AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Le Grand Macabre [Fausto]
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Le Grand Macabre [Fausto]
«Segados seréis por la altísima voluntad del que ya perdió la paciencia. Soy ejecutor de quien ya no se ablandará. Fui el ángel del bien expulsado del seno de las ciudades y que se marchó a llorar a un sepulcro. Luego de descansar en secular sueño, desperté como el ángel del Mal, mi ropaje de bondad se había transformado en una túnica de odio. Ahora, el aliento de los corrompidos subió hasta el Cielo y asfixió a Dios bajo su baldaquino. Y Dios, con puño derecho, lanzó una antorcha de venganza. La oigo crepitar. ¡Que caiga la noche, la última, la que será la de mi entrada triunfal en la dura ciudad!»
-Nekrotzar en "La ballade du grand macabre" de Michel de Ghelderode
-Nekrotzar en "La ballade du grand macabre" de Michel de Ghelderode
Pronto Sköll devoraría todas las estrellas del cielo, y su hermano Hati escupiría los restos del sol y la luna. Pronto el Fimbulvetr, el invierno de inviernos, menguaría todo el Midgard, y la putrefacta nave Naglfar llegaría al Vigrid para comenzar con el Ocaso de los Dioses, el Ragnarök predicho en el Völuspá.
Y él, el hijo maldito de los habitantes del Valhala, abriría la puerta para que Jotuns y Æsir salieran de su letargo prolongado por eones, rompería con su hacha el puente Bifrost para que nadie regresara, escucharía el canto de los gallos Fjalar y Gullinkambi, como el terrible anuncio del final de los tiempos. Como el aullido de un Fenrir herido y lastimero, hijo de Loki también.
Pero antes de que todo eso sucediera, antes de que el mundo colapsara en sus manos tan grandes que podían cubrir los cielos y que parecían talladas de las rocas de la montaña Galdhøpiggen, tenía que aguardar, paciente y errante a que el tiempo finalmente llegara. Había perfeccionado su capacidad de no desespero a lo largo de los siglos, a observarlo todo, a veces creía que su intervención no sería requerida, que los hombres terminarían matándose entre ellos como una jauría de lobos que come carne de sus congéneres.
Todo eso le divertía, todo eso le parecía la ironía más grande de esa existencia marchita a la que la raza humana se aferraba en llamar vida. Pero también, nada de eso le impedía dar un paso o dos a la vez, rumbo al final que el predecía, él ejecutaría y él terminaría. En noches sin luna como esa le gustaba salir, amedrentar la ciudad, cualquier ciudad que fuera, cualquier ciudad que tuviera la mala suerte de tenerlo como huésped. Olía que le seguían los pasos, que ese Galeotti conocía su paradero y estaba detrás de él, la última vez se enfrascaron en un combate que pudo durar mil años, si ambos así lo hubieran querido. Él estaba listo, el día que quisiera lo estaría esperando.
Pero por aquella velada, se dedicaría a ceñirse a París como una sombra maldita y pestilente, exudando miseria, miedo y muerte. Sin pensarlo demasiado sus pisadas, como las de Hrym guiando a los gigantes a la batalla final, lo encaminaron a donde la sangre era más fresca y virginal. Un convento repleto de doncellas y figuras de santos de madera.
Al pobre vigilante que le abrió la puerta lo tomó por el rostro y le rompió los huesos de todo el cuerpo a base de patadas y golpes con las manos desnudas, su sangre no le interesaba. Ingresó y las mujeres no tuvieron ninguna oportunidad, la masacre fue brutal. A alguna las partía a la mitad dejando que el asperjar de su sangre lo bañara, a otras les cortaba la cabeza y bebía de los cuellos cercenados como si de frutas frescas se tratara, y a otras pobres desdichadas, se tomó la molestia de arrancarles la piel con sumo cuidado y extenderla sobre el suelo como alfombra.
Al final, tomó una cabeza desprendida del cuerpo, hinchada por los golpes y la putrefacción que ya comenzaba a presentarse y la colgó en la puerta, anunciando al mundo su crimen. Jactándose de lo sucedido, aunque en realidad no era nada que no hubiese hecho antes.
Le gustaba dejar en claro que cosas terribles habían sucedido en los lugares que él había pisado, sus triunfos sobre una humanidad que le parecía cada vez más un desperdicio, una mala broma, pues si ellos iban a oponerse a su furia y a su odio, no veía cómo iban a poder detenerlo. Si Galeotti armaba un ejército, él era una legión de vileza y crueldad. Era el puño de Odín que descendía desde el cielo para aplastarlo todo, y era el grito de Loki clamando por venganza.
Satisfecho y bañado de la sangre más roja de la que tenía memoria, caminó impasible por las calles nebulosas del centro del universo (lo era, porque él estaba ahí en ese momento), si algún transeúnte lo vio o no, era irrelevante. Su cabello y barba, antes de hilos dorados y hoy opacos por el tiempo, su ropa negra, siempre negra y rota, roída, sucia, y sus botas de pieles de animales de la tundra, todo estaba salpicado de carmesí como una parvada de cardenales que cruza un cielo nocturno.
Y así, cubierto por un baño vestal y con su hacha en la espalda, inseparable como si fuesen alas, negras y pútridas, se encontró a las puertas del cementerio. Había algo en ese sitio que parecía calzar muy bien con su figura, quizá porque era el lugar más adecuado para profanar, aunque ¿no acababa de mancillar hasta decir basta un convento repleto de mujeres consagradas a Dios?, cualquier sitio, no importaba su naturaleza, ante su sola presencia ya se podía considerar profanado.
Se sentó en medio del lugar, como a descansar, contemplando las cruces que se extendían hasta donde la vista alcanzaba. Eligió el mausoleo más ridículamente hermoso del lugar, y ahí estuvo, como Eggthér que espera el inicio del Ragnarök tocando su arpa, y como el gigante del Edda, sonrió severamente. Motivos le sobraban, nadie parecía tener capacidad de detenerlo, y sólo lamentaba que el final que él se encargaría de iniciar, pareciera tan lejano. Tiempo tenía de sobra, él era el tiempo mermando en todo, menos en su persona.
Aguzó el oído, quizá la diversión no había terminado del todo. No estaba solo, y eso resultaba muy oportuno.
Y él, el hijo maldito de los habitantes del Valhala, abriría la puerta para que Jotuns y Æsir salieran de su letargo prolongado por eones, rompería con su hacha el puente Bifrost para que nadie regresara, escucharía el canto de los gallos Fjalar y Gullinkambi, como el terrible anuncio del final de los tiempos. Como el aullido de un Fenrir herido y lastimero, hijo de Loki también.
Pero antes de que todo eso sucediera, antes de que el mundo colapsara en sus manos tan grandes que podían cubrir los cielos y que parecían talladas de las rocas de la montaña Galdhøpiggen, tenía que aguardar, paciente y errante a que el tiempo finalmente llegara. Había perfeccionado su capacidad de no desespero a lo largo de los siglos, a observarlo todo, a veces creía que su intervención no sería requerida, que los hombres terminarían matándose entre ellos como una jauría de lobos que come carne de sus congéneres.
Todo eso le divertía, todo eso le parecía la ironía más grande de esa existencia marchita a la que la raza humana se aferraba en llamar vida. Pero también, nada de eso le impedía dar un paso o dos a la vez, rumbo al final que el predecía, él ejecutaría y él terminaría. En noches sin luna como esa le gustaba salir, amedrentar la ciudad, cualquier ciudad que fuera, cualquier ciudad que tuviera la mala suerte de tenerlo como huésped. Olía que le seguían los pasos, que ese Galeotti conocía su paradero y estaba detrás de él, la última vez se enfrascaron en un combate que pudo durar mil años, si ambos así lo hubieran querido. Él estaba listo, el día que quisiera lo estaría esperando.
Pero por aquella velada, se dedicaría a ceñirse a París como una sombra maldita y pestilente, exudando miseria, miedo y muerte. Sin pensarlo demasiado sus pisadas, como las de Hrym guiando a los gigantes a la batalla final, lo encaminaron a donde la sangre era más fresca y virginal. Un convento repleto de doncellas y figuras de santos de madera.
Al pobre vigilante que le abrió la puerta lo tomó por el rostro y le rompió los huesos de todo el cuerpo a base de patadas y golpes con las manos desnudas, su sangre no le interesaba. Ingresó y las mujeres no tuvieron ninguna oportunidad, la masacre fue brutal. A alguna las partía a la mitad dejando que el asperjar de su sangre lo bañara, a otras les cortaba la cabeza y bebía de los cuellos cercenados como si de frutas frescas se tratara, y a otras pobres desdichadas, se tomó la molestia de arrancarles la piel con sumo cuidado y extenderla sobre el suelo como alfombra.
Al final, tomó una cabeza desprendida del cuerpo, hinchada por los golpes y la putrefacción que ya comenzaba a presentarse y la colgó en la puerta, anunciando al mundo su crimen. Jactándose de lo sucedido, aunque en realidad no era nada que no hubiese hecho antes.
Le gustaba dejar en claro que cosas terribles habían sucedido en los lugares que él había pisado, sus triunfos sobre una humanidad que le parecía cada vez más un desperdicio, una mala broma, pues si ellos iban a oponerse a su furia y a su odio, no veía cómo iban a poder detenerlo. Si Galeotti armaba un ejército, él era una legión de vileza y crueldad. Era el puño de Odín que descendía desde el cielo para aplastarlo todo, y era el grito de Loki clamando por venganza.
Satisfecho y bañado de la sangre más roja de la que tenía memoria, caminó impasible por las calles nebulosas del centro del universo (lo era, porque él estaba ahí en ese momento), si algún transeúnte lo vio o no, era irrelevante. Su cabello y barba, antes de hilos dorados y hoy opacos por el tiempo, su ropa negra, siempre negra y rota, roída, sucia, y sus botas de pieles de animales de la tundra, todo estaba salpicado de carmesí como una parvada de cardenales que cruza un cielo nocturno.
Y así, cubierto por un baño vestal y con su hacha en la espalda, inseparable como si fuesen alas, negras y pútridas, se encontró a las puertas del cementerio. Había algo en ese sitio que parecía calzar muy bien con su figura, quizá porque era el lugar más adecuado para profanar, aunque ¿no acababa de mancillar hasta decir basta un convento repleto de mujeres consagradas a Dios?, cualquier sitio, no importaba su naturaleza, ante su sola presencia ya se podía considerar profanado.
Se sentó en medio del lugar, como a descansar, contemplando las cruces que se extendían hasta donde la vista alcanzaba. Eligió el mausoleo más ridículamente hermoso del lugar, y ahí estuvo, como Eggthér que espera el inicio del Ragnarök tocando su arpa, y como el gigante del Edda, sonrió severamente. Motivos le sobraban, nadie parecía tener capacidad de detenerlo, y sólo lamentaba que el final que él se encargaría de iniciar, pareciera tan lejano. Tiempo tenía de sobra, él era el tiempo mermando en todo, menos en su persona.
Aguzó el oído, quizá la diversión no había terminado del todo. No estaba solo, y eso resultaba muy oportuno.
Invitado- Invitado
Re: Le Grand Macabre [Fausto]
Nieve en otoño, ilustre manera de apresurar la nitidez decisiva de la caída de la sangre al suelo. Un cementerio emblanquecido era la ocurrencia más destartalada que podría tener en cuenta en los instantes de pisarlo, regalándole con una súbita ventisca de hielo el imperfecto contraste entre oscuridad y pureza. Claro que, ¿quién decía que abandonar el oxígeno no era más impoluto que toda la santidad más arraigada de la Tierra? Incluso las estrellas ennegrecían cuando se abastecía la noche y la muerte bien podría llegar a ser como el cielo en llamas, en lugar de blanco o negro. ¿Él mismo no estaba viviendo ya en mitad de lo que sería su cuerpo helado y sin vida? Los interrogantes custodiaban aquella frase por auto-consideración, pues únicamente la innata superioridad de Fausto merecía su propia compasión y su propio respeto.
'Acercaos a mí, contemplad mi mente y mi cuerpo... ¿Veis algo más allá de lo único a lo que aspiran vuestros ojos mortales? Permanecer en el paraje interminable de mi mirada es todo cuanto os queda de ahora en adelante.'
Sus ojos azules se crisparon al momento de fijarse en las tumbas y ajustarse al reflejo de aquellos monumentos de defunción que se hacían con gran parte de la vastedad de los árboles, sabios y superiores ante la vejación mundana de asesinatos, enfermedades y accidentes. Cuando llegara su hora, Fausto esperaba restar abrasado en cenizas que se colaran por los siglos sin ser detectadas ni por el insecto más microscópico. Y no aquello que veía; encerrarse bajo la pestilente prepotencia de esa tierra que decidía el soporte de todos sin rigurosa y necesaria excepción y soportaba el vagar de tantísimos cuerpos, merecedores o no de continuar pisoteándola. La distinción del aire era sólo para unos pocos privilegiados y lo volvería tan inabarcable como la apoteosis del conocimiento que se habría llevado consigo.
Acababan de citarle allí para su próximo pedido y frente a los temblores que invadieron el cuerpo del hombre que tiritó entre patéticos tartamudeos de frío, la oscura silueta de Fausto no se movió ni para confirmar que había comprendido sus palabras (y el demandante sintió las cuchilladas del clima todavía más fieras a la hora de atreverse siquiera a preguntarle nada). El cliente se marchó con una velocidad tan escurridiza que nadie habría apostado por que aquel encuentro lo había dispuesto él, pero el cazador intensificó sus pisadas un buen rato más por aquellos tétricos e inspiradores parajes.
Frenó, al toparse con la lápida más austera de todas y clavarse sobre los metros de nieve que habían entre eso y la suntuosidad de un mausoleo, igual que clavaba sus bastones de ágil puntería en los músculos de sus presas. Pensó que era el lugar idóneo para meditar, en una lucha adicional contra el estado de su pulso y el del manto pre-invernal que engullía el pavimento, y lo habría hecho de no percibir la presencia de alguien más (a aquellas alturas, ya no se molestaba en llamar 'persona' a nada que todavía no conociera).
Esbozó una excitante sonrisa que prácticamente le salió sola al divisar de reojo el montículo ennegrecido de carne y huesos que sus instintos habían prevenido y su reacción natural fue propulsarse en el aire, en una de esas monstruosas capacidades que su arte marcial permitía a la sencilla acción de dar un salto 'un poquito' (muy gracioso) más elevado de lo que era normal. Cayó justo en frente del visitante restante. No estaba de más ir avisando de lo que era, uno de sus pocos entremeses baratos que Fausto, de vez en cuando, obsequiaba sin distinciones sólo por la sensación revitalizante de atemorizar. Y aunque supo, con sólo mirar al azul que compartían el par de ojos del lugar, que ese otro ser no iba a pertenecer a ese tipo de reacciones humanas, el entretenimiento no hizo otra cosa que ir en aumento.
¿Vienes a que los difuntos te den el pésame o a olisquear un poco de muerte? -inquirió, y mientras pasaba a inspeccionar necesariamente a todo aquel tipejo, se alegró de haberse levantado tan sumamente receptivo.
'Acercaos a mí, contemplad mi mente y mi cuerpo... ¿Veis algo más allá de lo único a lo que aspiran vuestros ojos mortales? Permanecer en el paraje interminable de mi mirada es todo cuanto os queda de ahora en adelante.'
Sus ojos azules se crisparon al momento de fijarse en las tumbas y ajustarse al reflejo de aquellos monumentos de defunción que se hacían con gran parte de la vastedad de los árboles, sabios y superiores ante la vejación mundana de asesinatos, enfermedades y accidentes. Cuando llegara su hora, Fausto esperaba restar abrasado en cenizas que se colaran por los siglos sin ser detectadas ni por el insecto más microscópico. Y no aquello que veía; encerrarse bajo la pestilente prepotencia de esa tierra que decidía el soporte de todos sin rigurosa y necesaria excepción y soportaba el vagar de tantísimos cuerpos, merecedores o no de continuar pisoteándola. La distinción del aire era sólo para unos pocos privilegiados y lo volvería tan inabarcable como la apoteosis del conocimiento que se habría llevado consigo.
Acababan de citarle allí para su próximo pedido y frente a los temblores que invadieron el cuerpo del hombre que tiritó entre patéticos tartamudeos de frío, la oscura silueta de Fausto no se movió ni para confirmar que había comprendido sus palabras (y el demandante sintió las cuchilladas del clima todavía más fieras a la hora de atreverse siquiera a preguntarle nada). El cliente se marchó con una velocidad tan escurridiza que nadie habría apostado por que aquel encuentro lo había dispuesto él, pero el cazador intensificó sus pisadas un buen rato más por aquellos tétricos e inspiradores parajes.
Frenó, al toparse con la lápida más austera de todas y clavarse sobre los metros de nieve que habían entre eso y la suntuosidad de un mausoleo, igual que clavaba sus bastones de ágil puntería en los músculos de sus presas. Pensó que era el lugar idóneo para meditar, en una lucha adicional contra el estado de su pulso y el del manto pre-invernal que engullía el pavimento, y lo habría hecho de no percibir la presencia de alguien más (a aquellas alturas, ya no se molestaba en llamar 'persona' a nada que todavía no conociera).
Esbozó una excitante sonrisa que prácticamente le salió sola al divisar de reojo el montículo ennegrecido de carne y huesos que sus instintos habían prevenido y su reacción natural fue propulsarse en el aire, en una de esas monstruosas capacidades que su arte marcial permitía a la sencilla acción de dar un salto 'un poquito' (muy gracioso) más elevado de lo que era normal. Cayó justo en frente del visitante restante. No estaba de más ir avisando de lo que era, uno de sus pocos entremeses baratos que Fausto, de vez en cuando, obsequiaba sin distinciones sólo por la sensación revitalizante de atemorizar. Y aunque supo, con sólo mirar al azul que compartían el par de ojos del lugar, que ese otro ser no iba a pertenecer a ese tipo de reacciones humanas, el entretenimiento no hizo otra cosa que ir en aumento.
¿Vienes a que los difuntos te den el pésame o a olisquear un poco de muerte? -inquirió, y mientras pasaba a inspeccionar necesariamente a todo aquel tipejo, se alegró de haberse levantado tan sumamente receptivo.
Fausto- Cazador Clase Alta
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Fecha de inscripción : 28/11/2011
Localización : En tu cara de necio/a
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Re: Le Grand Macabre [Fausto]
La Norna Urð había tejido sus hilos aquella noche, había cruzado caminos, y junto a sus hermanas Verdandi y Skuld dictaban lo que ocurre y lo que debía ocurrir; el concepto nórdico del destino, uno que Varg acataba, como ninguna otra cosa en su vida maldita e inmortal, porque sabía que el suyo, su destino urdido por las Nornas que regaban el árbol Yggdrasil, era acabar con esa misma vida, que apenas podía ser llamada así, que reinaba en todo el Midgard.
Indigno todo aquello de vivir en restos del gigante Ymir, que de su carne fue creada la tierra, de su sangre los cuerpos de agua y de sus huesos las montañas; las piedras pedazos de sus dientes, el follaje de los árboles de su cabello y de los gusanos de su putrefacción los enanos; su cráneo sobre toda la creación, sostenido por los cuatro enanos Norte, Sur, Este y Oeste, finalmente pintando el firmamento con el cerebro del gigante muerto y así formando las nubes, así como con chispas provenientes del Mulspeheim para las estrellas.
Qué iban a ser dignos los hijos de Ask y Embla de vivir en la divinidad de Ymir, regada por Odín, Vili y Ve. Varg lo sabía, su destino, tejido por las hermanas Nornas era ese, la gran limpieza, y coronarse amo absoluto, Gud Guder, Dios de Dioses, una vez que el Ragnarök terminara con toda la estirpe de Bor, siendo Heimdal el último en caer.
Sus orbes azules como la de los hielos del norte se movieron al escuchar a su nuevo acompañante, y cuando finalmente lo tuvo de frente, en aquel movimiento trepidante y sorpresivo, no se inmutó un ápice, lo miró un segundo o dos y luego rio, su carcajada estruendosa como el puente Bifrost rompiéndose ante el paso de los gigantes de fuego, y luego el silencio sepulcral como el que quedará en el prado Iðavöllr tras el gran Ocaso de los Dioses.
Echó el cuerpo al frente, relajando su postura, aunque aquello sólo era en la apariencia, él jamás perdía el sentido de alerta, y si había llegado tan lejos, vivido tanto, y dado muerte a tantos, era por ello mismo, jamás confiaba en alguien, por insignificante que pudiera parecer; ese hombre (mortal, su mortalidad apestaba como los cuerpos pútridos debajo de ellos), no parecía del todo sin importancia, destilaba un aire de seguridad y hasta cierto punto, de locura. Suspiró cansadamente.
-¿Es que no lo ves? –dijo, su voz ronca, el mismo rugido de Garm, el aullido de Fenrir-, yo soy la muerte –entonces enderezó la espalda como si se encontrara sentado en el trono Hliðskjálf flanqueado por los lobos Geri y Freki, incluso así, sin la necesidad de ponerse de pie, su presencia era temible y titánica. Cada vez que le tocaba hablar sobre él, ese tinte de que se está escuchando algo sagrado impregnaba su voz. Contaba su propia leyenda, su Cantar, su Edda, torcida y obscura.
-Valiente de tu parte –su voz socarrona retumbó por los pasillos mal delineados por tumbas olvidadas –plantarte así frente a mi –le daba algo de crédito, le gustaba toparse gente que, en su ignorancia, quisiera ponérsele en el camino. Era divertido y cuando los años se contaban eternos hasta que finalmente las bestias hijas de Loki y Angrboda anunciaran el final de los tiempos, cualquier cosa que pudiera entretenerlo era valiosa.
Aún sentado, como si el otro no representara peligro alguno, porque de algún modo, así lo era. No podía fiarse, humanos ladinos había muchos, ¿no hace poco una cazadora lo había logrado herir?. Su caída iba a ser marcada por su terrible soberbia, su ceguera ante poderes que no eran los suyos.
Indigno todo aquello de vivir en restos del gigante Ymir, que de su carne fue creada la tierra, de su sangre los cuerpos de agua y de sus huesos las montañas; las piedras pedazos de sus dientes, el follaje de los árboles de su cabello y de los gusanos de su putrefacción los enanos; su cráneo sobre toda la creación, sostenido por los cuatro enanos Norte, Sur, Este y Oeste, finalmente pintando el firmamento con el cerebro del gigante muerto y así formando las nubes, así como con chispas provenientes del Mulspeheim para las estrellas.
Qué iban a ser dignos los hijos de Ask y Embla de vivir en la divinidad de Ymir, regada por Odín, Vili y Ve. Varg lo sabía, su destino, tejido por las hermanas Nornas era ese, la gran limpieza, y coronarse amo absoluto, Gud Guder, Dios de Dioses, una vez que el Ragnarök terminara con toda la estirpe de Bor, siendo Heimdal el último en caer.
Sus orbes azules como la de los hielos del norte se movieron al escuchar a su nuevo acompañante, y cuando finalmente lo tuvo de frente, en aquel movimiento trepidante y sorpresivo, no se inmutó un ápice, lo miró un segundo o dos y luego rio, su carcajada estruendosa como el puente Bifrost rompiéndose ante el paso de los gigantes de fuego, y luego el silencio sepulcral como el que quedará en el prado Iðavöllr tras el gran Ocaso de los Dioses.
Echó el cuerpo al frente, relajando su postura, aunque aquello sólo era en la apariencia, él jamás perdía el sentido de alerta, y si había llegado tan lejos, vivido tanto, y dado muerte a tantos, era por ello mismo, jamás confiaba en alguien, por insignificante que pudiera parecer; ese hombre (mortal, su mortalidad apestaba como los cuerpos pútridos debajo de ellos), no parecía del todo sin importancia, destilaba un aire de seguridad y hasta cierto punto, de locura. Suspiró cansadamente.
-¿Es que no lo ves? –dijo, su voz ronca, el mismo rugido de Garm, el aullido de Fenrir-, yo soy la muerte –entonces enderezó la espalda como si se encontrara sentado en el trono Hliðskjálf flanqueado por los lobos Geri y Freki, incluso así, sin la necesidad de ponerse de pie, su presencia era temible y titánica. Cada vez que le tocaba hablar sobre él, ese tinte de que se está escuchando algo sagrado impregnaba su voz. Contaba su propia leyenda, su Cantar, su Edda, torcida y obscura.
-Valiente de tu parte –su voz socarrona retumbó por los pasillos mal delineados por tumbas olvidadas –plantarte así frente a mi –le daba algo de crédito, le gustaba toparse gente que, en su ignorancia, quisiera ponérsele en el camino. Era divertido y cuando los años se contaban eternos hasta que finalmente las bestias hijas de Loki y Angrboda anunciaran el final de los tiempos, cualquier cosa que pudiera entretenerlo era valiosa.
Aún sentado, como si el otro no representara peligro alguno, porque de algún modo, así lo era. No podía fiarse, humanos ladinos había muchos, ¿no hace poco una cazadora lo había logrado herir?. Su caída iba a ser marcada por su terrible soberbia, su ceguera ante poderes que no eran los suyos.
Invitado- Invitado
Re: Le Grand Macabre [Fausto]
Fausto alzó la barbilla con ligereza para engrandecer la superioridad de su perspectiva, pero el brillo devastador de su mirada reflejaba a la perfección que no lo necesitaba. Ni siquiera si aquella mole de músculo y huesos se ponía en pie para descubrirse más alto que él, a Fausto no le hacían falta los soportes humanos para rasgar el cielo o escarbar hasta el infierno. La abstracción de la mente era más poderosa que cualquier ventaja tangible que ofreciera el físico, porque contaba con el don de la ubicuidad, con una de las aptitudes propias de un Dios… Pues lo primero que volvía invencibles a los dioses no era que tuvieran mucho poder, sino que éste podía estar en todas partes, incluso en tu cabeza. En aquel instante, por ejemplo, la del alemán correteaba a miles de kilómetros de ese cementerio, a decenios luz de la tierra o las nubes y a escasos centímetros de los recovecos agonizantes que formaban el cuerpo de aquel otro hombre sentado a pocos pasos. Y así seguiría siendo, aunque lo decapitaran de una de las estocadas que él mismo propinaba a sus presas.
Su mente era más inmortal que cualquier espectro de lo sobrenatural.
¿La muerte? -respondió finalmente, tras el bífido chistido de su lengua- No creas que estás calzando la misma bota que te aplasta la mejilla, infeliz.
Sonrió de lado con una convicción sobrehumana y sus ojos azules se arrojaron en pos de la figura de aquel ser, analizando más detenidamente su aspecto, cada agujero sobre sus harapos, cada mancha reciente o coagulada en la tela. Allí lo tenía, y sin haber de pagar entrada: el resultado de la pintura más grotesca del museo de la vida, víctima de una obsesión demente que pisoteaba la higiene y promovía una actitud cercana al fanatismo exhibicionista, más propio de comportamientos primitivos. La criatura que se zambullía en el baño visceral de sus víctimas con tal desidia que ni siquiera se molestaba en limpiarlas de su cuerpo. De agradecer resultaba para los sentidos de cualquier mente sana que los restos de nieve que aún se dejaban caer desde arriba, movidos por la desgana de la leve ventisca de aquellas horas, se hubieran acabado dispersando por toda su piel sucia y el rojo de la sangre ya no se viese tan exagerado, sino falsamente difuminado en una mezcla pastosa que no mejoraba el hedor de cientos de personas muertas.
Claro que el cazador con el que había ido a toparse en mitad de aquella reunión de difuntos no tenía una mente sana.
Fausto se mordió la lengua por dentro al finalizar su detallado examen y si no continuó chistando, fue porque en ese otro ser había encontrado el motivo por el cual ahora se encontraba allí, desechando una posibilidad de oro para abandonarse a sus meditaciones y navegar por los mares de lo que ya sabía, redescubriendo hasta sus propios conocimientos. Puesto que aquel tipo se anunciaba interesante, de modo que no era sólo que la habitual imperturbabilidad de Fausto hubiera sido ligeramente empujada por un ramalazo aleatorio del aburrimiento, y si lo había sido, únicamente podía llegar a aceptarse como la palanca necesaria que lo había conducido a algo que sería muchísimo más que un entretenimiento: la cúspide intocable de un desafío.
Valiente, ¿eh? Es curioso, tu aspecto no predice conclusiones tan irrisorias –continuó hablando, a la vez que la agilidad de sus reflejos destapaba la inconfundible naturaleza vampírica de aquel sujeto, incluso más allá de lo que resultaría usual durante la simple casualidad de encontrar otra presa-. Valientes son los que en algún momento experimentan el miedo, de manera que deja ese término tan deplorable para cualquier otro fantoche que hayas conocido antes que a mí.
Su mente era más inmortal que cualquier espectro de lo sobrenatural.
¿La muerte? -respondió finalmente, tras el bífido chistido de su lengua- No creas que estás calzando la misma bota que te aplasta la mejilla, infeliz.
Sonrió de lado con una convicción sobrehumana y sus ojos azules se arrojaron en pos de la figura de aquel ser, analizando más detenidamente su aspecto, cada agujero sobre sus harapos, cada mancha reciente o coagulada en la tela. Allí lo tenía, y sin haber de pagar entrada: el resultado de la pintura más grotesca del museo de la vida, víctima de una obsesión demente que pisoteaba la higiene y promovía una actitud cercana al fanatismo exhibicionista, más propio de comportamientos primitivos. La criatura que se zambullía en el baño visceral de sus víctimas con tal desidia que ni siquiera se molestaba en limpiarlas de su cuerpo. De agradecer resultaba para los sentidos de cualquier mente sana que los restos de nieve que aún se dejaban caer desde arriba, movidos por la desgana de la leve ventisca de aquellas horas, se hubieran acabado dispersando por toda su piel sucia y el rojo de la sangre ya no se viese tan exagerado, sino falsamente difuminado en una mezcla pastosa que no mejoraba el hedor de cientos de personas muertas.
Claro que el cazador con el que había ido a toparse en mitad de aquella reunión de difuntos no tenía una mente sana.
Fausto se mordió la lengua por dentro al finalizar su detallado examen y si no continuó chistando, fue porque en ese otro ser había encontrado el motivo por el cual ahora se encontraba allí, desechando una posibilidad de oro para abandonarse a sus meditaciones y navegar por los mares de lo que ya sabía, redescubriendo hasta sus propios conocimientos. Puesto que aquel tipo se anunciaba interesante, de modo que no era sólo que la habitual imperturbabilidad de Fausto hubiera sido ligeramente empujada por un ramalazo aleatorio del aburrimiento, y si lo había sido, únicamente podía llegar a aceptarse como la palanca necesaria que lo había conducido a algo que sería muchísimo más que un entretenimiento: la cúspide intocable de un desafío.
Valiente, ¿eh? Es curioso, tu aspecto no predice conclusiones tan irrisorias –continuó hablando, a la vez que la agilidad de sus reflejos destapaba la inconfundible naturaleza vampírica de aquel sujeto, incluso más allá de lo que resultaría usual durante la simple casualidad de encontrar otra presa-. Valientes son los que en algún momento experimentan el miedo, de manera que deja ese término tan deplorable para cualquier otro fantoche que hayas conocido antes que a mí.
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Re: Le Grand Macabre [Fausto]
Rök es la palabra en noruego para ‘destino’, y Varg pensaba con frecuencia que en esas tres letras, quizá una designada a cada Norna, se encontraba respuesta a todo. Pero el destino no era algo que sucediera y ya, tenía que ser empujado, apaleado, moldeado para que algo pasara. Varg era un ejecutor, una palanca, una polea que mueve, que cambia las cosas, era un gran hacedor de cosas, aunque se encargara de destruirlas, pero eso era lo que él fabricaba, escombros y polvo y desolación y muerte.
Ragna es la palabra en noruego para ‘dioses’, y Varg se consideraba uno, el más importante, incluso por encima de todos, los Æsir y los Vanir, él como una figura que se erige soberbia e imbatible, de odio y de obscuridad. El gigante del fuego y hielo quien con una mano ha de atrapar el sol y ha de extinguirlo para dar pie a una penumbra perpetua.
Ragnarök, eso era lo que movía al vampiro, el momento que definiría todo, el Destino de los Dioses, el ocaso de una era que para él, risible y luminosa, no merecía seguir. Porque la luz era demasiado y dejaba ciego, era momento que la sombra se ciñera a ese Midgard corrupto, que las ramas del Yggdrasil, el fresno del universo, cayeran y lo aplastaran todo en su caída. Los motivos de Varg estaban lejos de ser bien intencionados, su meta era sentarse ahí donde alguna vez lo hiciera Odín y reinar en un imperio de peste y angustia, reinar un Helheim en la tierra.
Una de aquellas cejas despeinadas se elevó, ningún otro gesto se movió de aquel rostro demacrado pero espeluznante como la peor de las visiones del infierno. Las hermanas Nornas habían obrado bien, habían hecho que se topara esa noche con alguien que, al parecer y como iban las cosas, resultaría igual o más entretenido que una matanza de las que solía propinar. En eso entretenía sus ímpetus de bestia carnívora en lo que el momento por el que se mantenía en la tierra llegaba, pero a veces aquello envejecía muy rápido, ¿qué gran mérito tenía acabar con seres que evidentemente era inferiores? Pero este sujeto frente a él, su brío temerario, aunque fuese por ignorancia o por que así era en realidad, era interesante.
Entonces finalmente se puso de pie. Gigante venido del Muspelheim donde las estrellas son forjadas, Leviathan, Behemoth y Ziz, los tres contenidos en un cuerpo que fue, aunque la duda se hiciera presente, mortal alguna vez. Su hacha, Tomhet, como el vacío infinito de los yermos campos del Niflheim, el Ginnungagap mismo, ahí a su lado como una extremidad más de su mastodóntica figura. Sonrió de lado dejando al descubierto uno de sus colmillos, el filo mismo de la lanza sagrada Gungnir.
-Entonces –voz ronca y cavernosa como la entrada al inframundo –haz venido al lugar correcto –sarcasmo destilado, falsa cortesía y una reverencia que, aunque marcada, insignificante dada su altura-, aquí, mi blasón te hará conocer lo que es el miedo, y será lo último que conozcas –empuñó entonces a Tomhet, el hacha que como el martillo Mjǫlnir, parecía tener vida propia, forjada, según Varg, por los mismos Nibelungos enanos que forjaron el anillo con el oro divino del Rhin.
Blandió su hacha, no como amenaza, simplemente porque así la manejaba y cortó el aire como quien rasga el cielo y deja que las calamidades caigan sobre la humanidad.
Ragna es la palabra en noruego para ‘dioses’, y Varg se consideraba uno, el más importante, incluso por encima de todos, los Æsir y los Vanir, él como una figura que se erige soberbia e imbatible, de odio y de obscuridad. El gigante del fuego y hielo quien con una mano ha de atrapar el sol y ha de extinguirlo para dar pie a una penumbra perpetua.
Ragnarök, eso era lo que movía al vampiro, el momento que definiría todo, el Destino de los Dioses, el ocaso de una era que para él, risible y luminosa, no merecía seguir. Porque la luz era demasiado y dejaba ciego, era momento que la sombra se ciñera a ese Midgard corrupto, que las ramas del Yggdrasil, el fresno del universo, cayeran y lo aplastaran todo en su caída. Los motivos de Varg estaban lejos de ser bien intencionados, su meta era sentarse ahí donde alguna vez lo hiciera Odín y reinar en un imperio de peste y angustia, reinar un Helheim en la tierra.
Una de aquellas cejas despeinadas se elevó, ningún otro gesto se movió de aquel rostro demacrado pero espeluznante como la peor de las visiones del infierno. Las hermanas Nornas habían obrado bien, habían hecho que se topara esa noche con alguien que, al parecer y como iban las cosas, resultaría igual o más entretenido que una matanza de las que solía propinar. En eso entretenía sus ímpetus de bestia carnívora en lo que el momento por el que se mantenía en la tierra llegaba, pero a veces aquello envejecía muy rápido, ¿qué gran mérito tenía acabar con seres que evidentemente era inferiores? Pero este sujeto frente a él, su brío temerario, aunque fuese por ignorancia o por que así era en realidad, era interesante.
Entonces finalmente se puso de pie. Gigante venido del Muspelheim donde las estrellas son forjadas, Leviathan, Behemoth y Ziz, los tres contenidos en un cuerpo que fue, aunque la duda se hiciera presente, mortal alguna vez. Su hacha, Tomhet, como el vacío infinito de los yermos campos del Niflheim, el Ginnungagap mismo, ahí a su lado como una extremidad más de su mastodóntica figura. Sonrió de lado dejando al descubierto uno de sus colmillos, el filo mismo de la lanza sagrada Gungnir.
-Entonces –voz ronca y cavernosa como la entrada al inframundo –haz venido al lugar correcto –sarcasmo destilado, falsa cortesía y una reverencia que, aunque marcada, insignificante dada su altura-, aquí, mi blasón te hará conocer lo que es el miedo, y será lo último que conozcas –empuñó entonces a Tomhet, el hacha que como el martillo Mjǫlnir, parecía tener vida propia, forjada, según Varg, por los mismos Nibelungos enanos que forjaron el anillo con el oro divino del Rhin.
Blandió su hacha, no como amenaza, simplemente porque así la manejaba y cortó el aire como quien rasga el cielo y deja que las calamidades caigan sobre la humanidad.
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Re: Le Grand Macabre [Fausto]
Ahá…
Un rival digno de su estatura, y sin tener que meter piojosa mano de la literalidad (aunque en aquel caso también habría valido). Fausto caminaba por encima de cadáveres, calientes y mugrosos, y esqueletos, fríos y viscosos… Se rasgaban y crujían tras él hasta acumularse en la misma prole, el mismo saco de moho fétido en el que cabían todos, menos el cazador. Él ni siquiera estaba en la lista de restos, sus pisadas ni siquiera empezaban a aproximarse a la senda por la que pasarían las demás para terminar de cabeza en ese cúmulo de insignificancia, esa condena de mediocridad que se olía a kilómetros en una sonrisa o en un gesto. Y que de repente, el olor de la mierda fuera menor que el olor de la sangre, de la auténtica muerte... le llenaba de satisfacción. Una satisfacción demente, seguramente que problemática y suicida para el ciudadano de a pie (la bazofia de a pie), pero no para Fausto. El vampiro era una golosina supurando tripas, que no se encontraba a simple vista y que, por descontado, pasaba absolutamente desapercibida por el temor y completamente desperdiciada por la soberbia. Bien, él no tenía miedo y sí, su ego derribaba todo a su alrededor con la destructividad de un huracán mismo, pero gozaba de muchas diferencias respecto a muchos otros presuntuosos, y era que eso no le impedía aprovechar la oportunidad de querer cercenar una cabeza que antes de volar por los aires hubiera pensado con superioridad.
Superioridad, no hacia Fausto, por supuesto. El verdugo de un genio sólo podía ser otro genio.
El alemán se tomó unos segundos más para dar rienda suelta a su capacidad analítica, sus parpadeos de infalible reconocimiento, y estudiar así a su futuro oponente una última vez que bien podría interpretarse como eterna, ya que intuía que no iba a tratarse de una mala hierba fácil de arrancar de cuajo y eso lo situaba en una extensa vorágine en la que sus sentidos no tendrían descanso hasta mancharse los brazos con sus entrañas. Algo que no le sucedía siempre, y no sólo estaba extrañamente expectante porque sus intuiciones se vieran cumplidas entre gritos y vísceras, sino que había antepuesto la palabra ‘oponente’ a la de ‘presa’… Y semejante detalle, aunque mental y propio, viniendo de alguien como Fausto implicaba tal elogio que ni siquiera por llegar a expresarlo podría empequeñecerlo, sino todo lo contrario. Aquella complicidad implícita que estaba generándose entre ambos los elevaba a un escalón privilegiado donde dos perfectas bestias se desintegrarían sin perder un ápice de aquel poder por el que habían acabado ahí.
Más le valía a aquel engendro milenario percatarse de una ínfima cosa de toda esa ráfaga de exclusividad de la que gozaba sin ni siquiera haber iniciado la batalla, porque de lo contrario no sólo ganaría desventaja, también perdería el respeto de un contrincante único y, por ende, el respeto a lo que predicara de sí mismo. Que precisamente por lo que acababa de escucharle, no daba muestras de escasear…
Si tuviera interés en conocer el miedo, me dedicaría a creer en el mundo –replicó y le miró con divertida curiosidad mientras aprovechaba que lo tenía en pie para rodearlo paulatinamente y detenerse a tres cuartos de él-. Me carga la solemnidad de tus amenazas, creo que es obvio que sólo estoy interesado en descubrir si mereces la pena de mi sable o sólo he tenido un mal día... ¿Lo último que conozca? –torció los labios en una mueca sustituta de la risa, con el amago de prepararse para el ataque con todo el repertorio de armas que se escondía en su largo y oscuro abrigo - Ya veo lo mucho que esos insectos a los que apestas te han limitado el criterio.
En su pétrea e impenetrable persona.
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Le Grand Macabre [Fausto]
No se preguntaba a menudo, por no decir nunca, su verdadero origen, lo que sí era verdad es que siempre fue ese hombre, hoy más una bestia, gigante como los de los mitos del norte congelado, musculado, nada en él nunca fue refinado o grácil, siempre había sido bruto y tosco, imponente, muy alejado de sus congéneres vampíricos y le gustaba esa marcada diferencia, porque incluso entre los suyos, él se creía superior, se refería a él como Dios, como Gud Guder, como iniciador del Ragnarök, nunca como vampiro; su función, su motivo de estar en aquel Mannaheim con escoria que no lo merecía, era mucho mayor, era más significativa, lo era todo, ahí radicaba su supuesta -creída, aprendida, convencida- superioridad. ¿Cómo consiguió los dones de la inmortalidad? Un misterio, ¿cuándo? ¿Dónde? ¿Por qué razón? Nada de eso era relevante, y si no lo era para la Varg no lo era para nadie. Quien quiera que le hubiese considerado digno de la eternidad había cometido el error más grande y había condenado a la humanidad. Todo, sin embargo, permanecería siempre en forma de misterio, la historia real de Varg se comenzaba a escribir a partir de lo que era ahora.
Eso de algún modo ayudaba a alimentar el mito que él se había forjado y maleado a su gusto como un experto herrero que escribe que oro sagrado, pero una de sus constantes labores era propagar esa leyenda, atizar el fuego del miedo, no dejar que la llama de su nombre que extinguiera con los años, con la humanidad que olvida (siempre olvidaba), tenía que ser una reiterada amenaza, acabar con aldeas enteras pero aún contenerse pues el tiempo no había llegado todavía, el tiempo de arrasar con todo. Por supuesto que, siendo Varg como era, quien era, aquello lograba aburrirlo por temporadas, a veces el tedio era tanto que se retiraba a Svalbard, que en su cosmología muy personal, representaba el fin del mundo, pero le gustaba prolongar ese momento, le gustaba pisar la tierra mortal, cercenar cabezas porque sí, de vez en cuando, ante él llegaba alguien como el sujeto que ahora mismo lo rodeaba, alguien que parecía digno y divertido. Aunque al final, nada de eso evitaría que abriera la tierra para dejar salir a Jotuns y Æsir.
Se llevó una mano al rostro donde acarició la larga y deslavada barba, rio, pero su risa fue discreta y callada, baja, casi imperceptible, no se movió, excepto cuando dejó caer su hacha al suelo sin soltarla del mango, provocando que aquel filo se enterrara sobre la tierra alimentada por cadáveres, parecía que bajaba la guardia, pero Varg jamás bajaba la guardia. Inclinó la cabeza como si le concediera ese comentario, como si tuviera razón, en eso ambos coincidían, no creía en los hijos de Ask y Embla, pero tampoco era algo que admitiría en voz alta. Se paró recto, ambas manos sobre el mango de Tomhet y abrió el compas de sus piernas, troncos de los Cárpatos.
-No te confundas, mortal –alzó el mentón y dijo la última palabra con desdén, el otro podía ser todo lo buen guerrero que quisiera, pero era un mortal, despreciables por igual para Varg –aquí el que debe demostrar ser digno de mi hacha eres tú, tú eres quien ha venido ante el Dios, yo soy quien juzga –habló claro y firme, cuando decía esa sarta de cosas sobre su figura y su ser, jamás la voz le temblaba, era algo que creía en realidad, que era una verdad tan absoluta como asoladora para él, y por ende, debía serlo para los demás. Abrió más los ojos y ese frío azul Prusia helaba la sangre, movió el pie izquierdo hacia atrás, como para tener mejor apoyo, sólo un poco y estiró una mano, hizo una invitación burlona a ser atacado-. Vamos, demuéstramelo, demuéstrame que eres acreedor a mi atención y al gélido beso de Tomhet.
Abiertamente Varg lo estaba retando, quizá el otro no tenía idea de la magnitud de aquel obsequio, pero el monstruo rara vez exhortaba con tanta dedicación al oponente, con Galeotti en el pasado quizá. El nórdico podía parecer una bestia bruta, pero no lo era, sabía que en ese humano había alguien interesante, merecedor de tanta solemnidad, como Indro antes en la frontera rumana, el único Svarte Troner hasta ahora, le gustaba, le deleitaba la idea de que tal vez y con un poco de suerte, esa noche eso cambiaría.
Eso de algún modo ayudaba a alimentar el mito que él se había forjado y maleado a su gusto como un experto herrero que escribe que oro sagrado, pero una de sus constantes labores era propagar esa leyenda, atizar el fuego del miedo, no dejar que la llama de su nombre que extinguiera con los años, con la humanidad que olvida (siempre olvidaba), tenía que ser una reiterada amenaza, acabar con aldeas enteras pero aún contenerse pues el tiempo no había llegado todavía, el tiempo de arrasar con todo. Por supuesto que, siendo Varg como era, quien era, aquello lograba aburrirlo por temporadas, a veces el tedio era tanto que se retiraba a Svalbard, que en su cosmología muy personal, representaba el fin del mundo, pero le gustaba prolongar ese momento, le gustaba pisar la tierra mortal, cercenar cabezas porque sí, de vez en cuando, ante él llegaba alguien como el sujeto que ahora mismo lo rodeaba, alguien que parecía digno y divertido. Aunque al final, nada de eso evitaría que abriera la tierra para dejar salir a Jotuns y Æsir.
Se llevó una mano al rostro donde acarició la larga y deslavada barba, rio, pero su risa fue discreta y callada, baja, casi imperceptible, no se movió, excepto cuando dejó caer su hacha al suelo sin soltarla del mango, provocando que aquel filo se enterrara sobre la tierra alimentada por cadáveres, parecía que bajaba la guardia, pero Varg jamás bajaba la guardia. Inclinó la cabeza como si le concediera ese comentario, como si tuviera razón, en eso ambos coincidían, no creía en los hijos de Ask y Embla, pero tampoco era algo que admitiría en voz alta. Se paró recto, ambas manos sobre el mango de Tomhet y abrió el compas de sus piernas, troncos de los Cárpatos.
-No te confundas, mortal –alzó el mentón y dijo la última palabra con desdén, el otro podía ser todo lo buen guerrero que quisiera, pero era un mortal, despreciables por igual para Varg –aquí el que debe demostrar ser digno de mi hacha eres tú, tú eres quien ha venido ante el Dios, yo soy quien juzga –habló claro y firme, cuando decía esa sarta de cosas sobre su figura y su ser, jamás la voz le temblaba, era algo que creía en realidad, que era una verdad tan absoluta como asoladora para él, y por ende, debía serlo para los demás. Abrió más los ojos y ese frío azul Prusia helaba la sangre, movió el pie izquierdo hacia atrás, como para tener mejor apoyo, sólo un poco y estiró una mano, hizo una invitación burlona a ser atacado-. Vamos, demuéstramelo, demuéstrame que eres acreedor a mi atención y al gélido beso de Tomhet.
Abiertamente Varg lo estaba retando, quizá el otro no tenía idea de la magnitud de aquel obsequio, pero el monstruo rara vez exhortaba con tanta dedicación al oponente, con Galeotti en el pasado quizá. El nórdico podía parecer una bestia bruta, pero no lo era, sabía que en ese humano había alguien interesante, merecedor de tanta solemnidad, como Indro antes en la frontera rumana, el único Svarte Troner hasta ahora, le gustaba, le deleitaba la idea de que tal vez y con un poco de suerte, esa noche eso cambiaría.
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Re: Le Grand Macabre [Fausto]
El cazador volvió a hacer uso de esa sonrisa. Esa clase de sonrisa que nunca acababa de saber si tenía su origen en el pasado o sólo era producto del momento. Porque Fausto vivía por y para la memoria de su perfección hecha a base de conocimiento, por tanto, hecha a base de poder, pero en aquel ámbito había estado todo tan reducido desde la aparición de Mefistófeles y la muerte de Georgius que le costaba recordar cuándo fue la última vez que tuvo un combate en condiciones con alguien que se lo pusiera difícil. Gracias a Dios que había tenido al mejor maestro, y que además no había dejado de mancharse de sangre salvaje desde que abandonó la India por última vez y para siempre. París no había comenzado a ser entretenida desde hacía relativamente poco tiempo… y que una noche que se iniciaba como inapetente, de repente la volcaran un par de colmillos frescos y prometedores continuaba confirmándoselo. ¿Algo que debiera sacar en conclusión de todo aquello? ¿Algún presagio de Oceanía? ¿Una marca que le trajera de vuelta a esos tiempos en los que a su paso encontraba algo más de lo que enriquecerse? ¿Se acercaban épocas de un caos merecedor de la dirección en la que Fausto giraba su cabeza y detenía la huella de su destino?
Palabrejas demasiado poéticas para describir lo que pensaba hacer a continuación, pero es que su figura siempre había sido carnaza para todo tipo de inspiraciones artísticas, por mucho que él se negara un romanticismo que había tenido tatuado desde mucho antes de que el vampiro más mugriento de la no-existencia le cosiera los cuernos de un macho cabrío en la carne.
Fausto no se dio más tiempo para deleitarse únicamente con su pensamiento y la intuición de que aquel morador ensangrentado de ahora iba a ser el mayor descubrimiento, y no sólo del día. Mucho rato había dejado fluir en el reconocimiento, ahora quería palpar esa aparente certeza con sus propias armas, desde las que se componían de su propio cuerpo hasta las que no andaban muy lejos de éste, resguardas entre él y su largo abrigo. Arqueó una ceja para contemplar el desparpajo con el que aquella criatura lo desafiaba y le devolvió la misma sonrisa de jactancia justo antes de extraer su bastón y ensartárselo en el antebrazo. Lo hizo sin previo aviso, asegurándose de que el otro tocara el suelo con toda la espalda y hundiendo más el dolor de aquel instrumento que no tardó en clavarse también sobre el pavimento, aunque no sobre la piel del otro, puesto que no era tan afilado. Inicialmente aquellos bastones se usaban para defensa y mejora de agilidad en los movimientos, todavía no estaba en sus planes acabar con él. Sólo había posicionado la primera ficha del tablero para que no cupieran dudas acerca de su implacable papel en todo ese juego.
Aunque sea, parece que has hecho los deberes –comentó tranquilamente, y apoyó también una de sus botas entre la posición del bastón y el antebrazo del vampiro-. El gélido beso de Tomhet iba a saberme a calor puro, te lo puedo asegurar –Fausto se encargaba especialmente de ejercer una gran cantidad de fuerza en aquella zona durante unos segundos, ya que al menos dispondría del tiempo que le viniera en gana para inmovilizarlo y seguir hablando en esa postura-. Lo único que te aproxima a la palabra Dios es tu pretenciosa palabrería. Los dioses no son más que simples demonios, sólo que con una imaginería más… higiénica, y siento puntualizar que eso último no es algo digno de comprobar en tu aspecto –pero no, lo cierto es que no lo sentía. ¿Para qué esforzarse en mentir, incluso si sólo era a lomos de frases hechas? Si no era él quien las hacía, no merecían la pena-. Además, la mayoría carecen de absoluto interés- restregó el pie un poco más sobre su cuerpo y flexionó la pierna de esa misma extremidad para acomodar un codo sobre su propia rodilla y contemplarle de más cerca-. Ya que tu concepto sobre ellos se presenta tan erróneo, esperemos que por lo menos no sea igual de aburrido.
Y no dejó pasar más segundos antes de echarse hacia atrás y alejarse de él de un salto, pero sólo las milésimas suficientes para prevenir cualquier respuesta por parte del otro monstruo, que no dudaba que fuera a ser letal. Fausto mantuvo el bastón en su mano y sus botas cayeron sobre el borde de una de las lápidas no muy alejadas de donde ambos luchadores se encontraban.
Una vez ahí, apoyó el arma sobre la nieve que había bajo la piedra de aquella fosa que le servía de soporte y le ofreció al chupa-sangres una mirada que no imitaba la burlona invitación que le había hecho él con la mano hacía unos instantes. Sin duda alguna, porque no la necesitaba.
Palabrejas demasiado poéticas para describir lo que pensaba hacer a continuación, pero es que su figura siempre había sido carnaza para todo tipo de inspiraciones artísticas, por mucho que él se negara un romanticismo que había tenido tatuado desde mucho antes de que el vampiro más mugriento de la no-existencia le cosiera los cuernos de un macho cabrío en la carne.
Fausto no se dio más tiempo para deleitarse únicamente con su pensamiento y la intuición de que aquel morador ensangrentado de ahora iba a ser el mayor descubrimiento, y no sólo del día. Mucho rato había dejado fluir en el reconocimiento, ahora quería palpar esa aparente certeza con sus propias armas, desde las que se componían de su propio cuerpo hasta las que no andaban muy lejos de éste, resguardas entre él y su largo abrigo. Arqueó una ceja para contemplar el desparpajo con el que aquella criatura lo desafiaba y le devolvió la misma sonrisa de jactancia justo antes de extraer su bastón y ensartárselo en el antebrazo. Lo hizo sin previo aviso, asegurándose de que el otro tocara el suelo con toda la espalda y hundiendo más el dolor de aquel instrumento que no tardó en clavarse también sobre el pavimento, aunque no sobre la piel del otro, puesto que no era tan afilado. Inicialmente aquellos bastones se usaban para defensa y mejora de agilidad en los movimientos, todavía no estaba en sus planes acabar con él. Sólo había posicionado la primera ficha del tablero para que no cupieran dudas acerca de su implacable papel en todo ese juego.
Aunque sea, parece que has hecho los deberes –comentó tranquilamente, y apoyó también una de sus botas entre la posición del bastón y el antebrazo del vampiro-. El gélido beso de Tomhet iba a saberme a calor puro, te lo puedo asegurar –Fausto se encargaba especialmente de ejercer una gran cantidad de fuerza en aquella zona durante unos segundos, ya que al menos dispondría del tiempo que le viniera en gana para inmovilizarlo y seguir hablando en esa postura-. Lo único que te aproxima a la palabra Dios es tu pretenciosa palabrería. Los dioses no son más que simples demonios, sólo que con una imaginería más… higiénica, y siento puntualizar que eso último no es algo digno de comprobar en tu aspecto –pero no, lo cierto es que no lo sentía. ¿Para qué esforzarse en mentir, incluso si sólo era a lomos de frases hechas? Si no era él quien las hacía, no merecían la pena-. Además, la mayoría carecen de absoluto interés- restregó el pie un poco más sobre su cuerpo y flexionó la pierna de esa misma extremidad para acomodar un codo sobre su propia rodilla y contemplarle de más cerca-. Ya que tu concepto sobre ellos se presenta tan erróneo, esperemos que por lo menos no sea igual de aburrido.
Y no dejó pasar más segundos antes de echarse hacia atrás y alejarse de él de un salto, pero sólo las milésimas suficientes para prevenir cualquier respuesta por parte del otro monstruo, que no dudaba que fuera a ser letal. Fausto mantuvo el bastón en su mano y sus botas cayeron sobre el borde de una de las lápidas no muy alejadas de donde ambos luchadores se encontraban.
Una vez ahí, apoyó el arma sobre la nieve que había bajo la piedra de aquella fosa que le servía de soporte y le ofreció al chupa-sangres una mirada que no imitaba la burlona invitación que le había hecho él con la mano hacía unos instantes. Sin duda alguna, porque no la necesitaba.
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Re: Le Grand Macabre [Fausto]
Y como los robles en el callado bosque, Varg también era capaz de caer con ese mismo estruendo aparatoso, esa misma imagen de ver a un gigante que es víctima de su propio tamaño, el árbol de su vejez, Varg de su soberbia. Porque hasta el mismo Odín había perdido un ojo engañado por Loki, y el mismo Týr, el más belicoso de los dioses, había perdido una mano en fauces de Fenrir. Porque Thor caería por la gracia de Jörmungandr, y Freyr, el dios sagrado, sería incluso el primero en sucumbir a manos del gigante Surt. El vampiro lo sabía, cada vez que era derribado no se lo tomaba tan apecho, claro que era una afrenta que sería cobrada con creses, pero nada más. Fue tomado por sorpresa, eso fue quizá lo que más lo molestó, porque siempre se jactaba de estar atento, de estar alerta en la batalla, de ser el perfecto guerrero y desde luego un descuido como ese lo hacía ver que estaba equivocado. Antes de ser derribado intentó sostener el mango de Tomhet pero éste escapó de sus manos mientras se iba hacia atrás, rozó la madera burda y desgastada con la yema de los dedos pero no logró alcanzar el arma que seguía enterrada en la húmeda tierra como lo estuviera Excalibur en la legendaria piedra.
Y se escuchó toda aquella masa de músculos caer con fuerza al frío suelo, un dolor nimio para el monstruo, pero dolor al fin. Ese sujeto lo había hecho sentir algo, las piedras del irregular suelo clavándose en su espalda. Se quejó entre dientes, odió tener que hacerlo pero algo así era desconocido para él, sentir esa especie de vulnerabilidad simplemente no existía en sus registros, y eso lo obligó a emanar aquel leve sonido que escapó de entre sus colmillos. Tardó un par de segundos en caer en cuenta de su situación y miró hacía el firmamento, pero éste era obstruido por la figura de su atacante. Escuchó y rio con seca ironía, rio aunque la bota del otro lo tenía sometido, en realidad, considerando las naturalezas de ambos, era una presión insignificante y si seguía con la espalada pegada al suelo era porque quería (o porque aun le costaba trabajo creer que se encontraba en esa posición, y eso era peor.)
-Ah, pero es que yo soy Demonio y Dios a la vez –su tono no cambió en absoluto, seguía siendo ese trueno que parte el cielo y deja escapar a los lobos Hati y Sköll, esa deidad pagana propagando su propio mito, creyéndoselo, obligando so pena de tortura a los demás a creérselo. Una vez que el otro hizo su pequeña retirada colocó ambas manos sobre el piso, amplias como las alas de Veðrfölnir, parecían poder cubrirlo todo, obscurecer el cielo perpetuamente, hundir al mundo en penumbra eterna; se puso de pie y se sacudió con indiferencia, avanzó hasta donde había dejado su hacha, forjada por los Nibelungos según su propia retahíla. Contrario a ponerse en posición de ataque, llevó el hacha hacia atrás, de modo que el mango se recargara sobre su cuello y avanzó así, casi entregándose de lleno.
-Hablas cosas interesantes –aceptó –es una pena que no tengas ni a más mínima idea de todo eso que versas, sólo son palabras, palabras de un mortal, por lo tanto, no tienen importancia –la lógica del vampiro era tan simple como contundente; entonces hizo uso de sus habilidades, se movió con rapidez acortando la distancia y llevando el hacha a lo más alto, Odín enfurecido levantando a Gungnir, un Thor en batalla blandiendo a Mjǫlnir, así era Varg empuñando a Tomhet. De su boca no emanó sonido alguno, él era una muerte silenciosa pero certera.
Certera, hasta que había seres como Galeotti y ahora este mortal –mortal de entre todas las criaturas- se querían hacer los listos y escaparse de su poder. Y asestó su arma contra el suelo, con fuerza aunque no toda la que era capaz de expulsar. Sonrió con satisfacción sin darse cuenta si había atinado o no, sólo porque le gustaba la batalla, porque había nacido para matar, para sesgar carne y cercenar cabezas y era mucho mejor si se trataba de un contrincante digno, como el hombre que tenía frente a él había demostrado serlo.
Y se escuchó toda aquella masa de músculos caer con fuerza al frío suelo, un dolor nimio para el monstruo, pero dolor al fin. Ese sujeto lo había hecho sentir algo, las piedras del irregular suelo clavándose en su espalda. Se quejó entre dientes, odió tener que hacerlo pero algo así era desconocido para él, sentir esa especie de vulnerabilidad simplemente no existía en sus registros, y eso lo obligó a emanar aquel leve sonido que escapó de entre sus colmillos. Tardó un par de segundos en caer en cuenta de su situación y miró hacía el firmamento, pero éste era obstruido por la figura de su atacante. Escuchó y rio con seca ironía, rio aunque la bota del otro lo tenía sometido, en realidad, considerando las naturalezas de ambos, era una presión insignificante y si seguía con la espalada pegada al suelo era porque quería (o porque aun le costaba trabajo creer que se encontraba en esa posición, y eso era peor.)
-Ah, pero es que yo soy Demonio y Dios a la vez –su tono no cambió en absoluto, seguía siendo ese trueno que parte el cielo y deja escapar a los lobos Hati y Sköll, esa deidad pagana propagando su propio mito, creyéndoselo, obligando so pena de tortura a los demás a creérselo. Una vez que el otro hizo su pequeña retirada colocó ambas manos sobre el piso, amplias como las alas de Veðrfölnir, parecían poder cubrirlo todo, obscurecer el cielo perpetuamente, hundir al mundo en penumbra eterna; se puso de pie y se sacudió con indiferencia, avanzó hasta donde había dejado su hacha, forjada por los Nibelungos según su propia retahíla. Contrario a ponerse en posición de ataque, llevó el hacha hacia atrás, de modo que el mango se recargara sobre su cuello y avanzó así, casi entregándose de lleno.
-Hablas cosas interesantes –aceptó –es una pena que no tengas ni a más mínima idea de todo eso que versas, sólo son palabras, palabras de un mortal, por lo tanto, no tienen importancia –la lógica del vampiro era tan simple como contundente; entonces hizo uso de sus habilidades, se movió con rapidez acortando la distancia y llevando el hacha a lo más alto, Odín enfurecido levantando a Gungnir, un Thor en batalla blandiendo a Mjǫlnir, así era Varg empuñando a Tomhet. De su boca no emanó sonido alguno, él era una muerte silenciosa pero certera.
Certera, hasta que había seres como Galeotti y ahora este mortal –mortal de entre todas las criaturas- se querían hacer los listos y escaparse de su poder. Y asestó su arma contra el suelo, con fuerza aunque no toda la que era capaz de expulsar. Sonrió con satisfacción sin darse cuenta si había atinado o no, sólo porque le gustaba la batalla, porque había nacido para matar, para sesgar carne y cercenar cabezas y era mucho mejor si se trataba de un contrincante digno, como el hombre que tenía frente a él había demostrado serlo.
Invitado- Invitado
Re: Le Grand Macabre [Fausto]
Ya podía estar ahí con los dedos del pie siendo mordidos por las llamas del propio infierno o arrancándole un diente de cuajo al cancerbero más iracundo, Fausto no se olvidaría jamás de cómo sonreír con sangre en el cuerpo. Y aunque ésta todavía no brotaba de su piel, no sólo imaginaba que frente a ese adversario, en mayor o menor medida, sería difícil librarse de ella, sino que la ansiaba. La ansiaba por encima de todo, y no porque buscara perecer, si no precisamente por lo contrario: porque burlarse de la mismísima muerte era una de esas pocas cosas que podían hacerle sentir vivo de verdad. Y a la auténtica muerte sólo había manera de encontrarla en las garras de alguien tan peligroso como… Vaya, ¿habían sido presentados formalmente, aquella bestia y él? En el clamor de la batalla, todos los guerreros eran iguales, pero cuando únicamente una mano conseguía empujarte en medio del campo entero, necesitabas conocer su nombre para escribirlo bien contra sus vísceras antes de asestarle el golpe final. Y porque ya que te habías tomado la molestia de sentirte provocado, por lo menos que supieras cómo llamar a ese recuerdo sangriento a partir de entonces y para siempre.
Aun así, Fausto no se lo preguntó, no todavía, quizá porque había estado más ocupado echándose hacia atrás cuando la enorme grieta que el vampiro abrió en el suelo con su hacha serpenteó hasta llegar a la lápida donde estaba y partirla en dos. De manera que el cazador apartó ligeramente la cara al instante de estar elevándose cerca de trozos de tierra y piedra que acababan de volar por los aires, arremetiendo algunos contra parte de su ropa, mas no de su piel. El alemán volvió a usar el bastón para impulsarse y llevar la contraria a la gravedad, y de nuevo se dejó caer encima de otra lápida, entonces mucho más cercana a la posición del otro demente. Porque sí, aparte de no tenerle ningún miedo, ni siquiera estaba dispuesto a reducir las posibilidades de un buen contraataque, y las distancias cortas sólo eran amigas de los pusilánimes.
Demonio y Dios a la vez… -repitió, como si acabara de contar un chiste y se irguió del todo, sin mirarle a los ojos mientras dirigía calmadamente la mano libre al abrigo para limpiárselo de los restos del estropicio que le habían manchado un costado y los hombros- Ante lo cojas que son tus presentaciones, podrías haberlo arreglado de una forma menos forzada. Aunque entiendo que sabiendo que vas a morir otra vez, te apetezca echarte unas risas.
El macabro color azul que ambos creaban con sus miradas continuó creciendo al regresar la vista a su enemigo, al tiempo que apretaba con más fuerza el bastón y lo ponía en posición horizontal, síntoma de que en lugar de esperar una reacción con prepotencia, lo hacía perfectamente alerta. Puesto que, en afecto, ya se había dicho para sus adentros que aquel ser sobrenatural era peligroso y si alguien como Fausto creía eso, significaba que también era poderoso, lo suficiente como para que aquella noche se convirtiera en la última de su vida. Y uno de los muchos motivos para que eso ocurriera (pues arrancar la mala hierba que suponía el cazador implicaba todo el repertorio de un Dios o de un Demonio) sería pillarlo desprevenido, algo que ya podía descartarse incluso antes de que hubieran iniciado la lucha. No obstante, si el combate acababa sucediendo de manera tan arrolladora como se preveía, cualquier tipo de sorpresas estarían allí al acecho para sacudirse igual de fuerte que entre ellos.
Ah, por favor, que juzgues unas palabras en base a la esperanza de vida de quien las pronuncia te limita hasta un punto que, como es de esperar, tu mente resulta incapaz de distinguir –replicó, y en esa ocasión, sí que se abalanzó y usó el bastón como arma, asestándole un fuerte golpe entre el mentón y el cuello-. Ya me contarás dentro de un rato, si tienen importancia o no. Y espero que haya un mínimo de veracidad, o tu cabeza se separará de ti sin haber llegado a pensar algo con sentido.
Sabía que le había hecho sangrar, mas no perdió tiempo en comprobarlo y le empujó sin hacerle caer nuevamente, aunque lo bastante enérgico como para recuperar una distancia. Nada prudencial, pero que le permitiera seguir atacando o intentar defenderse.
La adrenalina empezaba a alimentar su parte menos humana, más próxima a la de su digno contrincante, a la razón por la que él y no otro estaba allí, de cara a la propia destrucción.
Aun así, Fausto no se lo preguntó, no todavía, quizá porque había estado más ocupado echándose hacia atrás cuando la enorme grieta que el vampiro abrió en el suelo con su hacha serpenteó hasta llegar a la lápida donde estaba y partirla en dos. De manera que el cazador apartó ligeramente la cara al instante de estar elevándose cerca de trozos de tierra y piedra que acababan de volar por los aires, arremetiendo algunos contra parte de su ropa, mas no de su piel. El alemán volvió a usar el bastón para impulsarse y llevar la contraria a la gravedad, y de nuevo se dejó caer encima de otra lápida, entonces mucho más cercana a la posición del otro demente. Porque sí, aparte de no tenerle ningún miedo, ni siquiera estaba dispuesto a reducir las posibilidades de un buen contraataque, y las distancias cortas sólo eran amigas de los pusilánimes.
Demonio y Dios a la vez… -repitió, como si acabara de contar un chiste y se irguió del todo, sin mirarle a los ojos mientras dirigía calmadamente la mano libre al abrigo para limpiárselo de los restos del estropicio que le habían manchado un costado y los hombros- Ante lo cojas que son tus presentaciones, podrías haberlo arreglado de una forma menos forzada. Aunque entiendo que sabiendo que vas a morir otra vez, te apetezca echarte unas risas.
El macabro color azul que ambos creaban con sus miradas continuó creciendo al regresar la vista a su enemigo, al tiempo que apretaba con más fuerza el bastón y lo ponía en posición horizontal, síntoma de que en lugar de esperar una reacción con prepotencia, lo hacía perfectamente alerta. Puesto que, en afecto, ya se había dicho para sus adentros que aquel ser sobrenatural era peligroso y si alguien como Fausto creía eso, significaba que también era poderoso, lo suficiente como para que aquella noche se convirtiera en la última de su vida. Y uno de los muchos motivos para que eso ocurriera (pues arrancar la mala hierba que suponía el cazador implicaba todo el repertorio de un Dios o de un Demonio) sería pillarlo desprevenido, algo que ya podía descartarse incluso antes de que hubieran iniciado la lucha. No obstante, si el combate acababa sucediendo de manera tan arrolladora como se preveía, cualquier tipo de sorpresas estarían allí al acecho para sacudirse igual de fuerte que entre ellos.
Ah, por favor, que juzgues unas palabras en base a la esperanza de vida de quien las pronuncia te limita hasta un punto que, como es de esperar, tu mente resulta incapaz de distinguir –replicó, y en esa ocasión, sí que se abalanzó y usó el bastón como arma, asestándole un fuerte golpe entre el mentón y el cuello-. Ya me contarás dentro de un rato, si tienen importancia o no. Y espero que haya un mínimo de veracidad, o tu cabeza se separará de ti sin haber llegado a pensar algo con sentido.
Sabía que le había hecho sangrar, mas no perdió tiempo en comprobarlo y le empujó sin hacerle caer nuevamente, aunque lo bastante enérgico como para recuperar una distancia. Nada prudencial, pero que le permitiera seguir atacando o intentar defenderse.
La adrenalina empezaba a alimentar su parte menos humana, más próxima a la de su digno contrincante, a la razón por la que él y no otro estaba allí, de cara a la propia destrucción.
Fausto- Cazador Clase Alta
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