereza contenida, de bestialidad oculta y a flor de piel, de un felino a punto de lanzarse a por su presa... Aunque incluso un animal podía equivocarse cuando se confiaba, cuando sus pensamientos estaban centrados en otros asuntos y cuando no se estaba fijando en lo que pasaba tras él sino en el camino que tenía por delante. Cuando se trataba de Dragos no podía nunca confiarme; siempre tenía que esperar, de él, que se fuera por los cerros de Úbeda y me saliera por donde menos esperaba que lo hiciera con resultados, cuando menos, peligrosos, por no decir directamente catastróficos porque sería darle el privilegio de tener una ventaja sobre mí de la que carecía ya que si algo me beneficiaba frente al guerrero que él había sido en vida era mi edad, lo que permitía que pudiera derrotarlo si llegaba el caso... aunque no llegaría.
Por mucho que me repitiera que lo odiaba y que quería matarlo, y por mucho también que aquello tuviera un innegable poso de verdad que se anclaba en el odio que me corría, junto a la sangre, por las venas, algo masoquista había en mí comparable a él, algo tan fuerte que en el fondo me divertía la situación en la que nos encontrábamos... Podía justificarlo como quisiera, bien como queriendo que él durara vivo para que estuviera presente mientras se veía a sí mismo derrotado o bien como simplemente mantenerlo con vida para postergar su tormento (algo, sin duda, que me atraía como idea de una manera peligrosa), pero en el fondo los dos sabíamos, por mucho que yo me esforzara en ignorarlo, que lo que habíamos tenido había sido real por mi parte y que no iba a desaparecer tan fácilmente. Podía mezclarse y degradarse con el odio; podía pensar que lo tenía superado; podía, incluso, convencerme a mí misma de que el amor se había vuelto violencia, pero en el fondo ahí estaba, atrayéndome hacia él de una manera que no podía ser únicamente física aunque tuviera una enorme parte de eso, especialmente al encontrarme, como lo estaba en aquel momento, inmovilizada por su cuerpo, igual que en los viejos tiempos... No sin antes, claro está, haberlo calentado, aunque no en el sentido de antaño sino más bien en el sentido de enfadarlo al ignorarlo en su cara durante su rabieta más propia de un niño que de un hombre crecido como decía serlo él y como su cuerpo contra el mío bien se esforzaba en recordarme... como si un cuerpo así pudiera olvidarse tan fácilmente.
Me resultaba imposible no sentir el ardor reptando por mi habitualmente gélida piel en aquella situación, donde casi nada nos separaba; me resultaba impensable no sentir un nudo en el lugar donde se suponía que tenía el estómago por su mano en mi cuello, que pese a estar ejerciendo una presión que, de no ser una vampiresa, me mataría, no dejaba de excitarme; me resultaba inútil tratar de controlar la furia ardiente de las sensaciones que me recorrían por dentro, mezcla de odio y lujuria, de desdén y de sed de él... Me resultaba imposible centrarme en mí misma para calmarme y alcanzar un término medio necesario para no verme arrastrada por las llamas que me invadían y me recorrían por dentro, y sus palabras no lo hacían más fácil, sino más difícil, exactamente lo mismo de lo que él me acusaba... como si no se mereciera eso y mucho más. De todas maneras, y pese a que hubiera podido soltarme de su agarre si así lo hubiera deseado, no lo hice, sino que le permití creer que tenía el control, le permití soltar su perorata de hombre celoso sin motivo alguno aunque no por ello reprimí un chasquido de mi lengua sobre mi paladar, fruto de la incredulidad por ver que aún insistía en lo mismo, e incluso un fruto mucho más visible de aquella misma falta de credulidad plantado en mí poniendo los ojos en blanco, aún y siempre desafiante... Porque si de algo estaba segura era que no dejaría que se saliera con la suya y me pisoteara. ¿Quién se había creído para considerarme un objeto, una posesión que podía utilizar cuando le viniera en gana y de la que podía deshacerse cuando le salía rana y los planes que tenía para él no eran los que realizaba por sí mismo?
Finalmente me soltó, aunque no le regalé el privilegio de ver que me aliviaba verme libre de su presión sobre mi cuerpo sino que permanecí estoica, apoyada aún en la pared y con una sonrisa traviesa y peligrosa, la misma que revelaba la nula diversión que tenía, en principio y al nivel que me interesaba que él viera, dentro, al margen de mi masoquismo sólo comparable al suyo propio y, por tanto, igual de peligroso para mí.
– ¿Y aún quieres que tenga una buena impresión de Dragoslav Vilhjálmur cuando es incapaz de recordar que trata con Amanda Smith y piensa que se trata de una de sus putas...? ¿De alguien que le pertenece y que es sólo suya? Eso ni en tus sueños, cielo. – comenté, con tono mordaz que no restaba ni un ápice de veracidad a mis palabras, nacidas desde lo más profundo de mi ira, desde aquella parte de mí a la que le repugnaba la idea de verse sometida a él, tal y como parecía pretender a juzgar por sus actos, sus palabras... todo.
– Nadie es mi dueño, a nadie más que a mí pertenece mi cuerpo y mi mente, y si quieres creer que soy tuya y de nadie más adelante, pero espero que cuando te des el golpe contra la cruda realidad no te mueras... ese privilegio me corresponde a mí únicamente, ya que te lo debo después de todo. Considéralo un regalo por mi parte, amor... – añadí, con claro tono de burla en la palabra amable que empleé, la única de todo lo que le dije junto al cielo de antes, el mismo que en sí mismo cargaba con tanto odio y tanto desdén como, de nuevo, ironía al ser él precisamente lo contrario a un amor o a un cielo... Era Dragos, aquello no estaba hecho para él.
De todas maneras, pareció que algo en mis palabras volvió a azotar su más que escasa paciencia, porque conseguí que volviera a la posición donde habíamos estado antes: conmigo apoyada en la pared y él sobre mí, la mano en mi cuello... y una ligera variación con la postura de antes, que vino por el hecho de que una de mis piernas rodeaba su cintura y lo acercaba aún más a mí no de manera accidental, sino más bien perfectamente deliberada. Quería que viera que no tenía el control, que eso era algo que me pertenecía a mí al poder controlar su cuerpo y sus impulsos con el mío ya que había dejado de ser inmune a mí hacia mucho tiempo, quería que viera que aunque pareciera que él me estaba amordazando en realidad yo podía hacer lo que quisiera, y bien lo estaba haciendo al acercarme a él de la manera que lo estaba llevando a cabo: lenta, sensual, deliberadamente provocativa, conscientemente maliciosa... Como también mis manos reptando por su pecho y acariciando las heridas que le había hecho hacía tan solo unos momentos que bien podrían parecer eternos, aunque los dos supiéramos que no lo eran, ya que sería acortar demasiado su castigo por mi parte, uno que disfrutaría ejerciendo dado que no optaría por la indiferencia hacia él, no... Era incapaz de hacerlo, y más cuando ya había decidido que costara lo que costase iba a caer en su juego, aunque sólo fuera por el placer de vencerlo en su terreno y hacerle saborear la derrota más absoluta. En un momento, me aparté de su mano, la que mantenía sobre mi cuello, y me acerqué al suyo propio, recorriéndolo a base de mordiscos en un camino ascendente que terminó en su oreja, donde me planté con una sonrisa amplia y peligrosa que él no podía ver, por la posición en la que nos encontrábamos.
– ¿Prefieres que te de la lista de todos los que me han tocado por orden cronológico o alfabético? También puedo organizarlos por raza, por la calidad del encuentro, por cómo eran físicamente, por si se repitieron o no... Tengo una gran cantidad de parámetros, pero de todas maneras tendría que contactar con algún escribano que me los recuerde en su totalidad, ya que seguro que se me olvida alguno. – susurré, con tono deliberadamente ronco y sensual que probablemente sólo serviría, junto a la fricción que provocaba mi cuerpo moviéndose contra el suyo, además de para alimentar aún más un deseo por su parte que ya era evidente, a las pruebas me remitía... Y las sentía demasiado bien por lo cerca que estaba de él. Por un momento pareció que iba a separarme de él, que iba a alejarme de su cuerpo, pero en realidad no lo hice, sino que busqué su mirada con la mía, ardor contra ardor, ambos de una naturaleza semejante pero al mismo tiempo diferente, igual que lo éramos nosotros... una de las razones por las cuales nos habíamos atraído tantísimo en primer lugar y por las cuales la atracción no moría en aquella situación.
– No veo que sea yo quien suplica por que siga, por que reduzca la cercanía y por que te bese; más bien, lo que veo es tu cuerpo gritando por que lo haga... ¿Quién te iba a decir a ti que iba a ser tan difícil doblegarme...? Es mi especialidad hacer las cosas a mí manera, y si eso las hace difíciles, que así sea. – añadí, separándome bruscamente de él y alejándome de la pared un momento, lo que necesité para, con una risa aparentemente jovial pero que sólo era burlona, recordarle una vez más que no iba a ser tan fácil conseguir lo que quería...
Apenas me dio tiempo a avanzar unos pasos antes de que la puerta sonara y mi sonrisa se viera aumentada, dado que sólo una persona (¿o debería decir ser?) entraba de aquella manera, con aquel aroma que sólo podía ser suyo y con un motivo: una conversación que habíamos tenido hacía algunos días y por la cual requería su consejo para ciertos aspectos técnicos del museo del Louvre, proyecto en el que estaba trabajando. Nigel Quartermane acababa de honrarnos con su presencia... y se dirigió enseguida hacia donde sabía que estaba yo, concretamente apoyada sobre una de las estanterías del amplio salón del palacete y aún de la misma guisa que antes: sin apenas ropa, salvo la interior, aunque teniendo en cuenta que él era uno de mis antiguos amantes no escondía nada que no hubiera visto y disfrutado ya.
– Buenas noches, Nigel... Llegas en un momento algo extraño, tengo que admitirlo, pero igual que siempre eres bienvenido... – comenté, torciendo la sonrisa hasta hacerla, como la mayoría de las de aquel último rato, traviesa y maliciosa a un tiempo y acercándome después a él para, como breve saludo, atrapar sus labios con los míos y besarle, sin apenas intensidad aunque sí la suficiente para que, al separarnos, mantuviera su sabor entre mis labios, en los recovecos de mi boca, que aún sabía demasiado a Dragos.
– Delicioso. – murmuré, con un tono audible para ambos vampiros y relamiéndome casi visiblemente... porque no dejaba de ser cierto.
Invitado- Invitado
Re: The Crusade {Privado}
Nigel llegó al Palacete en ese instante, envuelto en un elegantísimo traje color negro que cumplía a la perfección con la tarea de resaltar -aún más- su palidez ya natural. Sus ojos azules parecían más vivaces, intimidantes; si se les miraba con detenimiento se podía deducir que dentro de su ser anidaba algo cruel, maligno. No había duda de que era un vampiro y se sentía orgulloso de ello. Cuando llegó a la residencia, cruzó la puerta sin impedimento alguno, como si de su propia casa se tratase. Ni el guardia o alguno de los empleados domésticos se atrevieron a dudar de su presencia en esa casa. Nadie avisó a la señora porque todos conocían ya la estrecha relación que su patrona y el hombre tenían. Todos coincidían al decir que eran amantes, ¿qué otro lazo podía unirlos?, si él entraba y salía como por su casa a altas horas de la noche. A algunas de las empleadas les parecía descarada la forma en la que él y Amanda ni siquiera se tomaban la molestia de hacer menos notoria su libertina relación, les ofendía los constantes ruidos provenientes de la habitación de su ama, los destrozos que hacían y que eran cada vez más frecuentes. Veían a Nigel como una especie de demonio que había llegado a perturbar la paz en esa casa. Le tenían miedo.
Cuando paso a su lado, las mujeres de la servidumbre lo miraron con temor, alejándose lo antes posible de su presencia, pues no era ningún secreto –incluso para la propia Amanda- que el vampiro gustaba de maltratar verbalmente a todo aquel que estuviera por debajo de su rango, o incluso a aquellos que estuvieran a su altura o muy por encima. Para él no había distinciones. Nigel sonrió complacido a ver como imponía respeto y, mientras se quitaba el sombrero, gritó a los cuatro vientos que, una vez más, estaba en casa.
— ¿Alguien me ha extrañado? — Preguntó al único par de sirvientas que habían quedado en el pasillo. Ladeó su cabeza y se acercó a ellas de manera peligrosa; les sonrío cínicamente y se echó a reír divertido. — Deberían ver sus caras de idiotas. — Se burló de ellas sin el menor de los pudores. Las mujeres dudaron, pero lentamente, con el rabillo del ojo, se miraron la una a la otra. — ¿Por qué me tienen tanto miedo? — Preguntó dando un paso al frente, acortando la distancia, posándoseles a unos cuantos centímetros. Estaba tan cerca que podía olfatearlas a la perfección, escuchar su débil corazón latir con fuerza y desesperación. — Soy igual a ustedes y ustedes son iguales a mí, ¿no es así? Somos iguales. — Alzó sus brazos en un gesto teatral. Se mofaba de ellas, y le divertía hacerlo. Se acercó a la más joven de las dos para susurrarle al oído. — La única y pequeña diferencia es que ustedes son más débiles e insignificantes. — Pronunció de manera lasciva pese a que en ningún momento mencionó algún tema de connotación sexual. La muchacha se quedó helada, sin habla, completamente indefensa ante él; estuvo a punto de echarse a llorar de puro miedo a ser despedida. — ¡Les estoy hablando! — Gritó de pronto, exasperado, provocándoles un sobresalto. — Cuando un señor les habla se dice “sí, señor”.—
— Sí…señor. — Repitieron al unísono, con la voz dudosa y entrecortada.
— ¡Agh, largo de aquí! — Bufó exasperado, le parecían las dos criaturas más fofas que había tenido que presenciar. Las mujeres salieron a toda prisa, huyeron de la vista del vampiro; la más joven lloró finalmente mientras se alejaban y era consolada por la otra, quien le aseguraba que todo estaría bien, que nadie la despediría. Nigel rodó los ojos al escuchar tal cosa, al ver lo aburrida que se tornaba esa casa por momentos. Clamó por Amanda, la llamó a gritos; hizo un maldito escándalo. — ¡Amanda, querida, estoy en casa! ¡Ven aquí, que tengo ganas de hacerte…! — La frase quedó inconclusa al notar la presencia de un tercero. Nigel supo de inmediato que se trataba de un vampiro y a juzgar por su cara hecha furia y el muladar en el que se había convertido el sitio donde se encontraban, era fácil deducir que los ánimos no estaban como para hacer bromas. Pero ah, a Nigel le gustaba demasiado divertirse a costa de otros, sencillamente no podía dejar pasar la oportunidad que se le presentaba como caída del cielo. Miró de arriba abajo al vampiro frente a él, lo hizo con desdén, como si de un bicho raro se tratase, y se acercó a Amanda mientras le devolvía una mirada de complicidad. Correspondió a su beso, atrapando sus labios, sintiéndose repentinamente fogoso con la mirada maliciosa que esta le daba como bienvenida.
— ¿Extraño? Yo diría que interesante. ¿Quién es este? — Preguntó sin hacer el mínimo esfuerzo en parecer amable, de hecho, no estaba en sus planes serlo. Volvió a barrer con su mirada a Dragos, que permanecía en silencio, colérico, al borde de un nuevo ataque de ira. A Nigel no le asustaba que en proporción fuera mucho más grande que él, ni que le llevara mil años de diferencia. — Aunque por ese gesto que denota que se lo está llevando el demonio deduzco que es alguien a quien no tienes muy contento. ¿Qué has hecho pequeña y traviesa Amanda? ¿Te has portado mal? Apuesto a que sí… — Desvió la mirada a la vampiresa. Y como si nadie más estuviera allí presente, besó una vez más sus labios, de la manera más apasionada, como habría hecho en la intimidad. Cuando terminó, fingió quedarse sin aliento, tan sólo para hacer rabiar más al vampiro. Nigel sonrió al ver como las manos de Dragos se contraían en dos puños. — Ah, el maravilloso momento en el que gozas del dolor ajeno… — Le susurró a su amante y rió divertido, seguro de que el vampiro le había escuchado.
— ¿Y de qué se trata esta pequeña reunión? ¿Una fiesta privada? — Preguntó a ambos mientras se alejaba de ellos, pasando justamente al lado de Dragos, tan cerca que sus hombros casi chocaron. Llegó hasta el destrozado mini bar y buscó entre los restos algo en que servirse un poco de vino que en realidad no le apetecía. Suspiró al no encontrar ninguna pieza que estuviera ilesa. Sus ojos volvieron a clavarse en los de su sensual creadora. — No sabía que gustaras de los ménage à trois, Amanda. ¿Para eso me has hecho venir? Debo admitir que ha sido una gran sorpresa. — Nuevamente se burlaba. Realmente le regocijaba la situación.
Sus ojos se clavaron entonces en los de Dragos, que increíblemente no se le había lanzado encima a romperle la cara. Se acercó a él con fingida curiosidad, con el dedo índice sobre su barbilla. Ladeó la cabeza extrañado.
— Tu rostro me es familiar. Mmmmh… — Lo estudió ahora con verdadero interés y sonrió ampliamente al reconocerlo, anunciando con ello que las cosas se ponían cada vez mejor. — ¡Ah! Países Bajos, claro. — Exclamó divertido y victorioso. — Qué placer tenerle por aquí, su majestad. — Hizo una reverencia. — No me diga que de verdad está celoso. ¡Por favor!, pero si es mi creadora, ¿que no se ha dado cuenta de la relación tan estrecha que tenemos? Somos como madre e hijo. — Depositó otro beso en los rojos labios de la mujer, colocando –a propósito, por supuesto- su mano en su perfecto, redondo y femenino trasero.
Cuando paso a su lado, las mujeres de la servidumbre lo miraron con temor, alejándose lo antes posible de su presencia, pues no era ningún secreto –incluso para la propia Amanda- que el vampiro gustaba de maltratar verbalmente a todo aquel que estuviera por debajo de su rango, o incluso a aquellos que estuvieran a su altura o muy por encima. Para él no había distinciones. Nigel sonrió complacido a ver como imponía respeto y, mientras se quitaba el sombrero, gritó a los cuatro vientos que, una vez más, estaba en casa.
— ¿Alguien me ha extrañado? — Preguntó al único par de sirvientas que habían quedado en el pasillo. Ladeó su cabeza y se acercó a ellas de manera peligrosa; les sonrío cínicamente y se echó a reír divertido. — Deberían ver sus caras de idiotas. — Se burló de ellas sin el menor de los pudores. Las mujeres dudaron, pero lentamente, con el rabillo del ojo, se miraron la una a la otra. — ¿Por qué me tienen tanto miedo? — Preguntó dando un paso al frente, acortando la distancia, posándoseles a unos cuantos centímetros. Estaba tan cerca que podía olfatearlas a la perfección, escuchar su débil corazón latir con fuerza y desesperación. — Soy igual a ustedes y ustedes son iguales a mí, ¿no es así? Somos iguales. — Alzó sus brazos en un gesto teatral. Se mofaba de ellas, y le divertía hacerlo. Se acercó a la más joven de las dos para susurrarle al oído. — La única y pequeña diferencia es que ustedes son más débiles e insignificantes. — Pronunció de manera lasciva pese a que en ningún momento mencionó algún tema de connotación sexual. La muchacha se quedó helada, sin habla, completamente indefensa ante él; estuvo a punto de echarse a llorar de puro miedo a ser despedida. — ¡Les estoy hablando! — Gritó de pronto, exasperado, provocándoles un sobresalto. — Cuando un señor les habla se dice “sí, señor”.—
— Sí…señor. — Repitieron al unísono, con la voz dudosa y entrecortada.
— ¡Agh, largo de aquí! — Bufó exasperado, le parecían las dos criaturas más fofas que había tenido que presenciar. Las mujeres salieron a toda prisa, huyeron de la vista del vampiro; la más joven lloró finalmente mientras se alejaban y era consolada por la otra, quien le aseguraba que todo estaría bien, que nadie la despediría. Nigel rodó los ojos al escuchar tal cosa, al ver lo aburrida que se tornaba esa casa por momentos. Clamó por Amanda, la llamó a gritos; hizo un maldito escándalo. — ¡Amanda, querida, estoy en casa! ¡Ven aquí, que tengo ganas de hacerte…! — La frase quedó inconclusa al notar la presencia de un tercero. Nigel supo de inmediato que se trataba de un vampiro y a juzgar por su cara hecha furia y el muladar en el que se había convertido el sitio donde se encontraban, era fácil deducir que los ánimos no estaban como para hacer bromas. Pero ah, a Nigel le gustaba demasiado divertirse a costa de otros, sencillamente no podía dejar pasar la oportunidad que se le presentaba como caída del cielo. Miró de arriba abajo al vampiro frente a él, lo hizo con desdén, como si de un bicho raro se tratase, y se acercó a Amanda mientras le devolvía una mirada de complicidad. Correspondió a su beso, atrapando sus labios, sintiéndose repentinamente fogoso con la mirada maliciosa que esta le daba como bienvenida.
— ¿Extraño? Yo diría que interesante. ¿Quién es este? — Preguntó sin hacer el mínimo esfuerzo en parecer amable, de hecho, no estaba en sus planes serlo. Volvió a barrer con su mirada a Dragos, que permanecía en silencio, colérico, al borde de un nuevo ataque de ira. A Nigel no le asustaba que en proporción fuera mucho más grande que él, ni que le llevara mil años de diferencia. — Aunque por ese gesto que denota que se lo está llevando el demonio deduzco que es alguien a quien no tienes muy contento. ¿Qué has hecho pequeña y traviesa Amanda? ¿Te has portado mal? Apuesto a que sí… — Desvió la mirada a la vampiresa. Y como si nadie más estuviera allí presente, besó una vez más sus labios, de la manera más apasionada, como habría hecho en la intimidad. Cuando terminó, fingió quedarse sin aliento, tan sólo para hacer rabiar más al vampiro. Nigel sonrió al ver como las manos de Dragos se contraían en dos puños. — Ah, el maravilloso momento en el que gozas del dolor ajeno… — Le susurró a su amante y rió divertido, seguro de que el vampiro le había escuchado.
— ¿Y de qué se trata esta pequeña reunión? ¿Una fiesta privada? — Preguntó a ambos mientras se alejaba de ellos, pasando justamente al lado de Dragos, tan cerca que sus hombros casi chocaron. Llegó hasta el destrozado mini bar y buscó entre los restos algo en que servirse un poco de vino que en realidad no le apetecía. Suspiró al no encontrar ninguna pieza que estuviera ilesa. Sus ojos volvieron a clavarse en los de su sensual creadora. — No sabía que gustaras de los ménage à trois, Amanda. ¿Para eso me has hecho venir? Debo admitir que ha sido una gran sorpresa. — Nuevamente se burlaba. Realmente le regocijaba la situación.
Sus ojos se clavaron entonces en los de Dragos, que increíblemente no se le había lanzado encima a romperle la cara. Se acercó a él con fingida curiosidad, con el dedo índice sobre su barbilla. Ladeó la cabeza extrañado.
— Tu rostro me es familiar. Mmmmh… — Lo estudió ahora con verdadero interés y sonrió ampliamente al reconocerlo, anunciando con ello que las cosas se ponían cada vez mejor. — ¡Ah! Países Bajos, claro. — Exclamó divertido y victorioso. — Qué placer tenerle por aquí, su majestad. — Hizo una reverencia. — No me diga que de verdad está celoso. ¡Por favor!, pero si es mi creadora, ¿que no se ha dado cuenta de la relación tan estrecha que tenemos? Somos como madre e hijo. — Depositó otro beso en los rojos labios de la mujer, colocando –a propósito, por supuesto- su mano en su perfecto, redondo y femenino trasero.
Nigel Quartermane- Vampiro/Realeza [Admin]
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Fecha de inscripción : 11/01/2010
DATOS DEL PERSONAJE
Poderes/Habilidades:
Datos de interés:
Re: The Crusade {Privado}
Continuó dándole la espalda mientras intentaba dispersar la gran cantidad de ira que se vertía en su interior, un sentimiento tan puro como lo era la indudable atracción que seguía sintiendo por ella, el supuesto amor que el juraba que le tenía. Pero en definitiva, Dragos no sabía lo que era el amor, no tenía ni la más remota idea. Se dejaba cegar por sus malditas ganas de poseerla, de proclamarla suya como si de una tierra conquistada se tratase; se empeñaba en hablar de ella como si fuese un objeto y no una persona –aunque técnicamente ya no lo fuese-. Ese, ese era el más grande de sus errores y no se daba cuenta de ello, de que sus malditos y enfermos celos y ese nivel de posesividad que a menudo lo dominaban, eran los mismos que habían acabado con todo eso que ella había sentido por él en el pasado, y que a su vez estaban acabando con los suyos, convirtiéndolos en una obsesión, en algo enfermizo, delirante, en algo mórbido. Dragos no era un vampiro que careciera de sentimientos, los tenía, por supuesto que sí, pero no sabía canalizarlos, a menudo los ignoraba o sencillamente los dejaba en segundo plano para dar paso a esa bestialidad que siempre lo había caracterizado desde tiempos remotos, en los que había asesinado a sangre fría y sin que le temblara la mano a decenas y decenas de personas bajo las órdenes –y sin ellas- del mismisímo Vlad Tepes, en ese entonces príncipe de Valaquia. Era difícil definir si realmente el había cambiado o si por lo menos había logrado moldear un poco ese carácter salvaje que en ese entonces tenía. Físicamente ya no era el mismo pese a conservar sus imponentes rasgos, ¿pero interiormente? Difícil, muy difícil de definir.
¿Qué otra muestra de su obsesión se necesitaba que el simple hecho de haber viajado hasta París con la única intención de recuperar a Amanda? O mejor dicho, de obligarla a volver a su lado, porque era más que obvio que a ella no le interesaba volver a ocupar ese sitio en su vida, el de su amante y aliada, su eterna cómplice. Pero también era obvio que siendo como era Dragos no se daría por vencido tan fácilmente. Poco le importaba el tener que hacer las cosas a la mala, de hecho estaba bastante acostumbrado a hacerlo, así mismo había logrado tener muchas cosas –la mayoría de ellas-, y de la misma forma es que había logrado llegar al trono de esa nación a la que actualmente gobernaba, todo bajo engaños y mentiras, y a esa misma nación era a la que pretendía darle una reina, la mejor de todas, o al menos bajo esa excusa era que pretendía recuperar a Amanda.
Dio dos pasos al frente, y cuando estuvo a punto de replicar a las palabras que la vampiresa le dedicaba, fue llanamente interrumpido por un tercero. Dragos se quedó de piedra, visualizó con detenimiento al infeliz que osaba a hablarle de ese modo a su mujer, suya y de nadie más. Lo miró de arriba abajo, tal y como el vampiro que aparentaba ser apenas un mocoso lo había hecho con él. Le provocó desprecio, asco, pero sobretodo deseos de matarle. Sus manos se cerraron hasta formar dos temibles puños, las venas se le contrajeron bajo la carne, habría roto sus propios huesos en ese instante de no ser por su magnifica fuerza que su naturaleza le brindaba. Carecía de vida y por ende de sangre en su cuerpo, pero sintió la del desdichado del que se había alimentado horas antes, agolpándose salvajemente en su cabeza. Ardió en la más pura furia jamás vista y bajó su rostro, más no la mirada, hasta adoptar una posición que dejaba claro a Nigel lo poco bienvenido que era y lo que le esperaba si no actuaba de manera inteligente y desaparecía de su vista. Lo retaba con la mirada, le amenazaba de una manera poco discreta, porque sencillamente la discreción no era parte de Dragos, como tampoco era parte de Nigel. Dragos movió su cuello en repetidas ocasiones, provocando que los huesos en esa parte tronaran una y otra vez. Miró a Amanda y le partió el alma –si es que aún tenía una- ver como ella era cómplice del estúpido juego del neófito. Quiso golpearla y llamarla zorra por permitirse tocar por el bastardo, por no sólo incitarlo sino también por corresponder a sus besos, esos besos, esas caricias que debían ser suyas, sólo tuyas.
A ojos del vampiro, Nigel era tan sólo un estúpido chiquillo, alguien a quien podía aplastarle la cabeza en segundos con el mínimo esfuerzo; en un abrir y cerrar de ojos Nigel desaparecería de la faz de la tierra. Pero por más increíble que parezca, Dragos se contuvo y lo hizo por ella, por Amanda, sólo por ella, tan sólo porque muy dentro de su cabeza, la conciencia hacía eco anunciándole lo mucho que ella lo despreciaría -más de lo que ya hacía- si mataba a uno más de sus queridos, como años atrás. Le concedió una oportunidad, una sola.
— Largo de aquí. — Pronunció secamente, la voz era más ronca que de costumbre, era fácil deducir lo mucho que le costaba hablar con tanta rabia bullendo en su interior. Intentó hacer caso omiso a la estupidez de Nigel y miró a Amanda, esperó que ella, que lo conocía a la perfección y que sabía que su estilo no era andarse con rodeos, fuera capaz de deducir lo que ocurriría con su neófito si no se largaba en ese instante. — ¡Amanda, haz que se largue o no respondo! — Le advirtió con la más pura seriedad impregnada en cada gesto, dando más la intención de estar gruñendo como un animal, que de hablando como una persona.
Pero antes de que Amanda pudiera reaccionar, Nigel lo echó a perder todo. Se burló de el, de Dragos, en su propia cara y fue así como firmó su sentencia de muerte. Dragos gruñó como un león y con una agilidad sobrehumana y difícil de superar, se lanzó sobre el joven vampiro. Lo derribó con una suma facilidad que daba miedo. Nigel debía tenerle miedo. El neófito cayó de espaldas, golpeándose la cabeza, atontándose por algunos momentos, los cuales Dragos aprovechó para saciar su ira contra él. Lo golpeó innumerables veces, intentó machacarle la cara, pero nunca logró borrar esa maldita sonrisa. Nigel sonreía pese al dolor que estaba sintiendo. La sangre saltó a borbotones de la boca del neófito, manchando el piso, la alfombra, todo. Entonces Nigel, se armó de valor, reunió todas las fuerzas que su nueva naturaleza le brindaba y logró derribar a su atacante. Juntos rodaron por el suelo, cambiaron de posición innumerables veces y finalmente terminaron de pie, pescados el uno del otro, destruyendo poco a poco la residencia de Amanda.
— Te voy enseñar a respetar lo ajeno, imbécil. Nadie toca a mi mujer, ¿entiendes? ¡Nadie! — Sentenció Dragos con ferocidad, tomando a Nigel por cuello de la camisa de su traje que ahora estaba arruinado. — ¡Es mía! — Bramó Dragos, endemoniado nuevamente por esa posesividad enfermiza. Sentía deseos de abrirle la carne, de destrozarlo poco a poco, dolorosamente. De verdad quería matarlo y de verdad lo haría si Amanda no hacía algo al respecto.
¿Qué otra muestra de su obsesión se necesitaba que el simple hecho de haber viajado hasta París con la única intención de recuperar a Amanda? O mejor dicho, de obligarla a volver a su lado, porque era más que obvio que a ella no le interesaba volver a ocupar ese sitio en su vida, el de su amante y aliada, su eterna cómplice. Pero también era obvio que siendo como era Dragos no se daría por vencido tan fácilmente. Poco le importaba el tener que hacer las cosas a la mala, de hecho estaba bastante acostumbrado a hacerlo, así mismo había logrado tener muchas cosas –la mayoría de ellas-, y de la misma forma es que había logrado llegar al trono de esa nación a la que actualmente gobernaba, todo bajo engaños y mentiras, y a esa misma nación era a la que pretendía darle una reina, la mejor de todas, o al menos bajo esa excusa era que pretendía recuperar a Amanda.
Dio dos pasos al frente, y cuando estuvo a punto de replicar a las palabras que la vampiresa le dedicaba, fue llanamente interrumpido por un tercero. Dragos se quedó de piedra, visualizó con detenimiento al infeliz que osaba a hablarle de ese modo a su mujer, suya y de nadie más. Lo miró de arriba abajo, tal y como el vampiro que aparentaba ser apenas un mocoso lo había hecho con él. Le provocó desprecio, asco, pero sobretodo deseos de matarle. Sus manos se cerraron hasta formar dos temibles puños, las venas se le contrajeron bajo la carne, habría roto sus propios huesos en ese instante de no ser por su magnifica fuerza que su naturaleza le brindaba. Carecía de vida y por ende de sangre en su cuerpo, pero sintió la del desdichado del que se había alimentado horas antes, agolpándose salvajemente en su cabeza. Ardió en la más pura furia jamás vista y bajó su rostro, más no la mirada, hasta adoptar una posición que dejaba claro a Nigel lo poco bienvenido que era y lo que le esperaba si no actuaba de manera inteligente y desaparecía de su vista. Lo retaba con la mirada, le amenazaba de una manera poco discreta, porque sencillamente la discreción no era parte de Dragos, como tampoco era parte de Nigel. Dragos movió su cuello en repetidas ocasiones, provocando que los huesos en esa parte tronaran una y otra vez. Miró a Amanda y le partió el alma –si es que aún tenía una- ver como ella era cómplice del estúpido juego del neófito. Quiso golpearla y llamarla zorra por permitirse tocar por el bastardo, por no sólo incitarlo sino también por corresponder a sus besos, esos besos, esas caricias que debían ser suyas, sólo tuyas.
A ojos del vampiro, Nigel era tan sólo un estúpido chiquillo, alguien a quien podía aplastarle la cabeza en segundos con el mínimo esfuerzo; en un abrir y cerrar de ojos Nigel desaparecería de la faz de la tierra. Pero por más increíble que parezca, Dragos se contuvo y lo hizo por ella, por Amanda, sólo por ella, tan sólo porque muy dentro de su cabeza, la conciencia hacía eco anunciándole lo mucho que ella lo despreciaría -más de lo que ya hacía- si mataba a uno más de sus queridos, como años atrás. Le concedió una oportunidad, una sola.
— Largo de aquí. — Pronunció secamente, la voz era más ronca que de costumbre, era fácil deducir lo mucho que le costaba hablar con tanta rabia bullendo en su interior. Intentó hacer caso omiso a la estupidez de Nigel y miró a Amanda, esperó que ella, que lo conocía a la perfección y que sabía que su estilo no era andarse con rodeos, fuera capaz de deducir lo que ocurriría con su neófito si no se largaba en ese instante. — ¡Amanda, haz que se largue o no respondo! — Le advirtió con la más pura seriedad impregnada en cada gesto, dando más la intención de estar gruñendo como un animal, que de hablando como una persona.
Pero antes de que Amanda pudiera reaccionar, Nigel lo echó a perder todo. Se burló de el, de Dragos, en su propia cara y fue así como firmó su sentencia de muerte. Dragos gruñó como un león y con una agilidad sobrehumana y difícil de superar, se lanzó sobre el joven vampiro. Lo derribó con una suma facilidad que daba miedo. Nigel debía tenerle miedo. El neófito cayó de espaldas, golpeándose la cabeza, atontándose por algunos momentos, los cuales Dragos aprovechó para saciar su ira contra él. Lo golpeó innumerables veces, intentó machacarle la cara, pero nunca logró borrar esa maldita sonrisa. Nigel sonreía pese al dolor que estaba sintiendo. La sangre saltó a borbotones de la boca del neófito, manchando el piso, la alfombra, todo. Entonces Nigel, se armó de valor, reunió todas las fuerzas que su nueva naturaleza le brindaba y logró derribar a su atacante. Juntos rodaron por el suelo, cambiaron de posición innumerables veces y finalmente terminaron de pie, pescados el uno del otro, destruyendo poco a poco la residencia de Amanda.
— Te voy enseñar a respetar lo ajeno, imbécil. Nadie toca a mi mujer, ¿entiendes? ¡Nadie! — Sentenció Dragos con ferocidad, tomando a Nigel por cuello de la camisa de su traje que ahora estaba arruinado. — ¡Es mía! — Bramó Dragos, endemoniado nuevamente por esa posesividad enfermiza. Sentía deseos de abrirle la carne, de destrozarlo poco a poco, dolorosamente. De verdad quería matarlo y de verdad lo haría si Amanda no hacía algo al respecto.
Dragos Vilhjálmur- Vampiro Clase Media
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Fecha de inscripción : 09/09/2011
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Re: The Crusade {Privado}
Como en una obra de teatro en la que los acontecimientos van sucediéndose, van provocando que se acumule la tensión entre los diversos comportamientos de los personajes y van creando una montaña enmarañada de sensaciones que poco a poco reclaman que se destense la goma que se ha ido estirando hasta su límite, allí podía percibir cada vez más la tensión procedente de Dragos, que cargaba el ambiente igual que la humedad lo hacía en el aire. Y, en contra de lo que pudiera parecer o de lo que conociendo a mi antiguo, y nunca más futuro, amante supiera que acabaría pasando como se enfadara mucho, no podía importarme menos que se enfadara; de hecho, era lo que había estado buscando desde el principio, eso y dejarle claro lo que parecía haber olvidado a juzgar por sus monótonas palabras: yo no era suya, y nunca le pertenecería por completo. Hubo un tiempo en el que realmente me lo había llegado a plantear, cuando las cosas habían ido bien y cuando todo se había asemejado a un cuento de hadas en el que sólo faltaba que los personajes comieran perdices para ser felices, pero todo terminó, nada era realmente como se pintaba en la bucólica e idílica literatura infantil, desvirtuada desde su origen para moralizar y asustar a los niños con el objeto de que obedecieran, y ya no iba a cometer el error de volver a ser optimista respecto a Dragos: él no lo merecía. Me había intentado matar, había tratado de borrarme de la faz de la Tierra sólo porque no había soportado verme con otro, y su ira se había inflamado tanto como las llamas que casi me devoraron junto a Craig, y lejos de haber servido como cauterizador y curador de las heridas, el tiempo sólo las había infectado, me había llenado de un odio que competía en fuerte y ardiente con el amor que había sentido por él, si es que a aquello se le podía llamar amor, y quería vengarme... Y no se me ocurría mejor manera de hacerlo que jugar contra él la misma carta que sabía que lo destruiría por dentro: yo con otro.
Que aquel otro fuera Nigel precisamente era un hecho circunstancial, puesto que se había encontrado en el lugar exacto y en el momento preciso para que formara parte de una partida de ajedrez entre Dragos y yo mucho más grande y antigua que él, pero visto con perspectiva no podía haber escogido a nadie mejor. A él lo deseaba realmente, nuestros encuentros nocturnos así lo ameritaban, y él era lo suficientemente ruin para contactar con la Amanda más deseosa de venganza y seguirle el juego de tal manera que nos uniéramos por un objetivo común: inflamar la llama de la ira de Dragoslav Vilhjálmur, a quien él sin embargo no conocía, como sus palabras me dejaron tan claro, al menos antes de que me besara con esa clase de besos que casi me obligaban a devolvérselo, a jugar con su lengua y a enredar los dedos en su pelo para hacer de aquel contacto aún más intenso, si es que se podía, aunque verdaderamente lo dudaba. Cuando se separó, me mordí el labio inferior con picardía que también reflejaba mi mirada, clavada en Nigel y, en cierto modo, pidiéndole más, tentándolo a que siguiera e ignorando vilmente las advertencias de Dragos, que como un testigo involuntario estaba pudiendo observar a la perfección el coqueteo constante, mitad real y mitad parte de un juego, entre Nigel y yo, neófito y creadora, que rió con ganas y una risa clara y cristalina su alusión a un ménage à trois que nunca, jamás, sucedería, precisamente por el tercero en discordia que lo hacía diferente a una noche de pasión entre él y yo.
En cualquier caso, mi risa no duró demasiado, pues bastaron unas simples palabras de Nigel referidas a Dragos para que la expresión que se grabara en mi rostro fuera de serena frialdad, estudiada indiferencia que ocultaba tras la pared gélida que había interpuesto entre lo simulado y lo real un odio aún mayor que se deslizaba como la lava en la ladera de un volcán y que amenazaba con engullirlos a todos. ¿Dragos era el monarca de los Países Bajos? ¿No podía haber elegido cualquier otro reino como, yo qué sé, el más alejado de mi vista del mundo? ¿No podía irse a la colonia británica recientemente descolonizada en América del Norte a hacer lo que le apeteciera allí? No, ¡tenía que invadir los Países Bajos, mis Países Bajos! Había hecho contacto con la zona y sus autoridades por primera vez cuando aún eran posesión española bajo el reinado de los Austrias mayores y yo residía en la monarquía hispánica, y con el tiempo los Orange y yo habíamos llegado a crear una suerte de alianza que me había situado en una posición frágil pero favorable en la situación de los Países Bajos, y no contento con aparecer de nuevo en mi vida, al parecer Dragos había tenido que liarlo todo aún más y postularse como rey, una posición que no le pertenecía... ¿Cómo pretendía, realmente, con todas y cada una de las cosas que él hacía, que no lo odiara? ¡Era imposible, sencillamente!
Y mi odio, ese que bullía lentamente en mi interior como el brebaje de una bruja de las que se habían vuelto una leyenda en mi isla británica natal, llegó a un punto tal que me sobrepasó y me impidió ser lo suficientemente rápida para evitar el clímax, el punto de tensión álgida en el que Dragos dejó de mantener ese precario equilibrio entre su parte animal y su parte “humana” en detrimento de la segunda y clara victoria de la primera, y Nigel pagó las consecuencias. Los golpes le llegaron en una lluvia cuya intensidad parecía la de una tormenta de granizo, pero en vez de quedarse impresionado por la fuerza de un guerrero como lo era Dragos, se defendió, me hizo sentirme orgullosa de haberlo hecho mi neófito por un momento y le devolvió los golpes poco a poco, hasta el punto en el que no aguanté más y que me vi obligada a intervenir, por causa única de las palabras de Dragos. Ninguno de los dos me había visto tan enfadada que podía resultar más peligrosa que un guerrero, fruto de lo que mi padre me había enseñado siendo una niña en la tribu en la que me había criado e intensificado por mi fuerza sobrehumana; ninguno de ellos contaba como amenaza a “su” mujer y a su creadora, y aquel fue su primer error, pues tan aparentemente serena como mortífera me acerqué a ellos y me puse en medio, con las manos apoyadas en sus pechos respectivos y, sin demasiado esfuerzo, haciendo tanta fuerza que los separé hasta que quedaron a un par de metros de distancia, conmigo entre ellos rebosando ira y, sobre todo, mucha molestia.
– Hombres... – farfullé, en medio de un suspiro de exasperación tras el que me acerqué a Nigel, ignorando a Dragos.
Estaba, realmente, destrozado, tanto en la cara por los golpes como en el traje por los rasguños, casi zarpazos de la bestia que era Dragos, y con relativo cuidado pasé el dedo por sus heridas, recogiendo su sangre para apartársela de los rasguños y que pudiera, así, examinar con claridad si sus daños eran graves... y sí, lo eran, pero sobreviviría. Me llevé el dedo a la boca y lamí la sangre, con los ojos entrecerrados clavados en los de él.
– Es un viejo conocido, Nigel, una larga y aburrida historia que te contaré una noche de estas, una en la que podamos hablar mejor de todo lo que te ha traído aquí... Una en la que no tengamos compañía que ninguno de los dos esperaba o deseaba. – comenté, poniendo los ojos en blanco por puro tedio mientras le colocaba los restos del traje para que, dentro de lo mal que estaba, pudiera verse ligeramente presentable. En cuanto lo estuvo, me giré hacia Dragos y me acerqué a él, quedando a apenas centímetros de su rostro también magullado, la distancia suficiente para que leyera en el mío mi enfado, que estaba a punto de sobrepasarme como mi actuación de apenas unos segundos había demostrado.
– En cuanto a vos, majestad – comencé, con el desprecio claramente patente en el epíteto por el que me había referido a él. – creo necesario que mantengamos una conversación por la que finalmente os quede claro que no soy uno de vuestros tesoros o posesiones y que, sobre todo, trate de cierto asunto que me muero por echaros en cara. Ahora, si ambos me disculpáis... – finalicé, separándome de los dos y con paso rápido y elegante dirigiéndome a un perchero de ébano tallado del que colgaba una bata de seda negra, que como una fina capa cubrió mi parcial desnudez y me permitió dirigirme de aquella guisa a donde yacía una botella rota de coñac, que cogí del sueño para servir en una copa milagrosamente intacta algo de su contenido. Con él en la mano, me giré hacia ellos dos, que seguían frente a frente, frágilmente tranquilos después de mi rapapolvo, y puse los ojos en blanco una vez más.
– ¿Os vais a quedar así eternamente? Los tres sabemos que tengo tiempo de veros pero, francamente, se me ocurren cosas más interesantes que mirar que vosotros dos peleando como animales. – comenté, enarcando una ceja y haciendo bailar el coñac en mi copa.
Que aquel otro fuera Nigel precisamente era un hecho circunstancial, puesto que se había encontrado en el lugar exacto y en el momento preciso para que formara parte de una partida de ajedrez entre Dragos y yo mucho más grande y antigua que él, pero visto con perspectiva no podía haber escogido a nadie mejor. A él lo deseaba realmente, nuestros encuentros nocturnos así lo ameritaban, y él era lo suficientemente ruin para contactar con la Amanda más deseosa de venganza y seguirle el juego de tal manera que nos uniéramos por un objetivo común: inflamar la llama de la ira de Dragoslav Vilhjálmur, a quien él sin embargo no conocía, como sus palabras me dejaron tan claro, al menos antes de que me besara con esa clase de besos que casi me obligaban a devolvérselo, a jugar con su lengua y a enredar los dedos en su pelo para hacer de aquel contacto aún más intenso, si es que se podía, aunque verdaderamente lo dudaba. Cuando se separó, me mordí el labio inferior con picardía que también reflejaba mi mirada, clavada en Nigel y, en cierto modo, pidiéndole más, tentándolo a que siguiera e ignorando vilmente las advertencias de Dragos, que como un testigo involuntario estaba pudiendo observar a la perfección el coqueteo constante, mitad real y mitad parte de un juego, entre Nigel y yo, neófito y creadora, que rió con ganas y una risa clara y cristalina su alusión a un ménage à trois que nunca, jamás, sucedería, precisamente por el tercero en discordia que lo hacía diferente a una noche de pasión entre él y yo.
En cualquier caso, mi risa no duró demasiado, pues bastaron unas simples palabras de Nigel referidas a Dragos para que la expresión que se grabara en mi rostro fuera de serena frialdad, estudiada indiferencia que ocultaba tras la pared gélida que había interpuesto entre lo simulado y lo real un odio aún mayor que se deslizaba como la lava en la ladera de un volcán y que amenazaba con engullirlos a todos. ¿Dragos era el monarca de los Países Bajos? ¿No podía haber elegido cualquier otro reino como, yo qué sé, el más alejado de mi vista del mundo? ¿No podía irse a la colonia británica recientemente descolonizada en América del Norte a hacer lo que le apeteciera allí? No, ¡tenía que invadir los Países Bajos, mis Países Bajos! Había hecho contacto con la zona y sus autoridades por primera vez cuando aún eran posesión española bajo el reinado de los Austrias mayores y yo residía en la monarquía hispánica, y con el tiempo los Orange y yo habíamos llegado a crear una suerte de alianza que me había situado en una posición frágil pero favorable en la situación de los Países Bajos, y no contento con aparecer de nuevo en mi vida, al parecer Dragos había tenido que liarlo todo aún más y postularse como rey, una posición que no le pertenecía... ¿Cómo pretendía, realmente, con todas y cada una de las cosas que él hacía, que no lo odiara? ¡Era imposible, sencillamente!
Y mi odio, ese que bullía lentamente en mi interior como el brebaje de una bruja de las que se habían vuelto una leyenda en mi isla británica natal, llegó a un punto tal que me sobrepasó y me impidió ser lo suficientemente rápida para evitar el clímax, el punto de tensión álgida en el que Dragos dejó de mantener ese precario equilibrio entre su parte animal y su parte “humana” en detrimento de la segunda y clara victoria de la primera, y Nigel pagó las consecuencias. Los golpes le llegaron en una lluvia cuya intensidad parecía la de una tormenta de granizo, pero en vez de quedarse impresionado por la fuerza de un guerrero como lo era Dragos, se defendió, me hizo sentirme orgullosa de haberlo hecho mi neófito por un momento y le devolvió los golpes poco a poco, hasta el punto en el que no aguanté más y que me vi obligada a intervenir, por causa única de las palabras de Dragos. Ninguno de los dos me había visto tan enfadada que podía resultar más peligrosa que un guerrero, fruto de lo que mi padre me había enseñado siendo una niña en la tribu en la que me había criado e intensificado por mi fuerza sobrehumana; ninguno de ellos contaba como amenaza a “su” mujer y a su creadora, y aquel fue su primer error, pues tan aparentemente serena como mortífera me acerqué a ellos y me puse en medio, con las manos apoyadas en sus pechos respectivos y, sin demasiado esfuerzo, haciendo tanta fuerza que los separé hasta que quedaron a un par de metros de distancia, conmigo entre ellos rebosando ira y, sobre todo, mucha molestia.
– Hombres... – farfullé, en medio de un suspiro de exasperación tras el que me acerqué a Nigel, ignorando a Dragos.
Estaba, realmente, destrozado, tanto en la cara por los golpes como en el traje por los rasguños, casi zarpazos de la bestia que era Dragos, y con relativo cuidado pasé el dedo por sus heridas, recogiendo su sangre para apartársela de los rasguños y que pudiera, así, examinar con claridad si sus daños eran graves... y sí, lo eran, pero sobreviviría. Me llevé el dedo a la boca y lamí la sangre, con los ojos entrecerrados clavados en los de él.
– Es un viejo conocido, Nigel, una larga y aburrida historia que te contaré una noche de estas, una en la que podamos hablar mejor de todo lo que te ha traído aquí... Una en la que no tengamos compañía que ninguno de los dos esperaba o deseaba. – comenté, poniendo los ojos en blanco por puro tedio mientras le colocaba los restos del traje para que, dentro de lo mal que estaba, pudiera verse ligeramente presentable. En cuanto lo estuvo, me giré hacia Dragos y me acerqué a él, quedando a apenas centímetros de su rostro también magullado, la distancia suficiente para que leyera en el mío mi enfado, que estaba a punto de sobrepasarme como mi actuación de apenas unos segundos había demostrado.
– En cuanto a vos, majestad – comencé, con el desprecio claramente patente en el epíteto por el que me había referido a él. – creo necesario que mantengamos una conversación por la que finalmente os quede claro que no soy uno de vuestros tesoros o posesiones y que, sobre todo, trate de cierto asunto que me muero por echaros en cara. Ahora, si ambos me disculpáis... – finalicé, separándome de los dos y con paso rápido y elegante dirigiéndome a un perchero de ébano tallado del que colgaba una bata de seda negra, que como una fina capa cubrió mi parcial desnudez y me permitió dirigirme de aquella guisa a donde yacía una botella rota de coñac, que cogí del sueño para servir en una copa milagrosamente intacta algo de su contenido. Con él en la mano, me giré hacia ellos dos, que seguían frente a frente, frágilmente tranquilos después de mi rapapolvo, y puse los ojos en blanco una vez más.
– ¿Os vais a quedar así eternamente? Los tres sabemos que tengo tiempo de veros pero, francamente, se me ocurren cosas más interesantes que mirar que vosotros dos peleando como animales. – comenté, enarcando una ceja y haciendo bailar el coñac en mi copa.
Invitado- Invitado
Re: The Crusade {Privado}
— Entonces tengámosla ahora. Nuestra conversación. A eso he venido. Pídele que se vaya. Hay algo que he venido a decirte, algo importante y no pienso hacerlo frente a este imbécil. — Respondió Dragos al instante, sin pensárselo demasiado, al identificar claramente en los ojos de Amanda el más puro fastidio que ella capaz de sentir ante la presencia de dos imbéciles vampiros que estaban comportándose como dos imbéciles humanos. Dragos recapacitó y fue consciente de que, para ser un rey, estaba rebajándose demasiado al ponerse al tú por tú con un estúpido neófito cuyo intelecto dejaba mucho que desear, que como vampiro también estaba fracasando al no ser capaz de controlarse a sí mismo, a todas sus emociones, toda su ira. Una vez más, hizo un gran esfuerzo. Respiró hondo –aunque ya no lo necesitara- y sintió que su cuerpo, hasta entonces rígido, empezaba a relajarse. Los puños que formaban sus manos se deshicieron, y movió sus dedos una y otra vez, en un afán de liberar la rabia que aún contenía en su cuerpo a causa de la presencia de su rival, a quien miró a los ojos por última vez, para nunca más hacerlo y después clavar sus ojos en la que verdaderamente le importaba, la única razón que lo había llevado a pisar tierras francesas. Dio dos pasos al frente y, dándole la espalda a Nigel, se concentró en ella.
Tomando en cuenta la mala noche que ya le había hecho pasar y su ya acostumbrado arrebatado comportamiento, Dragos estuvo seguro de que Amanda volvería a reírse en su cara, que lo humillaría frente a su competidor desechando tajantemente su petición de correr a Nigel, que preferiría a su neófito y amante antes que a cualquier cosa, antes que a él que había intentado asesinarla. Aún así, esperó. Impaciente y dudoso se quedó en su sitio y casi estuvo a punto de echarse a reír de puro júbilo cuando Amanda le concedió el deseo de ganarle, por lo menos esa noche, la batalla a Quartermane. Dragos no mostró ninguna alteración en su semblante, se limitó a mirar de reojo como el vampiro abandonaba el palacete, regocijándose silenciosamente ante su victoria. Ahora Amanda era suya, nuevamente suya. Avanzó hacia ella y la rodeó con sus pasos, luego fue hasta la mesa y cogió una servilleta blanca para limpiar la sangre de su boca, de todo su rostro y cuello. Intentó acomodarse la camisa rasgada, pero era inútil creer que volvería a lucir tan bien como al inicio, Amanda y Nigel se habían encargado de hacerla trizas.
— Si me permites decirlo, —oh, pero lo diría de todos modos, se lo permitieran o no— creo que tu gusto en hombres ha decaído considerablemente. Antes te gustaban los hombres, ahora prefieres a los mocosos. — Se detuvo frente a ella y su rostro expresó los marcados celos que le hacía sentir la sola idea de imaginarla en brazos de Nigel. Sonrió irónicamente, como si de ese modo pudiera disimular un poco la impotencia que le provocaba el hecho de no poder controlar a Amanda. Dragos era tan posesivo que, de tener la oportunidad, era capaz de encerrar a Amanda en un calabozo, lejos de todo lo que amenazara con arrebatársela; lamentablemente ella no era una criatura débil que pudiera manejar a su antojo o someter fácilmente. Justamente en eso radicaba el encanto que la fémina poseía, esa enfermiza atracción que sentía por ella y que ya rayaba en una peligrosa obsesión que a la larga podía resultar letal para cualquiera de los dos. Borró la sonrisa y continuó avanzando alrededor del comedor cuando decidió que era mejor no seguir provocando la ira de la mujer, no le convenía cuando estaba por hacerle una proposición que pretendía que ella aceptara.
— Te diré la verdadera razón que me ha traído hasta aquí. — Empezó, y el sonido de sus pasos hizo eco en toda la habitación. Mientras caminaba alzó la barbilla y colocó ambas manos detrás de su espalda, adoptando así un porte desenfadado, como si pretendiera restar importancia a lo que estaba a punto de decir. — Voy a ahorrarme la aburrida e innecesaria historia en la que te relate cómo fue que lo logré y simplemente pasaré a lo verdaderamente importante. A estas alturas ya estás al tanto de que este… “idiota” —ladeó el rostro y la miró con divertida severidad por algunos instantes— al que has pateado en la entrepierna es ni más ni menos que un rey, el rey de los Países Bajos, y sé lo que lo que los Países Bajos representan para ti. Imagino que eso te hace sentir aún más furiosa, ¿no es así? — Volvió a mirarla, esta vez reteniendo sus ojos en el rostro femenino con la única intención de reconocer la rabia en los ojos ajenos. — Lo sé. Lo sé. Pero las cosas son como son, no hay nada que puedas hacer a esas alturas. — Se encogió de hombros, como si acabara de confesar una inocente travesura. Empezaba a emerger su lado más pedante. — El caso es que, un rey, por cuestiones de estrategia y sí, también sociales y muy estúpidas, si me permites recalcarlo, necesita una reina. Pero no cualquier reina. Tiene que ser alguien… —una vez más se plantó frente a ella y la observó con descortés interés, desnudándola con la mirada— inteligente, una buena estratega, una mujer hermosa, ambiciosa, aguerrida, audaz; una mujer fuera de lo común, que sepa romper esquemas. — Tocó con la yema de sus dedos uno de sus hombros, recalcando así cada adjetivo con el que se dirigía a ella. — Es difícil encontrar una mujer que cumpla con todos esos requisitos, ¿sabes? Y tú, mi querida Amanda, cumples con cada uno de ellos. Además, tú y yo no somos ningunos extraños, —acercó su rostro y bajó su voz, modulándola hasta volverla casi un susurro, como si pretendiera mantener el secreto— aunque ahora me hayas recalcado que para ti es lo único que represento. Ambos nos conocemos, sabemos de lo que somos capaces, y creo que eso es una ventaja. — Quitado de la pena, la despojó de su copa, de la cual bebió tranquilamente como si ella acabara de ofrecerle deleitarse con el contenido. Cuando terminó el primer trago alzó la vista y, desviando la mirada, degustó del vino, cuyo sabor no le pareció tan horroroso como muchos otros. Asintió haciéndole saber que, además de todas las virtudes que acababa de enumerarle, también poseía un buen gusto las bebidas. Le devolvió la copa y decidió que era tiempo de ir al grano.
— En pocas palabras, Amanda: te quiero como mi reina. Claro que llegar a serlo significaría algunos sacrificios para ti, como el tener que casarte conmigo por todas las de la ley, incluida la de “Dios”, no porque me agrade la idea, créeme, pero ante los ojos de los mortales yo soy un mortal, y tú serías otra, por lo tanto tendríamos que procurar que todo siga siendo muy convincente. Pero seamos honestos, ¿no vale la pena tal sacrificio? No creo llegar a ser tan mal esposo, ¿o sí? — Sonrió, tan amplia y socarronamente que, por algunos segundos, dejó entrever sus impresionantes colmillos, los cuales emergieron entre sus labios. Le causó gracia imaginar el gran vocabulario soez que Amanda podía escupirle en la cara luego de semejante desfachatez, de tan insultante propuesta, pero la verdad es que, en el fondo, deseaba que ella aceptara, no sólo por los motivos que ya había comentado, sino porque era obvio que tenía otras intenciones para con ella, unas que estaban de más mencionar teniendo en cuenta su postura, su aún visible interés en ella, esa incapacidad suya para separar los negocios del placer. — Despreocúpate, todo sería un simple asunto de negocios. Un trato entre tú y yo. Yo te brindo el título y el poder de una reina, y tú me das a mí eso que todo rey merece: una adorable esposa y la posibilidad de lograr acrecentar, aún más, el respeto de su pueblo y aliados. No busco en ti a una esposa, sino a una aliada, a una cómplice. — Los dedos de su mano se enredaron esta vez en los sedosos cabellos y, mientras se dedicaba a formar rulos con el mechón de pelo, decidió acercarse peligrosamente a ella. — Piénsalo, podría ser una gran inversión a la larga. Esta podría ser la perfecta oportunidad para que hagamos... las pases. Tú tienes el poder para terminar esta guerra. Acepta, Amanda, di que serás mi esposa. — Su aliento bañó el rostro de Amanda y, aunque se estuviera muriendo de ganas por besarla, se contuvo, pues no era el mejor momento para arruinar el largo y espinoso camino que ya había recorrido.
Tomando en cuenta la mala noche que ya le había hecho pasar y su ya acostumbrado arrebatado comportamiento, Dragos estuvo seguro de que Amanda volvería a reírse en su cara, que lo humillaría frente a su competidor desechando tajantemente su petición de correr a Nigel, que preferiría a su neófito y amante antes que a cualquier cosa, antes que a él que había intentado asesinarla. Aún así, esperó. Impaciente y dudoso se quedó en su sitio y casi estuvo a punto de echarse a reír de puro júbilo cuando Amanda le concedió el deseo de ganarle, por lo menos esa noche, la batalla a Quartermane. Dragos no mostró ninguna alteración en su semblante, se limitó a mirar de reojo como el vampiro abandonaba el palacete, regocijándose silenciosamente ante su victoria. Ahora Amanda era suya, nuevamente suya. Avanzó hacia ella y la rodeó con sus pasos, luego fue hasta la mesa y cogió una servilleta blanca para limpiar la sangre de su boca, de todo su rostro y cuello. Intentó acomodarse la camisa rasgada, pero era inútil creer que volvería a lucir tan bien como al inicio, Amanda y Nigel se habían encargado de hacerla trizas.
— Si me permites decirlo, —oh, pero lo diría de todos modos, se lo permitieran o no— creo que tu gusto en hombres ha decaído considerablemente. Antes te gustaban los hombres, ahora prefieres a los mocosos. — Se detuvo frente a ella y su rostro expresó los marcados celos que le hacía sentir la sola idea de imaginarla en brazos de Nigel. Sonrió irónicamente, como si de ese modo pudiera disimular un poco la impotencia que le provocaba el hecho de no poder controlar a Amanda. Dragos era tan posesivo que, de tener la oportunidad, era capaz de encerrar a Amanda en un calabozo, lejos de todo lo que amenazara con arrebatársela; lamentablemente ella no era una criatura débil que pudiera manejar a su antojo o someter fácilmente. Justamente en eso radicaba el encanto que la fémina poseía, esa enfermiza atracción que sentía por ella y que ya rayaba en una peligrosa obsesión que a la larga podía resultar letal para cualquiera de los dos. Borró la sonrisa y continuó avanzando alrededor del comedor cuando decidió que era mejor no seguir provocando la ira de la mujer, no le convenía cuando estaba por hacerle una proposición que pretendía que ella aceptara.
— Te diré la verdadera razón que me ha traído hasta aquí. — Empezó, y el sonido de sus pasos hizo eco en toda la habitación. Mientras caminaba alzó la barbilla y colocó ambas manos detrás de su espalda, adoptando así un porte desenfadado, como si pretendiera restar importancia a lo que estaba a punto de decir. — Voy a ahorrarme la aburrida e innecesaria historia en la que te relate cómo fue que lo logré y simplemente pasaré a lo verdaderamente importante. A estas alturas ya estás al tanto de que este… “idiota” —ladeó el rostro y la miró con divertida severidad por algunos instantes— al que has pateado en la entrepierna es ni más ni menos que un rey, el rey de los Países Bajos, y sé lo que lo que los Países Bajos representan para ti. Imagino que eso te hace sentir aún más furiosa, ¿no es así? — Volvió a mirarla, esta vez reteniendo sus ojos en el rostro femenino con la única intención de reconocer la rabia en los ojos ajenos. — Lo sé. Lo sé. Pero las cosas son como son, no hay nada que puedas hacer a esas alturas. — Se encogió de hombros, como si acabara de confesar una inocente travesura. Empezaba a emerger su lado más pedante. — El caso es que, un rey, por cuestiones de estrategia y sí, también sociales y muy estúpidas, si me permites recalcarlo, necesita una reina. Pero no cualquier reina. Tiene que ser alguien… —una vez más se plantó frente a ella y la observó con descortés interés, desnudándola con la mirada— inteligente, una buena estratega, una mujer hermosa, ambiciosa, aguerrida, audaz; una mujer fuera de lo común, que sepa romper esquemas. — Tocó con la yema de sus dedos uno de sus hombros, recalcando así cada adjetivo con el que se dirigía a ella. — Es difícil encontrar una mujer que cumpla con todos esos requisitos, ¿sabes? Y tú, mi querida Amanda, cumples con cada uno de ellos. Además, tú y yo no somos ningunos extraños, —acercó su rostro y bajó su voz, modulándola hasta volverla casi un susurro, como si pretendiera mantener el secreto— aunque ahora me hayas recalcado que para ti es lo único que represento. Ambos nos conocemos, sabemos de lo que somos capaces, y creo que eso es una ventaja. — Quitado de la pena, la despojó de su copa, de la cual bebió tranquilamente como si ella acabara de ofrecerle deleitarse con el contenido. Cuando terminó el primer trago alzó la vista y, desviando la mirada, degustó del vino, cuyo sabor no le pareció tan horroroso como muchos otros. Asintió haciéndole saber que, además de todas las virtudes que acababa de enumerarle, también poseía un buen gusto las bebidas. Le devolvió la copa y decidió que era tiempo de ir al grano.
— En pocas palabras, Amanda: te quiero como mi reina. Claro que llegar a serlo significaría algunos sacrificios para ti, como el tener que casarte conmigo por todas las de la ley, incluida la de “Dios”, no porque me agrade la idea, créeme, pero ante los ojos de los mortales yo soy un mortal, y tú serías otra, por lo tanto tendríamos que procurar que todo siga siendo muy convincente. Pero seamos honestos, ¿no vale la pena tal sacrificio? No creo llegar a ser tan mal esposo, ¿o sí? — Sonrió, tan amplia y socarronamente que, por algunos segundos, dejó entrever sus impresionantes colmillos, los cuales emergieron entre sus labios. Le causó gracia imaginar el gran vocabulario soez que Amanda podía escupirle en la cara luego de semejante desfachatez, de tan insultante propuesta, pero la verdad es que, en el fondo, deseaba que ella aceptara, no sólo por los motivos que ya había comentado, sino porque era obvio que tenía otras intenciones para con ella, unas que estaban de más mencionar teniendo en cuenta su postura, su aún visible interés en ella, esa incapacidad suya para separar los negocios del placer. — Despreocúpate, todo sería un simple asunto de negocios. Un trato entre tú y yo. Yo te brindo el título y el poder de una reina, y tú me das a mí eso que todo rey merece: una adorable esposa y la posibilidad de lograr acrecentar, aún más, el respeto de su pueblo y aliados. No busco en ti a una esposa, sino a una aliada, a una cómplice. — Los dedos de su mano se enredaron esta vez en los sedosos cabellos y, mientras se dedicaba a formar rulos con el mechón de pelo, decidió acercarse peligrosamente a ella. — Piénsalo, podría ser una gran inversión a la larga. Esta podría ser la perfecta oportunidad para que hagamos... las pases. Tú tienes el poder para terminar esta guerra. Acepta, Amanda, di que serás mi esposa. — Su aliento bañó el rostro de Amanda y, aunque se estuviera muriendo de ganas por besarla, se contuvo, pues no era el mejor momento para arruinar el largo y espinoso camino que ya había recorrido.
Dragos Vilhjálmur- Vampiro Clase Media
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Fecha de inscripción : 09/09/2011
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Re: The Crusade {Privado}
Su réplica vino veloz, sin pensar, tan impulsiva como lo es levantar el brazo ante un golpe dirigido al rostro para evitar que se llegue a producir el contacto; fue tan rápido a la hora de exigir, ni siquiera pedir, que no hacía sino cumplir con la sangre bárbara que ardía con tanta fuerza en su interior, una que nos acercaba irremediablemente pero que, al mismo tiempo, suponía un alejamiento clave entre nosotros. Podía llegar a entender su rapidez para reaccionar, ese arrojo ciego que le impedía reflexionar dos veces ante lo que hacía y que le obligaba a moverse, como buen hombre de acción que era. Podía entenderlo porque, cuando había sido humana, me había criado en una tribu bárbara a los ojos de Roma y mi cultura había sido parecida, quizá no tan bestial como la de Dragos, que siempre había sido salvaje a su manera, pero sí cercana. Lo que nos separaba y me hacía incapaz de comprenderlo era, no obstante mi tendencia a actuar pasionalmente y sin pensar, mi propio componente racional, uno al que no podía renunciar con tanta facilidad como lo hacía él ni siquiera aunque estuviera nublado por los sentimientos. Quizá ahí radicaba la clave de lo que nos diferenciaba, en realidad, más que en nuestra lejanía o cercanía cultural: él actuaba por instinto, obedeciendo a lo que le pedían sus deseos más profundos, mientras que yo actuaba movida por mis sentimientos. Había una evidente similitud entre ambos modus vivendi, eso era innegable porque había pruebas que ratificaban esa afirmación, pero también había diferencias que podían parecer irreconciliables y cuyas consecuencias estábamos arrastrando desde que él, por actuar sin pensar, había encendido la llama de mi odio, que ardía con una intensidad mayor que la de mil soles y me impedía comportarme de manera reflexiva... que me acercaba a él.
La aversión que sentía hacia él bullía lentamente en mi inferior, calentada por el fuego de la intensidad que me despertaba con cada uno de sus actos. El sentimiento borraba todo vestigio de piedad que normalmente sentiría, al estar más en contacto con mi humanidad que él, y sobre todo parecía arrasar con toda pizca de amor que hubiera podido sentir hacia él cuando las cosas habían ido bien y, durante unos gloriosos momentos, me creía feliz al ser presa de una pasión enfermiza. Esa parte no había cambiado tanto, si bien en vez de ser producto de la lujuria ahora era producto de la lujuria y de la animadversión que sentía hacia él y que se esforzaba por aumentar con cada palabra que salía de esos labios que tantas veces había besado y cuyo sabor aún sentía en lo más profundo de mi garganta, tan vivo que pugnaba por salir y recordarme que me había besado sin mi permiso... que me había intentado matar. El único motivo por el que acepté sacar a Nigel de la batalla que ellos dos mantenían, amén de reducir la vergüenza ajena que sentía, no fue otro que apartarlo precisamente de la guerra entre Dragos y yo, a la que se había visto empujado como un daño colateral pese a no pintar absolutamente nada en algo que era mucho más viejo que él. No lo hice por obedecer a mi antiguo amante y casi verdugo, ¡más quisiera él!, sino que habían sido la curiosidad y el sentido común los que, combinados, me habían hecho entrever una salida para él que le impediría acabar peor de lo que lo haría si entraba a formar parte de nuestro conflicto bélico. Así, incliné la cabeza en un gesto que indudablemente significaba que obedeciera, y Nigel entendió el mensaje sin necesidad de más palabras que las estrictamente necesarias para despedirnos, tras lo cual abandonó el palacete y me dejó a merced de Dragos... o al contrario, según se mirara.
Supe que iba a fastidiarla en cuanto abriera la boca, era una certeza tan profunda como que el sol me mataría si dejaba que sus rayos tocaran mi piel mucho tiempo o como que, si no bebía sangre, terminaría pereciendo, pero como siempre no calculé hasta qué punto era capaz de sacarme de mis casillas, eso siendo brutalmente optimista respecto a la profundidad de mi enfado, que era mayor de lo que había sentido nunca por nadie, y que él no contribuía tampoco a reducir acercándose tanto a mí como lo había hecho. Holgaba decir que despertaba la misma mezcolanza de sentimientos encontrados en mí, por un lado la necesidad física imperiosa de besarlo y de sentir su piel fundirse con la mía y, por otra, las ganas de bañarme en su sangre hasta que él quedara seco y de Dragos no quedara más que una sombra de lo que fue. Lo que hizo diferente a la situación, después de escuchar sus palabras con una mueca de incredulidad cada vez mayor en el rostro, fue que por una vez la parte de la atracción física cedió muy rápido el terreno a la parte del odio, y tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para no arrancarle la cabeza allí mismo, ya que por una vez tenía motivos de peso para hacerlo: era el rey de los malditos Países Bajos... y me merecía una explicación que sólo vivo podría darme.
– Si no te conociera tan bien como lo hago diría que estás bromeando, que tienes que hacerlo porque, de lo contrario, es incomprensible que seas capaz de soltar una sarta tal de tonterías, una detrás de otra y sin parar. Pero sé que hablas en serio, y eso es precisamente lo que me hace dudar entre terminar lo que he empezado arriba o simplemente echarme a reír por tu absurdo atrevimiento... ¿O debería decir vuestra audaz osadía, majestad? – escupí, con desprecio y rencor tan patentes que no necesitaba expresarlos en mi voz, puesto que mi propia mirada lo recogía a la perfección, igual que mi gesto de separarme de él.
Él no tenía ni idea de hasta qué punto me hervía la sangre con su calidad de monarca de los Países Bajos, pero sí sabía lo que significaban para mí: en eso no había mentido. Era perfectamente consciente de que durante el dominio español de la zona me había acercado por primera vez al territorio, y allí habían comenzado mis negocios y contactos con las autoridades; le había contado alguna vez que tenía lazos muy fuertes de tratos prósperos con los mercaderes, artesanos e incluso nobles del lugar, y también que me había metido en la política de la región porque sabía que podría ayudar a que prosperara. Él conocía mis aspiraciones allí, y también lo cerca que estaba de conseguirlas, ¡y me había dado una puñalada trapera para hacerse con el trono, aliándose con los sectores de la aristocracia que estaban en contra de que ascendiera una mujer joven y soltera al poder! No, él no sabía lo mucho que me había enfadado; había firmado su sentencia de muerte, hasta ese punto iba en serio mi inquina, pero no sería tan impulsiva como lo era él... Yo sabía jugar mis cartas y jugar a la diplomacia mucho mejor de lo que un simple bárbaro podía decir que lo hacía, así que aprovecharía la mano que me había tendido ofreciéndome ser su esposa, por mucho que me repugnara la idea, para tomar el brazo completo, hacer mi santa voluntad y derrotarlo en su propio juego. A fin de cuentas, ¿qué victoria más dulce existe que la que se da cuando todas las condiciones se muestran proclives a la derrota...?
– No podría tratarse de otra cosa que un simple negocio. Suponer lo contrario sería asumir que deseo casarme contigo, cuando no hay cosa más lejos de la realidad que esa. ¿O esperabas que estuviera deseando hacerlo? No va a ser tan fácil... Nos decepcionaría a ambos que lo fuera. – comenté, no con rabia, no con una ira tal que no podía aguantarla, sino con desdén y un cierto matiz de peligrosidad que era mucho más preocupante para su integridad física, seguramente, que verme en pleno ataque de rabia. – No voy a comentar respecto a si serías, o no, buen esposo, pero tú te has respondido solo diciendo que mi gusto en hombres deja mucho que desear. De haberlo sabido, habría acudido al lecho de alguna mujer haría ya tiempo... – añadí, con un tono falsamente jovial en el que, incluso, había una broma... a medias. No sería la primera vez que me iba a la cama con otra mujer, y no negaría que lo disfrutaba, no igualmente que como lo hacía cuando mis compañeros y amantes eran hombres pero sí de una manera similar, pero eso él no tenía por qué saberlo, por mucho que fuéramos a casarnos. Es más, dado que yo no creía en la institución del matrimonio sabía que me lo saltaría a la torera, pero él no me había caído en la cuenta de que debía pedirme fidelidad, algo que no le había dado ni cuando no había tenido motivos para odiarlo, así que esperarlo ahora sería una pérdida de tiempo. Ese era, entre otros, mi as en la manga... Y, como tal, se lo ocultaría hasta que llegara el momento de que lo descubriera. Casarme con él me ofrecía un mundo de posibilidades para la venganza, en realidad, y lo único que tenía que perder era mi estatuto jurídico de soltera, nada más... No perdería ni un ápice de libertad porque me aseguraría de ello, así que si jugaba bien mis cartas, como sabía que haría, no haría sino redundar en mi beneficio. A un negocio así, ¿quién en su sano juicio le diría que no?
– Tú quieres una reina, y yo ansío el poder de los Países Bajos. ¿Crees de verdad que estoy en posición de negarme? Tú ganas, Dragos, me cuesta reconocerlo pero esta batalla lleva tu nombre. – cedí, por fin, con un acertado tono de resignación mezclada con rabia que pareció tan sincero como si realmente lo sintiera... porque lo hacía. Por mucho que tuviera motivos de peso para arriesgarme con la jugada que estaba llevando a cabo una parte de mí, la impulsiva, aún se echaba en cara lo que consideraba una derrota, y ese era un hecho ineludible, aunque mientras me beneficiara como lo había hecho, dándole sinceridad a mis palabras, dejaría que siguiera vivo todo lo necesario. – Acepto... pero tengo condiciones. No creerías que iba a ser tan sencillo, ¿no? Me conoces, tengo mi orgullo, y suficientemente duro va a ser tragarlo como para que, encima, no te pida algo a cambio. Dado que te has apoderado del control de lo que me pertenecía por derecho y me has puesto entre la espada y la pared, creo que me lo debes. – añadí, con la misma tónica de antes pero dejando, por un momento, que la voz de la razón se interpusiera en mis argumentos para darles el peso que sabía que, para él, tendrían. Era la ventaja de que, pese a todo, aún me respetara y supiera que si no cedía no habría manera de conseguirme... alguna tenía que tener ser viejos conocidos.
Me tomé un instante para que asimilara mis argumentos y para que aceptara; sabía que lo haría, pero también intuía que se haría de rogar para recordarme que era él quien tenía (aparentemente, esa era la clave) el control de la situación, así que hice un inusitado alarde de paciencia mientras mordía mi labio inferior, como esperando a que me diera permiso. La fiereza de mi mirada, no obstante, reducía la debilidad y sumisión que mostraba aparentemente y le daba a mi aspecto la veracidad suficiente para que no pareciera que le estaba mintiendo. Todo era cuestión de equilibrio, igual que la diplomacia e igual que mi estrategia, que consistía en decirle parte de la verdad y callarme lo que más me convenía... Así me aseguraba de no estar indefensa con él.
– Si voy a casarme contigo, necesito asegurarme de tres cosas. La primera es que me serás fiel. No estoy dispuesta a ser el hazmerreír de una nación extranjera, no a estas alturas. La segunda, que me cederás tus posesiones. Sabes que soy buena administradora, no dilapidaré tu fortuna ni nada parecido, pero si la combinamos con la mía dará mejor beneficio que manteniéndola separadas, así que es justo. Por último, lo tercero que te exijo es poder de decisión en los Países Bajos... Seré la reina, sí, pero no seré tu consorte: gobernaremos en igualdad de condiciones. Si aceptas, seré tuya. Si no, ya puedes ir buscándote a otra, y los dos sabemos que nadie está a la altura aparte de mí. – expuse, con la absoluta certeza de que aquella noche lo cambiaría todo entre nosotros... pero no sabía si lo haría a mejor o a peor.
La aversión que sentía hacia él bullía lentamente en mi inferior, calentada por el fuego de la intensidad que me despertaba con cada uno de sus actos. El sentimiento borraba todo vestigio de piedad que normalmente sentiría, al estar más en contacto con mi humanidad que él, y sobre todo parecía arrasar con toda pizca de amor que hubiera podido sentir hacia él cuando las cosas habían ido bien y, durante unos gloriosos momentos, me creía feliz al ser presa de una pasión enfermiza. Esa parte no había cambiado tanto, si bien en vez de ser producto de la lujuria ahora era producto de la lujuria y de la animadversión que sentía hacia él y que se esforzaba por aumentar con cada palabra que salía de esos labios que tantas veces había besado y cuyo sabor aún sentía en lo más profundo de mi garganta, tan vivo que pugnaba por salir y recordarme que me había besado sin mi permiso... que me había intentado matar. El único motivo por el que acepté sacar a Nigel de la batalla que ellos dos mantenían, amén de reducir la vergüenza ajena que sentía, no fue otro que apartarlo precisamente de la guerra entre Dragos y yo, a la que se había visto empujado como un daño colateral pese a no pintar absolutamente nada en algo que era mucho más viejo que él. No lo hice por obedecer a mi antiguo amante y casi verdugo, ¡más quisiera él!, sino que habían sido la curiosidad y el sentido común los que, combinados, me habían hecho entrever una salida para él que le impediría acabar peor de lo que lo haría si entraba a formar parte de nuestro conflicto bélico. Así, incliné la cabeza en un gesto que indudablemente significaba que obedeciera, y Nigel entendió el mensaje sin necesidad de más palabras que las estrictamente necesarias para despedirnos, tras lo cual abandonó el palacete y me dejó a merced de Dragos... o al contrario, según se mirara.
Supe que iba a fastidiarla en cuanto abriera la boca, era una certeza tan profunda como que el sol me mataría si dejaba que sus rayos tocaran mi piel mucho tiempo o como que, si no bebía sangre, terminaría pereciendo, pero como siempre no calculé hasta qué punto era capaz de sacarme de mis casillas, eso siendo brutalmente optimista respecto a la profundidad de mi enfado, que era mayor de lo que había sentido nunca por nadie, y que él no contribuía tampoco a reducir acercándose tanto a mí como lo había hecho. Holgaba decir que despertaba la misma mezcolanza de sentimientos encontrados en mí, por un lado la necesidad física imperiosa de besarlo y de sentir su piel fundirse con la mía y, por otra, las ganas de bañarme en su sangre hasta que él quedara seco y de Dragos no quedara más que una sombra de lo que fue. Lo que hizo diferente a la situación, después de escuchar sus palabras con una mueca de incredulidad cada vez mayor en el rostro, fue que por una vez la parte de la atracción física cedió muy rápido el terreno a la parte del odio, y tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para no arrancarle la cabeza allí mismo, ya que por una vez tenía motivos de peso para hacerlo: era el rey de los malditos Países Bajos... y me merecía una explicación que sólo vivo podría darme.
– Si no te conociera tan bien como lo hago diría que estás bromeando, que tienes que hacerlo porque, de lo contrario, es incomprensible que seas capaz de soltar una sarta tal de tonterías, una detrás de otra y sin parar. Pero sé que hablas en serio, y eso es precisamente lo que me hace dudar entre terminar lo que he empezado arriba o simplemente echarme a reír por tu absurdo atrevimiento... ¿O debería decir vuestra audaz osadía, majestad? – escupí, con desprecio y rencor tan patentes que no necesitaba expresarlos en mi voz, puesto que mi propia mirada lo recogía a la perfección, igual que mi gesto de separarme de él.
Él no tenía ni idea de hasta qué punto me hervía la sangre con su calidad de monarca de los Países Bajos, pero sí sabía lo que significaban para mí: en eso no había mentido. Era perfectamente consciente de que durante el dominio español de la zona me había acercado por primera vez al territorio, y allí habían comenzado mis negocios y contactos con las autoridades; le había contado alguna vez que tenía lazos muy fuertes de tratos prósperos con los mercaderes, artesanos e incluso nobles del lugar, y también que me había metido en la política de la región porque sabía que podría ayudar a que prosperara. Él conocía mis aspiraciones allí, y también lo cerca que estaba de conseguirlas, ¡y me había dado una puñalada trapera para hacerse con el trono, aliándose con los sectores de la aristocracia que estaban en contra de que ascendiera una mujer joven y soltera al poder! No, él no sabía lo mucho que me había enfadado; había firmado su sentencia de muerte, hasta ese punto iba en serio mi inquina, pero no sería tan impulsiva como lo era él... Yo sabía jugar mis cartas y jugar a la diplomacia mucho mejor de lo que un simple bárbaro podía decir que lo hacía, así que aprovecharía la mano que me había tendido ofreciéndome ser su esposa, por mucho que me repugnara la idea, para tomar el brazo completo, hacer mi santa voluntad y derrotarlo en su propio juego. A fin de cuentas, ¿qué victoria más dulce existe que la que se da cuando todas las condiciones se muestran proclives a la derrota...?
– No podría tratarse de otra cosa que un simple negocio. Suponer lo contrario sería asumir que deseo casarme contigo, cuando no hay cosa más lejos de la realidad que esa. ¿O esperabas que estuviera deseando hacerlo? No va a ser tan fácil... Nos decepcionaría a ambos que lo fuera. – comenté, no con rabia, no con una ira tal que no podía aguantarla, sino con desdén y un cierto matiz de peligrosidad que era mucho más preocupante para su integridad física, seguramente, que verme en pleno ataque de rabia. – No voy a comentar respecto a si serías, o no, buen esposo, pero tú te has respondido solo diciendo que mi gusto en hombres deja mucho que desear. De haberlo sabido, habría acudido al lecho de alguna mujer haría ya tiempo... – añadí, con un tono falsamente jovial en el que, incluso, había una broma... a medias. No sería la primera vez que me iba a la cama con otra mujer, y no negaría que lo disfrutaba, no igualmente que como lo hacía cuando mis compañeros y amantes eran hombres pero sí de una manera similar, pero eso él no tenía por qué saberlo, por mucho que fuéramos a casarnos. Es más, dado que yo no creía en la institución del matrimonio sabía que me lo saltaría a la torera, pero él no me había caído en la cuenta de que debía pedirme fidelidad, algo que no le había dado ni cuando no había tenido motivos para odiarlo, así que esperarlo ahora sería una pérdida de tiempo. Ese era, entre otros, mi as en la manga... Y, como tal, se lo ocultaría hasta que llegara el momento de que lo descubriera. Casarme con él me ofrecía un mundo de posibilidades para la venganza, en realidad, y lo único que tenía que perder era mi estatuto jurídico de soltera, nada más... No perdería ni un ápice de libertad porque me aseguraría de ello, así que si jugaba bien mis cartas, como sabía que haría, no haría sino redundar en mi beneficio. A un negocio así, ¿quién en su sano juicio le diría que no?
– Tú quieres una reina, y yo ansío el poder de los Países Bajos. ¿Crees de verdad que estoy en posición de negarme? Tú ganas, Dragos, me cuesta reconocerlo pero esta batalla lleva tu nombre. – cedí, por fin, con un acertado tono de resignación mezclada con rabia que pareció tan sincero como si realmente lo sintiera... porque lo hacía. Por mucho que tuviera motivos de peso para arriesgarme con la jugada que estaba llevando a cabo una parte de mí, la impulsiva, aún se echaba en cara lo que consideraba una derrota, y ese era un hecho ineludible, aunque mientras me beneficiara como lo había hecho, dándole sinceridad a mis palabras, dejaría que siguiera vivo todo lo necesario. – Acepto... pero tengo condiciones. No creerías que iba a ser tan sencillo, ¿no? Me conoces, tengo mi orgullo, y suficientemente duro va a ser tragarlo como para que, encima, no te pida algo a cambio. Dado que te has apoderado del control de lo que me pertenecía por derecho y me has puesto entre la espada y la pared, creo que me lo debes. – añadí, con la misma tónica de antes pero dejando, por un momento, que la voz de la razón se interpusiera en mis argumentos para darles el peso que sabía que, para él, tendrían. Era la ventaja de que, pese a todo, aún me respetara y supiera que si no cedía no habría manera de conseguirme... alguna tenía que tener ser viejos conocidos.
Me tomé un instante para que asimilara mis argumentos y para que aceptara; sabía que lo haría, pero también intuía que se haría de rogar para recordarme que era él quien tenía (aparentemente, esa era la clave) el control de la situación, así que hice un inusitado alarde de paciencia mientras mordía mi labio inferior, como esperando a que me diera permiso. La fiereza de mi mirada, no obstante, reducía la debilidad y sumisión que mostraba aparentemente y le daba a mi aspecto la veracidad suficiente para que no pareciera que le estaba mintiendo. Todo era cuestión de equilibrio, igual que la diplomacia e igual que mi estrategia, que consistía en decirle parte de la verdad y callarme lo que más me convenía... Así me aseguraba de no estar indefensa con él.
– Si voy a casarme contigo, necesito asegurarme de tres cosas. La primera es que me serás fiel. No estoy dispuesta a ser el hazmerreír de una nación extranjera, no a estas alturas. La segunda, que me cederás tus posesiones. Sabes que soy buena administradora, no dilapidaré tu fortuna ni nada parecido, pero si la combinamos con la mía dará mejor beneficio que manteniéndola separadas, así que es justo. Por último, lo tercero que te exijo es poder de decisión en los Países Bajos... Seré la reina, sí, pero no seré tu consorte: gobernaremos en igualdad de condiciones. Si aceptas, seré tuya. Si no, ya puedes ir buscándote a otra, y los dos sabemos que nadie está a la altura aparte de mí. – expuse, con la absoluta certeza de que aquella noche lo cambiaría todo entre nosotros... pero no sabía si lo haría a mejor o a peor.
Invitado- Invitado
Re: The Crusade {Privado}
Dragos no iba a negarlo, no pretendía actuar como si las palabras de Amanda pasaran frente a él como las ráfagas de viento que a menudo ignoraba, porque definitivamente no se trataba de algo insignificante e indiferente. Estaba sorprendido e iba a actuar como tal, naturalmente, por primera vez en mucho tiempo. Por eso enmudeció por un largo rato, instantes en los que meditó concienzudamente la situación. Durante sus repentinas cavilaciones aprovechó para mirarla detenidamente. La estudió con su feroz mirada, como si quedara en ella algo nuevo que no conociera aún. Escudriñó ese rostro que se sabía de memoria, las largas pestañas que permanecían inmóviles en el rostro ajeno, la fina línea rosada que contorneaba los labios que tanto deseaba probar otra vez, como era justo y debido, siendo correspondido. Buscó también el menor rastro que determinara que todo aquello era una mentira, un vil engaño intentando burlarse de él, algo que empezaba a volverse bastante común en Smith y que el vampiro no estaba dispuesto a permitir nuevamente.
Dragos tenía experiencia y una buena reputación a la hora de analizar a sus oponentes y a las personas en general, por lo que según sus propias teorías, las cuales se basaban principalmente en el hecho de asegurar que la conocía como a la palma de su mano, determinó que ella no estaba mintiendo, lo cual logró sorprenderlo aún más. El vampiro alzó un poco la barbilla, y sin dejar de lado su mirada inquisidora y especialmente engreída, puesto que el estar frente a un personaje como Amanda significaba someterse a una interminable lucha de egos que podía tonarse agotadora en muchas ocasiones, se dispuso a rodearla una vez más.
—Eres la perra más ambiciosa y lista que haya conocido —espetó a la estilizada figura femenina cuando estuvo a sus espaldas.
En su voz grave había cierto tono que no solía utilizar cuando se dirigía a otros, entre divertido y recriminante. Por supuesto que le ofendía, hasta cierto punto, que la mujer se mostrara más interesada en sus posesiones y riquezas que en él, pero su primera condición, en la que le exigía fidelidad al vampiro, fue el bálsamo que logró disminuir un poco el dolor de su magullado ego. ¿Qué importaba que dijera que se lo pedía solamente para mantener su orgullo ante los demás? Lo importante es que lo había hecho, y viniendo de alguien como Amanda eso era un gran mérito, una victoria ganada en esa guerra que juraban eterna, pero que en realidad apenas iniciaba. Dragos sonrió divertido por la forma en que su predilecta inteligentemente había retorcido todo, siempre a su favor, por supuesto.
——Hecho —añadió al instante, con una voz firme y llena de autoridad—. Si eso quieres, eso tendrás, después de todo un rey vive para complacer a su reina, ¿no es así? Y tú vas a convertirte en la mía —sentirla tan segura en esta ocasión lograba ponerlo hasta de buen humor.
Ahora que sería su esposa estaba dispuesto a dejar el olvido el incidente que había detonado su ira en esa ocasión en que intentó prenderle fuego a su palacio con ella dentro, y a hacer fingir demencia ante el reciente encuentro con el pelagatos de Quartermane. Y esos eran tan solo un par de los muchos privilegios de los que gozaba Amanda Smith. Pero tal cosa no significaba bajar la guardia ante ella, mostrarse complaciente y sumiso, a su merced. Él también tendría voz y voto. Ella no estaba venciéndolo, simplemente acababa de aceptar jugar su mismo juego.
—Lo tendrás todo, cada maldita cosa que has pedido... —hizo una pausa, segundos en los que regresó hasta su anterior posición, plantándosele una vez más al frente—, pero la boda se celebrará la próxima semana, sin discusiones. Esa es mi única condición —sus labios gruesos se curvaron en una sonrisa triunfal y traviesa. Le sostuvo la mirada y pudo notar su propio reflejo en las pupilas de un color azul imposible—. Descuida, te entregaré todos los documentos firmados en cuanto seamos marido y mujer, ya que sólo así serán válidos ante las leyes del hombre. Cumpliré mi promesa, te doy mi palabra —alzó su mano derecha y la colocó sobre el pecho para que con ese ademán el convenio que estaban pactando resultara más creíble y sincero.
Por un momento, todo lo que Dragos obtuvo a cambio de su orgullosa palabrería fue el silencio y la fulminante mirada que ella le brindó. Las palabras no fueron necesarias para darse cuenta de que ella seguía despreciándolo, pero, ¿lo odiaba lo suficiente como para atreverse a dejarlo plantado luego de haber aceptado? Sí, definitivamente Amanda era capaz de eso y mucho más.
—No juegues conmigo, Amanda —advirtió con una voz tan baja que se transformó en un susurro. Acercó a su rostro con la intención de besar sus labios, pero cuando estuvo a tan solo unos centímetros de su boca, se desvió hasta su oído, y continuó murmurando—. No lo hagas, no te atrevas, porque sería como jugar con fuego, y tú mejor que nadie sabe que te puedes quemar —amenazó siendo cínico y haciendo alusión al acto que Amanda aún no lograba perdonarle. No era prudente sacarlo a colación en un momento como ese, en el que pretendía llevar la fiesta en paz, porque corría el riesgo de provocar la ira en la mujer y hacerla desistir, pero como era bien sabido, Dragos todavía no aprendía a morderse la lengua.
—Sólo una última cosa… —su voz seguía siendo apenas audible para el oído humano—. ¿Fidelidad? ¿En serio? ¿Te molesta la idea de imaginarme entre las piernas de una puta? Descuida, cariño, sigues siendo la mejor… —confesó en su oído, como si se tratara de su secreto mejor guardado—, y te recomiendo tomar eso como un cumplido —le plantó un beso en la boca que duró apenas un par de segundos y dio media vuelta, alejándose de ella.
—Me complace el que hayamos llegado a un común acuerdo, Madame. Me doy por bien servido —esta vez elevó su voz hasta adoptar el volumen que naturalmente poseía, una voz potente y melodiosa que todavía gozaba de ese acento extranjero que no se había desvanecido del todo—. No le quito más su tiempo. Seguramente tendrá muchas cosas por hacer, entre ellas darle la buena noticia a todas sus amistades, elegir su ajuar de novia para el gran día, y dar las debidas indicaciones a todos sus criados para que puedan hacerse cargo de su bello palacete de ahora en adelante —mostró una nueva sonrisa que era todavía más amplia que todas las anteriores.
—Parece que finalmente empezamos a entendernos de nuevo. Espero que no falte a su cita, le haré llegar todo lo necesario. Y por supuesto, le agradezco todas sus atenciones. Buenas noches. —Eligió hacer una reverencia para despedirse, una que pese al aspecto desaliñado, producto de la riña en la que acababa de participar, resultaba igualmente elegante, digna de un rey.
Dio media vuelta para finalmente retirarse.
Cuando cruzó el enorme y frondoso jardín de la propiedad de Smith, todavía sonreía.
Dragos tenía experiencia y una buena reputación a la hora de analizar a sus oponentes y a las personas en general, por lo que según sus propias teorías, las cuales se basaban principalmente en el hecho de asegurar que la conocía como a la palma de su mano, determinó que ella no estaba mintiendo, lo cual logró sorprenderlo aún más. El vampiro alzó un poco la barbilla, y sin dejar de lado su mirada inquisidora y especialmente engreída, puesto que el estar frente a un personaje como Amanda significaba someterse a una interminable lucha de egos que podía tonarse agotadora en muchas ocasiones, se dispuso a rodearla una vez más.
—Eres la perra más ambiciosa y lista que haya conocido —espetó a la estilizada figura femenina cuando estuvo a sus espaldas.
En su voz grave había cierto tono que no solía utilizar cuando se dirigía a otros, entre divertido y recriminante. Por supuesto que le ofendía, hasta cierto punto, que la mujer se mostrara más interesada en sus posesiones y riquezas que en él, pero su primera condición, en la que le exigía fidelidad al vampiro, fue el bálsamo que logró disminuir un poco el dolor de su magullado ego. ¿Qué importaba que dijera que se lo pedía solamente para mantener su orgullo ante los demás? Lo importante es que lo había hecho, y viniendo de alguien como Amanda eso era un gran mérito, una victoria ganada en esa guerra que juraban eterna, pero que en realidad apenas iniciaba. Dragos sonrió divertido por la forma en que su predilecta inteligentemente había retorcido todo, siempre a su favor, por supuesto.
——Hecho —añadió al instante, con una voz firme y llena de autoridad—. Si eso quieres, eso tendrás, después de todo un rey vive para complacer a su reina, ¿no es así? Y tú vas a convertirte en la mía —sentirla tan segura en esta ocasión lograba ponerlo hasta de buen humor.
Ahora que sería su esposa estaba dispuesto a dejar el olvido el incidente que había detonado su ira en esa ocasión en que intentó prenderle fuego a su palacio con ella dentro, y a hacer fingir demencia ante el reciente encuentro con el pelagatos de Quartermane. Y esos eran tan solo un par de los muchos privilegios de los que gozaba Amanda Smith. Pero tal cosa no significaba bajar la guardia ante ella, mostrarse complaciente y sumiso, a su merced. Él también tendría voz y voto. Ella no estaba venciéndolo, simplemente acababa de aceptar jugar su mismo juego.
—Lo tendrás todo, cada maldita cosa que has pedido... —hizo una pausa, segundos en los que regresó hasta su anterior posición, plantándosele una vez más al frente—, pero la boda se celebrará la próxima semana, sin discusiones. Esa es mi única condición —sus labios gruesos se curvaron en una sonrisa triunfal y traviesa. Le sostuvo la mirada y pudo notar su propio reflejo en las pupilas de un color azul imposible—. Descuida, te entregaré todos los documentos firmados en cuanto seamos marido y mujer, ya que sólo así serán válidos ante las leyes del hombre. Cumpliré mi promesa, te doy mi palabra —alzó su mano derecha y la colocó sobre el pecho para que con ese ademán el convenio que estaban pactando resultara más creíble y sincero.
Por un momento, todo lo que Dragos obtuvo a cambio de su orgullosa palabrería fue el silencio y la fulminante mirada que ella le brindó. Las palabras no fueron necesarias para darse cuenta de que ella seguía despreciándolo, pero, ¿lo odiaba lo suficiente como para atreverse a dejarlo plantado luego de haber aceptado? Sí, definitivamente Amanda era capaz de eso y mucho más.
—No juegues conmigo, Amanda —advirtió con una voz tan baja que se transformó en un susurro. Acercó a su rostro con la intención de besar sus labios, pero cuando estuvo a tan solo unos centímetros de su boca, se desvió hasta su oído, y continuó murmurando—. No lo hagas, no te atrevas, porque sería como jugar con fuego, y tú mejor que nadie sabe que te puedes quemar —amenazó siendo cínico y haciendo alusión al acto que Amanda aún no lograba perdonarle. No era prudente sacarlo a colación en un momento como ese, en el que pretendía llevar la fiesta en paz, porque corría el riesgo de provocar la ira en la mujer y hacerla desistir, pero como era bien sabido, Dragos todavía no aprendía a morderse la lengua.
—Sólo una última cosa… —su voz seguía siendo apenas audible para el oído humano—. ¿Fidelidad? ¿En serio? ¿Te molesta la idea de imaginarme entre las piernas de una puta? Descuida, cariño, sigues siendo la mejor… —confesó en su oído, como si se tratara de su secreto mejor guardado—, y te recomiendo tomar eso como un cumplido —le plantó un beso en la boca que duró apenas un par de segundos y dio media vuelta, alejándose de ella.
—Me complace el que hayamos llegado a un común acuerdo, Madame. Me doy por bien servido —esta vez elevó su voz hasta adoptar el volumen que naturalmente poseía, una voz potente y melodiosa que todavía gozaba de ese acento extranjero que no se había desvanecido del todo—. No le quito más su tiempo. Seguramente tendrá muchas cosas por hacer, entre ellas darle la buena noticia a todas sus amistades, elegir su ajuar de novia para el gran día, y dar las debidas indicaciones a todos sus criados para que puedan hacerse cargo de su bello palacete de ahora en adelante —mostró una nueva sonrisa que era todavía más amplia que todas las anteriores.
—Parece que finalmente empezamos a entendernos de nuevo. Espero que no falte a su cita, le haré llegar todo lo necesario. Y por supuesto, le agradezco todas sus atenciones. Buenas noches. —Eligió hacer una reverencia para despedirse, una que pese al aspecto desaliñado, producto de la riña en la que acababa de participar, resultaba igualmente elegante, digna de un rey.
Dio media vuelta para finalmente retirarse.
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Dragos Vilhjálmur- Vampiro Clase Media
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