Réquiem de una noche {Privado - Roxanne}

Cuando el último rayo de sol se escondió entre los edificios una
angustia aún mayor a la de la noche anterior recorrió todo mi cuerpo.
¿Qué pasaba? ¿Por qué a mí? No entendía nada, ni tampoco podría
hacerlo, pues nadie me daba una sola explicación de ello. Antes de
que todo aquello pasase, amaba la noche, disfrutaba pasear por las
calles de París a la luz de la luna la cual siempre estaba acompañada
por aquel manto de estrellas, las cuales sin duda seguro sentían una
inmensa envidia por la reina del lugar. La luna.

Aquella noche me apetecía salir de mi hogar, quería huír lejos de allí
y esconderme en un lugar donde no me pudiesen encontrar jamás, pero no
sería tan fácil apenas conocía unas cuantas calles. Finalmente, el
vestido azul oscuro con velos y encajes en negro aterciopelado,
acomodado a mi cuerpo como guante hacía que se viese la elegancia y
también la inocencia que me caracterizaba. Pero los últimos retoques
llegaron cuando coloqué la última pieza del rompecabezas, sobre mi
cuello dejé caer un colgante, una joya ancestral que venía de mis
antepasados. Una vez así vestida, me permití salir del calor de mi
hogar para salir al frío de las calles parisinas.

Crucé una de las calles girando poco después hacia la derecha y
metiéndome por otra que estaba mucho más transitada. En mi paseo o más
bien en mi huida, me crucé con caballeros bien vestidos, pero también
con parejas tomadas por la mano las cuales caminaban tranquilamente
hablando entre ellos. No pude evitar pararme unos instantes para
observarles, en cierto modo las envidiaba a ellas. Tan bellas y bien
acompañadas, no entendía como yo a mis 23 inviernos no había conocido
a nadie aún, quizás debía despertar de mi sueño y dejarme caer en el
mundo real, pero yo me encontraba bien igualmente.

Una leve brisa provocó que volviese a la realidad, haciendo que un
miedo incontrolado me invadiese. Noté como la mano de un hombre se
apoyaba sobre mi hombro y me mostraba una mirada pícara, no pude
evitarlo, retrocedí asustada queriendo alejarme de él. Mi cuerpo
tropezó contra la de otro hombre al cual intenté evitar también, pero
en mi intento de escapar de esa situación mi cuerpo frágil cayó al
suelo de forma estrepitosa.- ¡Alejaos de mí!¡Dejadme!-Grité. Para mi
desgracia mis pasos me habían llevado hasta la calle del placer, allí
estaban todos los burdeles, desde el más clásico hasta el más caro y
en el cual vivían las más bellas y caras mujeres. Un hombre se acercó
hasta donde yo estaba para ayudarme a levantarme, pero yo tansolo
podía gritarle que me dejase, estaba asustada e inquieta, quería irme
de allí.-¡ Déjame por favor...!-Mis ojos se llenaron de lágrimas
apunto de derramarse, no entedía cómo podían confundirme con una de
aquellas mujeres que vendían su cuerpo.

De los rincones más ocultos se pudieron ver asomarse algunas de las
mujeres para cotillear y saber que ocurría allí. Una de ellas se
acercó hasta mi lugar, la observé asustada pero algo me llamó
demasiado la atención, aquel conteneo de sus caderas y su paso
sensual. ¿Cómo lo hacía? Me mordí el labio levantando la mirada hacia
la mano que se extendía en mi dirección.- Levántate de ahí y lárgate.
Aquí solo conseguirás que te dañen o aún peor.. Te tomen pensando que
sois lo que no es.-Me levanté con cuidado, acomodando mi vestido.-
Gracias, milady...-Musité antes de salir de allí. Continué caminando
por la calle, esta vez más apurada, pero podía notar que algo o
alguien me seguía o almenos esa era mi sensación. Alcé la mirada hacia
el edificio que tenía enfrente, desde afuera no parecía lo que en
realidad era. Un Burdel. Me acerqué temerosa, podía ver entrar y
salir caballeros bien vestidos acompañados de damiselas con vestidos
hermosos, pero a la vez demasiado provocativos. ¿Podrían ayudarme?

¿Francisco de Goya? Era la primera vez que escuchaba ese nombre español, pero todo parecía indicar que era alguien de renombre, aunque fuese en su tierra vecina del que acababa de exiliarse según me contaba madmoiselle Bouvier.

- Es un prestigioso pintor que trabaja para la corte española, Rubí, así que lo dejo en tus manos.- había pedido la encargada del burdel antes de dar media vuelta y desaparecer de mi casa.

Me encogí de hombros y empecé a vestirme, decidiéndome por un traje carmesí en forma de corset con unos volantes negros como falda y un detalle al margen nordoeste del escote.


Cuando creí estar lista, me senté frente al tocador y moví mis manos con rapidez para así barnizar mi rostro con polvos blancos, coloreando mis pómulos y deslizando el lápiz de labios sobre los carnosos bordes de mi boca de ahora, un intenso y pasional color rojo. Perfilé muy sutilmente mis ojos claros y perfumé mi cuello de forma discreta. Tomé entonces una bocanada de aire, y me tumbé en mi lecho, cubierto ahora de pétalos de rosa y rodeado de velas a tenue luz. Sobre la mesita de noche, descansaba una botella de champagne y un par de copas. Pero… el distinguido cliente tardaba demasiado. ¿Qué estaría haciendo? Empezaba a ponerme ansiosa y aquello siempre me perjudicaba. Sabía que no debía salir de mi habitación para ir a su encuentro, pues eso denotaba siempre cierto deje impaciente y en mi trabajo, eso no podía salir nunca a relucir. No obstante, llevaba más de una hora aguardándole y no aparecía. ¿Y si había dado media vuelta? No, eso era imposible, nunca me plantaba un cliente. Jamás.

Llevé una de mis manos al pomo y justo cuando la puerta cedía, escuché unos gritos procedentes de la calle. Algo alarmada y muy curiosa, cerré la puerta tras de mí y corrí por el patio en busca del origen de aquél alboroto, tropezándome con varias cortesanas y cortesanos que murmuraban y reían, señalando algo por la ventana que no lograba ver. Tras amainar mi apresurado paso, me detuve en la puerta del local, contemplando un rostro inocente buscando algo con la mirada. Aquellos ojos centelleantes, su rostro compungido por el miedo y el nerviosismo, me conmovieron, como si aquella muchacha fuese el reflejo de mi yo infantil cuando entré en aquél burdel hacía ya ocho años, movida por la curiosidad de saber a dónde se dirigía mi padre cada noche.

Alcé mis manos y empecé a aplaudir sonoramente, llamando la atención de rameros y clientes, momento en el que dejé de hacer ruido para dirigirme a todos ellos con el rostro enmascarado de severidad.

- Desalojad la entrada, por favor, y retírense a sus aposentos. No hay nada más que ver.- vociferé, guiando a los clientes hacia las escaleras que subían a los primeros pisos, sin atisbar a nadie que encajara en la descripción de Bouvier sobre el pintor.

Aproveché para acercarme a la muchacha y dedicarle una sonrisa casi maternal, escrutando su semblante para saber que no era de las nuestras, ni mucho menos. ¿Se habría perdido? ¿Buscaría algún consuelo allí?

- Dime, pequeña, ¿buscas algo aquí?- le pedí con voz dulcificada y en un susurro, pues aún quedaban algunos hombres a la espera de ser atendidos y tanto a la muchacha como a mí, empezaban a desnudarnos con la mirada, sedientos del calor que sólo una mujer podría sosegarles.