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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Gilles Davignon Miér Ene 09, 2013 1:50 am


Dicen que Mozart fue uno de los mejores compositores de la época; ¡Era un espectáculo! ¡Un sencillo y jodido espectáculo que involucraba a una de sus obras! La orquesta no lograba comprender las instrucciones de Davignon, por más que se esforzara en convencerlos sobre la genialidad de la obra, ellos creyeron que estaba loco ¡Un demente! ¿Cómo era posible que alguien con su enfermedad pudiese siquiera considerarse músico? Esperaba que los violines reclamaran las partituras de Mozart mientras el piano recitaba unas que él mismo había compuesto en uno de sus tantos arranques de inspiradora pero fatídica desesperación. No confabulaban y el sonido de las teclas agudas del piano estropeaba por completo las líneas de los violines. Gilles se molestó. Rugió rompiendo los instrumentos, pateando a algunos miembros de la orquesta y recitando pestes entre dientes. El comportamiento de los músicos no le agradó en lo absoluto ¡Pero los necesitaba! ¿Quién más si no ellos para evocar aquellas notas de su más perfecta obra? Trató de tranquilizarse. Se habló a si mismo, apartado de los demás. Pensativo, llegó a la única conclusión que podía ser de ayuda. Si los músicos se negaban a tocar los instrumentos como él lo ordenaba, entonces serían sus voces las que interpretaran la música.

Sus colmillos se asomaron por encima de su labio inferior, los hombres aterrados decidieron que era el momento de intentar escapar de ese lugar. Sus pesadillas cobraron vida con Gilles siguiendo sus pasos y cerrándoles cada una de las salidas. Intentaron atacarlo pero fue en vano, el hombre se movía mucho más rápido que ellos y presentaba una astucia jodidamente impredecible. Las sogas que sostienen los sacos tras bambalinas del teatro, fueron removidas de su lugar. Él se hubo comprometido a ofrecer un espectáculo inolvidable a toda la comunidad vampírica, no lo dejarían en ridículo un par de niñatos impostores que se jactaban de crear música. Sostuvo al coro completo de la soga mientras los músicos fueron estrictamente elegidos para decorar el escenario. Uno por aquí, uno por allá, el violinista principal en el centro derecho junto al pianista prensado a su propio instrumento. Por los experimentos en el Sanatorio Mental, Gilles supo que las cuerdas bocales son la caja musical del hombre, pero eso ya era sabido desde tiempos remotos, lo que en verdad descubrió es que, cortando la garganta en ciertos puntos, se logran obtener voces diferentes a las que tiene la persona. Así, clasificó a la orquesta desde contra altos hasta sopranos. Hermosas, sencillamente eran hermosas esas mujeres y los tenores, viejos regordetes que se gastaban la vida en elevar la voz lo más alto posible, a ellos sólo les clavó un par de tablillas robadas al escenario en las rodillas. Un corte aquí, otro allá. Estaba casi seguro que eso funcionaría, sin embargo, aún había un pequeño detalle ¿Cómo hacer para que gritasen juntos y afinadamente? Bien, no importaba la afinación, eso era lo de menos. Iba a ser un espectáculo como ningún otro y estaba completamente seguro que a los demás les encantaría, de no ser así… ¡Joder que les den por el culo!

Con pasos agigantados, recorrió todo el maldito teatro en busca de algo que le ayudase a manipular a sus costales de carne. Lo encontró. Puntiagudos trozos de metal en la ornamenta decorativa del lugar. Los retiró sin tener el mínimo cuidado, seguro el dueño se molestaría pero ¿Joder que él le debe una, no? Bueno eso cree. Tomó prestada la cadena que sostiene el candelabro principal y sujetó las armas a esta. Hizo pasar la cortina del teatro por encima de la cadena, enredó las sogas que hacían colgar los cuerpos semi mutilados de sus víctimas y se dio a la tarea de teñir el fondo blanquecino con la sangre derrapada sobre el suelo. Era una vista grotesca, pero jodidamente interesante además de ingeniosa. Todos los elementos reunidos, terminaron por interceptarse en medio del escenario junto a Gilles. No faltaba mucho para que las puertas del teatro se abrieran al público así que esperó sentado admirando su obra. A los pocos minutos, los primeros espectadores llegaron y así sucesivamente hasta que el teatro terminó completamente lleno. Se puso de pie y dio una breve reseña de su obra. –Réquiem de mort- Los aplausos se iniciaron mientras él halaba hasta sus cercanías aquella cadena, soga y trozos puntiagudos. Se levantó el telón y la primera impresión fue atroz. Los cuerpos colgaban por las esquinas, ensangrentados y uno que otro con piezas faltantes. Gilles se levantó por encima del cuerpo del pianista y preparó su garganta para iniciar con su cantata. Arrastró una soga con el pie hacia la derecha, esto activó una serie de armas que se clavaron como agujas sobre el cuerpo de las mujeres del coro. Las contra alto gritaron estrepitosamente mientras que las soprano sólo se quejaron por una pinchazón en sus brazos. Por otro lado, los tenores iniciaron un espectáculo de estrangulamiento. Y así… su obra dio inicio.


Última edición por Gilles Davignon el Dom Mayo 12, 2013 2:35 am, editado 1 vez


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Mensaje por Svetlana Metanova Miér Ene 16, 2013 2:18 pm

Le agradó la textura áspera y punzante de la pared contra sus dedos y contra su mejilla, y sus senos desnudos se frotaban contra ésta hasta traspasar la delgada línea entre el placer y el dolor. Se raspaba con cada movimiento ascendente y descendente. El vampiro que la tenía aprisionada la embestía una y otra vez con más fiereza, mientras Svetlana gemía y se aferraba contra la estructura. Cuando la mordisqueaba en la nuca, ella hacía su cabeza hacia atrás y correspondía con la misma acción, y acompañaba sus movimiento con profundo frenesí. Llevó su brazo hacia atrás y clavó sus uñas en la cabeza del no muerto, que emitió una risa grave y aceleró su ritmo. La giró y la levantó por los glúteos y volvió a penetrarla, mientras sus labios recorrían el pecho de la vampiresa, que había cruzado sus piernas alrededor de las caderas del amante de turno. El clímax la golpeó inmediatamente, y clavó sus colmillos en el cuello del no muerto, lo que desató el orgasmo interminable de éste. Permanecieron así, ella bebiendo de él y él sin retirarse, sosteniéndola y apretándola. Ella no podía negar que había gozado. A pesar de la juventud del vampiro, había logrado que perdiera la consciencia por unos instantes mientras terminaba. Le gustó que permaneciera en su interior y soportara sus mordiscos cada vez más intensos a pesar de encontrarse exhausto, y más le gustó que apretara sus glúteos y mantuviera sus dedos hundidos en ellos. Svetlana apoyó la cabeza en la pared y sonrió con malicia, mientras su lengua retiraba los restos de sangre de sus labios, aunque de sus comisuras emanaban hilos del líquido. Él le sonrió y ella pudo advertir lo que venía, por lo que estiró el cuello y se lo ofreció. Sus dedos se enredaron en el cabello de él cuando sus colmillos perforaron la suave y pálida piel y comenzaron a succionar con violencia. La pelirroja lo pudo sentir crecer en su interior nuevamente, y se ajustó más a él, mientras se mecía suavemente. No recordaba su nombre, quizá ni se lo había preguntado, pero los ojos verde opaco y el cabello rubio ceniza, la habían excitado tanto como imaginarse sus manos grandes acariciándola. Se habían adentrado en uno de los pasillos solitarios del teatro, y el espectáculo había comenzado. Antes de que él la pusiera de espaldas, le levantara la falda y le arrancara las bragas, había visto a un anciano vampiro escondido tras un cortinado masturbándose mientras los observaba, lo había olvidado en cuanto había sentido a su acompañante duro y caliente entre sus piernas. Abrió los ojos por instinto y vio al mismo ser, pero que ya no se cubría, tenía los ojos rojos y corría saliva por su boca, mientras su mano subía y bajaba por su miembro. Svetlana rió, y si no le hubieran causado tanta repugnancia las arrugas que le surcaban el rostro, lo habría unido a ellos. Nuevamente se perdió en la marea de placer, y volvió a acabar, pero ésta vez, al mismo tiempo que su amante.

Se alisó el vestido y tomó de su pequeño bolso color violeta, que hacía juego con su atuendo, un pequeño frasco de perfume, con el cual se roció. Con un pañuelo de lino blanco, se limpió la sangre que le corría por el escote, y le pidió ayuda al vampiro, que terminaba de ajustarse los pantalones, para atar el corsé; luego, le ofreció su pañuelo para que se limpiara. Se encaminaron ignorando al viejo cuando pasaron a su lado, pero éste tomó a Svetlana por el brazo y se lo lamió. La mujer lo miró con desdén, y lo quitó con suavidad, pero éste volvió a sostenerla, pero de la muñeca. Ella le sonrió y le dedicó una mirada provocativa al rubio, que no había emitido sonido ante la actitud del intruso, pero le devolvió el mismo gesto y asintió. La pelirroja se encaminó detrás del cortinado, seguida por el anciano, que ya se desabrochaba los pantalones. “Quiero que me la chupes”, le susurró cuando se detuvieron, y movió su pelvis, un gesto desagradable que a la vampiresa le provocó una risa que no tardó en sofocar. Ella asintió y se agachó, levantó su cabeza y vio que el tipejo ya había cerrado los ojos. Se llevó el miembro a la boca, pero antes de que los dedos del vampiro se cerraran en torno a su delicado peinado recogido, los dientes y los colmillos de Svetlana se clavaron en el falo y lo arrancaron de un tirón. Él gritó, cayó al suelo del dolor y comenzó a retorcerse, al tiempo que la insultaba y maldecía. Ella se agachó y hundió las uñas en el pecho de su víctima hasta alcanzar el corazón y arrancarlo de su sitió, estiró su brazo y apretó el órgano hasta hacerlo explotar, asegurándose que no saltara ningún resto sobre su hermoso vestido. Se alejó limpiándose las manos con la lengua y dejó que el rubio que la había esperado, la guiase tomándola por la cintura.

Los espectadores ya se estaban acomodando en sus asientos. Svetlana tenía la primera fila, le había llegado la invitación al espectáculo hacía días atrás, y no había dudado en asistir. El vampiro que la había secundado, intentó sentarse a su lado, pero ella lo frenó, lo que le provocó cierta sorpresa. La pelirroja negó varias veces con su cabeza y acompañó el movimiento con su dedo índice. Él intentó nuevamente, pero la mirada gélida que le concedió la mujer lo frenó. Ella se había dado cuenta que el ser no pertenecía a la alta alcurnia y que había visto en seducir a Metanova una oportunidad para colarse entre los más altos rangos y conseguir una buena ubicación, pero no había contado con que ella no se dejaba engañar, y menos de esa manera tan estúpida. Le sugirió que si no quería terminar como el viejo vampiro que ya descansaba en el infierno, se alejara con el mismo sigilo con el que se había acercado y dejara de interrumpir su tranquilidad. Aceptó y, cabizbajo, se perdió entre el gentío que terminaba de acomodarse. Cuando Davignon hizo la presentación, ella también acompañó los aplausos de los demás vampiros que habían asistido, una verdadera multitud. Cuando el telón se levantó, el espectáculo que brindó fue maravilloso. Los cuerpos colgaban de manera prolija y despertó la ovación en los presentes. La obra macabra inició, y Svetlana no pudo más que acomodarse en su asiento a disfrutar, con su mirada extasiada y una punzada de excitación recorriéndole la entrepierna. Gilles Davignon era un maldito genio.


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Mensaje por Gilles Davignon Jue Feb 21, 2013 12:15 am


Clímax. Las voces, son una multitud de sonidos desgarradoramente manifiestos; cada víctima con un vibrato diferente, pero con la misma agonía. Se visten de sangre, se retuercen al sentir el sazón de las heridas palpitando sobre su piel. ¡No puede estar más orgulloso de su obra! Se aproxima la cúspide de esa magnifica pieza. Es el letárgico sonido de sus vidas desvaneciéndose frente a la multitud indiferente. El tenor baja la cabeza, su cabello cuelga creando formas inimaginables, después muere la soprano. Su voz se apaga lenta, pausada. El hombre del piano recita el numeral de las teclas con el crujir de sus propios huesos y, el violinista tiene que tocar con el arco sus propias entrañas. En los magnéticos ojos oscuros de Gilles, se asoma la locura tácita y, con cada gota que salpica su rostro, una nueva idea surca sus pensamientos. Resuenan en su cabeza las gráciles notas musicales. Extiende las manos para alcanzar las cuerdas, las cadenas, los objetos hirientes. Contrae su cuerpo hacia atrás. ¡quiere formar parte del orgasmo final! En medio de la faena musical, suelta su terrible carcajada. Ambas manos viajan desesperadas a través de su cuerpo, desgarrando la carne cruza su camino. El pecho, los hombros su rostro. Las uñas se incrustan en su piel hasta hacerla sangrar, pero a diferencia de los cuerpos colgantes del teatro, él no grita, sólo ríe. Mete su mano por la boca hasta que sus dedos se asoman en el extremo de su cuenca ocular. Su brazo es una mancha de púrpura color y la peste de su sangre se extiende.

Lento, pausado, doloroso, irritante, desafiante, impulsivo y repugnante. Olvida lo que está haciendo sobre el escenario preguntándose ¿Qué demonios se sientes deshacerse de su ojo izquierdo personalmente? La pregunta martilla sus pensamientos creando alucinaciones. Entonces son las sombras amorfas las que toman posesión de su sufrible cordura. ‘Intentalo’, le sugieren entre vueltas y maromas. ‘El tuerto Davignon’ No, no… Nada de eso. Un hombre tuerto es aquel que perdió su ojo, él no lo perderá. Quizá, sí, quizá lo ate a un pedazo de cordón y lo cuelgue sobre su cuello, tal vez se lo coma sólo para descubrir a que sabe la viscosa canica que formó parte de él. Las voces descienden su ritmo, su volumen. Se apagan con los segundos, siguiendo el ritmo de la sangre que se precipita al suelo desde el pálido rostro de Davignon. Se gira para dar la cara a sus espectadores. Sus dedos presionan fuerte contra su pupila, esta se rompe como una burbuja. La masa ocular se esparce en un estallido alcanzando a salpicar a tres personas en la primera fila. Dos damas y un caballero. Un acto descotes, lleno de inmundicias, tan bajo en su categoría que el director del teatro se enteraría de la ofensa que Gilles les ha hecho con su rebuscada presentación.

El vampiro levanta la mano insistentemente y los calla con el chasquido de su lengua. Pero su mirada se enfoca en el rostro sucio de la vampiresa frente a él. Pelirroja, ojos claros, piel blanca. Sus labios están cubiertos por la viscosa masa de su ojo. Baja del escenario meneando la cabeza en negación. Se aproxima hasta ella. Los dedos de su mano rosan el rostro de la mujer y, el agujero desencarnado donde antes solía estar su ojo, se posa fijamente sobre ella buscando lo que le pertenece. Aunque sea un poco. Aspira profundamente el delicioso hedor a lujuria adormecido en la entrepierna de la fémina. Sí, ha saboreado ese festín miles de veces, tantas que no podría contarlas en su eternidad. Saber que está excitada no es nada del otro mundo. Arquea el cuerpo, su espalda. Para rosar con sus labios los de ella y tomar lo que le pertenece. Su vómito ocular. Estalla en carcajadas y vuelve a subir al escenario. Se inclina para recibir los aplausos. Sonríe, sádico, doliente. Se gira para destazar los cuerpos que adoquinan el teatro y arroja las piezas desmembradas hacia el público. Reverenda ironía, no son rosas de los admiradores para él, son trozos de todo de un demente para sus espectadores. Toma con furia el corazón del pianista y, sin pensarlo dos veces se lo lanza a la cara a la vampiresa. Ha llegado el tiempo en donde, los adoradores forman parte de la orgía vampírica del teatro y él, Davignon, la quiere a ella…


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Mensaje por Svetlana Metanova Sáb Mar 30, 2013 5:06 pm

La sangre era el elixir seductor y la muerte la bailarina vulgar que mecía sus caderas ardientes excitando al cliente lujurioso, que la imaginaba desnuda sobre su miembro hinchado. Lo gritos llegaban como un eco melodioso, pero las imágenes eran el verdadero súmmum de aquel festín, macabras y armoniosas, cada gesto de dolor, de miedo, las miradas perdidas o aterradas, las bocas abiertas gimiendo y suplicando, los miembros sueltos y los charcos carmesí que hacían a la escenografía, se convertían en un paisaje digno de enmarcar. La vampiresa deseaba encerrarlos en un marco de oro y colgarlo, para masturbarse mirándolo, para arañarse la piel pálida admirando aquella magnífica creación de una mente perturbada como la de Davignon. Sentía el calor subiéndole por su entrepierna y perdiéndose en puntadas que le llegaban hasta la boca del estómago, la enardecían las acciones desquiciadas de ese genio. Verlo rasgarse su propia piel, sólo provocó que Svetlana se clavara un colmillo en el labio y bebiera de sí misma, necesitaba más y más de la locura de ese vampiro, que con su demencia la estimulaba más que cualquier festín de niñas vírgenes dispuestas a su merced. Niñas vírgenes… La idea se cruzaba por su mente y podía unirlas en su imaginación a la obra que se desarrollaba frente a su mirada atenta. La carcajada del vampiro al unísono de los ruegos y los lamentos, atraían hasta el espectador menos interesado, aquel que sólo había asistido por obligación. ¿Quién iba a imaginarse que se desataría aquella orgía de placeres macabros ideados por un artista maníaco? De haberlo sabido, hubiera perdido la magia que emanaba cada nota musical. Cada acto arrancaba expresiones de placer en los presentes, ella podía escuchar al vampiro a su lado respirar con dificultad, no era necesario desviar la mirada para saber que su pantalón se ceñía a su pene erecto. Svetlana hubiera estirado la mano para ayudarlo en su alivio, pero el genio director volvió a sorprender a los asistentes con su imprevisible puesta en escena.

El silencio proveniente de la platea y los palcos se volvió suspiros de expectación, todos querían saber qué haría, con qué los sorprendería. Y cuando sus dedos presionaron un ojo hasta reventarlo, más de un principiante se apretó contra su asiento o exclamó o quedó atónito. La vampiresa recibió su premio, y no se inmutó cuando la masa viscosa recayó sobre su rostro, con el pulgar se quitó una a porción del pómulo y la llevó a su lengua, la saboreó y la tragó, sin quitar sus anhelantes orbes del director, que bajó del escenario y caminó hacia ella. La vampiresa se mantuvo en su lugar sin alterarse, sin siquiera mover un músculo, sólo su pecho subía y baja lentamente. Cuando lo tuve enfrente, lo recorrió de arriba abajo. Los labios de él rozaron los de ella, y cuando retiró los restos de, su ya inexistente ojo, de los labios de la pelirroja, ella se relamió, se sintió infinitamente provocada a un banquete de destrucción, se sintió partícipe de aquella maestría. Su risa no hizo más que incitarla. Lo vio alejarse y volver al sitio desde el cual todos podían admirar a un dios, los aplausos prorrumpieron. Svetlana aplaudía, ocultando en sus vítores las verdaderas intenciones que tenía, quería más, aquello no debía terminar en ese instante. Y, nuevamente, el espectáculo se volvió un torrente de sangre y trozos de cuerpos humanos arrojados al azar. Los presentes se abalanzaban para recibir uno, podía verse la lucha entre unos y otros por una cabeza, todos querían algo de él, y Davignon le daba todo a su público exigente, asombrado y fiel. El vampiro a su lado le apretó el trasero a través de la ropa, y comenzó a masajearlo, lo miró por el rabillo del ojo y vio promesas de lujuria en la mirada azulina. Se acercaron y la mano de la pelirroja se perdió en su zona íntima. Él comenzó a respirar con dificultad, y sus uñas amenazaron con desagarrar la tela de la falda de Svetlana.

La vampiresa alejó su mano con brusquedad cuando Davignon arrancó el corazón del pianista. La miró, fue sólo un segundo, y luego el músculo se estrelló contra el rostro de la fémina. Svetlana sonrió y lo tomó con una mano y lo puso frente a ella. Ya no palpitaba, pero seguía tibio. Lo acarició y levantó el rostro hacia el director de la obra. La estaba invitando, y ella aceptaba gustosa. Con la mano libre se abrió el corsé, dejando al descubierto sus pechos y parte de su vientre. Pasó el corazón del pianista por su garganta, por la clavícula, los hombros, se estimuló los pezones con el suave órgano, hasta que no quedó una sola gota de su piel sin teñirse de color bermellón. Llevó el músculo a sus labios y su lengua lo recorrió, abrió la boca y arrancó un trozo, lo saboreó con los párpados bajos y gimiendo por lo bajo, una delicia que le despertaba el apetito más belicoso. La textura era suave, las venas apenas azuladas ya estaban perdiendo la tonalidad. Otro pedazo más y repitió el ritual, el hombre a su lado la admiraba, se había acercado y puesto tras ella, la uña de su índice se movía de forma circular alrededor de uno de sus pezones, la palma terminó rodeándole el seno y las uñas se clavaron, abriendo pequeñas grietas, la sangre de la vampiresa, que caía en delgados hilos, se mezclaba con la humana que la bañaba. Sin embargo, los ojos de Svetlana, estaban fijos en Davignon, y ese tercer partícipe no la excitaba, por lo menos, no como el sadismo de su objeto del deseo. El vampiro la apretó contra él, y movía su cadera, refregando su miembro erecto en el trasero de la pelirroja. Svetlana tomó un pedazo del corazón entre sus dientes y se lo mostró a Gilles Davignon, mientras su mente le repetía “Ven”. Estiró el resto del músculo, invitándolo, convidándole de su propia creación. Quería hundir su lengua en el hueco que había dejado el ojo, quería sangre, estaba hambrienta, sedienta, y sólo él podía saciarla.


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Mensaje por Gilles Davignon Dom Mayo 12, 2013 2:35 am


Absorto, la devora con la mirada y en sus pensamientos ocurren miles de ideas para hacer y deshacer con su compañía. El majestuoso festín por fin ha terminado, pero la impúdica reacción de los vampiros en el público, da inicio a la faustosa depravación. Desde su lugar, Gilles observa la desnudes de las féminas, con sus curvas envolviéndose en las caderas de los varones. Las caricias flotan en el aire majestuosamente y convertidas en nítido deseos de posesión. Las uñas se cierran sobre la piel pálida de algunos, los colmillos rasgan, los labios tragan. Han pasado de los gritos al berrido conjuntivo, exhalaciones e inhalaciones que perturban la mente del enfermo director de orquesta. Cierra sus ojos, hecha la cabeza hacia atrás, gruñe y jadea sintiendo la erección de su miembro. Desea liberarlo y que todos puedan admirarlo, algunos lo harán con aberración, otros con envidia y, demasiados, con licitante hambre. La pelirroja sería una de ellos. Sonríe de medio lado encontrando que los movimientos ajenos le son descomunalmente seductores. ¡Ella sabe lo que hace! Desabotona su pantalón bajando por las escaleras con apremiada lentitud. La observa en medio del caos como a una diosa de la destrucción, celebrando el holocausto y esgrimiendo su espada del terror. Con cada mordisco al corazón, Gilles recorre mentalmente, la fina línea que ha de pasar el trozo del órgano en el interior de la mujer. Se lo imagina, lo visualiza y lo saborea. Libera su falo en cuestión de segundos y restriega su palma sobre él, a lo largo y a lo ancho. Esboza una sonrisa pretenciosa, cargada de promesas, en las cuales, no se incluye al hombre que está detrás de ella.

Gilles recorre con la vista el teatro, nadie le presta atención, todos encontraron un lugar en donde meterse, en donde enterrarse. Aspira satisfecho y enfoca sus sentidos en la vampiresa. La olfatea, su salado hedor sexual, impregna las fosas nasales del vampiro. Una vez estando frente a la pareja, le arrebata los restos del órgano a la mujer y arranca un pedazo con sarna. Hace exactamente lo mismo que ella, recorriendo su cuello el torso y el abdomen con la camisa aún puesta. Levanta una ceja, su acto seductor no fue tan efectivo como el de ella, pero sólo pretendía burlarse, pues sus planes derivan en algo un poco más electrizante. Se guarda el pedazo en el bolso de la camisa. Encaminándose hasta ella, destroza el corsé y las faldas de su atavío. Claramente le estorban y no piensa detenerse a retirarlos con cuidado. Sonríe de medio lado. La mano derecha se posa con furia en el cuello de la mujer, aprieta amenazante, clava sus largas uñas en la piel y espera que las líneas púrpura aparezcan recorran las curvas de su escultural cuerpo. La obliga a recostarse sobre uno de los asientos y el otro hombre empieza a buscar complacerla. Gilles gruñe fulminándolo con la mirada. Sería capaz de arrancarle la cabeza, ahí mismo, pero perdería tiempo con ella. Se ciñe sobre la pelirroja para absorber con la lengua las marcas de su sangre. Recorre las líneas con la punta y, deliberadamente, viaja hasta el pezón, donde consigue desenfundar sus colmillos y rozar la aureola con ellos para irritarlos, enrojecerlos, prepararlos. Va al otro montículo y repite el movimiento, desciende por la curva postrándose en el valle entre sus senos. Se aparta de ella. Coloca el dedo medio con su uña apuntando contra su tersa dermis. Dibuja una línea enrojecida y al rojo vivo con su falange, lenta, dolorosa y excitantemente por todo su torso hasta llegar a su ombligo. Lo esquiva, continua bajando deteniéndose a sólo un centímetro de su sexo. Se arrodilla frente a ella con la siniestra sonrisa dibujada en el rostro. Abre sus piernas con la barbilla…

Insistente, el hombre regresa a ellos para colarse en el campo de visión de Gilles y recorrer los hombros de Svetlana con sus caricias. El ex-conde, está terriblemente ocupado pasando su lengua por el dorso de la rodilla femenina. Crea un sendero húmedo hasta la unión de sus piernas y, justo cuando todo indicaba que introduciría su lengua en la jugosa cavidad, inesperadamente desenfunda los colmillos nuevamente y saca el órgano de su bolsillo. Lo sostiene por encima de su intimidad y aprieta de tal forma que la carne se desliza entre el hueco de sus dedos. La viscosidad, cae como esquirlas sobre el sexo, Gilles se saborea expectante. Hunde el rostro en ella separando sus labios exteriores con la nariz y masajeando el interno con la lengua. La sangre mortal, combinada con su excitación, es un manjar que no podía perderse. Mordisquea, hala y succiona. Sube en la búsqueda de la perla rosa y rosa con la punta de su serpiente bocal. Describe círculos y muerde de vez en cuando. Levanta la mano, hasta las fauces de la mujer y hace que le practique felación, una vez húmedos los dedos, los introduce ávidamente en su interior. El dedo meñique se aparta de la práctica y se coloca impaciente en la entrada de su recto, sólo para estimular y penetrar después junto a los otros dos. Se mueve dentro de ella con lentitud, después incrementa sus movimientos en un ritmo casi cardiaco y conjuntivamente con el succionar de su lengua en el clítoris. La humedad lo recibe y traga todos los fluidos que se desprende ella como mortífero veneno. Siente la punzada de sus paredes, el regodeo de su clímax aproximándose. Éste sería el primero de varios, a lo largo de la noche. Gilles abre la boca y espera que se deje venir en él.


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Mensaje por Svetlana Metanova Mar Mayo 21, 2013 11:50 pm

Se dejó dominar, perpetrar por los dedos que la profanaban y la hacían gemir. Svetlana se movía frenéticamente, absorbiendo su lengua, sus labios, restregando su feminidad en la boca del vampiro, que la incitaba, la encendía. Sus uñas se habían clavado en la butaca, le habían arrancado pedazos, habían acicateado sus pezones mientras se dejaba llevar por la excitación, lo sentía profundo, perverso. Había echado su cabeza hacia atrás y ya no podía ser testigo ocular, sólo las sensaciones le susurraban, y ella se liberaba en estrambóticos gritos de placer. Sintió las manos del intruso en sus hombros, estiró las propias y le arrancó el falo de un solo tirón. No había lugar para él en aquel acto. La sangre le bañó el rostro, ella se relamió los labios y se llevó a la boca el miembro flácido e inerte. Lo saboreó, lo mordió, lo rasgó y finalmente lo lanzó hacia un costado. Enredó sus dedos en el cabello de Davignon, sus piernas se abrían y se cerraban, y ella le pedía más, quería más, y él se lo daba. El clímax llegó anunciado la culminación de un placer ensordecedor, arrasó con su demencia, con su cordura, le martilleó su intimidad y viajó por su vientre, le arqueó la espalda, la hizo temblar, apretar los ojos, clavarse los colmillos en los labios, y hacer un festín de palabras soeces y de súplica. Sus muslos sostuvieron el rostro del director, aún su aliento le golpeaba su sexo tibio, húmedo, suave, enrojecido; aún el vientre le vibraba y sus brazos se mantenían tensos y estirados, y el filo de sus uñas enterrado en el cuero cabelludo. Todavía le costaba acompasar su respiración, la sangre mezclada con el sudor le recorría las sienes dejando grietas que se marcaban como vertientes en las piedras. La vampiresa sonrió, satisfecha, hambrienta. Se sentó, estiró la cabeza del vampiro y su lengua le recorrió las comisuras, saboreando sus fluidos agrios y salados. Respiró de su propio aroma, le gustaba su perfume, le quitó los restos y los degustó, eran el trofeo de un orgasmo que la había avasallado. Él sabía lo que hacía, y a Svetlana nada la enfebrecía más que un simposium de músculos dispuestos a entregarse al sadismo y a la rebelión.

Se puso de pie y lo rodeó, acariciándole el pecho suavemente, con su mirada clavada en el ojo ausente y en el presente. Lo empujó para que cayera sentado en la butaca. Era su turno. Se inclinó sobre el rostro de Davignon y con la punta de su lengua recorrió el hueco que había dejado su orbe, lo saboreó, mordisqueó la ceja gruesa y luego siguió por la mejilla, bajó a su cuello, y la tentación de clavar sus colmillos en la yugular del vampiro se hizo casi incontrolable. Arrancó la prenda superior, dejando arañazos en la piel del artista, y admiró su torso, su abdomen, y sus uñas dibujaron rasguños sin forma. Allí donde lo había marcado lo lamió, mientras las yemas de sus dedos le acariciaban los costados. El olor a sexo y sangre flotaba en el ambiente, las bestias habían despertado de su letargo y se habían arrojado a los placeres carnales y peligrosos, pero a Svetlana le alimentaba el ego saber que ella se había quedado con el autor de aquella obra. Llevó su mano a su intimidad y quitó los pocos vestigios del corazón del pianista que se habían pegado a su dermis, y la elevó, desparramándolos por la garganta y los hombros de Gilles Davignon. Se sentó a horcajadas sobre él y lo tomó de la nuca, le mordió el labio inferior hasta que su boca se llenó del sabor de su líquido rojo. Su lengua penetró en la cavidad cálida y se chocó con la del vampiro, luchó con ésta, la envolvió con su órgano húmedo, la succionó. Sus piernas se enredaron en la cintura del director, y lo tomó de las muñecas para que sus palmas se encerraran sobre sus senos, lo movía de arriba abajo, lo apretaba hasta cruzar la delgada fina de tolerancia del dolor. Svetlana se liberó, agitada, con su pecho subiendo y bajando, y la mirada encendida de deseo.

La vampiresa se arrodilló ante el maestro y le rasgó el pantalón. Acarició su pantorrilla, le lamió las rodillas mientras sus uñas se clavaban en el pliegue de éstas. Continuó por su aductor, chupándolo, mordisqueándolo. Llegó a sus genitales y admiró su miembro erecto, hinchado, inflamado, enrojecido, húmedo. Se relamió, ávida de llenarse de él. Cerró su mano entorno al falo y lo masturbó lentamente en una danza acompasada, con su mano libre le estimuló los testículos. Se acercó más y lo sopló sin dejar la caricia, sonrió. Lamió la punta de su órgano, lo mordió con suavidad, lo soltó y con sus labios lo recorrió a lo largo y a lo ancho, y por fin se lo llevó a su boca. La piel caliente y salada se humedecía con la saliva de la vampiresa, que lo contenía y chupaba con movimientos cada vez más rápidos, entraba y salía de su cavidad con violencia y despilfarro. Lo dejó correrse dentro, saboreó el gusto a sangre y a hombre imbricados, y tragó, sus fluidos cayeron por sus comisuras y su garganta, pequeñas gotas se pegaron a su pecho. Svetlana se incorporó y volvió a ceñirse sobre Davignon, lo tomó del cabello y le hizo la cabeza para atrás. Le chupó el lóbulo de la oreja, lo olisqueó el cuello y el aroma de su sudor la excitó. La vampiresa estaba sedienta de él, con su maestría había tocado la fibra más íntima de su mente, la había azuzado con su ingenio, no sólo le había calentado la piel, no sólo la había humedecido con sus manos y con su cuerpo, había provocado que su imaginación se desplegara en un papiro de estímulos eróticos que habían avivado a la bestia. Se irguió sobre él, se rodeó las mamas con las manos y las apoyó sobre el rostro del vampiro. Le sonrió.

Sorpréndeme —y fue una orden, no una petición.


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Mensaje por Gilles Davignon Lun Ago 12, 2013 10:27 pm


Hay ocasiones en las que las mujeres le repugnan, esto suele ser la mayor parte del tiempo, incluso mientras se está acostando con ellas. Svetlana no salió de la norma. Era hermosa, tan bella como ninguna otra, sus movimientos seductores, embriagadores y el sadismo con el que se vestía, fueron el centro de atención de Gilles. Sí, se sentía jodidamente atraído por ella, con una posesividad y obsesión que no había sentido. Quizá fue la nota aguda de su voz entre los gemidos lo que le hizo enfocar su vista en ella, tal vez la idea de verle desnuda con el torso abierto y la exposición de sus órganos goteantes, también marcaría el compás de su obra musical. La verdad es que no tenía una razón aparente por la cual haber llegado hasta la pelirroja y rodearle con los brazos, lame sus cavidades y vestirle de rojo carmín. Gilles sólo había pretendido saciar su hambre, si de paso, colmaba la de los demás, eso sería un plus adjudicado al nombre falso de dios.

La sonrisa en sus labios se extendió en el momento en que ella tomó el control, de no haber estado terriblemente extasiado por alcanzar la cúspide en su réquiem, probablemente le habría mutilado la lengua en una mordida a la primera señal de querer ser dominante. Y sin embargo ahí estaban, dos amantes efusivos con el deseo de tragarse las vísceras del otro a la mínima de las oportunidades. Se relamió, embebiéndose de ella, de su sabor interno que aún refulgía como eco dentro de su boca. Exquisito y adictivo.

Las caricias de Svetlana fácilmente podrían enloquecer al hombre, pero lo que más atormentó a Gilles en el momento justo, fue saberla saboreando plácidamente la sangre alojada en el hueco donde anteriormente habitó su ojo. La viscosidad se escurrió desde su rostro, hasta los labios carnosos de la vampiresa. Se impregnaron con algo pegajoso y semitransparente. Los grumos de esa cosa fueron, tragados por las fauces ajenas e, inmediatamente, el disparo de excitación consiguió que su miembro se levantara. Rígido, palpitante y lleno de hambre, el bulto entre sus piernas rugió bajo los pantaloncillos, exigiendo su liberación y la descarga en la boca de la pelirroja. No deseaba quedarse atrás y, si ella era capaz de tragarse los restos de un órgano inservible, podría también alimentarse con su secreción. No hay duda, nada es más excitante que ver a una mujer ensuciándose las manos.

Gilles se ajustó a los movimientos de Svetlana, gruñendo por debajo con cada maldito lengüetazo que esta le iba dejando por sus zonas ávidas y al rojo vivo. Mientras ella se dedicaba a hacer lo suyo, Gilles se estimuló despejando la vista de ella, observando la impúdica reacción de los presentes. Se relamió apreciando la orgía eterna, el olor a sangre y muerte que se respiraba en el lugar. Cuando ella lo mordió, dio un respingo rugiendo, pero le gustaba, realmente le gustaba el dolor, sin importar que este fuese generado en su cuerpo, pero es evidente que más le gustaba provocarlo. El reto de Svetlana, le dio una idea.

La tiró al suelo despreciando sus movimientos y la arrogancia que destilaba, no se lo negaría, era buena, pero no era la mejor. Puso los ojos en blanco. Agarró los cabellos de la pelirroja y los enredó en su mano izquierda, con la otra, le obligó a arrodillarse frente a él a cuatro patas. Pasó la mano por la unión de sus muslos y acarició el pequeño orificio de su recto. Masturbó hasta que los fluidos de su cavidad asomaron por entre sus labios íntimos. Halaba de su cabello a la par que embestía. Sube la mano y humedece el dedo meñique, junto al índice y el corazón. Estos últimos dos, los metió en su útero, el otro fue compartido por el último orificio. Los clavó hasta las profundidades de la vampiresa, salió, volvió a introducirse y al hacerlo, aumentó la velocidad. Aproximándose a un ritmo casi vibrante, se tiró a un lado de ella, filtrándose por debajo y sin apartar la mano de su unión, le hizo girar el rostro y, una vez acomodado, mordió uno de sus pezones hasta que la sangre brotó de estos, se ahogó de ella.

La sintió húmeda, mojada… sus dedos se llenaban cada vez más de esos fluidos lascivos; comenzó a acelerar, mientras que la punta de su lengua y colmillos lamian y succionaban la sangre de sus pezones. Los espasmos de su entrepierna, le hicieron saber que ella estaba a punto de venirse, pero era demasiado pronto. Sacó sus dedos con brusquedad y se alejó. El cadáver a su lado, tenía tantas ganas de hundirse en ella que no podía dejarlo así…. Cercenó uno de sus brazos e hizo que la vampiresa lamiera el muñón con el hueso expuesto justo antes de introducírselo; Gilles encontró la forma en la cual posicionar sus cuerpos para que mientras él la penetraba con el muñón del brazo, ella pudiese comerse su falo. Su lengua, viperina e insipiente, rodeó cada parte de su miembro con suma maestría, la mano mutilada, se enterraba en ella con suma habilidad y destreza. Al cabo de un par de segundos, las palpitaciones en el miembro de Gilles se hicieron presentes. El falo se había engrosado por las venas saltantes que lo conformaban. Se anchó lo suficiente como para atragantarla con un solo bocado, pero Svetlana no moriría, así que a Gilles le importó muy poco cuando la penetró de ambas partes con un dejo de agresividad y furia. Le desgarró las entrañas del vientre y le destrozó la garganta…


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Mensaje por Svetlana Metanova Vie Nov 29, 2013 10:39 am

El flagelo de la violencia la había excitado desde que su condición como vampiresa corría por sus frías venas. No había sido premeditado. Simplemente, un instinto bajo y lascivo se había despertado en ella junto a la inmortalidad. Svetlana era una sádica contemplativa del horror. Adoraba el sonido del latir de su sexo húmedo y transgresor, que llegaba a sus oídos en armónicas notas. Le encantaban sus propios y estrambóticos gemidos. El clamor de sus entrañas, contraídas ante el deseo y la excitación la sofocaban, le arañaban sus sensibles sentidos, agudizados y, al mismo tiempo, aturdidos ante las sensaciones que experimentaba. La atmósfera imperante era el decorativo de la noche. Un vals de sangre trascendía e iluminaba la sala en un burbujeo rojo y oscuro, con tintes macabros dignos de aquel que había comenzado su obra, quizá con no tantas pretensiones de convertir el espectáculo en aquello que se desarrollaba: el caos. La sincronía perfecta entre el Apocalipsis y la muerte, que tomados de la mano copulaban salvajemente envolviendo a los espectadores, que seguían el libreto al pie de la letra, contagiados de la perpetuidad de los orgasmos y de un tiempo que se había detenido y que jamás pasaría para ellos.

Encontraba un sórdido placer en la sumisión a la que Davignon la sometía. Svetlana jamás se había caracterizado por una posición de obediencia, pero el vampiro enardecía su curiosidad, y ella lo dejaba ser y hacer a su antojo. En su boca seca y sedienta, aún permanecía la mezcla de sabores; la sangre, la viscosidad ocular y el semen del director se pegaban a sus papilas gustativas. Sus caderas se movían por instinto, acompañando el compás circulas del dedo de Davignon en su recto. Clavó las uñas en el piso alfombrado, y rasgó levemente la tela. La ebullición de su interior la obligó a cerrar los ojos, y las luces de colores eléctricos la trastornaban, obligándola a carcajear y al mismo tiempo suplicar por lo bajo. La pelirroja difícilmente pedía, ella tomaba sin pedir permiso, y aquella nueva experiencia convertía su pequeña locura, si podía tildarse de tal, en una demencia incontrolable que la transportaba a una dimensión desconocida, y al mismo tiempo, la hacía extremadamente consciente de aquel regocijo terrenal. Asquerosa y satisfactoriamente terrenal.

Estuvo a punto de lanzar una queja cuando el vampiro se alejó. Jadeante, lo siguió con la mirada, una sonrisa curvó sus labios cuando apareció con el brazo del cadáver. Se llenó la boca de aquel macabro hallazgo, y lo estimuló como si se tratase de un pene. Sus ojos chispeantes querían más, y él se lo dio. Echó la cabeza hacia atrás cuando la penetró con el miembro inerte, y no puso reparos cuando el miembro hinchado de Davignon se abrió paso entre sus dientes. Su lengua pérfida acariciaba el órgano, que rozaba su garganta, lastimándosela. El dolor que siguió a continuación, se dispersó por su cuerpo de la misma manera que la electricidad del clímax que lo acompañó. Fueron serpenteantes olas de espasmos que nacían en su bajo vientre. Hubiera querido gritar, pero el falo del vampiro interrumpía sus sonidos. El gusto metálico de su propia sangre le abrió su apetito voraz, momentáneamente suspendido por la irritación de la garganta. Los fluidos del director no se hicieron esperar, y la secreción recorrió la zona que comenzaba a curarse, provocándole un ardor inusitado y delicioso.

Lo tomó de la cadera para alejarlo, y lo empujó con violencia, hasta que cayó al suelo. Se limpió los labios con el dorso de la mano. Los latidos que la habían azuzados, comenzaban a dispersarse. No quería parar, había despertado su costado más insaciable. Sentía la sangre de sus pezones caer en delgados ríos, que iban mermando su caudal conforme pasaban los segundos; lo mismo que el líquido que emanaba de su intimidad. Envolvió sus pechos y los apretó. Caminó y se abrió paso entre las piernas del vampiro, y si había algo que le gustaba de aquel maldito, era que no demostraba ninguna puta emoción. Lo único que manifestaba que se había excitado, era su miembro erecto y del color de una ciruela madura. Se arrodilló ante él y hundió sus garras en la zona de las clavículas, pequeñas gotas de sangre brotaron de las heridas, y aumentó la presión. Observó cómo la piel del director saltaba a medida que sus uñas trazaban gruesas líneas en los pectorales. Se detuvo en las tetillas, a las cuales cortó en cruz, y siguió por las costillas, el abdomen y los muslos. Con la punta de la lengua quitó los restos de dermis que quedaron bajo las uñas.

Se levantó, lo contempló escasos segundos, y con el pie lo giró. Se acuclilló, lo tomó del cabello, jaló hasta dejarlo de rodillas. Acercó su boca a la oreja del vampiro y atrapó el lóbulo, lo succionó hasta que sintió que el pabellón auricular se despegaba lentamente del cráneo. No se la arrancaría, por el momento. Observó la espalda del vampiro, y llevó a cabo el mismo procedimiento que con su torso, aunque ésta vez los tajos no fueron tan prolijos. Comenzaba a impacientarse. Le rodeó los glúteos con las palmas, los apretó, masajeó y abrió incisiones, una y otra vez. Luego se alejó, inclinó su cuerpo, con los dedos separó levemente los músculos, para que su lengua recorriera la hendidura con lentitud, desde los testículos hasta el coxis. Hundió su rostro en las nalgas, y su órgano húmedo penetró el ano del vampiro, con movimientos circulares y lentos. Su mano derecha viajó hacia el falo, e inició una nueva estimulación, recorriendo hacia arriba y hacia abajo, acompasando sus movimientos a los de su lengua. Si a Davignon le gustaba o no, le importaba una mierda.


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