Writing poems [Giuliana Tartini]

Su vida en París se había vuelto un tanto rutinaria, no era queja, le gustaba la confortante sensación de levantarse por la mañana, comprar el periódico en el puesto que estaba en la misma calle en la que ahora vivía, ir a desayunar a algún café y pasar la tarde escribiendo y leyendo, ya fuera en una plaza o en su propio hogar, por las noches podía ir a algún sitio a cenar o ir directamente a la cama, todo dependía de los acontecimientos del día y de su humor.

Últimamente había estado rememorando a Joan demasiado, más de lo que a él le hubiese gustado, y a su hija, desde luego; quizá pensando en el hecho de qué hubiera pasado si los tres vivieran ahora en la capital francesa. Su rutina sería otra, de eso estuvo seguro.

Esa tarde que había llevado pluma, tintero y papel, además de un libro de John Milton, a aquel café y sin darse cuenta, las horas se deslizaron hasta traer con ellas la inevitable noche, sumido en sus anotaciones no se percató que en el exterior ahora el frío arreciaba y la luna reinaba. Pidió que llenaran su taza de café una y otra vez, a pesar de constantemente decir que dicho líquido negruzco le quitaba el sueño.

Jamás había escrito poesía, no se sentía con la sensibilidad suficiente, pero en su prosa muchas veces impregnaba esa misma evocación, por eso, aquel día, mientras escribía, de vez en cuando revisaba el libro de Milton, poeta inglés al que admiraba sobre todo por la épica de “Paradise Lost”. El libro era viejo, de pastas de cuero desgastadas y grabados color oro deslavados por el tiempo. Casi todos sus libros tenían esa apariencia añeja, en parte porque siempre los estaba consultando.

Cuando se detuvo de escribir sin cesar, se dio cuenta que tenía casi terminado un cuento cuya protagonista era una vestal de unos 17 años, la edad que tendría su hija de seguir viva. Suspiró y miró las letras, en una esquina del trozo de papel había dibujado unas gráficas con coseno y tangente, porque, por increíble que pareciera, las Matemáticas lo sosegaban. No sabía qué final darle al pequeño cuento, un breve relato de una cuartilla. Creía, siempre lo había creído, que tratar de contar una historia en pocas líneas era la cosa más complicada para un escritor, por eso le gustaba practicar, escribir microcuentos de temas variados. Algunos eran casi fábulas, otros, sin embargo, parecían reflexiones de un alma sinceramente atormentada. Ese era él, le gustaba escribir de todo.

Pensando en eso sonrió y se puso de pie para usar los servicios, fue cuando se dio cuenta que era de noche y se quedó ahí, parado en medio del café, observando París nocturno a través de la ventana. Sabía que era ese el momento en el que los seres nocturnos salían, en el que los burdeles se llenaban, en el que parecía que ninguna ley regía sobre el mundo. Eso, pero también el momento en el que las mejores historias se contaban. Giró el rostro y observó a otros presentes en el lugar, ninguno le prestaba atención, y más allá, en una mesa, distinguió una figura solitaria, una hermosa mujer que en su silencio le contaba más vesanias que toda esa gente en su algarabía.

Pero por supuesto, pensó, al notar que aquella hermosa mujer miraba otra cosa que no era él, también dirigió los ojos a eso que ocupaba su atención, y eran nuevos clientes para el lugar. Sonrió pues se trataba de una familia.

Aquellas escenas le recordaban tiempos mejores, de su vida antes del incendio, con Joan y Eilidh, cuando todo parecía ir viento en popa, y luego, en un momento, el destino decidió arrancarle todo. Suspiró ante el pensamiento, era increíble como un hecho tan sencillo como el arribo de aquellas personas podía trastocarlo como lo había hecho.

Finalmente decidió ir al baño como era cometido desde el principio. No tardó más de unos minutos y volvió a tomar asiento, sin embargo, aquella mujer solitaria llamaba su atención, intentaba darle un final al cuento que había estado escribiendo pero cada de vez en cuando alzaba la mirada para comprobar que aquella dama siguiera en su lugar. Desde luego notó que junto a ella estaba un libro también, sonrió de lado, al menos era una lectora, un pretexto para poder acercarse a ella.

Era intrigante, y a él le fascinaban ese tipo de personas. Su tez y su belleza le hacían creer que era un vampiro, pero no podía saltar con conclusiones tan apresuradas así como si nada. Dejó el bolígrafo a un lado, dobló las hojas con lo que llevaba escrito y las guardó en el tomo de “Paradise Lost” que lo acompañaba. Se puso de pie y con cautela, se acercó finalmente, tenía cierto don para la conversación, esa era su gran ventaja y arma.

-Perdón –dijo una vez que estuvo frente a ella, afianzó el libro y los papeles bajo el brazo y tomó el respaldo de una silla desocupada, más que con la intención de sentarse, como simple apoyo. Buscó con la mirada ese libro que antes ya había notado y pudo leer rápidamente de qué libro se trataba-, oh, Petrarca –sonrió y luego rio carraspeando-, no pude evitar notarla aquí sola, no soy de aquellos que abordan damas sólo porque sí, pero usted luce como alguien con mil historias que contar –finalmente dijo, nunca borrando aquel gesto conciliador de su rostro.

-No piense mal –continuó-, soy un escritor, y me gusta escuchar a la gente, de ese modo obtengo historias interesantes –se encogió de hombros –es el proceso creativo –finalmente dejó el libro y las hojas sobre la mesa de la dama-. ¿Me permite ser su compañía de la noche? –era obvio que no era un galán, que no abordaba damas para conquistarlas, como había dicho, más de una vez esa forma de acercarse le había hecho acreedor a una bofetada, aunque al final la gente lograba darse cuenta de que sus intenciones eran reales y limpias. Un simple escritor buscando la huidiza inspiración.

Que quedó ahí expectante, con la esperanza flotando sobre su cabeza de que ella confiara en él. No sabía qué era, pero algo en él siempre le abría puertas, la gente de pronto era capaz de confesarle sus más obscuros secretos, y no por el simple hecho de su profesión, no, sabía que algo había en su rostro y en sus gestos que lo hacían parecer confiable. Era una suerte que así fuera, que se tratara de un hombre en el que se podía confiar y no un desquiciado que usara ese don para fines más sórdidos y terribles.

-Por supuesto, Petrarca es un obligado en mi biblioteca –respondió con sencillez.

Miró divertido la sorpresa en la dama, eso le hizo dudar de sus conjeturas anteriores. Todos los vampiros con los que se había topado antes destilaban seguridad, cuando se llegó a acercar a alguno en busca de algún relato interesante, aquellos seres lo miraban con desdén, y algunos ni siquiera aceptaban conversar con él. Asintió con candidez andes de tomar asiento y la observó de nuevo con detenimiento, cuidando de no incomodarla y alegre de haber sido invitado, el primer paso estaba dado.

-Se sorprendería de lo que la gente tiene que contar –dijo sin más-, soy creyente de que las personas más calladas son las que poseen las mentes más ruidosas –apuntó luego con una sonrisa al tiempo que tomaba su libro de Milton y lo alineaba a la escuadra que hacía una de las esquinas de la mesa.

Sin duda, pensó, iba a ser interesante conversar con esta mujer, pues parecía no estar al tanto de lo mucho que era capaz de llamar la atención de la gente, parecía dulce y amable, pero también misteriosa y atrayente, una combinación que no se veía a menudo.

-Pero qué descortés soy –habló de pronto en medio de un sobresalto-, soy Ranald Hrasky –estiró la mano con afabilidad –un simple escritor en busca de la siguiente gran historia, por eso vine a este lugar, me refiero a París, no a este café y dejé atrás mi natal Londres –habló un poco sobre él para incitar la conversación, de todos modos no es como si le estuviera contando su vida-. Debo aceptar que estoy sorprendido, que una dama tan bella como usted esté sola en esta ciudad famosa por sus hombres bien parecidos –halagó con sinceridad.

Sonrió de nuevo al escucharla decir su nombre con aquel acento divertido. Una versión antigua del moderno “Ronald”, el que protege, nombre de reyes celtas en el pasado. Y su apellido de un origen aún más lejano y arcano, de la Europa continental, de ahí, del gran Imperio Romano Germánico, de tierras cerca a los Balcanes. Lo sabía porque lo había investigado, no había muchos Hraskys es Londres.

-Simples coincidencias –dijo-, París está llena de gente interesada en el arte y artistas en sí –le dijo, simplemente no se había topado con las personas indicadas, pensó. Miró el libro de su, ahora, acompañante y luego el suyo propio, lo volvió a mover con cierta manía. Eso era, tenía muchas manías.

-Es de las que escucha y yo también, tal vez nos quedemos callados el resto de la noche –se largó a reír brevemente. Le gustaba escuchar, sí, porque de ahí sacaba inspiración, pero tenía cierto don para la palabra hablada, pensaba constantemente que era simplemente como escribir, pero en el aire, efímeramente. Había gente, como Giuliana, que era callada y tenía que luchar un poco más por sacarle historias y vivencias.

-¡Enfermera! –exclamó luego –debe ser, sin duda, una profesión muy interesante, las cosas que debe ver, algunas terribles, me imagino –sintió de pronto que estaba hablando demasiado y por ello hizo una pausa. Suspiró y alzó la mano para que el camarero se acercara a ellos. Volteó la taza frente a él que estaba sin usar.

-Café, por favor –pidió –y para la señorita… -dejó inconclusa la frase, para que ella pudiera completarla.