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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Jîldael Del Balzo Mar Nov 01, 2011 4:09 pm

"Aquéllos que han cazado hombres durante el suficiente tiempo y les ha gustado, en realidad nunca se interesarán por nada más."
Ernest Hemingway


Una sombra cruzaba veloz los espesos boscajes de París, en una de las zonas más solitarias y alejadas de la ciudad que nunca dormía. Su paso era tan rápido que apenas tocaba el suelo y, salvo el silbido que su tránsito provocaba, nada más en aquel lugar delataba su presencia.

Pero el Cazador era hábil, intuitivo y persistente y, aunque ella era dueña de una velocidad prodigiosa, tal parecía que todo en él estaba hecho para cazar a gente de su clase. Y Jîldael sabía que si la atrapaba, más le valía que lo hiciera estando muerta. Cuando comprendió que no era capaz de sostener esa velocidad por más tiempo, optó por la única cosa que le quedaba, aunque ello supusiera un arma de doble filo. Dilató la decisión unos segundos, buscando una salida que no la pusiera en semejante peligro, pero estaba acorralada; habría soltado una maldición, más propia de un feriante que de alguien de su clase, si no estuviera tan concentrada en huir.

Y era que Târsil, el más letal y famoso de todos los Cazadores de “hombres–bestia” como llamaban a los de su clase, se había puesto como meta personal eliminar a cuanto Cambiaforma se le cruzara en el camino... y ella había tenido el infortunio de cruzarse justamente con él en aquella noche de luna llena, tan clara como si fuere el pleno día.

¡Qué lejos le parecía ahora el nado que había dado por la laguna, convertida en pantera! ¡Qué distantes los chapoteos felices y despreocupados! Si dedicaba unos segundos a pensarlo, sabía que su error había sido permanecer tiempo de más en el agua. Muchas veces, Charles Noir, su mayordomo, se lo había advertido, y esa mañana se lo repitió con especial énfasis, como si el maldito viejo oliera el peligro casi un día antes que ella:

Hay rumores, Ama, de uno de los conspiradores. Se dice que Monsieur LeBlanc ha decidido dejarse aparecer por el Circo Gitano... Dicen que una de las brujas lo ha hechizado. – la miró, preocupado, como si fuera la hija amada de su corazón, con una devoción que jamás recibió de su verdadero padre... al que ella, a pesar de todo, había jurado vengar – Os conozco, mi Señora, demasiado bien, y sé que lo seguiréis por más tiempo del que debe extenderse una persecución; sé que no os conformaréis con tenerlo cerca... – hizo una pausa dramática y soltó un suspiro atormentado antes de proseguir – Una pantera, Ama, no es animal común, ni siquiera en el Circo Gitano. Por favor, mi Señora, no os exhibáis como un trozo de carne del que alardear... Valborg está vagando por toda París y ya conocéis su reputación... – éstas y muchas otras cosas le había advertido sabiamente el anciano, pero ella las ignoró todas.

Demasiado tarde intentó recordar alguna de las técnicas que Noir le había enseñado para eludir a sus captores, y cuando las llevó a la práctica, Târsil las sorteó todas con la misma facilidad con que un mocoso salta la cuerda. Jîldael estaba perdida, a menos que tomase la única salida que le quedaba... No era de su agrado transformarse así, pero después de 24 horas corriendo, al menos ella estaba en el deber cívico de admitir la derrota y procurarse un descanso. Apuró el extenuado paso sólo un poco más, lo suficiente como para ganar terreno y convertirse en pantera sin que el Cazador tuviera pruebas de su don. Apenas lo consiguió, pues estaba en el límite de sus fuerzas, pero el esfuerzo valió la pena; logró subirse a un árbol lo suficientemente espeso como para que no la viera y cuando lo vio perderse al menos un kilómetro en línea recta, siguió la dirección opuesta, saltando de árbol en árbol hasta que tuvo la certeza de haber puesto al menos otro kilómetro de distancia entre ambos. A continuación se agazapó en lo más frondoso del árbol escogido y esperó a que las horas más frías de la noche pasaran sin hacerle mella; una de las tantas ventajas de ser Cambiaformas Felina era ésa: podía pasar las peores horas del amanecer, las más frías y tenebrosas, convertida en pantera sin tener otra amenaza que la de algún humano predador a la vista. Y, por esa extenuante jornada al menos, sabía que el tipo que la perseguía estaba muy, pero muy lejos de atraparla.

De todos modos, no se fió y permaneció en alerta hasta que el sol estuvo muy alto en el cielo. Calculó que serían pasado las nueve de la mañana, hora prudente para recuperar su forma humana y buscar el escondite donde, desde que volviera a París, siempre tenía una muda de ropa de reserva. Desnuda y sin preocuparse mayormente, se lanzó del árbol con la misma agilidad de un mono experto; siempre había sido su lado salvaje más poderoso que su rigor humano, aunque ello jamás la embruteció (como solía suceder con muchos Cambiaformas); era por eso también que se había vuelto una presa exquisita para los Cazadores; aunque nadie conocía su nombre, todos rumoreaban de la Pantera Humana que nadie podía atrapar, lo cual le llenaba el pecho de un dudoso y arrogante orgullo, hasta que trajo sobre sí la atención del único Cazador al que temía: Târsil Valborg había jurado por su honor que capturaría a Jîldael y la exhibiría como trofeo en la Plaza Pública. No obstante, en esos momentos, ningún humano le preocupaba, pues sabía que nadie iba por esos lados del bosque; la plebe, porque temía a los espíritus e íncubos que se decía que vivían en los árboles más viejos que la leyenda de Rolando; la clase noble, porque nadie decente que quisiera mantener su posición se dejaría ver en un lugar tan burdo y perdido como las entrañas del bosque a las afueras de París.

Demasiado tarde, como todo lo que le dijo Charles la última vez que lo vio, comprendió que esa regla jamás se aplicaría a Târsil Valborg. Ella acababa de salir del agua y apenas estaba acomodándose el vestido cuando el Cazador salió desde el follaje que lo ocultaba, con la ballesta en alto, cargada y lista para dispararle, apuntando directo a su corazón. ¿Cuánto tiempo se había placido en mirarla? ¿O apenas había dado con ella? No se preocupó en preguntarle, aunque tenía curiosidad; tampoco suplicó por su vida; lo que sí hizo fue soltar una cálida carcajada de resignación y alzando una ceja en un gesto de claro desafío, clavó su fría mirada sobre él.

Si iba a morir, moriría con dignidad. Altiva y orgullosa, se quedó parada frente al Valborg, sin amago alguno de escape, esperando a que le disparara, mirándolo de frente, como miran los valientes a la muerte: con desparpajo y desdén. Sabía que Târsil la admiraría por eso y, quizás, hasta odiaría que no suplicara por su vida, pero ella no dejaría que le arrebataran el orgullo de su estirpe, ni siquiera en la hora de la muerte.

Pero entonces, en un acto que la joven jamás lograría comprender, él bajó el arma y la miró fijamente... Cómo habría latido su corazón, si ella hubiera sabido interpretar la mirada aguda de su enemigo... Pero no lo entendió y se quedó clavada donde estaba con la mirada fija en Târsil... Demasiado fija en Târsil... Demasiado tiempo en Târsil...


***


Última edición por Jîldael el Miér Ene 04, 2012 5:16 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Târsil Valborg Vie Nov 04, 2011 8:51 pm

"Cazar, cazar para limpiar al mundo de las bestias,
de los demonios, de ese aire pestilente que destilan a su paso, tóxico y enfermizo; para
brindar redención al mundo y paz a nuestros difuntos; para encontrarla nosotros mismos...."
-Târsil Valborg.


- ¡Maravilloso! - Exclamó al aire disgustado en cuanto perdió de vista a la mujer-bestia a la que había estado persiguiendo durante casi media hora. Estaba cansado, no podía negarlo, su corazón latía en su interior como un corcel desbocado a punto de salirse del pecho y una de las pesadas botas que solía usar siempre en cacería había empezado a provocarle dolor en uno de los dedos e irremediablemente empezaría a cojear si la caza de esa noche se alargaba más tiempo. A veces no podía evitar maldecir el ser un simple humano, tenía que aceptar (muy a su pesar) que tenía desventajas y muchas, a veces no podía dejar de pensar en la desequilibrada balanza que era el que un humano persiguiera a bestias con mucho más poder; aunque claro estaba que ese tipo de pensamientos jamás los externaba, alguien como Târsil jamás aceptaría que estaba en desventaja frente a esos seres infernales (como él les llamaba) a los que tanto había aprendido a detestar. Por suerte a quien perseguía en esa noche no era un vampiro, de haber sido así habría significado poner todavía el triple de energía que estaba poniendo y eso era bastante decir. Pero el hecho de que no se tratase de un vampiro no significaba que le perdonaría la vida y lo pasaría por alto, había jurado que aniquilaría a esa famosa mujercita que se transformaba en pantera a diestra y siniestra y que había estado paseándose por las narices de los cazadores sin que uno solo de ellos hubiese podido terminarla. Y por supuesto que Târsil quería la gloria para él solo, esa había sido la principal razón del por que se había aventurado a adentrarse al bosque solo, sin ningún tipo de ayuda de alguno de sus colegas. Por supuesto que no se daría por vencido…

Dejó de correr por apenas breves minutos y se agachó levemente colocando su mano libre sobre una de sus cansadas rodillas para descansar un poco; una bocanada de aire salió de su boca en forma de un extraño bufido y posteriormente movió el cuello en ambas direcciones para sacudirse un poco el cansancio y llenarse de energía y aliento. En la otra mano sostenía a su favorita, a “Marilyn”, una preciosa ballesta, un artefacto poderoso y pocas (muy pocas) veces infructuoso. El arma parecía adquirir un brillo sobrenatural conforme la noche iba desapareciendo, el sol amenazaba con aparecer en cualquier instante y Târsil supo que era hora de continuar lo que tenia pendiente. Se irguió nuevamente hasta dejar la espalda completamente recta, sus hombros adquirieron una posición que bien podía interpretarse como altiva y orgullosa y sus manos se aferraron con devoción a su instrumento de caza que estaba ansioso por ser usado una vez más. Hizo caso omiso al dolor punzante en el dedo de su pie y continuó su camino, adentrándose en el follaje espeso del bosque que ya empezaba a despedirse de la negrura dando paso nuevamente a ese verde infinito que lo caracterizaba. El cazador recorrió gran parte del bosque, sigiloso como si de un felino que cazaba a otro felino se tratase y fue el sol quien con sus rayos luminosos le mostraron el camino correcto. Una silueta femenina apareció ante sus ojos a unos metros de distancia, parecía increíble que pudiese distinguirla desde los metros a los que se encontraba, pero sus años de práctica le habían hecho alguien digno de ser llamado “cazador”. Movió entonces sus pies con tanto sigilo que apenas eran audibles y se colocó detrás del grueso tronco del árbol mas próximo, avanzando lentamente, pasando de un tronco a otro, hasta que estuvo a apenas unos cuantos metros de la criatura que ya para entonces tenía nuevamente su forma humana. No se dedicó a estudiar sus rasgos, su mente estaba demasiado extasiada imaginando el momento de gloria y los rostros de envidia de sus demás compañeros que le aborrecían, pero que por más que detestaran aceptarlo tendrían que admitir su nueva victoria cuando les llevara la cabeza de aquella bestia que habían perseguido por tanto tiempo. Movió la ballesta con destreza frente a él, colocándola a modo de que la imagen de la joven quedara justo en el blanco; sólo hacía falta una ligera presión en el artefacto para acabarla, pero no lo haría estando escondido. Salió de su escondite, mostrándose orgulloso frente a ella y le devolvió el gesto de ironía cuando la vio alzar la ceja de aquella manera. ¿Le daría guerra?, eso era lo que estaba esperando. Bajo la ballesta un poco solo para darse el placer de interactuar con su presa unos breves instantes antes su final.

- No puede ser posible, ¿así que eres tú la famosa “fierecilla” a la que mis inútiles colegas no han podido acabar? – Su boca se abrió levemente acompañada de una sonrisa medio burlona, medio mezquina. – ¡Pero si eres una mocosa! – Se echó a reír mostrando por vez primera su dentadura blanca y perfecta. – No me queda duda que ha sido mera suerte de tu parte el haber permanecido invicta hasta el día de hoy, es eso o mis compañeros son demasiado incompetentes. – Meneó la cabeza en negativa, sin dejar de sonreír. La estudió de arriba abajo y la verdad es que no podía negar que era una pena que la muchachita tuviera la maldición en sus genes, era bastante bonita como para que aquel fuera su fin, bastante…interesante de hecho, la manera en que lo miraba como desafiándolo se lo confirmaba. – Ten cuidado, niña, yo no soy como todos ellos, tengo mi fama… - Bajo la mirada y levanto nuevamente el arma hacia ella, pero sin apuntarle como había hecho minutos antes. Sus pies se movieron por entre el musgo, húmedo a causa de la niebla espesa que aparece las primeras horas del día, y juguetón balanceó su instrumento de caza, estaba tan seguro de sí mismo y de la victoria que se avecinaba que no se dio cuenta de la serpiente que lo acechaba detrás, misma que lo atacó en un abrir y cerrar de ojos haciéndolo perder el equilibrio. – ¿Qué dem…? – Sus palabras se vieron truncas al darse cuenta de que clase de víbora le había atacado, una serpiente Vipera áspid se alejaba con rápidez del lugar de los hechos. Târsil aflojó los dedos de la ballesta a causa de la sorpresa que le causaba el saber lo que aquello significaba: el veneno del animal que lo había atacado empezaba a circular por su organismo en esos instantes. – Me lleva el demonio… - Se limitó a decir mientras mentalmente buscaba rápidamente una solución al problema, por supuesto que no dejaría que un cazador con su renombre muriera por algo tan estúpido como lo era una mordedura de una serpiente. Definitivamente ser humano era su mayor inconveniente...
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Dom Nov 06, 2011 10:27 pm

“¡Quién necesita piedad, sino aquellos que no tienen compasión de nadie!”
Albert Camus.


Entonces, lo comprendió.

En el instante en que sus ojos destellaron locura y felicidad con el mismo ardor.

La iba a matar.

¿Así que eres tú la famosa “fierecilla” a la que mis inútiles colegas no han podido acabar?

Jîldael bufó, aburrida; ¿de verdad iba a soltarle toda esa retahíla de que era el mejor Cazador del mundo, que nadie lo superaba y bla, bla, bla? Sí. De verdad. Y no le iba a bastar con eso; se iba a burlar de su edad, de su “suerte”, del hecho de ser mujer; de todas las cosas que le hicieran sentir aún más superior a ella... Como si a Jîldael le importara todo ese ego masculino; con calma se recostó en el árbol más cercano que tuvo, sin necesidad de moverse siquiera y lo escuchó con suma atención... o al menos lo fingió con toda su voluntad, pues lo cierto era que intentaba encontrar algún punto ciego para Târsil que ella pudiera aprovechar a su favor; ¡y es que era taaan irritante parecer un conejito atrapado! Pero entonces, “esa” mirada apareció de nuevo: los ojos masculinos la recorrieron degustándola, como si ella no fuese más que un atractivo trozo de carne; casi al mismo tiempo que ella, él también percibió su propia debilidad y se apuró a recuperar el control; le pareció a Jîldael que escuchaba unas instrucciones, pero, de pronto, eran lejanas e inconexas; sus elevados sentidos gatunos la obligaron a desentenderse de Valborg y la llevaron a concentrarse en un susurro que siseaba entre la maleza circundante; aquello, lo que fuera, no provenía del Cazador. Un segundo después, la certeza le azotó el intelecto como una descarga eléctrica:

Oídme...

¿Qué dem...?

Sus voces replicaron al unísono y la advertencia de la Cambiaformas murió en sus labios. Él soltó un juramento impronunciable, mientras hacía acopio de todo su valor para luchar contra el veneno que la Vipera áspid había inoculado tan certeramente en su sangre. Jîldael sabía que la lucha era inútil y lo corroboró cuando a los dos segundos después, cayó cuan largo era, sin ceremonia alguna, abrasado por la fiebre y consumido por el delirio, en tanto que la serpiente, antes de perderse entre los espesos matorrales, le devolvió una mirada demasiado humana, pero Jîldael no estuvo segura y, a los pocos instantes, el animal ya se había esfumado.

Por unos instantes, la Del Balzo no fue capaz de moverse; era como si sus piernas se hubieran agarrotado, como si ella misma hubiera perdido cualquier capacidad de razonar, como si se hubiera embrutecido, dominada por completo por su instinto que, en estado de shock, sólo se limitaba a mirar al herido, a la espera de algo que ni ella podía definir qué era. Desde alguna parte de su cerebro, los pensamientos comenzaron a fluir de nuevo, lentamente, al principio eran un río que de pronto se ha convertido en un espeso lodazal que apenas puede seguir su cauce; pero después, como si le hubieran otorgado agua más fresca, sus pensamientos eran un caos de incontenible felicidad.

Pero, en su exterior, seguía siendo la fría pantera que calcula cómo destrozar a su presa. ¡Cómo se habían invertido los roles! Quiso gritarle, quiso bailar a su alrededor, pero otra vez, lo miró con demasiada atención... y no pudo evitarlo.... le tuvo una horrible y vergonzosa piedad. Esos ojos que la miraban fijamente, presos de un dolor indecible, quizás envueltos en la fantasía de algún ficticio ser querido a quien suplicaban la ayuda que no llegaría si ella no se la daba. Soltó una abjuración contra sí misma, sabiendo que siendo ella la herida, Târsil habría disfrutado viéndola morir; sentía como una parte de sí se revolcaba desesperadamente, impeliéndola a huir y a burlarse de él que moría tan miserablemente, quizás a manos de otro Cambiaformas, más listo que él.

Batalló furiosa contra sí misma hasta que la razón, a regañadientes, venció al instinto y anuló la distancia que la separaba de su enemigo. Târsil la miró sin reconocerla, sin verla quizás; la fiebre lo había hecho enrojecer levemente y había cubierto su perfecto cuerpo bajo la capa de un intenso sudor frío. El hombre temblaba totalmente dominado por los efectos del veneno que amenazaba con quitarle la vida. A su lado, inútil, la ballesta parecía un juguete inofensivo y la Cambiaformas no se contuvo de tomarla entre sus manos, buscando entender el placer asesino que Târsil experimentaba cada vez que apretaba su gatillo para cegar una vida.

Era más pesada de lo que imaginó, pero podría acostumbrarse al peso; la giró con cuidado y descubrió la inscripción:

¿Marilyn? – exclamó sorprendida, ¿qué clase de nombre era ése? Pero no le preguntó... había otra cosa, seductora y extraña, envolvente, casi adictiva en la ballesta:– Así que esto es lo que se siente... –murmuró con voz queda.

Apuntó al enfermo con agudeza experta; él intentó levantar una mano, con la misma actitud que un chico lloroso intenta recuperar su juguete, sin llegar a conseguirlo, pues Jîldael sostuvo el arma con firmeza y le apuntó directo al corazón y todo rastro de piedad pareció esfumarse; una sonrisa cruel, enajenada le torció el gesto hasta desfigurarla; habría apretado el gatillo, sin culpa, de no ser porque recordó un episodio reciente, llevado a cabo en la Plaza de París: las imágenes de Baptiste vinieron presurosas, aunque trató de contenerlas; el chiquillo, demasiado ingenuo, se había dejado ver con su forma animal en lugares tan públicos que atraparlo fue “pan comido”. Târsil le había puesto un bozal y lo cicateó por tres kilómetros y, cuando tuvo su circo armado, le había disparado sin piedad delante de todos; poco a poco, el hermoso pelaje dio paso al cuerpo infantil del muchacho, mientras la gente, horrorizada de que tales bestias existieran, aclamaba a Valborg como su gran liberador.

Ese día, ella había renovado sus votos de venganza.

Y ahora, estaba en la obligación de matar a Târsil... Pero no pudo hacerlo, así que tomó la ballesta maldita y caminó unos metros hasta que dio con el pantano que buscaba en cuyas aguas arrojó el arma, con todas las fuerza que tuvo, luego de lo cual volvió junto al Cazador y, después de un esfuerzo considerable, logró echárselo al hombro y emprendió la penosa marcha hacia la choza de Sho. El viejo seguramente sabría qué hacer:

Agradeced, maldito infeliz, que el ser pantera me ayuda a tener una fuerza algo superior a la del mejor humano... o de lo contrario, rata miserable, ya estaríais rindiendo cuentas en el Infierno... – susurró con rabia contenida, mientras jadeaba del agotamiento que el peso muerto le causaba.

Para fortuna del asesino, el anciano japonés, perdido en lo más hondo del bosque parisino, parecía saber de todo y tenerlo todo; entre ambos le prepararon una cama de paja y sándalo, la cubrieron con telas húmedas y lo recostaron sobre ella. Jîldael soltó la imprecación más vulgar de todas las que conocía cuando el viejo le ordenó desvestir al moribundo y empaparlo con una loción refrescante, mientras él se daba a la tarea de preparar el antídoto. La joven se tragó todas sus negativas; ya lo había recogido; ahora estaba obligada a seguir hasta el final; maldijo todo el tiempo por lo bajo, con palabras vulgares y enojadas, pero no lo abandonó; en algún momento, cuando ya no podía llevar la cuenta del tiempo transcurrido, empezó a fijarse en el cuerpo de su perseguidor y se quedó sin aliento; el tipo era perfecto, incluso las incontables cicatrices en su cuerpo no hacían más que aumentar la belleza animal de aquel experto predador. Tan concentrada estaba que no escuchó venir al yerbatero hasta que éste dijo algo sobre enamorarse de su enemigo y ella sólo gruñó por lo bajo. Al finalizar el día, ya habían hecho por Târsil todo lo humanamente posible y solo quedaba esperar.

A medianoche, el japonés simplemente se largó. Le dio escuetas indicaciones y la dejó a su suerte, con la vida de Valborg en sus manos. Jîldael podía decidir; cuidarlo o dejarlo; eso ya no era más asunto de Sho; él había ayudado y había pagado su deuda de honor; ahora era libre de marcharse... Y se marchó, dejándola sola a cargo de un hombre al que prefería muerto. Pero sabía que la batalla moral se había decidido hacía mucho, así que se quedó con él y lo cuidó.

Muy cerca del amanecer, ella se quedó dormida.

Y entonces, Târsil despertó.


***


Última edición por Jîldael el Miér Ene 04, 2012 5:17 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Târsil Valborg Miér Nov 16, 2011 4:04 am

"Odiad a vuestros enemigos, como si un día debierais amarlos."
-Pedro Calderón De La Barca.


Aquella evocación al demonio habían sido las últimas palabras que Târsil había sido capaz de pronunciar. Y no, no era por que no hubiese querido decir más, si no por que al fin (y muy a su pesar) algo había logrado callarle la boca de una vez por todas. El veneno de aquel animal se propagaba rápidamente por su cuerpo, probablemente se hubiese sentido mejor de haber tenido la oportunidad de soltar un par de blasfemias más, pero sus labios parecían haber sido sellados y toda su atención la tenía la repentina herida en su pierna. Su organismo comenzó a ceder a lo inevitable y aquel semblante rebozante de orgullo y altivez que solía mostrar a todo el mundo se vio opacado y reemplazado por un rostro de dolor que enrojecido clamaba por que todo aquello fuera una verdadera broma. Ya no había rastro de esa sonrisa cínica y burlona que le había dedicado a la chica, de hecho el dolor le había hecho olvidarse por un momento que la Cambiaformas estaba presenciando la bochornosa escena. ¡Como debía estarlo disfrutando!, después de todo no todos lo días se veía a un enemigo tragarse sus palabras y caer al piso totalmente incapaz de cumplir con sus amenazas.

Târsil evitó a toda costa la el contacto visual con la joven y dedicó todas sus fuerzas restantes en intentar hacer algo por salvar su vida. Ahí, sobre la hierba salvaje que crecía en todo el bosque dejo a un lado su precioso artefacto de caza y arremangó su pantalón para poder tener una mejor visión de la mordedura, dos hoyuelos de color rojo aparecieron ante su vista que ya empezaba a ser nublada como efecto directo de su incidente. Quiso ponerse de pie pero sus piernas no tenían ya la fuerza necesaria y sabía que de intentarlo sólo causaría más pena a su espectadora, además de que probablemente se caería al instante y solamente colaboraría con hacer aquello todavía más humillante. Prefirió hacer algo por sí mismo y rogó a quien fuese por tener las fuerzas necesarias para lograrlo. Con manos temblorosas buscó en uno de los bolsos de su chaqueta, su respiración parecía agitarse y volverse mas dificultosa con cada movimiento que hacia al palpar sobre la ropa, hasta que finalmente encontró lo que buscaba. Sacó un cuchillo del bolsillo, el cual desenfundó con lentitud y torpeza, la hoja brilló con fuerza cuando al fin quedó libre de la funda y sin pensarlo la llevó directamente hasta la herida, pero la hoja no llegó a su destino; Târsil intentó mantenerse lúcido pero ya no le fue posible, la oscuridad lo abrazó y se entregó a ella sin poder poner más resistencia a lo que ya era inevitable.


****

Un dolor agudo en la cabeza y en todo el cuerpo lo despertó horas más tarde. Sus ojos azules se movieron con dificultad, pestañeó en repetidas ocasiones y de una forma casi obsesiva pero finalmente pudo recobrar la visibilidad normal. Observó a su alrededor y sus ojos se encontraron con un escenario totalmente ajeno y desconocido, uno humilde y rústico, el olor a hierbas le pegó de golpe, unas con olores más agradables que otros. Arrugó la nariz y en ese instante se dio cuenta de que no estaba solo. La mujer a la que había intentado matar se encontraba ahí, dormida a sus pies. Le costó un rato asimilar lo que estaba viendo por que se encontraba bastante confundido a causa de las horas que había pasado inconsciente, pero su mente trabajaba rápido y logró darse cuenta de todo con extrema rapidez. Las imágenes parecían haberse borrado hacia apenas algunos instantes, pero volvían a su cabeza de golpe y sin piedad. - Oh, no…no, no… - Exclamó alterado provocando que la muchacha se despertara con un sobresalto. Cerró los ojos y pronunció con pesimismo, rogando interiormente por que todo fuese tan sólo un mal sueño, una pesadilla...pero nunca despertó. – Preferiría estar muerto. – Le miró a los ojos seguro de sus palabras, su intención era dejarle bien claro que lo que decía lo sentía con el alma y que no era ninguna especie de broma de su parte. Lo que había dicho era real, su orgullo era auténtico. - ¿Por qué lo has hecho?, ¿eres demasiado orgullosa como para matar a tu enemigo estando moribundo?, ¿preferiste que estuviera en mis cinco sentidos para así poder llevar a cabo una batalla digna? – Su boca se deformó hasta mostrar una sonrisa torcida y llena de pesar, no daba crédito a lo terriblemente disgustante que le resultaba todo lo recién ocurrido. La observó en silencio sin apartar la vista, en su interior apareció débil voz que le susurraba algo acerca de agradecer lo que ella había hecho por él, pero Târsil la ignoró y la hizo desparecer cuando siguió hablando. - O tal vez pensaste que salvándome la vida me harías desistir de seguir cazando a los tuyos. – Se rió de lo absurdo que le resultaba tal cosa. - Si es así, déjame decirte que llegue a creer que eras más inteligente. Debiste matarme cuando pudiste, cuando tenías la oportunidad.

Cuando al fin apartó la vista de su enemiga, se llevó las manos al rostro y lo talló en un afán de limpiarlo de la suciedad que lo cubría, sintió la humedad y lo viscoso de la ligera capa de sudor del que tenía impregnado el cuerpo entero, probablemente a causa de la temperatura que había sufrido las últimas horas antes de sentirse mejor. Sí, se sentía mejor, pero eso no significaba que estaba listo para marcharse y volver a sus actividades normales, sin embargo, teniendo en cuenta la ya común terquedad que el cazador poseía, ignoró por completo tal hecho e intentó ponerse de pie. El dolor de la pierna volvió a azotarlo haciéndolo desistir, cuando bajo la mirada se dio cuenta de que se encontraba totalmente desnudo con tan sólo una sábana blanca encima. Miró nuevamente a la muchacha. – ¿Dónde está mi ropa? – Preguntó con voz carente de sentimiento alguno, posiblemente el único que hacia acto de presencia era un poco de indiferencia. Examinó el lugar con la mirada una vez más en busca de sus pertenencias. Sus ojos solo visualizaron el montón de ropa oscura doblada en un extremo de la pequeña habitación, pero no había rastro de algo que le era importante. - ¿Dónde está mi ballesta? – Volvió a mirarla, esta vez sus ojos se clavaron en el rostro de la muchacha con un aire acusatorio y amenazador, similar al que había mostrado en el momento en que la habia encontrado en el bosque.


Off: Lamento la demora.
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Miér Nov 23, 2011 1:00 pm

““Lo único capaz de consolar a un hombre por las estupideces que hace, es el orgullo que le proporciona hacerlas”
Oscar Wilde.


*Nereida corría feliz delante de ella; los cabellos sueltos de la niña flotaban y Jîldael la miraba con el orgullo materno a flor de piel... Pero entonces, una voz que no encajaba con la niña invadió su cabeza; era una voz conocida, pero no podía recordar de dónde ni por qué esa voz le causaba escalofríos. Trató de huir, de alcanzar a Nereida, pero no pudo...*

De golpe, comprendió que todo lo anterior había sido un sueño y que su realidad distaba mucho de aquel lejano recuerdo familiar, arrancado de otra vida tan lejana como la palabra “seguridad”. Los recuerdos de su presente volvieron al instante, la cacería, la mordedura, el cuerpo perfecto y, finalmente, su propio cansancio que la había traicionado sin miramientos. Para su fortuna, lo único peligroso de Târsil en ese momento eran sus palabras y, hasta donde ella sabía, las palabras no mataban.

Preferiría estar muerto. – masculló él y se miraron fijamente, con el odio enconchado a igual espesor. Jîldael tuvo el impulso de ahorcarlo hasta morir cuando se burló de su inesperada generosidad, pero en cambio, se limitó a dejarle hablar, pues, a fin de cuentas, poco o nada le importa lo que él creyese sobre su código moral, aunque, muy en el fondo, ella misma no era capaz de darse una respuesta satisfactoria para ese insoportable “por qué” – ... tal vez pensaste que, salvándome la vida me harías desistir de seguir cazando a los tuyos... – ¡Vaya! Le debía una honorable felicitación a Sho, pues nunca vio a un moribundo recuperar tan pronto su estúpido orgullo como Târsil en esos momentos; o quizás no era la medicina del japonés, quizás era que el Cazador mismo era la peor de las hierbas, la más difícil de roer.

Iré, por café. – susurró Jîldael, demasiado cansada para contestar a tanta imbecilidad junta, cuando finalmente el silencio, pesado como un yunque, llenó la habitación, de pronto demasiado pequeña para aguantarlos a los dos juntos.

Apenas había dado tres pasos cuando él pidió sus ropas y ella no pudo evitar el traicionero rubor que le cubrió el rostro; dio gracias al Cielo porque Târsil no podía verle la cara o habría descubierto con excesiva sencillez lo mucho que había disfrutado al recorrerle el cuerpo cuando él yacía inconsciente; apretó los puños con fiereza, tratando de echar lejos de su mente la imagen de la caricia que le regaló en plena madrugada, cuando la fiebre lo abrazaba. Sabía, aunque primero muerta que confesada, que nunca se olvidaría de él, que nunca más podría tocar a otro hombre sin evocar el cuerpo perfecto de Târsil, cuyas cicatrices, más bien, eran los tatuajes de su espíritu salvaje, hecho para caer a gatas salvajes como ella bajo el peligroso encanto animal que su cuerpo destilaba, quizás como un señuelo, quizás como un castigo, ¿acaso se podía eso saber? Sacudió su cabeza y bufó enojada, sin responderle; ¿cómo iba a explicarle que Sho había quemado las prendas sin la menor culpa y quién sabe por qué ridículo código nipón sobre la pulcritud que ni ella ni mucho menos su enemigo iban a entender de aquí a jamás? Dio dos pasos más con maestra indiferencia... y entonces él hizo la única pregunta a la que ella temía:

¿Dónde está mi ballesta?

Curioso era que, de pronto, el dintel de la puerta le pareciera tan interesante; podía ver hasta la más mínima marca en el hierro oxidado que estuvo a punto de cruzar. Apoyó su derecha en él, dejando que sus dedos resbalando en un gesto muy parecido a una caricia. En esos segundos procuró reconstruir su espíritu, mantener su habitual desparpajo y, sobre todo, desterrar para siempre la culpa que le atenazaba las entrañas; era cierto, había llegado el día en que Jîldael Del Balzo y Tolosa por fin sabía lo que era el remordimiento y hubiera deseado con toda su alma que ese momento jamás hubiera tenido que presenciarlo uno de sus más acérrimos enemigos. Buscó en su cabeza mil ideas y excusas para no tener que enfrentarlo, para no tener que darle el placer de odiarla aún más. Pero cuando sus ojos se cruzaron, la altivez tan traidora que siempre la caracterizó volvió a hacer de las suyas:

La destruí. – dijo con una voz tan magistralmente seca, tan ausente de dolor o de culpa que ella misma se desconoció; le parecía que se había hecho pequeñita, que se había perdido dentro de sí misma y que otra persona había tomado el control. Pero era ella, en esa faceta tan cruel que pocas veces salía a flote – La tomé cuando yacías en el suelo y la arrojé en un pantano cerca del lugar en donde quisiste matarme. Creo que puedes visitarla si tanto la extrañas. Y ahora, te importe o no, iré por mi maldito café. – le dijo con una voz que repentinamente era demasiado chillona, casi con ribetes de histeria.

No esperó réplica alguna y abandonó el intento de dormitorio para refugiarse en el cuarto contiguo de la choza que hacía el papel de cocina, comedor y estudio. Buscó una olla y la puso sobre el brasero que Sho ocupaba para tales menesteres y se entretuvo en conseguir algo de café, un poco de miel y una taza que le sirviera de recipiente, pero su cabeza parecía un huevo frito y desparramado, incapaz de procesar la más mínima idea con claridad. Lo único que dominaba su interior era la certeza de huir; esa vocecita suya cada vez más fuerte e imperiosa, le suplicaba que abandonase el lugar y que se pusiere a salvo; no sabía por qué, pero su instinto le decía a todas luces que lo peor que había hecho en su vida fue tomar esa ballesta y arrojarla al pantano. Claro que había salvado las vidas de otros Cambiaformas..., pero quizás su propia vida como precio no era un trato muy conveniente.
“Estúpida Jîld, debiste dejarlo morir”, se reprochó sintiéndose la más desafortunada de todas las criaturas.

Pero no lo dejó morir. Y tampoco se fue, aunque la vocecita en su cabeza amenazara con reventar su cerebro a punta de estrés. Y, cuando lo vio parado en el umbral, comprendió que su instinto tenía razón: debió huir cuando tuvo la oportunidad.


“Definitivamente, estúpida Jîld.”


***


Última edición por Jîldael el Miér Ene 04, 2012 5:18 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Târsil Valborg Sáb Dic 10, 2011 6:20 am

"No confíes en las mujeres, acércate sólo para lo necesario."


Permaneció a la expectativa ante aquel cuestionamiento que aún flotaba en el aire, uno que parecía estar siendo ignorado, minimizado o simplemente insignificante para la mujer que se negaba a responder. Pero no para él, para Târsil, el dueño absoluto del arma en cuestión y probablemente lo más preocupante de todo era que para el inquisidor esa ballesta no era sólo una simple y reemplazable arma de caza. Había toda una historia detrás de ese artefacto, una que podía resumirse con decir que alguna vez había pertenecido a su padre, Ferenc Valborg, un hombre fuerte y precavido que luego de los múltiples rumores de que en la ciudad rondaban criaturas misteriosas, pero sobre todo peligrosas, había adquirido el arma con la intención de brindar protección a su familia y a sí mismo; un hombre inteligente sin duda, era una verdadera lástima la manera en la que había terminado, pereciendo a manos de una bestia, precisamente de una de esas criaturas de las que tanto buscaba proteger a los que más amaba, ironías de la vida. Târsil por su parte, luego de haber contemplado junto con su hermano la masacre en la que su pequeña pero invaluable familia había perecido, se juró a sí mismo tomar venganza por su propia cuenta. Fue así como había encontrado el arma y se había apropiado de ella, era eso lo que la hacía simplemente inestimable.

La observó mientras permanecía aún recostado en la cama, su cuerpo bronceado hacía contraste con las sábanas blancas que apenas lograban medio cubrir su cuerpo desnudo que seguía teniendo esa textura pegajosa a causa de los ungüentos o lo que sea que le hubiesen echado encima con tal de salvarle la vida luego de su penoso infortunio. La mujer dio media vuelta, privándolo de seguir manteniendo ese feroz contacto visual que se había prolongado durante algunos breves instantes, en los que prácticamente le había amenazado con cercenarle la cabeza con sus propias manos si no le decía que había sido de su preciada “Marilyn”. La joven caminó hasta la puerta, ignorando la pregunta que el hombre al que había salvado la vida le estaba haciendo, o más bien, prolongándola, ya que la a los pocos segundos la confesión manaba por entre sus labios, como el veneno mismo. Nuevamente Târsil sentía que una víbora lo mordía y el veneno le sabía incluso más letal que el que habían logrado sacarle ya del cuerpo. Jamás lo hubiese admitido, pero en ese momento sintió que el mundo se le venía abajo, la sangre abandonó su rostro y por algunos instantes lució tan pálida como la de un fantasma. No replicó nada, en parte porque no se le dio oportunidad, pero muy por encima de todo, por el sentimiento de tristeza que lo había tomado por sorpresa luego de aquella noticia: el único recuerdo físico que tenía de su padre y familia, ese símbolo de que su promesa de venganza seguía intacto y había perdurado a través de los años, había sido destruido y para colmo por una de de las bestias a las que su profesión suponía debía odiar. Sus gruesos labios se separaron el uno del otro, dando paso a una expresión de pura incredulidad y cuando alzó la vista para recriminarle nuevamente con la mirada lo que había hecho, la mujer había desparecido de la habitación.

Le costó algunos instantes el reponerse de la noticia y cuando lo logró toda huella de desilusión o tristeza por su pérdida fue reemplazada por una mirada de odio y rabia. Colérico apartó con furia la sábana que le había estado cubriéndo las piernas y partes nobles, la prenda cayó al piso y los pies descalzos de Târsil le pasaron por encima cuando finalmente logró ponerse de pie. Fue en búsqueda de la que ahora era doblemente su enemiga.

Al cruzar la habitación la encontró en una de menor tamaño, con el cuerpo flexionado y revoloteando lo que parecía ser una alacena que lucía bastante improvisada. Estaba ahí, tan placidamente, como si aquello que acababa de decirle hubiera sido un simple chiste para romper el hielo. Se abalanzó sobre ella, impidiéndole continuar con lo que haya sido que estaba a punto de hacer en la humilde cocina, la tomó con furia de los brazos y la obligó a girarse para verle a la cara; la acorraló contra una de las mesitas de madera roída que allí se encontraban, tan fuerte que le pareció escucharla lanzar un gemido de dolor por el golpe que le había provocado ante brusco movimiento. Con una de sus manos la tomó del rostro, presionando la barbilla y mejillas de una manera tan salvaje que era más que obvio que estaba haciéndole daño, los labios y pómulos contraídos de la mujer lo delataban. - ¿Qué demonios has hecho niña idiota?, ¿tienes idea al menos? – Escupió con rabia las palabras, su voz estaba claramente impregnada del más puro y explícito estado de enojo. La mirada que el hombre le estaba dedicando en esos momentos era una digna de temer y si la muchacha era realmente inteligente, iba a darse cuenta de ello en segundos. - ¡Eres una estúpida!, ¡UNA ESTÚPIDA! – Le gritó aún más furibundo, presionando más la mano con la que la estaba sujetando del rostro para obligarla a mirarlo sin que pudiese escaparse. La respiración de Târsil era acelerada, amorfa a causa del enojo que lo estaba consumiendo y que acabaría con él si no hacía algo al respecto. Su piel había vuelto a tomar color y se le notaba enrojecida. - ¿En qué pantano ha sido?, ¡DÍMELO! – Le exigió con más furia, gritándole en la cara, acercando la suya aun más, a tal grado de que eran apenas unos cuantos centímetros los que las separaban una de la otra. El aliento de Târsil bañó el rostro de la mujer. - ¿EN QUÉ MALDITO PANTANO LA HAS LANZADO? – La mujer parecía negarse a responder, o tal vez era simplemente que la manera en la que el hombre la tenía sujetada le impedía siquiera poder hablar y hacer entendibles las palabras.

Harto de que sus preguntas no fuesen respondidas, se acercó aún más a ella, apoyando todo su cuerpo desnudo contra el de la cambiaformas, provocando a su vez presionar todavía más el de ella a la mesa, haciendo que el borde de la vieja mesa se clavara fieramente en las costillas de la muchacha, provocándole más dolor. – Escúchame bien, sin ballesta o con ballesta te arrancaré la cabeza con mis propias manos si es necesario, ¿me escuchaste? – Sentenció. - Meterte conmigo fue el último y peor error que pudiste haber cometido en tu miserable vida. - La sensación de esa cercanía entre ambos ocasionaba una especie de ondas eléctricas en el bien proporcionado cuerpo del joven, era como si estuviesen haciendo contacto dos fuentes de electricidad que parecían incendiarse estando tan cerca la una de la otra. Chispas parecían salir de aquellos dos cuerpos, eso era inaudito, extraño, pero muy por encima de todo, extremadamente erótico.
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Mar Dic 13, 2011 5:28 pm

“Las grandes pasiones son enfermedades incurables.
Lo que podría curarlas las haría verdaderamente peligrosas”
Johann Wolfgang Goethe.


Apenas si alcanzó a mover medio músculo, porque verlo y tenerlo a menos de cinco centímetros fue casi la misma cosa. La había sujetado del brazo para arrojarla sin miramientos contra la rústica mesa que el japonés usaba para todo lo necesario. Supo, por las astillas que se le habían enterrado dolorosamente en la espalda que aquél era un objeto burdo, hecho sin el menor talento, cuyo propósito era servir, no embellecer. De algún modo, en esos microsegundos en que apenas respiró la idea de huir, a su cerebro se le ocurrió que esa mesa y Târsil tenían demasiadas cosas en común, pero ya no pudo ni decir ni hacer, ni siquiera pensar en nada más.

Lo siguiente que supo fue que el Cazador la estrujaba la barbilla y el rostro con una sola mano y la había acercado hacia él, en un esfuerzo colérico por hacerle entender a la joven lo abominable de su acto. Jîldael quiso responderle, mandarlo al carajo y asegurarle que lo haría mil veces si tuviera la oportunidad; su orgullo felino sabía que había herido a su enemigo en lo más inestimable que tiene el ser humano: el amor, pues Târsil amaba a esa ballesta y ella se la había arrebatado... Pero no pudo disfrutar del triunfo de tal certeza, pues las manos de él le desfiguraban el rostro con tal ira que ella estaba segura de que le quebraría la mandíbula en cualquier momento.

Las frases inconexas se mezclaron en su cabeza, que lentamente perdía su habitual sagacidad a causa del dolor cada vez más omnipresente. Sabía que él le gritaba y podía adivinar la exigencia en tales insultos, pero, aunque hubiera querido, no podía responder y menos en esos instantes en que toda su consciencia se reducía al dolor que la torturaba tan brutalmente...
Idiota... ESTÚPIDA... ¿EN QUÉ MALDITO PANTANO LA HAS LANZADO? ... Intentó un amago de sonrisa, pero no pudo y él terminó de perder la paciencia que le quedaba.

Un par de lágrimas se le escaparon cuando la mesa, ahora sí, se enterró completamente en sus costillas, producto de la presión que Valborg ejercía sobre ella; la Cambiaformas podía sentir cómo cada milímetro de madera se rompía y le rasgaba la espalda, como un gato con demasiadas uñas; había llegado a ese punto al que, aunque hubiera querido negarlo, no podía sino aceptar que el dolor la estaba matando.

Escúchame bien... – la amenazó el Cazador y ella sintió el miedo roerle la última capa de su orgullo ahora completamente destrozado – Meterte conmigo fue el último y peor error que pudiste haber cometido en tu miserable vida. – musitó, furioso, convertido en una máquina asesina que no se detiene hasta lograr su objetivo. Estaba tan cerca suyo que la mujer podía percibir hasta la más pequeña arruga de su perfecto rostro. Sus ojos de un azul cielo que parecía moteado de puntitos verdes se le clavó fijamente y en el instante en que sus miradas se cruzaron, todo cambió.

Para los dos.

Seguía consciente de la mesa rompiéndole las costillas, de la mano apretándole los pómulos... Pero sobre todo, y a pesar de la brutalidad del dolor, era plenamente consciente del cuerpo masculino que se pegaba completamente a ella, ruborizándola y calentándola sin la menor culpa. Él lo sabía –ella estaba segura– o lo acababa de descubrir; había encontrado un arma con la que no contaba y que podría domesticarla a ella hasta convertirla en un perro amaestrado que camina voluntariamente a su cadalso. Pero ella también lo sabía y, herida en su amor propio, asustada de sí misma y necesitada de huir de él, sacó fuerzas que no conocía y rugió, furiosa, al tiempo que le soltaba un firme y poderoso puñetazo en pleno rostro, dispuesta a huir antes que aceptar que se moría porque él le hiciera el amor.

En los pocos segundos de libertad que tuvo, luchó por dar uno o dos pasos que la alejaran de la trampa en la que ella misma se metió; alcanzó incluso a separarse de él, que se balanceó, sorprendido de recibir semejante golpe a manos de una mujer, pero no le alcanzó para escapar. De movimientos rápidos, Târsil no tardó en agarrarla del cabello y arrojarla directo al suelo para prácticamente acostarse sobre ella, dejando apenas un milimétrico espacio entre sus cuerpo, mientras acomodaba sus manos alrededor del cuello femenino, quizás en el impulso postrer de ahorcarla porque, quizás y sólo quizás, él tenía tanto miedo como ella de la fuerza que los impulsaba a tocarse, a unirse y a amarse. Pero la lucha estaba perdida; la atracción imántica que ambos desprendían era demasiado poderosa para ignorarla y todo lo que pudo hacer la Del Balzo fue mirarlo con odio, tratando de esconder el deseo brutal que sentía por recorrerle el cuerpo, por sentirlo estremecerse como ella misma se retorcía en esos momentos en que luchaba contra ese impulso animal que Târsil le provocaba.

Durante unos instantes, ninguno de los dos se movió y, si bien la expresión de odio no abandonó sus miradas, el poder eléctrico de su deseo fue más fuerte, para ambos. De pronto, la expresión del Cazador había cambiado; el odio seguía brillando intensamente en su mirada, pero ahora ésta se obscurecía y cedía lentamente al deseo y al placer que el cuerpo de Jîldael le incitaba. Ella estaba arqueada y jadeaba entrecortadamente, mezcla del cansancio de resistir su peso sobre ella, mezcla del anhelo que él le despertaba. Y cuando creyó que la ahorcaría hasta matarla, el Valborg la sorprendió con una mirada de curiosidad nueva, mientras una de sus manos se perdía en sus largos cabellos y los jalaba suavemente y la otra le recorría la silueta en una caricia que ella jamás pensó que él podría dedicarle. De un solo y feroz movimiento, la acomodó para que ella sintiera la fuerza de su deseo, casi enterrándole su masculinidad en el borde de su pelvis, muy cerca de su punto más sensible y secreto, aumentadas todas estas sensaciones por la delgada tela de su vestido que los acariciaba a ambos como una débil y deliciosa barrera de seguridad; y entonces Jîldael cerró los ojos, perdida en el placer violento que estaba experimentando y dejó escapar un gemido gutural, signo inequívoco de cuánto estaba disfrutando todo aquello.

Mírame. – le ordenó él, con voz seca y dominante a la que ella decidió no obedecer. Entonces, el Cazador, acostumbrado a mandar, tiró aún más de sus cabellos y repitió la instrucción: – ¡Mírame!

Y Jîldael lo miró... y se encontró con una mirada líquida, extraña... y caliente. Como el beso que le dio. Târsil le tiró aún más el pelo, echándola hacia atrás, mientras su lengua separaba los labios de la muchacha y se metía dentro de la boca femenina, dando paso a un incendio que ya no podían impedir ni detener. Valborg la recorrió completa, le apretó el pecho, le acarició el vientre y la tocó descaradamente entre sus piernas, provocándole el anuncio de un orgasmo. Jîldael sintió el calor moverse dentro de ella y deslizarse en su punto más delicado, humectándola y despertándola, como si hubiera muerto y resucitado, todo en un segundo.

Devuelta a la vida como estaba, ya no pudo quedarse quieta y lo acarició, con cierta felina violencia. Mordió sus labios, mientras se amoldaba al varón, separando sus piernas para que él pudiera acomodarse a ella; arañó su espalda sin miramientos, sabiendo que Târsil disfrutaba de ese toque salvaje e instintivo; perdida en el placer que el cuerpo del Cazador le había despertado, no tardó en perder sus manos en la parte baja, para acariciar la piedra caliente en que el sexo de él se había transformado. Un temblor quedo recorrió al hombre cuando se lo apretó sin miramientos y sonrió, satisfecha, sabiendo que él también lo estaba disfrutando, tanto como ella.

En ese aspecto, ninguno de los dos tenía ventajas sobre el otro y Târsil pareció comprenderlo cuando la aplastó contra el suelo, otra vez, pero ya sin el daño de momentos antes. La besó nuevamente, con violencia, con urgencia, con dominio y posesión, como si realmente quisiera que ella le perteneciera solo a él... La claudicación de Jîldael fue absoluta cuando comprendió que ella también lo deseaba, que sólo quería pertenecerle a él. Y si su cuerpo ardiente no era suficiente prueba, sus palabras terminaron de condenarla:

Tómame... – musitó con voz quebrada por el deseo – Cógeme y hazme tuya... por favor... – le rogó, al tiempo que lo besaba y le acariciaba el rostro y se perdía en el zafiro derretido de los ojos de Târsil.

Nunca más, después de esas palabras, bien lo sabía muy dentro de sí, volvería a ser la misma.

Y, por primera vez, no le importó.


***
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Mensaje por Târsil Valborg Lun Ene 09, 2012 9:22 pm

“El sexo no nos vuelve animales, ya somos animales”.


No había duda de que justo en esos instantes la sangre de Târsil hervía de manera descontrolada, bastaba ver su rostro enrojecido y ese montón de venas contraídas y notables sobre sus sienes, latiendo insistentemente a causa de la rabia, amenazando con reventar en cualquier momento. Su piel había empezado a transpirar a causa de lo enérgico que se había vuelto de un momento a otro, a causa del esfuerzo -que parecía mínimo en su musculoso cuerpo- al estar estrujando de esa manera a la pobre muchacha. Y definitivamente su paciencia era poca, él no era el tipo de persona que estaría dispuesto insistir una y otra vez hasta obtener las respuestas que exigía le fueran dadas, él hacía la pregunta una, quizás dos veces, pero no más; si después de esos escasos dos intentos no lograba su objetivo, entonces era momento de hacer uso de la fuerza bruta, aún cuando ya la hubiese tomado de aliada desde el inicio al maltratar a la joven de esa manera.

Estaba tan molesto que la habría matado sin problemas en ese instante, tenía la fuerza, la disposición y las técnicas necesarias para terminar de molerle a golpes el cuerpo entero hasta que yaciera sin vida sobre el piso como un vil despojo humano; poco le importaba que fuese una mujer, él no era caballeroso, él no era dulce ni delicado, él no hacía distinción de géneros en momentos como esos, no con sus enemigos. Ignoró el par de lágrimas que resbalaron por las mejillas de la muchacha a causa del dolor que le estaba provocando, ignoró también ese miedo en sus ojos almendrados que repentinamente apareció en su enemiga; de haber sido otra situación se habría sentido orgulloso de poder provocar tal cosa en ella, pero era tarde, tarde para tomar en cuenta pequeñeces como esas. Târsil, en su afán de ser el triunfador de esa guerra, pegó su cuerpo aún más al de ella, desapareciendo en segundos los escasos centímetros que los separaban y pudo sentir sin la interrupción que la ropa hubiese significado, el cuerpo femenino, la respiración agitada, la tibieza de esa piel ligeramente bronceada. No cortó en ningún segundo el contacto visual que había dado lugar desde el inicio, pero es que había algo en los ojos de la joven que lograba hacerlo sentir extraño, que lograba cautivarlo…excitarlo. Tal vez era el brillo felino en ellos o simplemente el desafío con el que no dejaba de devolverle la mirada, como retándolo a cumplir sus palabras, una indiscutible lucha de egos realizada a través de los ojos, en un intercambio de miradas. Daba casi la impresión de que jugaban a darse cuenta quién era capaz de desviar la mirada primero y quién lo hiciese, sería el perdedor. Jîldael era hermosa, era excitante, era quizás, tan salvaje como él…

Un puñetazo inesperado en el rostro de Târsil y el contacto visual fue interrumpido. Se había distraído, lo había tomado completamente desprevenido mientras le miraba plenamente embelesado y gozaba de esa cercanía entre ambos, aunque no quisiera admitirlo. El golpe en la cara había sido lo suficientemente fuerte como para sacarlo de ese sopor momentáneo y aclararle las ideas por al menos una décima de segundo. Se sintió estúpido -y probablemente lo era- por haber permitido que una mujer, y más una Cambiaformas, lo hubiese golpeado y se hubiese zafado de sus garras, pero no por mucho tiempo. Reaccionó rápido, su ágil cuerpo y sus maravillosos reflejos le permitieron moverse de la manera más astuta y efectiva. Giró su cuerpo y bastó que diera apenas dos largas zancadas para alcanzar a tomarla del cabello y tirar de él sin el menor pudor o sentimiento de culpa, arrancándole algunos cabellos y logrando que la mujer cayera al piso de espaldas, dándose un golpe fuerte en la espalda y cabeza. Mientras la joven intentaba reponerse del golpe, él aprovechó y se dejó caer pesadamente encima de ella para asegurar que esta vez no habría huida a menos de que pudiese dar una digna lucha cuerpo a cuerpo contra un maestro en el tema; todo su peso yacía sobre el aparente frágil cuerpo de la muchacha. Rodeó su estrecho y perfecto cuello con sus burdas manos, la piel áspera de sus dedos hacía contraste con la apetitosa y suave piel femenina. Y ejerció presión sobre el cuello de la Cambiaformas, pero no el suficiente como para ahorcarla o algo parecido, sólo quería asegurarse de que no volvería a darle una sorpresa como la que acababa de llevar a cabo al golpearlo. También colocó sus pies sobre las piernas de esta y sus rodillas sobre las manos de la mujer que yacían tendidas a sus costados. La tenía acorralada, indefensa, en una posición perfectamente aprendida a través de los años durante sus arduos entrenamientos en peleas.

Y así, él sobre ella, en un claro ejemplo de que pretendía ser él quién llevaría la rienda de las cosas de ahora en adelante, siguieron observándose. Él notó la rabia en los ojos de la joven y estuvo seguro de que ella reconocía su cólera en los de él, no eran tan distintos después de todo. Sin liberarla, acercó más su rostro al de ella con la intención de decirle algo, inclinándose hacia ella y ejerciendo un poco más de presión sobre el cuello con el movimiento. Pero las palabras no salieron jamás de su boca, la cercanía, su aroma, su temperatura, todo eso lograban distraerlo, lograban seducirlo, ¡esa maldita estaba logrando hacerlo ceder ante sus malditos encantos!

La respiración de Târsil nuevamente sufrió una mutación, su respiración se aceleró aún más en el momento en que sus ojos abandonaron los de ella y empezó a contemplar la belleza de su cuerpo. Cuando menos lo espero sus manos ya estaban tocándola, deslizándose desde el cuello, pasando por sus cabellos y finalmente terminando en las delicadas pero sensuales curvas que la fémina poseía. Mientras la recorría, notó como el vello de su cuerpo entero se le erizaba y sus poros cedían ante la inesperada excitación que se había suscitado a través del contacto físico; el deseo lo abrasaba, de eso no había duda y hacia tanto que no estaba con una mujer…al menos no con una como ella.

Por un momento su nublada mente pareció reaccionar y tuvo el impulso loco de liberarla y alejarse de ella lo más rápido posible, de gritarle que se largara y se mantuviera lejos de él; pero sus actos fueron precisamente los opuestos a los que su conciencia le indicaba. Hizo un ligero cambio de posición y con ello tuvo la posibilidad de lograr que las piernas de la mujer le rodearan la cintura; nunca la liberó, continuó teniéndola indefensa en todo momento, privada de poder defenderse, de poder huir o hacer cualquier otra cosa en su contra, aún cuando pareciera que era lo que menos estaba pasando por la mente de la joven en esos instantes. Ambos se miraban como queriendo devorarse y Târsil amaba y odiaba esa mirada en ella. La odiaba porque estaba obligándole a hacer algo que iba odiar hacer, pero que en el fondo se moría por hacer, algo que sabía estaría mal, pero que sabía que también sería delicioso y placentero, tal vez no sólo para él. La mujer gimió y cerró los ojos, él le obligó a abrirlos de nuevo, no iba a dejarlo solo en aquello, no estaba dispuesto a que fuese sólo su error y no el de ella, sería el de ambos y ambos cargarían con el brutal arrepentimiento después. La jaloneó, le gritó, le ordenó que los abriera y fuera así cómplice de la estupidez que estaban por permitirse hacer. Y cuando volvió a mirarlo notó que la rabia en sus ojos había disminuido, ¿o era sólo su imaginación? No, ella se lo corroboró cuando alzó sus manos ya libres y empezó a acariciarlo, a estrujar su miembro completamente endurecido y palpitante, caliente y febril. Târsil gozó de sus caricias y mientras ella le daba ese placer, él lo complementó con otro: se atrevió a besarla. Su lengua ansiosa buscó la de ella y se encontraron, enredándose una con la otra, gozando a la par de aquel acto puramente carnal que estaba por realizarse.

Târsil, presa ya de una pasión incontrolable y sin dejar de besarla, bajó sus manos hasta donde las de ella se encontraban masajeando su miembro, unió las suyas a esa serie de movimientos que tenían como fin aumentar la excitación que ya de por si era desbordante y juntos masajearon su virilidad; en el momento en que ella abandonó las caricias, él supo que era el momento, la bestia dentro de él ya había esperado demasiado. Mientras probaba de su saliva, él disfrutaba sus pequeños ruidos y movimientos desesperados, se frotó contra ella una y otra vez, causando que se hundiera en placeres fuera de sí, mientras estimulaba su sentido expectante. Jîldael le rogó, le imploró que no alargara más aquel momento que podía fácilmente ser tomado como sufrimiento y ante esas palabras no pudo más. Hizo caso a su petición y en su afán de no querer postergar más el momento y hacerlo lo más rápido posible, su mano izquierda bajó y se hundió en la entrepierna de la mujer, buscando la prenda femenina que lastimosamente impedía la esperada penetración, misma prenda que arrancó ejerciendo tan sólo un poco de su fuerza; la frágil tela cedió al instante, dejando así el camino totalmente libre. Su miembro, duro como una roca fue cómplice de su humedad femenina y la penetró por completo de tan sólo dos salvajes embestidas, tan fuertes que la mujer se unió a sus gemidos que dejaban entrever el dolor mezclado con el placer. Reconoció en segundos esa tibieza y esa suavidad recubriendo a su miembro, haciéndole perder la cordura, si es que aún le quedaba un poco de ella. Todo era como un estallido y mientras no cesaba de gemir como un animal siguió moviéndose, follándola con tal furia como jamás había follado a nadie, como si la odiara y estuviese castigándole haciéndole el amor.

Allí entre sus piernas lo olvidó todo, a sus padres, sus muertes, a su hermano, sus lágrimas, sus maltratos en el orfanato, la ballesta destruida, olvidó todo; hasta su propio y maldito nombre. Nuevamente hay que decir que, definitivamente, el ser un simple humano era su mayor inconveniente…
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Miér Ene 11, 2012 7:37 am

“El deseo nos fuerza a amar lo que nos hará sufrir”
Marcel Proust.


Muchos años después, cuando le preguntaron cómo fue su primera vez, Jîldael diría, sin lugar a dudas, que fue igual al estallido del universo.

La súplica que escapó de sus labios encontró fácil respuesta en el Valborg; tal parecía que él solo estaba esperando oírla para actuar. Los ojos del varón brillaron con una ferocidad nueva y un amago de sonrisa se esbozó en sus labios cuando la joven se lo pidió. Jîldael simplemente se había perdido en el deseo y no midió las consecuencias de tales actos; no le dijo tampoco que nunca antes había estado con otro hombre; no le dijo que, pese a toda su animalidad, ése era quizás el único aspecto en que todavía era una delicada flor.

Târsil la apegó más a él y deslizó una de sus manos hasta el lugar en donde su ropa interior les impedía unirse; con una habilidad maestra, desgarró la prenda y se la quitó; mientras él rompía la débil barrera, ella se las arregló para quitarse el delgado vestido y por fin dejar su cuerpo completamente desnudo. El contacto entonces fue el incendio largamente esperado: sus pechos llenos se endurecieron más, su vientre se erizó en el placer, su boca bebió del sabor de Târsil y, cuando ya no podía más de la espera y de la calentura, Târsil la penetró en solo dos violentos y definitivos movimientos. Jîldael soltó un grito desgarrador, mezcla del placer, mezcla del dolor y unas cuantas lágrimas resbalaron de sus mejillas, mientras se arqueaba completamente, sintiéndolo dentro de ella, follándola, partiéndola en dos, empalándola hasta el final. Sentía que podía morirse del dolor ahí mismo y comprendió, sin embargo, que todo lo que deseaba en la vida era seguir sintiendo ese dolor para siempre.

Pudo entender, por primera vez, por qué sus padres se habían amado con tal pasión: pocas cosas superaban el placer que el sexo provocaba. La obligaba a arquearse, la dejó sin aire más de una vez; las embestidas violentas de Târsil la rompieron y la hicieron sangrar, ella misma se volvió una bestia en el más literal de los sentidos: lo mordió en el cuello, gritó como una gata en celo, como un animal, enajenada en el placer, y araño la espalda masculina, como si quisiera tatuarla con sus afiladas uñas. Aquél era un dolor exquisito, una especie de catarsis, de gloria, de anulación completa de la razón, una abdicación absoluta del intelecto a los pies de placer sexual; y a ella, altiva y orgullosa, fría y calculadora, no le importó renegar de todo aquello que la definía hasta ese momento; se arqueó completa, siguiendo los movimientos que la embestida de Târsil le obligaba a ejecutar. El calor húmedo de su cuerpo creció hasta ser un hervidero y se corrió una y otra vez y, sin embargo, el clímax final todavía no llegaba. No sabía, y lo descubrió en ese momento, que podía tener orgasmos sucesivos; ni sabía tampoco, pero lo intuía, que ello sólo se consigue de mano de un amante experto. Y Târsil era de seguro uno de los más expertos amantes en toda Francia.

Un destello de celos se dibujo en su rostro cuando pensó en las otras mujeres que compartieron su cuerpo y lo arañó con mayor bestialidad, enojada, celosa y amante; quería ese placer solo para ella, quería ese dolor exclusivamente para ella y, de algún modo, tales pensamientos la sacaron momentáneamente del embrujo que la había cautivado momentos antes, pues, en medio del dolor, del placer y de los incontables fragmentos en que su pensamiento se había dividido, tuvo la fuerza de ánimo de mirarlo. Sonrió complacida; su compañero estaba disfrutando de ese momento tanto como ella. Por un instante, se imaginó una vida junto a él y casi lloró; en alguna parte, muy perdida dentro de sí misma, su razón se burló de tales aspiraciones: ellos eran enemigos y ni siquiera el mejor sexo cambiaría tal verdad. Jîldael estuvo a punto de recuperar su cordura y poner alto a tal demencia de la que ambos ciertamente se arrepentirían después. Casi perdió el calor y el placer y estuvo a segundos de enfriarse, pero entonces él salió completamente de ella, metió los dedos en el sexo femenino y lo abrió y, sin quitarlos de allí, volvió a penetrarla de un solo y feroz movimiento, llevándola así al más violento e incontenible de todos sus orgasmos. Se arqueó, perdida en los estertores del placer, se revolcó sintiéndose una verdadera puta, completamente empalada y jodida hasta el final y sintiendo verdadero placer de serlo. Nada, nada en el mundo era más delicioso que sentirse llena de Târsil, hasta el final. Sintió su miembro duro, caliente dentro de ella, sintió los dedos acariciándola por dentro, volviéndola loca de la calentura, obligándola a restregarse contra él frenéticamente, como una posesa, y comprendió que prefería morir antes que dejar de sentir la infinidad de deliciosas sensaciones que él le estaba prodigando.

Con él entre sus piernas, Jîldael olvidó todo lo demás: a su padre asesinado, sus aprensiones, su desconfianza natural, su instinto de sobrevivencia, su razón... Todo se perdió para ella y lo único que existía y que existiría desde ese entonces sería el poder de Târsil para revolcarla en el sexo.


“Definitivamente, estúpida Jîld”...


***
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Mensaje por Târsil Valborg Lun Feb 27, 2012 7:14 pm

"¿Es sucio el sexo? Sólo cuando se hace bien."
-Woody Allen.


Algo que también era verdad es que nadie nunca le había mostrado a Târsil sobre modales, cosas tan sencillas como decir “gracias” y “por favor” a menudo las consideraba irrelevantes y esto frecuentemente provocaba desencadenar la mas pura molestia en sus compañeros o cualquier persona que llegara a tener contacto con el. Tampoco se le había enseñado como tratar a una mujer, había estado con muchas, eso era cierto, prostitutas en su mayoría, mujeres a las que después de brindar una cantidad monetaria podía poseer de la manera que le diera gana, sin reproches, sin limitaciones. Târsil siempre había sido uno de esos clientes que solicitaba sexo rudo, tan rudo y tan salvaje que no cualquiera estaba dispuesta a soportarlo, a menos que tuviera mucha necesidad de dinero o gozara el sexo de ese tipo. Jamás alguien se había tomado la molestia de indicarle al joven que las mujeres merecen un trato diferente, sobre todo a la hora de intimar y si se toma en cuenta la carencia de sensibilidad que este siempre ha poseído, puede entenderse la manera tan bestial en la que estaba haciéndole el amor a Jîldael. Los movimientos eran toscos, poco cuidados, casi insensibles y todo lo que hacía no lo hacía preocupado por que ella disfrutara también de aquel momento, era todo malditamente ególatra, con el único fin de satisfacerse él. Esa mujer que yacía bajo su cuerpo, empapada en sudor y jadeando, era su enemiga, esa maldita que seguramente lo habría aniquilado de no haber poseído esa estupida sensibilidad que le atribuía por el hecho de ser mujer y después de todo, era una suerte que lo fuera.

Los movimientos brutos continuaron, cada vez que sentía que el orgasmo estaba cerca, disminuía la velocidad y aumentaba la intensidad con el fin de prolongar más ese momento definitivo. Quería seguir gozando de ese cuerpo que era sólo suyo, al menos por esos instantes y quería gozarlo en todo su esplendor. No se conformó con penetrarla como había estado haciéndolo durante los últimos momentos, también quiso que sus manos exploraran. Sin dejar de jadear, sacó su miembro de la húmeda cavidad de la muchacha y sin dudarlo fue su mano derecha la que se encargó de llenar nuevamente esa cavidad. Empezó a frotar sus dedos, a sumergirlos en esa suave y tibia carne, en esa humedad que le facilitaba todo y comenzó una serie de movimientos de mete y saca, simulando que su mano era su miembro, penetrándola de esa manera. En segundos pudo darse cuenta de cómo el cuerpo de Jîldael se tensaba, como empezaba a arquearse y a jadear con más fuerza; pudo ver su hermoso rostro cubierto de perlas de sudor Y cuando alzó la vista oudo ver también el placer impregnado en sus delicadas facciones. Era un ángel, un ángel extasiado, el rostro de Jildael gritaba por más, veneraba ese momento, le hacía saber cuanto lo estaba gozando; le exigía que no se detuviera y Târsil la complacía, lo hacía para complacerse a sí mismo porque no había duda de que estaba gozando tanto o quizás más que ella ese momento.

Incapaz de seguir alargando el momento, sacó su mano y volvió a introducir su miembro, el cual entró sin problemas una vez más, hundiéndose hasta lo más hondo del ser de aquella muchacha a la que ni siquiera había preguntado su nombre. Los movimientos ondulantes continuaron y poco a poco la velocidad en ellos fue en incremento. Târsil sintió la gloria cerca, rozándole los talones y esta vez decidió entregarse a ella. El orgasmo empezó a fluir, sintió como su cuerpo entero cedía ante ese momento lleno de placer y la arrastró a ella junto con él hasta el abismo. Sus fuertes manos se aferraron a los brazos de la muchacha, dejándole saber así que se correría en cualquier momento. Y en medio de rápidos y salvajes movimientos, Târsil no demoró en experimentar la «pequeña muerte». Bufó como un animal descontrolado cuando el orgasmo recorrió su cuerpo, mismo que se tensó de manera inimaginable para después hacer completamente lo contrario: caer en un sopor momentáneo en el que poco le importaba lo que acababa de hacer. Lleno de paz y alivio se dejó caer a un lado de la muchacha y con las manos estiradas a los costados observó el cielo de aquella choza. Poco a poco su mente se fue aclarando, llegando a ella la conciencia y tras de ella el remordimiento. Fue hasta entonces que Târsil se percató del grave error que acababa de cometer al tener sexo con su peor enemiga. Se incorporó hasta quedar sentado y así permaneció durante algunos minutos, dándole la espalda a la que acababa de convertir su amante.

Ahí, en esa misma posición e incapaz de poder decir alguna palabra, se llevó ambas manos al rostro y con ellas secó parte de la sudoración que aún tenía sobre la piel; se lamentó una y otra vez por lo sucedido y por un minuto no supo que hacer. Se puso de pie con rapidez, la única respuesta que obtenía de su mente era que quería estar lejos, o mejor dicho, que debía estarlo. Nunca se giró para ver a Jîldael, para preguntarle como se encontraba o si lo había disfrutado, lo único que deseaba era salir de ese lugar lo más rápido posible. Fue hasta la habitación en la que había despertado hacia menos de media hora y se sentó sobre la cama, con el rostro gacho y semblante afligido. Pensó en todo lo que había echado abajo por ese momento en el que no había podido dominar sus propios instintos y se sintió el hombre más miserable del mundo, el traidor más grande que jamás había conocido. Por primera vez en la vida se odió con todas sus fuerzas, deseo no haber nacido.
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Cacería... ¿Presa o Predador? {+18}  {Târsil Valborg}  Empty Re: Cacería... ¿Presa o Predador? {+18} {Târsil Valborg}

Mensaje por Jîldael Del Balzo Dom Mar 04, 2012 10:33 am

“El que se arrepiente de lo que ha hecho es doblemente miserable”.
Baruch Benedict Spinoza.


Hubo un segundo en que estuvo segura de haber muerto; en ese segundo, sintió que todo lo que no había vivido pasaba delante de ella, que todo se perdía en un estallido de olores, de sensaciones y de un caos tan absoluto como delicioso. Con el paso de los años, comprendería que tratar de definir un orgasmo era casi tan imposible como definir el sentirse enamorado; quizás, la comparación era burda, pero ella sabía que era del todo sincera y justa.

Jamás tendría palabras para describir la dependencia que nació en medio del odio; sin darse cuenta, había firmado su sentencia de muerte y, por unos deliciosos instantes –en que su consciencia simplemente desapareció de su ser– eso no le importó. Durante esa diminuta fracción del tiempo en que le arrancó un poquito de gloria a la eternidad, Jîldael se habría dejado matar por Târsil, así de perfecta, infinita y feliz se sentía; tan poderosa que no temía a nada, ni siquiera a morir.

Pero ese instante, infinito en un segundo, al segundo siguiente ya no existía.

Lo sintió derrumbarse sobre ella; la besó con una pasión bestial, la amarró en un abrazo que le decía que nunca la dejaría ir otra vez y, cuando el estado de placidez los dominó a ambos se recostó a su lado, rompiendo todo contacto con la joven. Y en el instante preciso en que sus cuerpos dejaron de tocarse, el hechizo tan maravilloso que el sexo había tejido entre ambos comenzó a esfumarse. Poco a poco, el Cazador y la Presa volvían a tomar el control de la situación; el odio, apenas amainado en el placer compartido, regresaba ahora, de mano de la culpa y la abominación. Cuando Jîldael fue consciente de lo que había hecho, sintió como si el mundo entero cayera a sus pies.

Parecía (y quizás aquello era lo único que le ofrecía consuelo en esos momentos) que Târsil estaba padeciendo el mismo tormento que la Del Balzo; lo sintió incorporarse y tallarse el rostro con cierta ruda actitud, como si peleara por encontrar una excusa que salvase a su orgullo de semejante delito... Pero, bien lo sabía Jîldael, no había escapatoria; ninguno de los dos tuvo el valor necesario para renunciar al placer exquisito que sus cuerpos los arrojaron y ahora, deberían vivir con esa culpa por el resto de sus días.

Jîldael se acurrucó, en posición fetal y clavó sus ojos en la espalda perfecta del Valborg; estiró su diestra y estuvo a punto de tocarlo, pero entonces, él, sin mirarla ni por un segundo, se puso de pie y se encerró en el cuartucho en donde ella le había salvado la vida... quizás, hasta hubiera sido mejor dejarlo morir; pero ya era tarde para semejantes lamentaciones. La razón, acallada y suprimida con tanta facilidad en medio del fragor corporal, volvía ahora solo para destruir toda anterior felicidad. Jîldael se sintió derrotada y completamente abatida; de pronto, toda su vitalidad se había esfumado y era incapaz de moverse de ese suelo yermo que lastimaba su ya violentado cuerpo.

Solo había una verdad absoluta en esos instantes, y de esa verdad no volvería a desprenderse en lo que le restara de vida:

Ella y Târsil eran enemigos y se habían convertido en amantes.

¿Cómo pudo sucederle algo así? No lo sabía, pero sí sabía que si volvían a encontrarse alguna vez en la vida, Jîldael estaría perdida, porque no podría resistirse al magnético encanto que Târsil ejercía sobre ella. Se había convertido en una adicta al Inquisidor y comprendió que él había tomado el control de su vida para siempre. Supo, en ese momento (y la ira le provocó un pequeño ataque de llanto), que la única persona en el mundo que tenía el poder de someterla y acabarla era su peor enemigo y que, para su desgraciado orgullo herido, había sido ella misma quien le había dado la fórmula para destruirla.

Perdida en su propia acusación, se amarró a sí misma buscando el consuelo que nadie podría darle nunca más; lloró en silencio las que fueron sus más amargas lágrimas y quiso gritar del horror que sentía, pero su cuerpo no le obedeció. Tampoco trató de ir contra Târsil; sabía que la única manera de ser libre de él era asesinándolo, y sabía que jamás lo haría. No lo culpó por lo ocurrido, ni siquiera era capaz de odiarlo; más bien, volvió toda su artillería contra sí misma; había sido estúpida en toda la vasta extensión de la palabra y no importaba lo que hiciera, jamás encontraría el perdón a su pecado. Abatida sobre sí misma, dejó que toda su miseria aflorases en esos momentos y se sintió la criatura más desdichada en todo el mundo. Se abandonó al dolor, a la rabia y a la resignación. Y cuando todo ese caos se quedó atrás, un vestigio de voluntad la impulsó a ponerse de pie.

Sin embargo, las cosas no iban a ser tan sencillas; en cuanto se movió unos centímetros, todo su cuerpo aulló de dolor. Era como si cada terminación nerviosa hubiera recibido el ataque de mil alfileres envenenados; sentía como si en vez de sudor, estuviera empapada en algún veneno electrizante y torturador; no obstante ello, se obligó, con toda la voluntad que le quedaba, a resistir la masacre física que estaba experimentando y logró ponerse de pie solo para descubrir el verdadero alcance de su ignominia. Con una vergüenza indecible, descubrió que un grueso hilo de sangre caía por entre sus piernas. El signo definitivo de la pérdida de su virginidad –del que habría tenido que sentirse tan orgullosa– parecía ahora la prueba final de su sentencia, que la condenaba a vivir con la culpa y la vergüenza por el resto de sus días.

Agradeció, por primera vez, que su padre estuviese muerto y que no tuviese que enfrentar la mancha con que su hija enlodaba el nombre familiar. Con las lágrimas obnubilando su vista, logró apenas dar con su ropa y con movimientos torpes y aletargados, consiguió vestirse; con otro poco de su escasa voluntad, se empujó a salir de la casa, pero no llegó muy lejos; no tenía el valor de volver con su Maestro y confesarle lo que había ocurrido; casi podía imaginar la cara de decepción que Charles trataría de disimular para hacerla sentir mejor; casi podía oír la compasión escondida en los consejos del Mayordomo y comprendió que no lo soportaría.

Buscó una y mil maneras para evadir la culpa, el dolor y la vergüenza que sentía en esos momentos, pero no encontró sino un solo camino, tan crudo y descarnado que las piernas le temblaron y por unos segundo consideró la posibilidad de vivir como una paria olvidada de la sociedad, incapaz de vengar la muerte de su padre. No; ella no podía hacerle eso a Charles; ella era el último y orgulloso rastro en la Tierra de la sangre real de sus ancestros; debía hacer honor a ese abolengo, aunque ello implicase el sacrificio que estaba a punto de hacer. Respiró, procurando encontrar la calma en la decisión tomada y, cuando se sintió con el valor suficiente, volvió a la choza.

Se detuvo unos instantes en la cocina para tomarse el tiempo de beber el café que tanto había anhelado antes, luego de lo cual buscó la daga que alguna vez obsequiara a Sho y que esperaba el japonés hubiera olvidado allí. Tuvo suerte cuando, en un redoble de la paja que cubría el techo de la choza, pudo encontrar la lujosa arma, reliquia de la familia de su madre y que su padre le diera al nipón por curar a su descarriada hija la única vez que, siendo niña, casi se mató. Suspiró y pidió perdón a la memoria de su progenitor, luego de lo cual se metió al cuartucho en donde Târsil se refugiaba de ella y lo encaró.

Se paró justo frente al Inquisidor y le extendió la daga sin mayores ceremonias:

Está afilada, desde hace quinientos años. Es la mejor daga que jamás encontraréis en todo el mundo, la más certera y letal de todas. Espero que os compense por la ballesta que os arrebaté.– musitó sin emoción alguna, pero no esperó respuesta; aún con la mano extendida, ofreciendo el arma a su enemigo, luego de la breve pausa, prosiguió: – Terminemos con lo que empezamos hace tres días... Me buscabais para matarme, pues aquí me tenéis; no os pondré resistencia, ni lucharé contra vos. Sois libre de matarme en este preciso instante. Mi vida es vuestra y lo mejor que podéis hacer por mí es quitarme la deshonrosa llama vital que me obliga a existir y que me condenaría a la humillación perpetua si no acabáis conmigo en este preciso instante.


***
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Cacería... ¿Presa o Predador? {+18}  {Târsil Valborg}  Empty Re: Cacería... ¿Presa o Predador? {+18} {Târsil Valborg}

Mensaje por Târsil Valborg Jue Mar 22, 2012 2:48 am

"Hacerle creer a una mujer que la odias cuando en realidad la amas es la peor de las cobardías."


Sin darse cuenta, Târsil se había convertido en eso en lo que toda su vida orgulloso y empecinado había intentado no sucumbir: en un cobarde. Durante toda esa vida llena de deseos de venganza y recuerdos por sus seres amados perdidos había encarado a cientos de demonios, de todo tipo, desde los más inofensivos hasta aquellos que con una mínima mirada eran capaces de hacer sucumbir al terror al más guerrero de los suyos. Târsil los había matado a todos, en eso consistía parte de su fama, en su precisión a la hora de acabar con sus enemigos, sin pestañear, sin dudar, sin un mínimo atisbo de miedo; pero era incapaz de mirar de frente a la mujer que había convertido en amante. ¿Qué diferencia había entre ellas y todas esas que habían pasado por su cama? Ninguna, no había ninguna, no debía. Pero la había. Ahí sobre esa cama en la que la misma mujer le habia salvado la vida, esa de la que tanto ahora renegaba haberla hecho suya, se sintió perdido; quiso encontrar una solución a su problema, porque sí, ella era su problema, lo había sido desde el momento en que le había sido asignada la tarea de acabarla y estupidamente había terminado enredándose con ella. ¿Cómo demonios le explicaría eso a los demás?, ¿cómo se suponía que debía explicárselo a sí mismo? Se golpeó la cabeza con sus propias manos, una y otra vez para después terminar observando su superficie rasposa e recordar lo suave que era la piel de ella a diferencia de la suya; en su afligida mente se agolparon los vestigios del momento tan maravilloso y placentero que había tenido en su vida y como si se tratasen de los mas horrorosos y denigrantes hizo todo por apartarlos de su cabeza.

No era posible que Târsil Valborg estuviera perdiendo la cordura de aquella manera y mucho menos por una hembra. Intentó disipar la horda de pensamientos que le hacían dudar entre lo correcto y lo que tanto estaba deseando poniéndose de pie y girando su cuello una y otra vez, provocando el crujido de sus huesos. Dándose cuenta de que aún iba desnudo, se puso una pequeña misión que consistía en encontrar algo que pudiese vestir en medio de aquel caos. Debajo de esa cama en la que un par de días antes había estado agonizando, en un pequeño cesto de mimbre encontró algunas prendas masculinas, humildes y que para nada eran de su estilo, pero que cumplirían al menos con la tarea de cubrir su cuerpo cuando el momento tan esperado de escapar de ahí por fin llegara. Cuando tuvo las prendas colocadas se dedicó a buscar algún arma pero no tuvo tanta suerte como la había tenido con la ropa; se resignó entonces a tener que cruzar el bosque completamente desarmado, después de todo nada podía ser peor de lo que ya había hecho ese día. Se dirigió hasta la puerta pero antes de que el pudiera abrirla ya ella lo había hecho. Se sintió abrumado cuando se encontró cara a cara con Jîldael, su belleza era digna de desarmar a cualquier hombre, de convertirlo en un estúpido, pero él ya había sido lo suficientemente estúpido esa tarde como para volver a sucumbir. Ya había tenido lo que todos esos hombres seguramente habían deseado tener cada vez que eran testigos del encanto que poseía la fémina; ya había sido suya, completamente suya, aunque ahora estuviera renegando de ello, aunque ahora sintiera que le quemaban todas esas zonas en su cuerpo que ella había besado y acariciado. Târsil era tan cabezota, tan orgulloso y con un ego tan inmenso que era imposible que admitiera que Jîldael lo volvía loco; tendrían que haberlo sujetado y obligado a hablar de querer escucharlo de sus labios, tendrían que haberlo torturado salvajemente para lograr verlo escupir la verdad. Y tal vez ni así lo hubiese hecho…

Le sostuvo la mirada cuando la ojiverde se poso frente a él y sin más preámbulos le ofreció el arma que sostenía en las manos. En la boca del Inquisidor se dibujó una tenue curva que podía ser el leve signo de una sonrisa que jamás salió a la luz, no luego de las palabras con las que Jîldael le entregaba su vida, pidiéndole que la liberara de esa culpa y se liberara él con ella. Valborg la observó incapaz de decir algo por algunos instantes en los que seriamente consideró la idea de hacerle caso; en la mente del cazador se agolparon una serie de imágenes que procedían puramente de su imaginación, imágenes en las se contemplaba a sí mismo masacrando con rabia el pequeño cuerpo de su enemiga ahora amante. Y no le gustó, lejos de que deseaba en el alma poder acabarla, también le carcomía el alma la posibilidad de perderla. Definitivamente se había vuelto loco si desaprovechaba esa oportunidad que ella misma le ofrecía. Mientras le habló se vio reflejado en sus ojos y pudo verse a sí mismo declarándose un completo demente. - ¿No lo entiendes?, matarte no serviría de nada. La única forma en la que podría liberarme de este maldito veneno sería matándome yo mismo. Sólo así podría erradicarlo por completo, sólo así sería capaz de salvar un poco de ese honor que perdí al haberme enredado contigo. ¿No lo sientes, la maldición recorriéndote el cuerpo? Estoy seguro de que lo sientes, pero nunca lo sentirás como yo lo siento. Soy indigno de todo ahora, soy tan repugnante como todos ustedes, los malditos; deberían cazarme como a ustedes. Soy tan merecedor de una muerte lenta y dolorosa como lo fuiste tú desde el momento en que naciste. - No, no hacía falta hacer uso del puñal, Târsil poseía sus propias armas, afiladas y venenosas como ninguna otra: sus palabras; crueles, gélidas. – ¿Humillación dices? – Soltó una risa amarga y socarrona. – ¿Qué sabes tú de humillación, niña? Mírate, -se alejó un poco y con sus manos grandes la señalo como si de verdad pensara que ella se contemplaría a sí misma.- has vivido toda tu vida como has querido, rodeada de lujos, sin una misión más que derrochar la fortuna que seguramente tienes. No, tú no sabes lo que es la humillación, tu peor pesar de este día es haberte revolcado en ese piso burdo, lleno de polvo y no en una cama. – Al terminar de rociar sobre ella toda su ponzoña, desvío la mirada y ya sin una gota de sorpresa pudo darse cuenta de que la noche había vuelto a hacer acto de aparición y que lo había encontrado una vez más, allí, con ella.

Sin prestar atención a la explicación de la muchacha en la que aseguraba que aquel instrumento era una reliquia muy efectiva –y además muy hermosa, debía admitirlo- desvio la mirada, incapaz de concebir lo que escuchaba. - No necesito tus armas. No quiero nada de ti, date cuenta de una vez. – De haberla aceptado sabía que esa arma sólo podría llevar un nombre: el de ella. No importaba que nombre le pusiera, siempre le recordaría a ella y recuerdos de ese día en el que había traicionado sus principios y la memoria de sus padres y hermano era lo que menos estaba deseando tener. - No voy a matarte, pero quiero que escuches muy bien lo que voy a decirte. – Acortó la distancia entre ambos, se acercó a su rostro, a ese rostro que minutos antes había besado con pasión y desenfreno, ese mismo rostro que había visto deformarse a causa del placer. La miró con odio, con odio y pasión. – No voy a asesinarte, pero quiero que nunca jamás te cruce por la mente buscarme. No quiero volver a verte, así sea casualmente; quiero que desaparezcas de mi vida porque juro por ese dios al que supuestamente sirvo que si ese día llega seré yo mismo quien acabe contigo. ¿Entendiste? – Tanto veneno, tanta culpa…tantas mentiras.
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Sáb Abr 07, 2012 11:39 pm

“Hay dolores que matan: pero los hay más crueles, los que nos dejan la vida sin permitirnos jamás gozar de ella”.
Antonie L. Apollinarie Fée.


Él la miró con toda su atención, tan fijamente que ella se vio obligada a cerrar los ojos para resistir el impacto de la estocada que tan segura estaba de recibir. Una suave sonrisa se dibujó en su rostro y su espíritu fue verdaderamente libre de toda culpa y vergüenza. El orgullo de su estirpe la ennoblecía y la elevaba al podio de los Mártires y la felicidad de su expiación alcanzó a dibujarse en su faz por apenas unos instantes...

Pero esa estocada nunca llegó y Jîldael tuvo que abandonar ese pequeño segundo de libertad en que se resarcía de todas sus culpas. Cuando abrió los ojos nuevamente, Târsil tenía una expresión inescrutable; tan lejos de ella estaba, tan extraño y desconocido le resultó que la joven sintió horror; por primera vez, desde que se enfrentaron, se sintió pequeña y desarmada ante el coloso que era su enemigo y había sido su amante.

Y si algo peor había a la mirada que la destrozó, eso de seguro fueron las palabras que vertió sobre ella, como el más puro y fatal de los venenos:

¿No lo entiendes?... – una tras otra, la atravesaron como un sable que corta una flor, y sintió que la vida se le escapaba en las lágrimas que intentó contener infructuosamente; retrocedió, dolida y asustada, hasta la entrada del cuarto; perdió la fuerza de su cuerpo y, sin darse cuenta siquiera, dejó caer la daga a los pies de él, como una ofrenda postrer de sí misma. Pero resistió la dura embestida verbal de él; se obligó a no ceder al dolor o la vergüenza apretando sus manos contra el dintel de la puerta con tal violencia que astilló la madera y se lastimó la palma, pero no se marchó y escuchó cada amenaza de Târsil. Y él, omnipresente, desalmado y despiadado, no se detuvo en su tortura, ni porque ella se encogiera, destruida por todo lo que estaba oyendo – ¿Qué sabes tú de la humillación, niña?... – fue precisamente aquella frase la que la hizo reaccionar, la que le regresó el perdido orgullo y que la envalentonó para mirarlo de frente y no apartar su mirada de la de él.

Lo cierto era que él no sabía absolutamente nada de ella; tan poco sabía de la joven, tan equivocado estaba sobre ella que Jîldael tuvo que hacer un esfuerzo considerable por no reírse en la cara de su enemigo.


“¿Que qué sé de la humillación, maldito cretino? ¡Tú no sabes lo que es deberle la vida a alguien que siempre te odió! ¡No sabes lo que es arrojarte a las letrinas llenas de mierda y vagar por días enteros en las malditas alcantarillas de París!... Yo he vivido comiendo ratas, encerrada en cuevas, padeciendo frío; he sabido de riquezas más opulentas de lo que jamás llegarás a saber y he sabido de miserias que tu orgulloso semblante ni siquiera podría imaginar... No sabes nada de mí... Y nunca lo sabrás...”

Aquellos pensamientos fluyeron iracundos y veloces y quiso gritárselos hasta reducirlo a la nada; quiso abofetarlo; quiso saltarle encima como la gata que era; tan herida estaba por sus palabras que, gustosa, le habría deformado el hermoso y duro rostro, pero no hizo nada de todas esas cosas. Por un instante, ella había sido grande y poderosa. Al instante siguiente, solo era una niña herida que no sabía cómo protegerse...Bajó la vista, humillada y herida y no le permitió que viera cuánto la había lastimado en su amor propio. No obstante, tal parecía que el Inquisidor no se daba cuenta de su calvario interior, del horror que la carcomía, de la angustia... y tampoco del deseo y del amor que él le despertaba y que destruían la poca dignidad que le quedaba a esas horas de la noche. Mucho de lo que Târsil le dijo esa noche, Jîldael no lo recordaría al día siguiente, pero jamás iba a olvidar la última sentencia:

No voy a asesinarte, pero quiero que nunca jamás te cruce por la mente buscarme...; quiero que desaparezcas de mi vida porque juro por el Dios al que supuestamente sirvo que si ese día llega, seré yo mismo quien acabe contigo...

Aquello la obligó a mirarlo de frente para calibrar qué tan en serio hablaba él. El absoluto convencimiento en su mirada le hizo saber que Târsil no estaba jugando y que cumpliría su amenaza sin el menor remordimiento.

Lo odiaba.

Con toda su alma...

O eso quiso meter en su cabeza, pero falló. Sabía que no podría lastimarlo; que primero dejaría que él la matara antes que hacerle daño y supo que estaba perdida y que si deseaba seguir viviendo, tendría que apartarse del camino del Inquisidor por el resto de su vida. Y, con una especie de azote, supo que viviría sin vivir y no estuvo segura de poder soportarlo... Con horror comprendió que no sólo deseaba al Inquisidor..., sino que también y sobre todo lo demás, lo amaba. El entendimiento tan cabal de sus emociones estuvo a punto de tirarla al piso, de romper todas sus barreras haciéndola perecer de la locura. Pero aquello era solo un via crucis interior, del que su enemigo jamás llegó a enterarse... ¿Había nombre para aquello que acababa de descubrir? ¿Cómo se le llamaba a una mujer que se enamoraba de su peor enemigo?: Masoquista... O imbécil... Cualquiera de las dos le quedaba bien.

Le sostuvo la mirada con las últimas fuerzas que le quedaban y con toda su voluntad se empeñó en que él no llegase a vislumbrar lo que realmente sentía:

No os preocupéis... Si volvéis a verme, es que he decidido morir. – le dijo con una voz tan ponzoñosa, tan cargada de odio y desprecio que sintió miedo de sí misma, de su mentira y de su actuación, pero no se amilanó. Era demasiado tarde para cualquier tipo de arrepentimiento.

Sin embargo, tampoco era capaz de mantener en pie semejante falacia por mucho más tiempo; si se hubiera quedado un segundo más, tan solo un segundo más, su enemigo –diestro en el arte de la tortura– habría sacado en limpio toda la horrible verdad sin el menor esfuerzo. Su único orgullo ahora consistía en que Târsil jamás lo supiera y por eso, Jîldael giró sobre sus talones y se largó, sin mirar atrás ni una sola vez.

En cuanto salió al exterior, dejó que todo su dolor corriera en las incontables lágrimas que resbalaron por su rostro, pero no dejó de correr y no miró hacia la choza. Tampoco le importó la oscura noche y los incontables peligros que la acechaban. Se olvidó absolutamente de las hordas de Cazadores o Inquisidores que la buscaban para convertirla en trofeo. Simplemente, corrió con todas sus fuerzas y cuando su humanidad la traicionó, se convirtió en la pantera negra que todos estaban buscando y continuó su alocada carrera con el solo y firme propósito de alejarse lo que más pudiera del Inquisidor que ahora era dueño de la única parte de sí misma que era la clave para matarla.


***
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Mensaje por Târsil Valborg Lun Abr 30, 2012 4:32 am

"Hay despedidas que sólo significan una cosa: la imposibilidad para olvidar lo que se pretende dejar atrás."


La observó dar media vuelta y largarse sin siquiera girarse una sola vez, no era que él esperara que lo hiciera, o tal vez sí, el caso es que era demasiado obstinado y terco, tan empecinado en esa idea de que acababa de traicionarse a sí mismo revolcándose con ella como para pretender que ella le prestaste el mínimo de atención o le dedicara más palabras antes de irse. En parte agradeció que ella le hubiera dicho aquello, que hubiera entendido a la perfección que si volvían a encontrarse uno de los dos terminaría muerto y que sería ella sin dudas ya que a él no le temblaría la mano y no habría accidentes con víboras esta vez como le había pasado ese maldito día. En el fondo le aliviaba que Jîldael tuviera bien grabado en la mente que si volvía a acercársele él la estaría esperando para asesinarla, eso le garantizaba que no la volvería a ver -cosa que en el fondo le pesaba-, nadie en su sano juicio iría a buscar la muerte por su propio pie y menos cuando la tenía asegurada.

Cuando Jîldael desapareció de su vista, Târsil se desplomó sobre la cama y sentado en la oscuridad se recriminó una vez más el montón de estupideces que habían ocurrido en tan sólo unas cuantas horas; le costaba aceptar que acababa de actuar como un completo imbécil y que cualquiera que llegase a enterarse de lo que había pasado en esa cabaña perdida en el bosque sentiría asco y desprecio por él, aunque no más del que ya estaba sintiendo el mismo. Pero nadie se enteraría, nadie tenía porque hacerlo; él se enacargaría de eso, se llevaría a la tumba el nombre de esa mujer y lo que habían hecho ese día. — Eres un completo idiota. — Se dijo en voz baja pero rabiosa, y como si con ese acto inmaduro lo liberara de un poco de culpa, se abofeteó a sí mismo en tres ocasiones, los golpes sordos retumbaron en la humilde habitación y sus mejillas permanecerían encendidas a causa de los golpes. Era difícil determinar la verdadera razón por la cual el Inquisidor se había golpeado de esa manera, tanto podía ser por la culpa y rabia de haber caído en las redes de la Cambiaformas como podía ser también por el hecho de no poder evitar sentir culpa por las últimas palabras que le había dicho, la manera en la que la había amenazado y expulsado de su vida, porque pese a todo el odio que estaba sintiendo por ella no podía negar que le atraída y mucho, más de lo que debería. Târsil no lo imaginaba pero esa noche soñaría con ella y en sueños y volvería a experimentar ese momento que habian compartido ambos durante el sexo, la nombraría entre sueños y volvería a sentir la textura de su piel y su cabello entre sus dedos, volvería a oler ese aroma dulce que desprendia su cuerpo; pasaría en vela gran parte de la noche pensando en lo que había hecho, imaginando que sería de la vida de Jîldael y si tal vez volverían a encontrarse; también se preguntaría si ella lo odiaría el resto de sus dias y si lograría olvidar todo más fácil que él. Esa noche desearía volver a verla, desearía con el alma no haberle dicho lo que le había dicho o que ella no cumpliera con la promesa de no volver a buscarlo.

Dándose cuenta de que ya nada tenía que hacer en ese lugar, se puso de pie y salió de la cabaña; al salir al exterior miró el lugar exacto en el que estaba situada y forzó a su memoria para no olvidarlo. Miró a su alrededor para asegurarse de que Jîldael se hubiera ido y con pesar y alivio descubrió que estaba completamente solo en medio de esa jungla de árboles y oscuridad. Emprendió el camino, no sin antes girarse para observar la cabaña en dos ocasiones más, como si pretendiera no abandonarla u olvidarla nunca.

Y no la olvidaría...
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