AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Danse macabre (Priv. Maxwell Blackbird)
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Danse macabre (Priv. Maxwell Blackbird)
“El viento invernal sopla y la noche está sombría.
Se escuchan los gemidos de los tilos.
En la oscuridad se ve a los blancos esqueletos
correr y saltar bajo sus mortajas.”
Danse macabre, Henri Cazalis
Se escuchan los gemidos de los tilos.
En la oscuridad se ve a los blancos esqueletos
correr y saltar bajo sus mortajas.”
Danse macabre, Henri Cazalis
La delicada figura femenina oculta entre las sombras elevó los brazos al cielo mientras giraba sobre las puntas de sus pies en un improvisado vals y su larga falda blanca siguió sus fluidos movimientos, flotando en el viento como si de neblina que la envolviese se tratase, rompiendo la absoluta negrura de la noche. La figura saltó de una tumba a otra entonando cada uno de los versos de la Danse macabre de forma suave y apenas perceptible. Aquella noche primaveral probablemente era igual a otras. Ligeramente fría y ventosa, como si los helados dedos del invierno se negasen a cederle terreno a la tan anhelada primavera cargada de vida y renovación.
No había nada especial en el viento, ni en la luna, ni en las estrellas, pese a eso, Smerenda estaba deslumbrada con cada cosa que sus ojos veían. Muy pocas personas, quizás nadie, podría encontrar belleza o calma o sentirse extasiados paseando por un cementerio en la oscuridad de la noche, pero, para Smerenda aquello era exquisito y no porque aquella fuese la primera vez que se encontraba en un cementerio cobijada por la noche, sino porque era la primera vez que se encontraba sola. Ella misma se consideraba una criatura nocturna y no porque le fuese imperativo permanecer entre las sombras, como en el caso de los vampiros, ella consideraba a la noche como a su amiga, pero jamás hasta ese día había tenido la oportunidad de gozar de su cobijo en total soledad.
Smerenda inhalo con fuerza el aire nocturno. Era una ironía, nadie solía dar caminatas por los cementerios y la verdad era que pese a toda la “muerte” que ese sitio albergaba olía bastante mejor que el nauseabundo centro de París – Aire puro para los muertos putrefactos, mientras los vivos se pudren en sus propios desechos e inmundicia- susurró, dejando escapar el pensamiento en voz alta, elevó el rostro al cielo y le sonrió a la luna. A la distancia el sonido de las campanadas de un reloj la devolvió a la realidad. Una, dos, tres. Con tres claras campanadas el reloj anunciaba que la hora de las brujas comenzaba, tenía que comenzar a trabajar.
Le resultaba fácil moverse entre las tumbas y las lápidas, había dejado de lado sus costosos ropajes y había optado por vestir una amplia falda y enaguas de algodón sin crinolina, corpiño café del mismo material y un ligero chal de lana. Su largo cabello rubio caía en largas ondas hasta su cadera, meciéndose con el viento. Con presteza Smerenda siguió moviéndose entre las tumbas buscando, repasando mentalmente la lista de plantas que necesitaba: Diente de león recogido de la tumba de un lactante, espinas de rosas blancas crecidas al pie de la tumba de una mujer joven…. El hecho de que los familiares de un difunto anotase la fecha de nacimiento y muerte y las causas en las lápidas ayudaba mucho, el problema estaba cuando tenía que conseguir cosas más específicas como mirto de la tumba de un hombre ahorcado. Generalmente los cuerpos de los ahorcados terminaban en la fosa común; los pocos afortunados que terminaban sepultados en un trozo de tierra donde su cuerpo se pudriese en solitario no solían tener un epitafio o si lo tenían no hacía alusión a su causa de muerte.
Smerenda resopló con frustración, tenía que darse prisa, la hora de las brujas sólo duraba, pues una hora y aunque siempre podía regresar mañana no era lo más sensato: aunque le daba lo mismo lo que la gente pensara de ella, ser acusada de brujería no era algo que tomarse a la ligera. Aún en estos tiempos el fanatismo religioso podría ser peligroso, no eran pocos los que a pesar de ser noble habían terminado en una hoguera por menos que recoger plantas en un cementerio a mitad de la noche y además aún estaba aquel otro mínimo detalle. Como si de una epifanía de sus más profundos temores se tratase, en el mismo momento en que evocó en su mente el rostro de uno de sus cazadores sintió un escalofrío que le recorrió la espalda y la sensación de ser observada desde las sombras la invadió. Manteniendo a raya sus emociones continuó con su faena sin inmutarse, como si no fuese consciente de que algo se ocultaba entre las sombras ¿de que serviría hacerlo? Si de verdad era alguien dándole caza correr probablemente sería inútil, lo más inteligente era esperar y tratar de averiguar con que debería lidiar esa noche.
No había nada especial en el viento, ni en la luna, ni en las estrellas, pese a eso, Smerenda estaba deslumbrada con cada cosa que sus ojos veían. Muy pocas personas, quizás nadie, podría encontrar belleza o calma o sentirse extasiados paseando por un cementerio en la oscuridad de la noche, pero, para Smerenda aquello era exquisito y no porque aquella fuese la primera vez que se encontraba en un cementerio cobijada por la noche, sino porque era la primera vez que se encontraba sola. Ella misma se consideraba una criatura nocturna y no porque le fuese imperativo permanecer entre las sombras, como en el caso de los vampiros, ella consideraba a la noche como a su amiga, pero jamás hasta ese día había tenido la oportunidad de gozar de su cobijo en total soledad.
Smerenda inhalo con fuerza el aire nocturno. Era una ironía, nadie solía dar caminatas por los cementerios y la verdad era que pese a toda la “muerte” que ese sitio albergaba olía bastante mejor que el nauseabundo centro de París – Aire puro para los muertos putrefactos, mientras los vivos se pudren en sus propios desechos e inmundicia- susurró, dejando escapar el pensamiento en voz alta, elevó el rostro al cielo y le sonrió a la luna. A la distancia el sonido de las campanadas de un reloj la devolvió a la realidad. Una, dos, tres. Con tres claras campanadas el reloj anunciaba que la hora de las brujas comenzaba, tenía que comenzar a trabajar.
Le resultaba fácil moverse entre las tumbas y las lápidas, había dejado de lado sus costosos ropajes y había optado por vestir una amplia falda y enaguas de algodón sin crinolina, corpiño café del mismo material y un ligero chal de lana. Su largo cabello rubio caía en largas ondas hasta su cadera, meciéndose con el viento. Con presteza Smerenda siguió moviéndose entre las tumbas buscando, repasando mentalmente la lista de plantas que necesitaba: Diente de león recogido de la tumba de un lactante, espinas de rosas blancas crecidas al pie de la tumba de una mujer joven…. El hecho de que los familiares de un difunto anotase la fecha de nacimiento y muerte y las causas en las lápidas ayudaba mucho, el problema estaba cuando tenía que conseguir cosas más específicas como mirto de la tumba de un hombre ahorcado. Generalmente los cuerpos de los ahorcados terminaban en la fosa común; los pocos afortunados que terminaban sepultados en un trozo de tierra donde su cuerpo se pudriese en solitario no solían tener un epitafio o si lo tenían no hacía alusión a su causa de muerte.
Smerenda resopló con frustración, tenía que darse prisa, la hora de las brujas sólo duraba, pues una hora y aunque siempre podía regresar mañana no era lo más sensato: aunque le daba lo mismo lo que la gente pensara de ella, ser acusada de brujería no era algo que tomarse a la ligera. Aún en estos tiempos el fanatismo religioso podría ser peligroso, no eran pocos los que a pesar de ser noble habían terminado en una hoguera por menos que recoger plantas en un cementerio a mitad de la noche y además aún estaba aquel otro mínimo detalle. Como si de una epifanía de sus más profundos temores se tratase, en el mismo momento en que evocó en su mente el rostro de uno de sus cazadores sintió un escalofrío que le recorrió la espalda y la sensación de ser observada desde las sombras la invadió. Manteniendo a raya sus emociones continuó con su faena sin inmutarse, como si no fuese consciente de que algo se ocultaba entre las sombras ¿de que serviría hacerlo? Si de verdad era alguien dándole caza correr probablemente sería inútil, lo más inteligente era esperar y tratar de averiguar con que debería lidiar esa noche.
Smerenda W. de Brancovan- Hechicero/Realeza
- Mensajes : 193
Fecha de inscripción : 23/05/2017
Edad : 29
Localización : París, Francia
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