Tras tiempo de "sequía" [Priv. Fausto]

Portia Bellefleur, la más incansable de todas las posibles cazadoras de aquella ciudad, aquella que le vio nacer y esa misma que le vio caer en el abandono, tan solo en manos de todo el alcohol que su salario le permitiera conseguir; esa Portia Bellefleur, era la que llevaba una semana sobria gracias a un rastro. No sabía exactamente qué era lo que estaba buscando, si debía ser sincera cnsigo misma, pero poco le importó en cuanto optuvo pistas acerca de alguna criatura que se dedicaba a dejar pútridos cuerpos sin vida en mitad de las calles de París. La verdad era que la cazadora dudaba que fuera un vampiro, pues se encargaban muy bien de limpiar su rastro allí donde robaban una vida. Por fin iba a encontrar a ese hijo de mala sangre, sea lo que fuere, aquella misma noche y sin interrumpción alguna, iba a acabar con él o ella. La parte dulce y alegre de Portia, la que ahora se encontraba dormida, sin embargo, mucho tendría que decir de aquel afán por acabar con la vida de cualquier criatura sobrenatural.

Ahora corría por entre los callejones, armada con sus revólveres, que ahora descansaban en las cartucheras, cargados con balas de plata y preparados para ser disparados. Por otro lado, y solo por si acaso, tenía ocultas unas cuantas estacas, pues más valía prevenir que curar, por mucho que cualquier objeto punzante pudiese servirle como estaca provisional si de un vampiro se tratase. Era casi completamente silenciosa, olisqueando el aire y mirando más allá de la oscuridad, a sabiendas de que la luz que la Luna llena ofrecía pudiera ser más que engañosa para su vista. Llegó un momento en el que dejó de correr, sin embargo, pues si el sentido de la vista lo tenía engañado, el oído debía tenerlo siempre alerta, y sus propios pasos no le dejaban hacer bien su trabajo. Agazapada como se encontraba con la espalda pegada a una pedregosa y sospechosamente húmeda pared, pudo oír la presencia de aquel al que seguía, mas no se dio cuenta de lo que era hasta que, al cruzar la esquina, no se hubo topado de frente con aquella macabra criatura.

Se encontraba la cazadora con ambas manos ocupadas por los revólveres, apuntando a la criatura y amartilladas ya, pero a la desastrosa cabeza de Portia algo le impedía disparar. Un lobo de extraordinarias dimensiones se hallaba en su punto de mira, de vellos desaliñados y manchados ya por sangre tanto seca como fresca, esta última probablemente de una víctima de no hacía más de unos minutos. No, no, no, aquello no encajaba ¿no se suponía que tan solo se convertían bajo la Luna llena? ¿por qué entonces había llegado hasta aquella monstruosidad tras seguir cadáveres durante una semana? Carecía completamente de sentido, pero Portia no se encontraba en condiciones de pararse a pensar en eso. Su respiración se había visto acelerada, la sangre había abandonado su rostro, y los ojos se mantenían clavados en los ojos de la criatura, aquellos que le devolvían una amenazadora mirada, junto a gruñidos y amagos de lanzarse sobre ella. ¿Por qué sus dedos no apretaban los gatillos? Tan solo podía pensar en el miedo que tenía a aquellas criaturas, y lo inútil que se sentía frente a ellas.

El hombre lobo seguía frente a ella, pareciendo que se mofaba de su desgracia, a sabiendas de que se lo había encontrado por casualidad y que, por lo tanto, no se encontraba preparada para hacerle frente. Un sudor frío caía por la nuca de Portia, el cual se intensificó por una suave brisa que meció el cabello recogido de la fémina, aquella que todavía intentaba mantener un semblante serio y amenazador -Hijeputa malnacido- consiguió decir, en un murmullo pero rezumando odio puro -No he olvidado el rostro de mi padre- terminó, creyéndose capaz de flexionar más el dedo índice. Y así, fue, aunque tuvo la mala fortuna de presenciar cómo sus dos armas quedaron encasquilladas -Mierda- soltó, con fastidio, para acto seguido probar a lanzar uno de sus revólveres al lobo; quizás con un poco de suerte le dejaría cojo, por mucho que apreciara las pistolas de su padre.

En efecto, llevaba casi una semana entera sin preocuparse de barrer la carnicería que florecía tras cada una de las letales pisadas que enquistaba el cuero de sus botas. Que esos días estuviera tan desganado como para dejar tal número de cadáveres a su paso no era de extrañar y, al mismo tiempo, le preocupaba vilmente, en una rueca desesperanzada que nunca dejaría de girar sus vicios: 'no era de extrañar', si se tenía en cuenta que se debía a la putrefacción de un malestar condicionado por la primera investigación relacionada con un acopio de emociones en él; los síntomas insondables de la locura de Éline. No obstante, continuaba tratándose de la guinda escalofriante que coronaba un pastel envenenado, porque Fausto seguía estando muerto por dentro. Entonces, ¿qué significaba aquello? Todo eso le costaba la consideración, la limpieza impecable que lo ensalzaba en su trabajo, hasta el punto de actuar frente a los cruentos alaridos de un hombre-lobo con la misma desidia que si tratara de apartar una mosca de su cara. Y la noche se anunciaba tan soporífera... que nunca se hubiera atrevido a escribir poemas acerca del tembloroso invierno que comenzaba a encarcelar aquella zona de la tierra.

El animal se abalanzó con fuerza ígnea sobre la silueta encapotada del hombre y éste suspiró, sin ni siquiera molestarse en poner los ojos en blanco, antes de elevarse en el aire para evitarlo y hacerle probar el sabor de su calzado de una sola patada. Fausto extrajo su bastón milenario para usarlo de palanca y propulsarse para depositar su cuerpo en lo alto del borde de un muro, desde el cual contempló a la miserable criatura en la superioridad que sentía redundante. Como su cliente le había especificado, aquel hombre-lobo, aunque agresivo, destilaba torpeza por cada uno de sus actos, y el alemán se fijó más calmadamente en las heridas secas y todavía abiertas que ocupaban buena parte de su pellejo. No tuvieron más interés, sin embargo, que contemplar cómo las que le había causado él hacía unos segundos se deslizaban en hilillos carmesí por entre el vaho de sus colmillos, hasta acabar sobre el suelo, goteando la vulnerabilidad de cualquier ser vivo a través de su infinita evidencia, líquida y roja.

Fausto pegó un resoplido mezclado de la tos aguada por el aburrimiento de la noche y seguidamente volvió a dar otro salto, preparado para extraer su sable en cualquier momento. Había dado infinitas clases de tiro desde que puso un pie en lugares como América o Reino Unido, mas desde que supo que iba a convertirse en cazador, supo también al mismo tiempo que su ataque residiría en degollar cabezas más que en disparar pistolas. Cuestión de vísceras, quizá, lo que no acababa de quedar claro era si hablaba de las de sus presas o de las suyas propias.

Únicamente habría hecho falta un sencillo movimiento, llevarse la mano al interior de su chaqueta y habría continuado extasiándose en la visión danzarina de la sangre antes de aferrarse a la empuñadura de su arma, pero entonces, Fausto pagó irónicamente por tener los sentidos demasiado desarrollados al oír un ruído cercano a la manzana que provocó la inmediata torcedura de sus pupilas. Fue bastante para el endemoniado ser y sus garras se enzarzaron con parte de su brazo izquierdo hasta dejarle un arañazo que se llevó parte de su tela y algo de piel. Fausto enseguida regresó a la temeraria tarea que acababa de descubrirle que podía peligrar, y ni siquiera emitió un solo sonido ante la herida, sino que dejó asomar un poco de sus dientes al comprobar con ligera molestia en qué estado había quedado su chaqueta. Y aun así, el hombre-lobo continuó haciendo gala de su estupidez al desaprovechar la corta distancia y alargarla incomprensiblemente para correr hacia el lugar del que procedía el ruido que, al parecer, también había escuchado. Fausto se quedó quieto, como siempre sin prisas de ningún tipo, y se decidió a perseguir a su víctima nada más terminar de adecentar un poco el estropicio de su ropa. Luego de cercenar cabezas tendría tiempo de contemplarse cómo sangraba su herida.

Antes incluso de atravesar la esquina, predijo que habría otra persona de talante furtivo y al visualizar cómo un revolver era lanzado contra las rodillas de la criatura, se le confirmó. Esa vez sí que no dudó en introducir rápidamente la mano en el interior de su chaqueta, no obstante, no extrajo todavía el arma punzante, sino que volvió a hacer uso del bastón para placar a la bestia y poseer un margen de milésimas en el que contemplar quién diablos había también al acecho: en efecto, otro cazador. Cazadora y ni siquiera parecía preparada para la ocasión. ¿La noche iba a proseguir con sus soporíferas sorpresitas hasta el punto de no aprovecharlas para un rival de categoría digna? Tampoco sabía qué demonios hacía preguntándoselo siquiera, incluso la duda le parecía un acto reflejo de lo más perezoso e inservible.

Es mío -se molestó en aclarar a la cúspide ignorante de los sucesos que situaban a aquella muchacha en su constante indiferencia terrenal, y apoyó un extremo del bastón sobre el pavimento mientras el animal gruñía, todavía derrumbado sobre el suelo a pocos metros de distancia.

Incluso con lo desastrosa que resultaba la cabeza de Portia, fruto de la demencia y recuerdos reprimidos, se podía apreciar en ese mismo instante, cuando lanzó su revólver contra aquel animal, una personalidad más cruel de lo que cabía esperar. Sí, había sido una estupidez llevar a cabo tal acto, más aún cuando se trataban de unos revólveres conseguidos por herencia de su amado padre, aunque más tarde pensaría en el mal que había hecho al soltar una de sus armas. Ella era una cazadora, más concretamente una pistolera hecha a sí misma para matar, y el miedo que a punto estuvo de matarla, había desaparecido curiosamente en el momento en que se vió desarmada de una mano. La contraria seguía apuntando al animal, aunque pronto sucedió algo que para nada esperaba. ¿Acaso no había oído los pasos de una presencia ajena (o quizás no tanto) a la situación? Parecía que el miedo había absorbido tanto su atención y su mollera en general que la respuesta era negativa. Un hombre, salido de la nada y sin apenas esfuerzo, tumbó a la bestia e incluso consiguió desplazarlo unos metros más allá.

Portia quedó atónita, sorprendida por aquel que, aunque jamás fuese admitirlo, le había salvado de una buena dentellada. Ambos se dirigieron una fugaz mirada, aunque cualquiera podía jurar que fue la fémina la que mantuvo durante más tiempo su mirada en aquel ente que transmitía...respeto, se podría decir. Era otro cazador, sin duda alguna, pero que le partiera un rayo allí mismo si no era de aquellos a los que ni les quita el sueño arrebatar una vida, ni les importa en absoluto que su propia vida dependa de una criatura del demonio. Aún así, su revólver volvía a tener en milésimas de segundo a la bestia en la mira, y toda la atención de Portia centrada en apretar el gatillo cuando resultara oportuno. Pero entonces, dos palabras del cazador, imponentes como lo era de por sí su presencia "Es mío", había dicho, lo que creó que Portia dirigiera una mirada de indignación a su acompañante. Se le veía claramente preparado, sin preocupación alguna ante lo que el hombre lobo pudiera llegar a hacer, sin pensar siquiera en que Portia no era una niña jugando con pistolas sin munición. Su espalda se mantenía completamente recta, el brazo izquierdo extendido al máximo hacia su presa, con el pulso firme y el arma amartillada. Ni siquiera le dirigió una última mirada al varón cuando dijo: -De eso nada- y a continuación un gran estruendo pudo escucharse por los callejones de París.

Su arma esta vez no había fallado e incluso con su zurda había conseguido, a una considerable distancia, acertar el disparo entre sendos ojos del animal. La bala era de plata, y en aquel momento estaría pudriéndose en la sesera del hombre lobo, ese que jamás volvería a robar una vida humana, aunque...¿lo había hecho? No era el ser que había estado siguiendo, así que no podía estar segura de ello. Por unos momentos comenzaba a sentirse culpable mientras observaba el cuerpo sin vida de aquel velludo animal, preguntándose si quizás había matado a algún inocente que solo había sido condenado a transformarse en un ser tan hostil. Pero entonces recordó que aquel extraño hombre seguía allí, aunque el nivel de chulería había disminuido notoriamente. Comenzó a caminar hacia donde yacía el ser, o más bien allí donde descansaba su revólver que momentos antes había lanzado casi sin piedad -Buenos días y gratas noches- comenzó, con una voz suave, mirando de reojo al caballero mientras se agachaba y cogía su arma, para después enfudar las dos y acercarse un poco al cazador -Si a bien tiene disculparme...- comenzó, tornándose su voz más culpable -La verdad es que se lo agradecería- dijo finalmente, ofreciéndole al desconocido una ligera reverencia a la vez que una amplia sonrisa. Y así quedaría, sin dar explicación alguna a menos que el experimentado cazador le preguntase o le sermoneara.

U: Sorry, me queda cortito ;___;

Fausto no dejó de contemplar a la segunda persona de la escena, y movió el cuello en círculos ligeros, prácticamente de forma imperceptible, con una repentina necesidad de borrar los músculos entumecidos a causa de una paradójica falta de esfuerzos, como lo que le inspiraba la situación en sí.

'Por favor...' -pensó.

Aquella 'cazadora' parecía querer guerra, parecía necesitar querer guerra, tan desesperada como se hallaba por demostrar que podía recuperarse de su descuido. ¿Acaso no se daba cuenta de que su temblorosa expresión hablaba mejor incluso que la mala suerte de su arma penosamente utilizada (lanzarla como si fuera un guijarro de las cavernas...)? Cuán reveladoras eran las simplezas de los mapas faciales, el pusilánime acto de reaccionar frente a lo que se veía y lo que se sentía, desprestigiando a la perfección de un reflejo en el agua que no tiene más remedio que mostrar la verdad. Y la verdad, en algunos casos (aquel uno de los más resaltados), podía resultar tan mortífera como si señalaras directamente hacia tu corazón, marcando tu sentencia igual que un estúpido suicida. La verdad era para los que sabían utilizarla. La verdad era para unos pocos, para los privilegiados que aprendían a leerla, pero no a soltarla. Entonces, la verdad podía tratarse de otra arma.

Te convendría replanteártelo.

Entonces, la verdad podía ser peligrosa.

¡Bang!

Otro infeliz en su camino, aquella pistolera. Por eso, a Fausto no le costó apartar ligeramente la cara del costado más cercano al hombre-lobo ni echar un pie hacia atrás para alejar su chaqueta cuando la mocosa hizo caso omiso y disparó a la sobrenatural criatura entre ceja y ceja. Puntería, ¿y por qué no? Igual de predecible que la acción que acababa de llevar a cabo. La insolencia corroía las mentes más simples, incluso las más complejas que pasaban por simples en su afán de inutilidad. ¿Tanta complicación suponía darse cuenta de que los de arriba, como él, no hablaban en clave, sino en frío, en metálico; de verdad? No se hizo la miel para la boca del cerdo, estaba claro, mas la muchacha en cuestión no se asemejaba en nada a los animales porcinos, ni en esencia ni en apariencia, pero eso último sería tan mongólico rebatirlo que, por descontado, no entraba dentro de los omnipotentes parámetros de Fausto, ni tan sólo en pensamiento.

En tanto la chica comenzó a aproximarse, Fausto regresó a mirarse la chaqueta con reposado detenimiento, comprobando que no había vuelto a quedar manchada de sangre, aunque eso ya se había encargado de evitar su intuición al prevenir la desobediencia de la muchacha. Cuando ella quedó lo suficientemente cercana a su posición, pasó a analizar cada una de sus reacciones y cada uno de sus movimientos, debatiendo si responder a su burlona desfachatez con el castigo ejemplar o con la usual indiferencia. Pues por una parte, acababa de arrebatarle su presa, una presa que ni siquiera parecía haber sido objetivo de su impresentable preparación, y aunque la vida del hombre-lobo no le importaba lo más mínimo y ya había cobrado el dinero del encargo, el prestigio era algo en lo que Fausto se esmeraba encarnecidamente, de modo que no podía dejarlo pasar. Y por otro lado, sencillamente, tampoco estaba de humor ni para retener el vuelo de una mísera mosca entre sus uñas, menos todavía para el de otro mortal que añadir a la lista de peso sobrante que pululaba la tierra.

Estoy seguro de que agradecerías muchas cosas, curioso que para alcanzarlas, necesites que alguien ande paseando por aquí -le respondió y extendió la mano contraria a la que sostenía su bastón para extender su abrigo y guardárselo hábilmente en su interior, casi como si se tratara del espectáculo de un mago o de un escapista-. La suerte es el amparo de los insectos -concluyó y seguidamente, se arrodilló frente al cadáver y se quedó mirando fijamente el hueco oscuro y sangrante que brotaba de su cabeza, guardándose tras aquel extraño comportamiento, la encrucijada castigadora que se abstenía de dar explicaciones.


Jajajajaja por favor, no me digas que eso que has escrito es poco porque me entra la depresión xDDDD ¡es más que suficiente!