Perspectiva entre mascaras. [Dante Arceneau]

Una puerta cerrada y atrancada por un mueble sin nada de especial, aparentemente. Un traqueteo de fondo que pasaba desapercibido en la zona de los camerinos enfrente a los repiqueteos de los zapatos de los artistas pasillo arriba pasillo abajo. Incontables estocadas. Maias malheridas y caídas a la altura de los tobillos. Expresiones acaloradas y bocas sedientas la una de la otra. Cuerpos encajados bajo la luz de una bamboleante bombilla que parpadeaba amenazando en dejar a la pareja a oscuras. Las manos ardientes de la mujer se aferraban a otro mueble, marcando las uñas en el mismo mientras sus caderas jugaban a acercarse y separarse, siempre encajadas por su virilidad. La mujer, desnuda completamente, gemía a su oído barbaridades que una casta mente como la de Dante no osaría memorizar. Se acercaba el gong final.

El gong final, artística manera de describir la llegada al clímax. El ascenso al monte placer, la llegada a la cima del mismo. Dos cuerpos luchando por recibir más placer que el dado. Uno cálido como los focos de luz que ya encendían en escena, preparándose para la función. Otro gélido como el mármol que decoraba las columnas del lujoso teatro al que todo tipo de personalidades opulentas acudían para distinguirse del proletariado que no aspiraba a poder reunir suficiente dinero para entrar en el mismo. Otro golpe, otro gemido, otro jadeo, otro ruego incansable de llegar ya al momento más esperado de la velada de esa próspera actriz de teatrillo. El cuerpo de la mujer subrió un par de elecrizantes espasmos y hundió la cabeza en el cuello del pálido vampiro para jadear un nombre falso.

Ese jadeo se habría oído en los pasillos contiguos al escenario de no ser por el grito del director, anunciando a los actores que dejaran de hacer los perros en sus camerinos y salieran a preparar el primer acto de ese condenado drama de máscaras. Antes de que la mujer llegara a sentir la felicidad caldear su ser, llenándola de esencia masculina inmortal, una mano la tomó del cabello y la separó salvajemente de su palidez, para que una daga bailarina danzara en su yugular, otorgándole así el reposo eterno en brazos de aquél que disfrutó como un niño con juguete nuevo. ¿Disfrutar con qué?, poreguntaréis. Disfrutar viendo la expresión excitada de la mujer, contrarestada por el aullido de dolor que supuso su yugular rajada cual mantequilla por su reluciente daga ahora ensangrentada.

La sangre acarició ese desnudo cuerpo femenino, aún espasmoso de placer. Su vida se apagó a la vez que las pisadas de los compañeros de los camerinos contiguos se perdían por el pasillo. Dante torció el gesto, con el rostro manchado de esencia carmín. Salió de su interior y observó la mujer inerte encima del mueble. Desnuda y ensangrentada, pero excitantemente bella. Resiguió con un dedo empapado en sangre su busto y luego se lo llevó a los labios antes de mirar la máscara que la mujer debería llevar en la obra. Sonrió de forma enfermiza y soltó una carcajada cuando una idea acudió a su mente sin permiso alguno. Agarró con firmeza la daga y la usó a modo de cuchillo para cortar jamón, haciendo saltar los tendones y los músculos que mantenían ese cuerpo unido a la cabeza, cuales cuerdas de un desenfrenado violín que no soporta el ritmo marcado por su músico.

Al terminar con la tarea. Cogió por las mejillas esa cabeza y le plantó un sencillo beso en los labios, como aquél típico beso que un artista da a su cuadro. Sus irises color niebla se dilataron de la excitación y tomó el trapo con el que la mujer solía sacarse el maquillaje para limpiarse la sangre del rostro y de las manos. Se sacó la camisa y la suplió por otra más digna de un actor. Se dirigió a la puerta del camerino y se colocó la máscara negra, de estilo veneciano, que la mujer debería llevar esa velada a la que nunca podría asistir. - Para conocer la virtud, debemos familiarizarnos con el vicio... No me canso de repetíroslo... - Siseó mirando a la mujer, como riñéndola paternalmente, tras colocárse la máscara. Abrió la puerta y la cerró tras salir, en dirección al escenario, sin dudar ni por un instante. El telón se abrió... y allí estaba Dante, camuflado entre tantos otros, deslumbrando por su belleza inmortal y su sonrisa atractivamente enfermiza, casi angelical... Esa noche... él daría el espectáculo.

La tela del telón danzó a medida que se levantaba, cual capa de superhéroe o de villano, dejando aparecer tras él un ostentoso decorado financiado por un ricachón productor de ego tan grande como masa corporal en su barriga y papada. Los ojos de los actores se movieron con precisión y excitación, ansiosos por escupir a esa camada de noble cuna el papel que previamente habían memorizado cuales loros y que acompañaban con movimientos danzantemente elegantes cuales mariposas. Ploc, ploc, ploc. La batuta del maestre golpeó tres veces la madera del suelo del escenario y los instrumentos enmudecieron, engullidos por un fino hilo de tensión cortante entre los miembros de ese crítico jurado.

Un perdido violín inició una melodía de fondo que los demás instrumentos no tardaron en acompañar. Los que resaltaban por encima de los demás eran el clavicémbalo y los violines dirigidos magistralmente por el férreo maestre, el domador de la sintonía. Los actores gesticularon de modo acentuado cada uno de sus movimientos estrictamente exigidos por el guión. Dante no tenía ni la más remota idea del diálogo que vilmente había arrebatado a la mujer que había caído en el peor de los errores, dejarse enamorar por ese encantador de humanos, por ese señor de la inmortal noche de luna menguante. Sus ojos teñidos de contaminación oscura, de color asfalto, de color niebla misteriosa bailaron por los dos agujeritos que la máscara le concedía como única y exclusiva oportunidad de ver sin ser visto, de reconocer sin ser reconocido en jamás de los jamases.

El director permanecía a uno de los lados ocultos del escenario. El ayudante a director, un muchacho pelirrojo de nariz pecosa y voz titubeante, se le acercó para decirle que en escena había algo distinto a los ensayos. El director de bigote poblado y peinado hacia el cielo, señal de excentricismo artista, contó con la mirada celeste la cantidad de actores. Sí, estaban todos, luego ¿dónde se hallaba eso extraño? “Diablos” Exclamó con la mirada teñida de ira azulada. Había seis hombres y cuatro mujeres… cuando en el tríptico se enunciaban cinco varones y cinco féminas. Fue entonces, y sólo en aquél entonces, cuando un actor se volteó hacia el nuevo miembro del reparto -en plena auge teatral- y anunció con voz fictícia. - ¿Es cierto, monsieur Chateau, que usted a...? -

La frase no terminó, luego un grito histérico femenino se oyó entre bastidores. “¡Le han cortado la cabeza a Giulia!” Los actores se miraron unos a otro, preguntándose si debían seguir o no con la obra. El público se petrificó un instante pero creyó que era parte de la obra, luego al fin y al cabo de una muerte trataba no. Se miraron unos a otros, pensando que esa obra tenía un algo raro, algo que la sonrisa enfermiza de uno de los actores delataba. Sus blancos dientes relucían bajo los focos ardientes y la gélida melodía que ayudó a helar la sangre en las venas de sus dueños cuando una mujer entró con la ropa manchada de sangre. El público abucheó suavemente y más de uno comentó que la sangre se veía muy falsa. Otros apuntaban que era de mal gusto.

Dante, se llevó las manos a la espalda y contempló con macabra diversión el caos que empezaba a desatarse. Los actores abandonaron el escenario y los músicos dejaron a un lado los instrumentos. De los pasillos contiguos al escenario empezaron a sonar gritos agónicos de desesperación y llantos sonoros que asustarían al mismísimo diablo, mas no al señor de la noche, Dante Arceneau, genio entre genios. Su maldad era brillante e infundada, deliciosamente real y vampírica. Una mujer se desmayó y golpeó uno de los focos que cayó cual castillo de naipes, hasta golpear una de las cortinas que no dudó en incendiarse, liberando una humareda oscura. El público, al darse cuenta de lo que realmente estaba ocurriendo, se alarmó y empezó a salir atropelladamente por los vomitoriums del teatro, corriendo a alejarse del lugar que acogía llamas y sangre, enfermo pero verídico.

Las llamas engullían cuanto encontraban a su paso. Los gritos se mezclaban con los chasquitos de las lenguas de fuego que iluminaban la marmórea piel del sonriente demonio. Sus ojos grises enfocaron uno de los palcos, donde una belleza inmortal le sostenía la mirada. Evidentemente, todo eso había sido previamente planeado, luego Dante encontraba eróticamente excitante el hecho de ir un paso por delante. Poco a poco, el teatro cargado de humo se quedó solo y más solo... exceptuando dos figuras inmortales, una de ellas en los palcos, otra, en medio del escenario, sonriendo, sereno. Lentamente, se inclinó, en una burlesca reverencia, esperando el veredicto de una influenciante mujer de belleza indudablemente eterna.

La gente dejaba escapar gritos que helaban la sangre unos a otros. Taconeos arriba, taconeos abajo. Estampida en toda regla. Dos ojos teñidos de niebla y ocultos tras una máscara negra que brillaban de excitación al ver la danza del fuego acariciar con sus lenguas la escena. El telón medio incendiado, el humo a modo de acentuador de misterio de la escena. Los extremos de sus labios curvados en una dragradada sonrisa obscena, pero atractiva a la par. Era el único que no parecía haberse movido en todo el curso de la escena. Seguía parado en medio del escenario, ignorando el caos, sin formar parte del mismo, como congelado. Eso sí, su mirada alzada, su mentón altivo, su expresión burlesca. ¿Dónde miraba? Se perdía en unos hermosos ojos sombríos que se situaban en uno de los palcos.

Ambas criaturas yacían paralizadas en medio de esa vorágine de gritos, miedo, horror y caos. Mucho caos. Esos cuatro ojos azules, conectados y entrelazados cuales dedos de la mano de dos enamorados. Eternas llamas luchaban por expandirse y abrazar esa bella figura petrificada con una sonrisa burlesca en medio del escenario, incansables intentos frustrados por deseos celestiales, o infernales. Ni un parpadeo interrumpió esa mirada. Un hombre pasó atropelladamente a un lado de Dante, lo golpeó con el hombro, desequilibrado. El vampiro nisiquiera reaccionó. Su cuerpo no titubeó. ¿Desde cuando las estatuas del más hermoso mármol pulido podían titubear o siquiera moverse? Nunca, en jamás de los jamases, luego el varón de cabello castaño desordenado no lo hizo. Gritos. Fuego. Sangre. Desmayos. Silencio. ¿Silencio?

Sí, silencio. Todo parecía haber quedado muerto, inerte, congelado, paralizado. El chasqueo de las débiles llamas llenaban el vacío de las voces de los histéricos humanos que, en esos momentos, habrían deseado tener más de dos piernas y dos manos para escapar. Algunos cadáveres permanecían en el suelo, ahogándose en la sangre de sus propias heridas probocadas por afilados tacones y golpes inesperados. Un pestañeo y la mujer ya no estaba donde antes. La buscó con mirada serena, sin pausa pero sin prisa... ¿o era sin prisa pero sin pausa? Carece de interés o significado. La mujer de vestido escotado se deslizó elegantemente por las escaleras, hasta devolverle el placer o la satisfacción de verla y poder analizarla desde detrás de su oscura máscara veneciana.

La dejó acercarse, sin hacer amago de respeto o miedo alguno. Sus descuidados e impuros ojos color asfalto memorizaron esa belleza infernal que se alzaba sobre zapatos altos. Falda ancha, largas piernas ocultas tras la mimsa. Ceñidos corsé, cintura de avisma ansiando ser rodeada por un par de brazos afortunados. Busto carnoso, adornado por un escote más que gratificante. Hombros descubiertos, palidez delatoramente perfecta. Cuello de cisne, porción de piel que logró ponerlo sediento y excitado de nuevo. Labios gruesos y femeninos, que pedían ser besados, lamidos, mordidos y sorbidos. Mirada grisácea, cual luna llena... plateados cuales balas que podían atravesar un muerto corazón de piedra y que, desde luego, habían desarmado más de un palpitante corazón humano que no habría acabado nada bien. ¿Quién habló de perfección hermosa y no envenenada?

Su mirada se posó, vibrante, en esas manos enguantadas que, tras aplaudir para él, se separaron para permitirle a un dedo bailar sobre el acolchado tacto del respaldar de una silla sin chamuscar. Resigió esa oculta yema del dedo y sus labios se entreabieron tras oír las palabras de la mujer. Palabras que salieron de sus bailones labios desnudos y surcaron el aire cuales golondrinas frenéticas que se posaron en sus finos oídos de inmortal. Bajó los párpados, saboreando algo tan simple como el éxito de la mano de esas femeninas palabras. Una vez más, había vencido las circunstáncias y se había adueñado vilmente del destino. Él llevaba las riendas del traqueteante carruaje de la vida. Y no solo de la suya propia.

Un fresco pero gélido aliento de inmortal se desprendió de sus labios varoniles al hablar para sisear un simple - Os conocería más si os desnudárais las manos para mí... - Su voz era menos oscura de lo esperado. Era una voz jovial, de alguien recién entrado en la madurez. Una vez más, traicionero. Todo en él estaba adecuado a sus necesidades como cazador y seductor. Parpadeó y bajó de un salto del escenario, para aterrizar flexionando un poco las rodillas delante de ella, a modo de reverencia tosca. Se alzó, quedando media cabeza por encima de ella y, aún tras la máscara, alargó una mano para coger esa delicada obra de arte que se apoyaba en el respaldar color carmín. La tomó, alzándola y usó la otra mano -de forma extremadamente lenta, para tironear del guante, empezando a deslizarlo de forma eléctrica por esa pálida piel que deseaba ardientemente.

Esos ojos grises seguían en contacto firmemente, como dos gladiadores dispuestos a batallar por mantener las riendas de la situación y no dejarse pisotear por la otra. A cuál más altiva, a cual más autoritaria, a cuál más imponente, a cuál más inmortal. Un simple pestañeo logró llevar la escena un paso adelante cuando se concentró en la acción que se estaba desatando entre sus gélidas manos que parecían ser las de una estatua de mármol pero con más flexibilidad. Sus ojos oscilaron entre la desnudez que su mano le iba regalando y ese brillo infernalmente irresistible de la mirada de ella.

La escena podría haberse desatado de un modo veloz y violento, tosco y rudo. Pero no. Todo estaba sucediendo de un modo sorprendentemente lento. Cada movimiento se llevaba su tiempo para ser disfrutado. Cada roce merecía un retrato al óleo para ser inmortalizado por algo más que dos cansadas miradas eternas. Y, mientras, él escondido detrás de la veneciana máscara color oscuridad. Mechones de pelo cubrían uno de los orificios a través de los cuales el varón podría admirar a la dama de la noche, mas no se molestó en retirarlos dado que tenía las manos ocupadas. La seda se deslizaba lentamente a través de esos largos dedos femeninos, sobre ese dorso firme de pálida piel.

Observó por primera vez esa velada cómo algo tan sencillo como retirar un simple guante de seda podía ser tan eróticamente sensual. Sus pestañas no aletearon, con tal de no perder detalle de la acción. Dejó que el guante se separara y cayera malherido en uno de los sillones sin chamuscar. Era como haber desnudado a una mujer, pero a pequeña escala. Ascendió de nuevo la enfermiza mirada hipnótica, que en ese momento parecía más que sobria. Sostuvo entre sus grandes manos la pequeña de ella, como un infante que sostiene una paloma que no tardará en echar a volar.

Como era de esperar; esa paloma logró deshacerse de la prisión, o bien marmórea o bien carnal. Observó el dibujo que trazaban en el aire ambas manos, una desnuda y otra cubierta cual monja. No retiró el rostro. La dejó hablar y agarrar los extremos de una negra máscara que gritó mudamente de agonía por salir de la escena y perder protagonismo. Por primera vez, sus miradas se encontraron sin ningún obstáculo más o menos válido. Sus pómulos masculinos se rebelaron, como el largo puente de su perfecta nariz. A la par, dos negras ojeras que otorgaban una sádica profundidad a sus ojos también. - ¿Hay algo más hermoso que ver a una mujer desnudarse a manos de un hombre? - Preguntó en un viperino siseo venenoso. ¿Podía eso bien justificar todos sus actos? Supuestamente.

Su aliento se congeló en sus pulmones y dejó de circular por su tráquea. De ese modo, sus entreabiertos labios masculinos dejaron de exhalar mudos suspiros gélidos como una noche de invierno. No demasiado lejos, una lámpara de araña que colgaba el techo cedió. Cayó lenta como la escena misma, dejando que todos y cada uno de los cristalitos que la componían reflejaran pequeños arcoiris por todos lados, dándo una sensación de que la escena era mágica. Silbando al cortar el viento, la lámpara se acercó más y más al suelo, peligrosamente. Elementalmente, estalló al besar el suelo. Los cristalles estallaron uno a uno mientras los dedos de esa mano eran liberados uno a uno.

Sus miradas seguían conectadas de un modo mágico mientras el cristal cortaba el aire, silbando en su caída libre desde lo más alto del techo del teatro. Era una lámpara de araña compuesta por miles de cristales tallados en forma de lagrimas. ¿Qué podrían simbolizar? Le respuesta carecía de importancia, una vez más, mientras esos diminutos arcoiris bailaban por la palidez de ambos a medida que caía y caía y caía. En su cabeza, un estridente violín transpiraba una acelerada melodía sangrante al ser domado por un par de manos invisiblemente virtuosas que solo resultaron existir en la mente del demente. Los reflejos de las gotas de cristal al caer a escasos metros de ambos les hicieron el amor a los dos inmortales, realzando su espectacular belleza estrictamente nocturna. Crack

El estallido de esa lámpara contra el suelo se asemejó al grito agónico de un animal herido. ¿Quién podía haber torturado a ese objeto que no fuera la presencia de la pareja de señores de la noche? Sus brazos siguieron inertes a ambos lados de su delgado y estirado cuerpo, cansados. Su mirada oscilaba entre el iris derecho y el izquiero de la mujer de envenenada perfección. Ella, sin romper en jamás de los jamases el contacto visual, se separó a un lado para evitar el contacto directo con esos cristales. La lámpara se había convertido en una espinada rosa que lanzaba esas punzantes dagas por doquier, con la banal esperanza de vengarse de los culpables de su defunción accidentada.

Lo que ocurrió a continucación fue gracioso a los ojos del dantesco personaje, aún sin nombre. La mujer se separó escasos metros y se agachó para tomar una de esas derramadas lágrimas de cristal. Al hacerlo todo su cuerpo se contoneó cual acordeón y Dante no quiso perder detalle. Su mirada teñida de color luna llena repasó, no una sino tres veces, esa belleza deslumbrante. Al instante, su afilada lengua reptó de entre sus labios para restregarse ligeramente contra el inferior y más grueso de los mismos, señal de que le gustaba lo que veía. Cuando uno de esos tirantes se tomó la libertad de separarse de su hombro, el vampiro se excitó tanto como cuando había visto las llamas consumir el telón del teatro. Dió un paso hacia ella a la par que la misma se erguía de nuevo con un pedazo de vida de lo que fue la fuente de luz de la estancia.

Sus miradas colisionaron de nuevo como las olas del mar colisionan con las rocas del rompeolas, en un rechazo desleal. Se dispuso a rebatir su pregunta retórica a pesar de coincidir con la misma. ¿Por qué iba a discutir eso si opinaba lo mismo? Sencillamente por que le gustaba ser diferente, se sentía mejor al percibir que el mundo iba contra él, que la sociedad le temía y admiraba a la par. Simplemente era odio y desprecio focalizado de un modo artísitico; cortar cabezas. Era incomprensible el modo en que una persona podía llegar a odiar de ese modo, pero sencillamente podía defenderse diciendo que él no era una persona, era más parecido a un animal. Un misterioso y oscuro ser de la noche que alimentaba su tedioso odio a base de vitalidad de jóvenes humanos, de amor de los dulces corazones de burguesas del momento, de afán de poder de los más codiciosos nobles de la corte, del valor de los más valerosos caballeros que aún creían en princesas a las que rescatar y de los más interiorizados miedos de esa decadente sociedad ignora...

Todo pareció recibir una violenta sacudida. Los extremos de sus finos labios masculinos se curvaron hacia arriba, esbozando un amago de sonrisa perfectamente catalogable como enfermiza. - Mi fama me precede, al parecer... - Siseó viperinamente cual culebra de venenosos colmillos. La examinó con mirada elegante pero con ese deje de promiscuidad lasciva, señal de que la ropa no era impedimento a la hora de desear a esa mujer de inmortales rasgos y furtivas palabras enmascaradas tras elegancia y modales refinados. - ¿Qué me ha delatado? - Se mofó en tono casi angelical, mientras se perdía en esos ojos del mismo color que los de él, denotandose la excitación del momento en el brillo de los mismos. Claro que lo estaba, no todos los días tenía la oportunidad de mostrar sus dotes artísticos a una hermosa vampiresa de alta cuna y carnoso busto.