Réquiem | Privado

por **Alastor Dantès** Dom Nov 02, 2014 1:48 am

Sus dedos tamborileaban sobre el vaso de cristal vacío mientras esperaba. Ansiedad. Sed. Desesperación. ¡Se estaba volviendo loco! Mientras a los vampiros no les costaba absolutamente nada conseguir sangre fresca, para él ¡maldita sea!, hacerse con una copa de la sangre de los no-muertos, requería un viaje de ida y vuelta al infierno. A ellos no les gustaba compartir, eran tan jodidamente egoístas. Alastor solo necesitaba unas simples gotas de aquello que nutrían sus cuerpos para dejar atrás ese temblor que se apoderaba de su ser cuando pasaba mucho tiempo sin beber de esa ambrosía. No podía pensar. Su mente colapsaba. Los fantasmas del pasado le hablaban. Escuchaba la voz de su padre, de su hermana, de los cazadores que le habían castigado y entrenado para ser guardián. Todos le decían que había fallado. Trató de ignorarlos. Sus ojos, de color desigual, recorrieron por sexta o séptima ocasión, los alrededores. Nada había cambiado en los últimos diez minutos. Cerró su mano alrededor del vaso, con tanta fuerza, que aparecieron grietas. El guardián jamás tendría los poderes de un vampiro, pero ser un esclavo de sangre le proporcionaba pequeñas ventajas. No importaba que fuese pasajero, ahí estaban, a la espera de que Eve los reactivara. “Cualquiera de estos vampiros puede ayudarte.” Dantès se envaró al oír, claramente, la voz de Maï. Sonaba musical, tal cual como la recordaba. “No la necesitas a ella, Al. Me mató, ¿recuerdas?” Sin que lo pudiera evitar, las paredes del vaso cedieron, clavándose algunos filamentos en la palma de su mano. El líquido rojo fluyó en un hipnotizador hilo y tan loco como estaba, su risa histérica no tardó en hacerse oír. No podía huir de las alucinaciones ni hacerlas desaparecer. Empezó a quitarse los pequeños cristales con lentitud y, cuando finalmente tiró el último sobre la mesa, se limpió la mano sobre la pernera. Durante todo el proceso, Alastor no había parado de reír ni Maï de increparle.

- ¡Tú no lo entiendes! - Gritó con furia, pasando de un estado a otro en un santiamén. Si no alzaba la voz, ellos no le dejarían en paz. Ellos, ella, ¡todos! Cada uno quería un bocado de su alma, pero la vampiresa se la había arrebatado la noche en que perdió a su hermana. El cazador podía sentir las miradas clavadas en él y eso casi fue suficiente para que cerrara la boca. Tenía que controlarse. No solo eran miembros del clan los que estaban en el club a esas horas. Todas las especies se mezclaban, incluso los más débiles, los humanos. Eve le había demostrado que ni el más salvaje de los guerreros era inmune a los juegos maquiavélicos. De pronto, el escenario a su alrededor cambió completamente. El club desapareció para dar espacio a enormes árboles. Maï, una preciosa niña de rizos castaños corría entre éstos, riendo. "¡Alastor! ¡No espíes!" Exclamó la risueña voz. El esclavo cerró los ojos y llevó sus manos a las sienes. Tenía que salir de ahí. No podía, no quería, no volvería a ir ahí. Dentro de aquélla celda, abandonado por su captora tras ser alimentado por su adictiva sangre, había sido preso de ese recuerdo. La vampiresa no había hecho nada para que olvidara su participación en la muerte de su hermana. Si lo controlaba a su voluntad, ¿qué más le daba ser la causante de sus desgracias? Era su proyecto. El hijo del líder de un grupo de cazadores que se dedicaban a prestar sus servicios a la clase pudiente. Escuchó su propia voz, contando. “No es real”, se dijo, sin convicción. “¿No lo es?”, preguntó maliciosa Maï. Los cortes en su espalda y símbolos grabados al rojo vivo, quemaron, como si acabara de recibirlos. El sudor resbalaba por su columna vertebral, su respiración era trabajosa. Era un peligro. Un peligro para cualquiera. No sabía en qué realidad existía. Esa era su maldición, su castigo por rebajarse a ser tan solo un jodido esclavo de sangre. Por suerte, en ese rincón alejado del establecimiento, cada quien continuaba con lo suyo. Placeres, eso ofrecía The Brotherhood of the Damned.