AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Aléjate [Privado]
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Aléjate [Privado]
La noche se cernía ya sobre París. A ojos de Auguste, el sol no era más que un círculo deforme que se escondía en el horizonte, despidiendo los últimos rayos de una luz amortajada y trémula. En el punto medio entre el atardecer y el anochecer, ese límite invisible, difuso, en el que nada era demasiado claro u oscuro, intentaba esconderse en un callejón angosto.
¿Una emboscada? ¡Menuda manga de maricas!
De saberlo, no se hubiera detenido. No tenía intenciones, maldición, de retener sus puños contra aquel engreído que le miraba con petulancia, y que luego se atrevió a referirse a él como un hijo de puta. Que quizás lo era, joder, ¡pero no es asunto de su incumbencia! Ni de él, ni de nadie. Auguste se reconfortaba pensando que nisiquiera le concernía a él mismo.
¿Qué más da? Si su madre era una puta, o no, nada podía hacer. Hacía muchos años que cualquier posibilidad de influencia sobre ella había quedado fuera de discusión. Lo hecho, hecho está, ¿no? Y sin embargo aquel cabrón de rostro alargado y mirada taciturna había traído del pasado a esa puta, aunque sólo fuera a modo de insulto.
¡Lo habría destrozado! Lo hizo, en cierta medida. Y habría sido igual para la jauría de buitres que se mantenían a su alrededor, si tan sólo habrían tenido los cojones de aventurarse en solitario. Auguste, en cualquier caso, había caído bajo las patadas violentas y los puños inclementes de aquel grupo de maleantes, decepcionados cuando descubrieron que nada podían quitarle. No podían quitarle nada a alguien que lo había perdido todo, ¿o sí?
No se escondía propiamente en ese callejón angosto. Al menos no de sus agresores, que bien dispuesto estaría a darles su merecido, de la forma en que le fuera posible en aquellas condiciones. Se escondía, en cambio, de los ojos curiosos. De las miradas llenas de lástima. Por esa sencilla razón, luchaba contra el desequilibrio y el aturdimiento, apoyándose con una de sus manos, de nudillos sangrantes, sobre las paredes que estrechaban el pasadizo ciego.
"Las heridas nunca curan lo suficientemente rápido. Aún con el tiempo, nunca llegan a cicatrizar del todo."
Se dejó caer, su espalda deslizándose sobre la pared. Su cabeza tambaleaba y con ello su visión se hacía más borrosa. Era testigo ciego de la abundancia con la que su frente sangraba, de la crudeza con la que sus costillas, quizás rotas, crujían, arrancándole quejidos que ahogaba con su mandíbula tensa. Su respiración era dificultosa. Cada vez más, el esfuerzo de sus pulmones para recuperar oxígeno era mayor.
No iba a morir, maldita sea. Para cuando el sol naciera, estaba seguro, gozaría de un súbito bienestar. Pero el sol se ocultaba, apenas. El punto medio entre el atardecer y el anochecer, cuando nada era demasiado claro u oscuro.
Cerró los ojos o bien fue incapaz de mantenerlos abiertos por más tiempo. Y allí, en aquel callejón angosto, creyó caer en la inconsciencia.
¿Una emboscada? ¡Menuda manga de maricas!
De saberlo, no se hubiera detenido. No tenía intenciones, maldición, de retener sus puños contra aquel engreído que le miraba con petulancia, y que luego se atrevió a referirse a él como un hijo de puta. Que quizás lo era, joder, ¡pero no es asunto de su incumbencia! Ni de él, ni de nadie. Auguste se reconfortaba pensando que nisiquiera le concernía a él mismo.
¿Qué más da? Si su madre era una puta, o no, nada podía hacer. Hacía muchos años que cualquier posibilidad de influencia sobre ella había quedado fuera de discusión. Lo hecho, hecho está, ¿no? Y sin embargo aquel cabrón de rostro alargado y mirada taciturna había traído del pasado a esa puta, aunque sólo fuera a modo de insulto.
¡Lo habría destrozado! Lo hizo, en cierta medida. Y habría sido igual para la jauría de buitres que se mantenían a su alrededor, si tan sólo habrían tenido los cojones de aventurarse en solitario. Auguste, en cualquier caso, había caído bajo las patadas violentas y los puños inclementes de aquel grupo de maleantes, decepcionados cuando descubrieron que nada podían quitarle. No podían quitarle nada a alguien que lo había perdido todo, ¿o sí?
No se escondía propiamente en ese callejón angosto. Al menos no de sus agresores, que bien dispuesto estaría a darles su merecido, de la forma en que le fuera posible en aquellas condiciones. Se escondía, en cambio, de los ojos curiosos. De las miradas llenas de lástima. Por esa sencilla razón, luchaba contra el desequilibrio y el aturdimiento, apoyándose con una de sus manos, de nudillos sangrantes, sobre las paredes que estrechaban el pasadizo ciego.
"Las heridas nunca curan lo suficientemente rápido. Aún con el tiempo, nunca llegan a cicatrizar del todo."
Se dejó caer, su espalda deslizándose sobre la pared. Su cabeza tambaleaba y con ello su visión se hacía más borrosa. Era testigo ciego de la abundancia con la que su frente sangraba, de la crudeza con la que sus costillas, quizás rotas, crujían, arrancándole quejidos que ahogaba con su mandíbula tensa. Su respiración era dificultosa. Cada vez más, el esfuerzo de sus pulmones para recuperar oxígeno era mayor.
No iba a morir, maldita sea. Para cuando el sol naciera, estaba seguro, gozaría de un súbito bienestar. Pero el sol se ocultaba, apenas. El punto medio entre el atardecer y el anochecer, cuando nada era demasiado claro u oscuro.
Cerró los ojos o bien fue incapaz de mantenerlos abiertos por más tiempo. Y allí, en aquel callejón angosto, creyó caer en la inconsciencia.
Auguste Moreau- Licántropo Clase Baja
- Mensajes : 18
Fecha de inscripción : 02/03/2012
Re: Aléjate [Privado]
Es invierno. Y algo que se destaca en esa época del año para todo aquel atento observador, es que solamente aquellos valientes de corazón y fuera de la obligación salen a las calles sin miedo alguno a enfrentarse con el estremecedor frio que azota a la ciudad, sobre todo en las horas en las que la vagamente cálida presencia del Sol comienza a disiparse.
Yo me consideraba una de esas almas entusiastas que, sin temor a alguno ha como el clima se presentase, me llenaba de coraje para darme una escapada, ya fuese a la plaza o al parque más cercano, con la simple intención de pasar la jornada de forma diferente ¡Y sí! Ni la lluvia más fuerte y fría me encerraría justamente en el único día libre del Burdel que tenía en la semana.
Pues era momento para que entre otras cosas, mi piel se alimentase de los débiles rayos solares, esos que dentro de la casa de placer ni siquiera llegaban a colarse, siendo todo iluminado solamente por las atenuadas llamas provenientes de las lámparas y las velas siempre presentes en cada rincón del establecimiento.
¡Que dicha la de poder vislumbrar el atardecer parisino! Aquellos últimos rayos que teñían los adoquines en diferentes tonalidades que iban desde las rojizas a las naranjas, dando con aquel espectáculo una hermosa antesala visual a la oscura y negruzca noche, ultima y reiteradamente acompañada de una leve y gélida neblina.
Con lento andar ya camino a mi hogar, me envolví el cuello con una gran pashmina de lana en son de precaución, pues lo que menos deseaba era contraer alguna de aquellas molestas enfermedades amistadas con el frío.
En el sereno avanzar, mi mente recordaba plácidamente como se había dado el transcurso del día.
Pasé casi toda la tarde en un gran parque muy cercano a la zona comercial de la ciudad. Tuve el deleite, como de costumbre, gracias a la lectura de uno de aquellos libros que siempre amenizaban la obvia soledad de mi ser.
Frágil, alimenté el pozo de mis añoranzas también, contemplando a las familias que paseando por allí abrigaban a los más infantes con ese sencillo pero encantador gesto de protección.
Vi también como los enamorados se acurrucaban a la par del veloz y decidido paso por llegar a un lugar más cálido, posiblemente donde una gran estufa ardiente anulase aquellos titiriteos invernales.
Todo aquello que podría hacerme sentir mas sola en medio del frío, generaba todo lo contrario; pues despertaba desde lo más profundo de mí ser un sentimiento de esperanza inmenso. Aseguraba que algún día lo que mis ojos vislumbraban seria precisamente lo que yo viviría. Solo tenía que alinear todos los obstáculos que me alejaban de aquellas metas y uno a uno irlos derribando.
Con paciencia y perseverancia un día… Un día el día llegaría.
Sonriente y adentrada ya en los silenciosos callejones dirigentes a la pensión, fui detenida por una lamentable escena. Pude haber seguido de largo como si mis ojos no hubiesen visto nada, como mucha gente solía hacer frente a las numerosas desgracias presentes en las calles parisinas. Pero no. Como si de un acto involuntario se tratase fueron mis pies los que pusieron freno obligatorio ante aquella inoportunidad a la que mis ojos prestaron atención.
El hombre yacía de ojos cerrados en el suelo. Bañado estaba su demarcado rostro por una rojiza capa de sangre que con el paso de los segundos comenzaba a tornarse oscura, marchita como toda su humanidad; estática, silente y vulnerable.
Ay mi Dios ¿estaría aquel hombre muerto? ¿Y como era posible que en ese estado ninguna mano se hubiese ofrecido a ayudarle?
Que pena sentir que con cada día transcurrido, el puzzle de mi fe en la humanidad se desmoronaba ineludiblemente. Pieza por pieza.
¿Dónde había quedado toda aquella enseñanza que se nos entregaba desde pequeños y que hablaba siempre sobre el ser generosos con el prójimo?
Pobres las almas que se ciegan ante el egoísmo. Ojala nunca necesiten una mano de quienes no han recibido ayuda de su parte.
Poco o nada era lo que tenia, pero eso nunca había vendado mis los ojos para evadir la desgracia ajena. Y en aquella ocasión no iba a ser diferente.
Me acerque al malherido caballero, agachándome frente a su derrumbado cuerpo para tratar de asistirle, si aun existía la opción. Respiraba con dificultad, pero lo hacía. Y eso ya bastaba para que mi corazón se viese en la innecesaria obligación de hacer todo lo posible por salvarle.
Limpie delicadamente la sangre que invadía su varonil y desconocido rostro, notoriamente magullado por quien sabe qué.
Inmediatamente empape en perfume un pañuelo que llevaba en mi pequeño bolso y lo acerque a su nariz, con la sencilla intención de hacerle reaccionar a través del intenso aroma y así, auxiliarle de una manera más pertinente. Mientras tanto cuestiones como el cómo y porqué de su horrenda situación punzaban mi cabeza. Pues siempre creí que la ayuda se le entrega a quien se la merece, no a quien desee abusar de ella ¿Pero quien era yo para saber quien era merecedor o no de mi ayuda? Sonreí paradojicamente ante tal tontería, mientras esperaba una mínima reacción ajena a la par que disipaba cualquier pregunta innecesaria de mis pensamientos, pues claramente no era el momento para ello.
Yo me consideraba una de esas almas entusiastas que, sin temor a alguno ha como el clima se presentase, me llenaba de coraje para darme una escapada, ya fuese a la plaza o al parque más cercano, con la simple intención de pasar la jornada de forma diferente ¡Y sí! Ni la lluvia más fuerte y fría me encerraría justamente en el único día libre del Burdel que tenía en la semana.
Pues era momento para que entre otras cosas, mi piel se alimentase de los débiles rayos solares, esos que dentro de la casa de placer ni siquiera llegaban a colarse, siendo todo iluminado solamente por las atenuadas llamas provenientes de las lámparas y las velas siempre presentes en cada rincón del establecimiento.
¡Que dicha la de poder vislumbrar el atardecer parisino! Aquellos últimos rayos que teñían los adoquines en diferentes tonalidades que iban desde las rojizas a las naranjas, dando con aquel espectáculo una hermosa antesala visual a la oscura y negruzca noche, ultima y reiteradamente acompañada de una leve y gélida neblina.
Con lento andar ya camino a mi hogar, me envolví el cuello con una gran pashmina de lana en son de precaución, pues lo que menos deseaba era contraer alguna de aquellas molestas enfermedades amistadas con el frío.
En el sereno avanzar, mi mente recordaba plácidamente como se había dado el transcurso del día.
Pasé casi toda la tarde en un gran parque muy cercano a la zona comercial de la ciudad. Tuve el deleite, como de costumbre, gracias a la lectura de uno de aquellos libros que siempre amenizaban la obvia soledad de mi ser.
Frágil, alimenté el pozo de mis añoranzas también, contemplando a las familias que paseando por allí abrigaban a los más infantes con ese sencillo pero encantador gesto de protección.
Vi también como los enamorados se acurrucaban a la par del veloz y decidido paso por llegar a un lugar más cálido, posiblemente donde una gran estufa ardiente anulase aquellos titiriteos invernales.
Todo aquello que podría hacerme sentir mas sola en medio del frío, generaba todo lo contrario; pues despertaba desde lo más profundo de mí ser un sentimiento de esperanza inmenso. Aseguraba que algún día lo que mis ojos vislumbraban seria precisamente lo que yo viviría. Solo tenía que alinear todos los obstáculos que me alejaban de aquellas metas y uno a uno irlos derribando.
Con paciencia y perseverancia un día… Un día el día llegaría.
Sonriente y adentrada ya en los silenciosos callejones dirigentes a la pensión, fui detenida por una lamentable escena. Pude haber seguido de largo como si mis ojos no hubiesen visto nada, como mucha gente solía hacer frente a las numerosas desgracias presentes en las calles parisinas. Pero no. Como si de un acto involuntario se tratase fueron mis pies los que pusieron freno obligatorio ante aquella inoportunidad a la que mis ojos prestaron atención.
El hombre yacía de ojos cerrados en el suelo. Bañado estaba su demarcado rostro por una rojiza capa de sangre que con el paso de los segundos comenzaba a tornarse oscura, marchita como toda su humanidad; estática, silente y vulnerable.
Ay mi Dios ¿estaría aquel hombre muerto? ¿Y como era posible que en ese estado ninguna mano se hubiese ofrecido a ayudarle?
Que pena sentir que con cada día transcurrido, el puzzle de mi fe en la humanidad se desmoronaba ineludiblemente. Pieza por pieza.
¿Dónde había quedado toda aquella enseñanza que se nos entregaba desde pequeños y que hablaba siempre sobre el ser generosos con el prójimo?
Pobres las almas que se ciegan ante el egoísmo. Ojala nunca necesiten una mano de quienes no han recibido ayuda de su parte.
Poco o nada era lo que tenia, pero eso nunca había vendado mis los ojos para evadir la desgracia ajena. Y en aquella ocasión no iba a ser diferente.
Me acerque al malherido caballero, agachándome frente a su derrumbado cuerpo para tratar de asistirle, si aun existía la opción. Respiraba con dificultad, pero lo hacía. Y eso ya bastaba para que mi corazón se viese en la innecesaria obligación de hacer todo lo posible por salvarle.
Limpie delicadamente la sangre que invadía su varonil y desconocido rostro, notoriamente magullado por quien sabe qué.
Inmediatamente empape en perfume un pañuelo que llevaba en mi pequeño bolso y lo acerque a su nariz, con la sencilla intención de hacerle reaccionar a través del intenso aroma y así, auxiliarle de una manera más pertinente. Mientras tanto cuestiones como el cómo y porqué de su horrenda situación punzaban mi cabeza. Pues siempre creí que la ayuda se le entrega a quien se la merece, no a quien desee abusar de ella ¿Pero quien era yo para saber quien era merecedor o no de mi ayuda? Sonreí paradojicamente ante tal tontería, mientras esperaba una mínima reacción ajena a la par que disipaba cualquier pregunta innecesaria de mis pensamientos, pues claramente no era el momento para ello.
Analeigh Leisser- Mensajes : 180
Fecha de inscripción : 28/06/2011
DATOS DEL PERSONAJE
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Re: Aléjate [Privado]
En su regreso a la consciencia, Auguste tuvo la sensación de verse a sí mismo como una imagen sombría y difusa que poco a poco iba ganando nitidez. Lo primero que distinguió fue el dolor y entumecimiento que aquejaba su cuerpo; lo segundo, la fría textura de la pared en la que se apoyaba, uno de los muros que estrechaban el angosto callejón; lo tercero, y último, una embriagadora fragancia que se atropellaba por el interior de su nariz.
Tan pronto como captó el aroma, supo que no era un estímulo distante. Reconoció con alarma muda e inmóvil que alguien, efectivamente, buscaba traerlo a la consciencia.
Su mano saltó, feroz como una víbora, y sus dedos aprisionaron la muñeca que sostenía el perfumado pañuelo. En cuarto lugar, sus párpados se abrieron y sus ojos saltaron depredadores hacia la chica inclinada sobre él.
La piel pálida, los rizos azabaches que se deslizaban por su espalda. ¿De quién se trataba? No tenía recuerdos de haberla visto nunca. Con la misma torpeza de quien acaba de regresar de un sueño profundo, tambaleándose en ese límite difuso entre la consciencia y la inconsciencia, Auguste intentó identificarla.
No tardó en responderse a sí mismo. Jamás olvidaría un rostro como ese. Y ante la certeza de no conocerle directamente, y con la agudización progresiva de su mente, la idea no descabellada de que se tratara de un enemigo acudió casi dolorosamente.
- ¿Quién eres? - su voz áspera y gutural estaba cargada de irritación, como ofendida. ¿Por qué demonios le ayudaba? ¿No podía dejarle allí, como hubiera hecho cualquier otro? ¡Él no necesitaba ayuda de nadie, joder! Había sobrevivido por muchos años sin contar con ninguna y allí estaba. Medio muerto, sí, pero medio vivo también.
Auguste no era consciente de la fuerza que imprimía en el agarre. Su cuerpo se había armado en tensión y el dolor había desaparecido bajo el yugo de una adrenalina súbita. ¿Le conocería? ¿Estaría relacionada con alguno de sus agresores, como aquellas mujeres pérfidas que, disfrazadas bajo un falso aire de inocencia e ingenuidad, se proponían a concluir lo que sus maridos incompetentes no pudieron?
La precisión con la que distinguía el rostro pálido de aquella chica mermó. El aturdimiento persistía y el dolor regresaba con mayor violencia. Auguste se sentía desfallecer.
¡Maldita sea!
Se aferró a su relativa lucidez, sin embargo, como un animal a su única oportunidad de supervivencia. No podía asegurar que estaría a salvo. Nunca pudo asegurar nada.
- ¡Responde, maldición!
Y la víbora de su mano, los tentáculos de sus dedos, aprisionaban con fuerza la muñeca ajena.
Tan pronto como captó el aroma, supo que no era un estímulo distante. Reconoció con alarma muda e inmóvil que alguien, efectivamente, buscaba traerlo a la consciencia.
Su mano saltó, feroz como una víbora, y sus dedos aprisionaron la muñeca que sostenía el perfumado pañuelo. En cuarto lugar, sus párpados se abrieron y sus ojos saltaron depredadores hacia la chica inclinada sobre él.
La piel pálida, los rizos azabaches que se deslizaban por su espalda. ¿De quién se trataba? No tenía recuerdos de haberla visto nunca. Con la misma torpeza de quien acaba de regresar de un sueño profundo, tambaleándose en ese límite difuso entre la consciencia y la inconsciencia, Auguste intentó identificarla.
No tardó en responderse a sí mismo. Jamás olvidaría un rostro como ese. Y ante la certeza de no conocerle directamente, y con la agudización progresiva de su mente, la idea no descabellada de que se tratara de un enemigo acudió casi dolorosamente.
- ¿Quién eres? - su voz áspera y gutural estaba cargada de irritación, como ofendida. ¿Por qué demonios le ayudaba? ¿No podía dejarle allí, como hubiera hecho cualquier otro? ¡Él no necesitaba ayuda de nadie, joder! Había sobrevivido por muchos años sin contar con ninguna y allí estaba. Medio muerto, sí, pero medio vivo también.
Auguste no era consciente de la fuerza que imprimía en el agarre. Su cuerpo se había armado en tensión y el dolor había desaparecido bajo el yugo de una adrenalina súbita. ¿Le conocería? ¿Estaría relacionada con alguno de sus agresores, como aquellas mujeres pérfidas que, disfrazadas bajo un falso aire de inocencia e ingenuidad, se proponían a concluir lo que sus maridos incompetentes no pudieron?
La precisión con la que distinguía el rostro pálido de aquella chica mermó. El aturdimiento persistía y el dolor regresaba con mayor violencia. Auguste se sentía desfallecer.
¡Maldita sea!
Se aferró a su relativa lucidez, sin embargo, como un animal a su única oportunidad de supervivencia. No podía asegurar que estaría a salvo. Nunca pudo asegurar nada.
- ¡Responde, maldición!
Y la víbora de su mano, los tentáculos de sus dedos, aprisionaban con fuerza la muñeca ajena.
Auguste Moreau- Licántropo Clase Baja
- Mensajes : 18
Fecha de inscripción : 02/03/2012
Re: Aléjate [Privado]
La sorpresa desembocada del reaccionar ajeno llevo a que toda mi anatomía optase de manera involuntaria por mantenerse inmóvil. Y todo radicaba en la bestialidad que aquellos dos ojos recién abiertos reflejaban. Mucho más que en la viril mano que aprisionaba mi muñeca con una fuerza que erradicaba cualquier sentimiento propio de la cordialidad. Aquellos orbes eran propios de alguien envenenado en un sentimiento de cólera indescriptible para alguien como yo, que nada sabia sobre la verdadera ira. Esa que lleva a accionar maliciosamente sobre otros.
¿Acaso aun sumergido en el shock generado por las incontables heridas, aquel hombre vislumbraba todo a su alrededor como un factor amenazante? ¿O simplemente la brutalidad que ahora impartía con sus actos era característica de su persona, siendo esa la razón por la que había sido tan cruelmente atacado?
La tensión generada apenas me dejaba dilucidar una respuesta concreta. Mis ojos se posaron temerosos sobre los del malherido, intentando soportar aquel pesado mirar y de alguna forma, transmitirle que por lo menos yo no era lo que el interpretaba.
Soporte el dolor infligido sobre mi persona frunciendo los labios y queriendo –de la ilusa y paciente manera que siempre me abordaba en aquellos casos- que finalmente aquel hombre entrase en razón. Después de todo, ni que yo fuese capaz siquiera de causarle algún tipo de mal al desconocido. Menos aun inferir daño físico en su contra, o la de nadie.
- So…Soy Analeigh. Y solo me acerqué por verle medio muerto en el suelo – conferí obligada tras aquellos resonantes vocablos ajenos, mismos que hicieron que llevase la mano que aun mantenía en libertad a la altura de mi rostro a la par que mis hombros se encogían, cuan gesto de infante asustado.
Nunca había pensado mi buen accionar hacia aquel hombre me llevase a la situación en la que ahora me encontraba, mejor dicho, a la situación en la que ahora me mal sentía.
Hacia muchos años no recibía algún tipo de maltrato, donde las palabras resonaban más alto de lo necesario y las miradas punzaban cuan estacas sobre la mente.
El perfumado pañuelo cayo al suelo en el preciso instante que recordé estar a miles de kilómetros de mi antiguo e infeliz hogar. Sin embargo allí me veía, frente a un desconocido que había generado aquella abatidora sensación que desde mi fuga nunca había aflorado nuevamente.
Jalé el brazo en dirección a mi torso, aquel gesto de aprisionamiento ahora pasaba a ser mucho más que un simple llamado de atención ajeno.
¿Acaso aun sumergido en el shock generado por las incontables heridas, aquel hombre vislumbraba todo a su alrededor como un factor amenazante? ¿O simplemente la brutalidad que ahora impartía con sus actos era característica de su persona, siendo esa la razón por la que había sido tan cruelmente atacado?
La tensión generada apenas me dejaba dilucidar una respuesta concreta. Mis ojos se posaron temerosos sobre los del malherido, intentando soportar aquel pesado mirar y de alguna forma, transmitirle que por lo menos yo no era lo que el interpretaba.
Soporte el dolor infligido sobre mi persona frunciendo los labios y queriendo –de la ilusa y paciente manera que siempre me abordaba en aquellos casos- que finalmente aquel hombre entrase en razón. Después de todo, ni que yo fuese capaz siquiera de causarle algún tipo de mal al desconocido. Menos aun inferir daño físico en su contra, o la de nadie.
- So…Soy Analeigh. Y solo me acerqué por verle medio muerto en el suelo – conferí obligada tras aquellos resonantes vocablos ajenos, mismos que hicieron que llevase la mano que aun mantenía en libertad a la altura de mi rostro a la par que mis hombros se encogían, cuan gesto de infante asustado.
Nunca había pensado mi buen accionar hacia aquel hombre me llevase a la situación en la que ahora me encontraba, mejor dicho, a la situación en la que ahora me mal sentía.
Hacia muchos años no recibía algún tipo de maltrato, donde las palabras resonaban más alto de lo necesario y las miradas punzaban cuan estacas sobre la mente.
El perfumado pañuelo cayo al suelo en el preciso instante que recordé estar a miles de kilómetros de mi antiguo e infeliz hogar. Sin embargo allí me veía, frente a un desconocido que había generado aquella abatidora sensación que desde mi fuga nunca había aflorado nuevamente.
Jalé el brazo en dirección a mi torso, aquel gesto de aprisionamiento ahora pasaba a ser mucho más que un simple llamado de atención ajeno.
Analeigh Leisser- Mensajes : 180
Fecha de inscripción : 28/06/2011
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Re: Aléjate [Privado]
Todo cuanto le rodeaba perdió importancia. Las calles, los muros. París desapareció. Sólo estaba el par de ojos azules, mirándole con gesto incrédulo. Auguste podía sentir que él mismo se desvanecía en la profundidad de aquella mirada enmarcada por un rostro pálido, coronada por tempestuosos cabellos azabaches.
Su respiración era agitada, de adrenalina aún ardiente. Hurgaba a través de sus ojos. Se valía de sus instintos, nunca más agudos, para descubrir sus verdaderas intenciones. Y se mantuvo así, sus ojos sobre los ajenos. Verde sobre azul. Victimario sobre víctima.
Dice la verdad.
Aflojó la tensión de sus dedos según se convencía. Al final, liberó la muñeca con un movimiento brusco, de pronto sintiendo repudio por aquel contacto. La mano amiga. La mano compasiva.
Torpe, aún aturdido, y con ayuda del muro próximo a su espalda, consiguió ponerse de pie, su mandíbula tensa. Imprimía en su dentadura la fuerza proporcional a la dimensión de su dolor. No se permitió, sin embargo, emitir algún quejido, alguna señal de debilidad.
¡Puta!
Sintió crecer en su interior una ola de desprecio por la mujer. ¿Medio muerto? ¡Bien podría demostrarle lo vivo que estaba! ¡Lo muerta que podría dejarla! Incluso en aquellas condiciones, Auguste era un peligro acechante. Pero aquella mujer, aquella puta, se acercaba para ayudarlo. Ayudarlo por verle medio muerto.
- Lárgate
Sin mirarle, comenzó a caminar, sus pies arrastrándose en pasos pesados e inestables. Se esforzaba en mantenerse lúcido, y aquello que perdía nitidez a su vista era compensado con una pequeña cuota de imaginación, con los recuerdos de su precisa memoria.
Creía saberse el camino, le pareció. En cualquier caso, bien podría caminar un poco más, lejos de la mujer, y volver a caer inconsciente. La sangre volvía a escurrir de su frente, de las heridas demasiado recientes.
¡Cómo ardía con resentimiento su pecho! ¡Cómo deseaba encontrarse nuevamente con aquellas maricas, dispuesto a asesinarlos o ser asesinado en el intento! La fantasía de una dulce venganza le animaba en su camino. Con el trascurso de unos pocos segundos, había dejado atrás el callejón, de vuelta a la Avenida Principal.
La oscuridad se hacía más densa, el frío más perturbador. El aliento de Auguste escapaba de su boca como un humo traslúcido, rápidamente disuelto por la brisa. Un par de pasos más y sintió cómo perdía el equilibrio, incapaz de ofrecer resistencia a la inevitable caída de su cuerpo.
Rostro sobre los adoquines, volvió a tensar su mandíbula, exhalando con violencia. La sangre volvía a escurrir desde su frente, rostro abajo, hasta alcanzar sus labios. Entonces pensó en la mujer que no había dejado muy atrás. En ella, en la mano amiga. Maldita sea, ¡se rehusaba a aceptar su ayuda! Y en su testarudez, temía, muy dentro de sí, no ser capaz de escapar a los otros peligros que acechaban París: los más peligrosos, los nocturnos.
"Algún día, Auguste, tu testarudez terminará por matarte. Confío, sin embargo, en que sabrás dejar a un lado tu orgullo en el momento justo. ¡Antes de que sea demasiado tarde!"
- Puta - murmuró, y lo acompañaba el doloroso recuerdo de su madre.
Su respiración era agitada, de adrenalina aún ardiente. Hurgaba a través de sus ojos. Se valía de sus instintos, nunca más agudos, para descubrir sus verdaderas intenciones. Y se mantuvo así, sus ojos sobre los ajenos. Verde sobre azul. Victimario sobre víctima.
Dice la verdad.
Aflojó la tensión de sus dedos según se convencía. Al final, liberó la muñeca con un movimiento brusco, de pronto sintiendo repudio por aquel contacto. La mano amiga. La mano compasiva.
Torpe, aún aturdido, y con ayuda del muro próximo a su espalda, consiguió ponerse de pie, su mandíbula tensa. Imprimía en su dentadura la fuerza proporcional a la dimensión de su dolor. No se permitió, sin embargo, emitir algún quejido, alguna señal de debilidad.
¡Puta!
Sintió crecer en su interior una ola de desprecio por la mujer. ¿Medio muerto? ¡Bien podría demostrarle lo vivo que estaba! ¡Lo muerta que podría dejarla! Incluso en aquellas condiciones, Auguste era un peligro acechante. Pero aquella mujer, aquella puta, se acercaba para ayudarlo. Ayudarlo por verle medio muerto.
- Lárgate
Sin mirarle, comenzó a caminar, sus pies arrastrándose en pasos pesados e inestables. Se esforzaba en mantenerse lúcido, y aquello que perdía nitidez a su vista era compensado con una pequeña cuota de imaginación, con los recuerdos de su precisa memoria.
Creía saberse el camino, le pareció. En cualquier caso, bien podría caminar un poco más, lejos de la mujer, y volver a caer inconsciente. La sangre volvía a escurrir de su frente, de las heridas demasiado recientes.
¡Cómo ardía con resentimiento su pecho! ¡Cómo deseaba encontrarse nuevamente con aquellas maricas, dispuesto a asesinarlos o ser asesinado en el intento! La fantasía de una dulce venganza le animaba en su camino. Con el trascurso de unos pocos segundos, había dejado atrás el callejón, de vuelta a la Avenida Principal.
La oscuridad se hacía más densa, el frío más perturbador. El aliento de Auguste escapaba de su boca como un humo traslúcido, rápidamente disuelto por la brisa. Un par de pasos más y sintió cómo perdía el equilibrio, incapaz de ofrecer resistencia a la inevitable caída de su cuerpo.
Rostro sobre los adoquines, volvió a tensar su mandíbula, exhalando con violencia. La sangre volvía a escurrir desde su frente, rostro abajo, hasta alcanzar sus labios. Entonces pensó en la mujer que no había dejado muy atrás. En ella, en la mano amiga. Maldita sea, ¡se rehusaba a aceptar su ayuda! Y en su testarudez, temía, muy dentro de sí, no ser capaz de escapar a los otros peligros que acechaban París: los más peligrosos, los nocturnos.
"Algún día, Auguste, tu testarudez terminará por matarte. Confío, sin embargo, en que sabrás dejar a un lado tu orgullo en el momento justo. ¡Antes de que sea demasiado tarde!"
- Puta - murmuró, y lo acompañaba el doloroso recuerdo de su madre.
Auguste Moreau- Licántropo Clase Baja
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Fecha de inscripción : 02/03/2012
Re: Aléjate [Privado]
Ser pertinente. Algo que pese a los protocolos existentes, solamente se media de forma interna bajo el propio criterio personal.
Incrédula de aquellos actos de orgullo extremo, observe como aquel hombre, pese a su vulnerable estado se daba el gusto de rechazar y ayuda, echándome de su lado sin problema alguno a la par que trataba de erguirse como si nada pasase.
Y por más que su rostro y ojos se reflejasen inmutables, era tan palpable su dolor para todo aquel que le viese que era imposible la idea de ocultar aquellas dolencias extendidas a los largo de su fornida humanidad.
Con serenidad me levante del suelo, limpiando con ambas manos los rastros de polvo que habían quedado sobre mi falda, producto de arrodillarme inserviblemente en plena calle.
Quise partir y dejar a un lado todo aquel peculiar suceso, que no hacia otra cosa que plasmar numerosas cuestiones en mi mente.
¿Tan aberrante puede ser en alguien aceptar la ayuda de la mano compasiva que se extiende a su rescate? Sinceramente no podía comprenderlo, así como la idea de que últimamente las personas habían perdido mucho ese sentimiento de cooperación para con otros. Cada día el egoísmo se abría espacio en las masas por sobre la solidaridad ajena. Que gran pena para nuestra sociedad.
Mientras aquella masculina y testaruda silueta avanzaba costosamente entre la neblina nocturna, no pude hacer mas que liberar un profundo suspiro de cálida resignación al frio aire de la noche, cuando en mi cabeza un particular recuerdo se poso repentinamente.
Montpellier, doce años atrás….
Adoraba pasar las tardes enteras con Bernadette. Aquella sabia mujer adentrada en años era la encargada de supervisar el trabajo de la servidumbre de la casa y también, de aportarme todo conocimiento y afecto necesario, de ese que solamente una madre podría entregar, siendo la veterana la perfecta sustituta para aquella carencia que me había tocado padecer desde el nacimiento, cuando tan frágil y joven aquella que me trajo a la vida entrego su ultimo aliento en un complicado parto.
Una costumbre en los atardeceres de primavera era recoger flores por los extensos campos de la familia. Y al no recibir mirada siquiera de mi padre, Bernadette siempre se ofrecía como fiel acompañante de aquella fragante y apaciguadora acción.
Largas eran las caminatas sobre las verdes praderas, donde la dama recitaba poemas mientras con pequeños y danzarines saltitos le seguía sin pausa alguna.
Así fue que un día, mientras cortábamos algunas flores coloridas, ambas sentimos un extraño quejido. No era humano, lo que en cierta forma genero cierto temor en mi infante confianza. Fugazmente me hice lugar tras la presencia de la veterana, que curiosa se acercaba cada vez mas al lugar proveniente de aquel sollozo desconocido.
Una pequeña cría de zorro, de eso se trataba. Y al parecer tenía una de sus cortas patas malherida. Tanto así que le era imposible caminar.
Bernadette se acercó a la criatura de forma cautelosa, con extremo sigilo, mas la intuición del animal se vio reflejada en un amenazante gruñido. La advertencia ya estaba hecha, sin embargo la mujer pacientemente se poso frente al zorro y allí espero, observándole de forma callada, tratando de imprimir con su mirada de que su presencia no se trataba de una amenaza, sino de todo lo contrario.
Tras una considerable espera, Bernadette extendió su mano sobre el lomo del zorro para acariciarlo, sorpresivamente sin recibir reacción alguna. Aquellas dos presencias finalmente habían congeniado sin una palabra de por medio. El pequeño zorro había comprendido que el único interés en aquel entorno, era el de ayudarle.
Así fue que tras ubicar al animal en la canasta donde recolectábamos las flores, llevamos de forma secreta al pequeño a la estancia, donde durante unos cuantos días se le alimentó y curó con paciencia y cariño.
La pena llego cuando el zorro sanó, haciéndose inminente su partida. Fuerte y saludable avanzo por las verdes praderas, perdiéndose rastro de su ser automáticamente.
-“Cuando se sufre, es inevitable desconfiar de todo aquello que nos rodea. Sin embargo es la impertinencia del buen obrador, la que refleja el sano interés. El sincero auxiliar”-.
Presente…
Las palabras de aquella -la mujer más importante de mi vida- tenían toda la razón del mundo. Inevitablemente, mis ojos se recubrieron de una cristalina y acuosa capa que nublaba mi visión al recordarla.
Tal vez aquel hombre era como el pequeño zorro rescatado. Y yo era quien debía convencerlo de que no era una amenaza, sino una mano auxiliadora –que para su conveniencia- había aparecido en aquel necesario momento.
Limpiando de mi rostro cualquier rastro de momentánea nostalgia, sentí aquel estruendo seco sobre el suelo. Mire hacia al frente viendo al joven en los suelos nuevamente y sin pensarlo dos veces, sin siquiera importarme por la forma en que llegase a reaccionar, corrí en su auxilio.
Apoye las rodillas sobre la húmeda calle y recosté su cabeza sobre la acolchonada falda que poco a poco se manchaba con el goteo carmesí que la cabeza del hombre liberaba. No estaba bien, y debía hacer algo por él, con o sin su consentimiento.
- ¡Despierte, despierte! – conferí dándole unos leves golpes en la mejilla a son de volverlo a la consciencia.
- Vivo en una pensión, a unos pocos pasos de aquí. Allí curaré sus heridas, pero necesito de su colaboración. Bien notará que no puedo arrastrarle hasta el lugar por mas que quisiera – le informe con una leve sonrisa tras aquel comentario final. La imagen de Berndette me mantenía esperanzada de que el hombre accionase de buena forma esta vez, por su propio beneficio y también… También porque deseaba mantener ese iluso sentimiento de creer siempre en la gente.
Incrédula de aquellos actos de orgullo extremo, observe como aquel hombre, pese a su vulnerable estado se daba el gusto de rechazar y ayuda, echándome de su lado sin problema alguno a la par que trataba de erguirse como si nada pasase.
Y por más que su rostro y ojos se reflejasen inmutables, era tan palpable su dolor para todo aquel que le viese que era imposible la idea de ocultar aquellas dolencias extendidas a los largo de su fornida humanidad.
Con serenidad me levante del suelo, limpiando con ambas manos los rastros de polvo que habían quedado sobre mi falda, producto de arrodillarme inserviblemente en plena calle.
Quise partir y dejar a un lado todo aquel peculiar suceso, que no hacia otra cosa que plasmar numerosas cuestiones en mi mente.
¿Tan aberrante puede ser en alguien aceptar la ayuda de la mano compasiva que se extiende a su rescate? Sinceramente no podía comprenderlo, así como la idea de que últimamente las personas habían perdido mucho ese sentimiento de cooperación para con otros. Cada día el egoísmo se abría espacio en las masas por sobre la solidaridad ajena. Que gran pena para nuestra sociedad.
Mientras aquella masculina y testaruda silueta avanzaba costosamente entre la neblina nocturna, no pude hacer mas que liberar un profundo suspiro de cálida resignación al frio aire de la noche, cuando en mi cabeza un particular recuerdo se poso repentinamente.
Montpellier, doce años atrás….
Adoraba pasar las tardes enteras con Bernadette. Aquella sabia mujer adentrada en años era la encargada de supervisar el trabajo de la servidumbre de la casa y también, de aportarme todo conocimiento y afecto necesario, de ese que solamente una madre podría entregar, siendo la veterana la perfecta sustituta para aquella carencia que me había tocado padecer desde el nacimiento, cuando tan frágil y joven aquella que me trajo a la vida entrego su ultimo aliento en un complicado parto.
Una costumbre en los atardeceres de primavera era recoger flores por los extensos campos de la familia. Y al no recibir mirada siquiera de mi padre, Bernadette siempre se ofrecía como fiel acompañante de aquella fragante y apaciguadora acción.
Largas eran las caminatas sobre las verdes praderas, donde la dama recitaba poemas mientras con pequeños y danzarines saltitos le seguía sin pausa alguna.
Así fue que un día, mientras cortábamos algunas flores coloridas, ambas sentimos un extraño quejido. No era humano, lo que en cierta forma genero cierto temor en mi infante confianza. Fugazmente me hice lugar tras la presencia de la veterana, que curiosa se acercaba cada vez mas al lugar proveniente de aquel sollozo desconocido.
Una pequeña cría de zorro, de eso se trataba. Y al parecer tenía una de sus cortas patas malherida. Tanto así que le era imposible caminar.
Bernadette se acercó a la criatura de forma cautelosa, con extremo sigilo, mas la intuición del animal se vio reflejada en un amenazante gruñido. La advertencia ya estaba hecha, sin embargo la mujer pacientemente se poso frente al zorro y allí espero, observándole de forma callada, tratando de imprimir con su mirada de que su presencia no se trataba de una amenaza, sino de todo lo contrario.
Tras una considerable espera, Bernadette extendió su mano sobre el lomo del zorro para acariciarlo, sorpresivamente sin recibir reacción alguna. Aquellas dos presencias finalmente habían congeniado sin una palabra de por medio. El pequeño zorro había comprendido que el único interés en aquel entorno, era el de ayudarle.
Así fue que tras ubicar al animal en la canasta donde recolectábamos las flores, llevamos de forma secreta al pequeño a la estancia, donde durante unos cuantos días se le alimentó y curó con paciencia y cariño.
La pena llego cuando el zorro sanó, haciéndose inminente su partida. Fuerte y saludable avanzo por las verdes praderas, perdiéndose rastro de su ser automáticamente.
-“Cuando se sufre, es inevitable desconfiar de todo aquello que nos rodea. Sin embargo es la impertinencia del buen obrador, la que refleja el sano interés. El sincero auxiliar”-.
Presente…
Las palabras de aquella -la mujer más importante de mi vida- tenían toda la razón del mundo. Inevitablemente, mis ojos se recubrieron de una cristalina y acuosa capa que nublaba mi visión al recordarla.
Tal vez aquel hombre era como el pequeño zorro rescatado. Y yo era quien debía convencerlo de que no era una amenaza, sino una mano auxiliadora –que para su conveniencia- había aparecido en aquel necesario momento.
Limpiando de mi rostro cualquier rastro de momentánea nostalgia, sentí aquel estruendo seco sobre el suelo. Mire hacia al frente viendo al joven en los suelos nuevamente y sin pensarlo dos veces, sin siquiera importarme por la forma en que llegase a reaccionar, corrí en su auxilio.
Apoye las rodillas sobre la húmeda calle y recosté su cabeza sobre la acolchonada falda que poco a poco se manchaba con el goteo carmesí que la cabeza del hombre liberaba. No estaba bien, y debía hacer algo por él, con o sin su consentimiento.
- ¡Despierte, despierte! – conferí dándole unos leves golpes en la mejilla a son de volverlo a la consciencia.
- Vivo en una pensión, a unos pocos pasos de aquí. Allí curaré sus heridas, pero necesito de su colaboración. Bien notará que no puedo arrastrarle hasta el lugar por mas que quisiera – le informe con una leve sonrisa tras aquel comentario final. La imagen de Berndette me mantenía esperanzada de que el hombre accionase de buena forma esta vez, por su propio beneficio y también… También porque deseaba mantener ese iluso sentimiento de creer siempre en la gente.
Analeigh Leisser- Mensajes : 180
Fecha de inscripción : 28/06/2011
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Re: Aléjate [Privado]
Eres patético.
¡Cómo le hubiera gustado mantener un mínimo de conciencia! Sería capaz de verse a sí mismo en aquella situación y haría lo imposible por remediarla. Una prolongación de su consciencia, un yo autónomo y ajeno a las debilidades físicas, le susurraba palabras de desaliento.
Débil. ¡Nunca fuiste capaz de remediar una mierda!
El rostro de Auguste se tambaleaba entre reflejos propios y los intentos de la chica por traerlo de vuelta. ¿Se había ido acaso? ¿Había ido a parar a algún lugar lejano de la inconsciencia del que no había retorno? Por supuesto que no. No existía tal cosa.
Tal y como estaba, la tarea de distinguir las palabras de aquella chica, que para entonces no era otra cosa que una figura difusa, resultaba sorprendentemente difícil. Auguste sólo era capaz de advertir las palabras claves, y a partir de ellas dedujo las nuevas intenciones de la mujer.
Pensión. Heridas. Colaboración. Quisiera.
No hubo respuesta. De haberla, no sería otra cosa más que una nueva negación, una muestra más de su testarudez nata. Se reincorporó tanto como le fue posible y buscó apoyo en el hombro de la chica, tan convenientemente cercano. Con su ayuda, consiguió ponerse de pie, su cabeza caída en aturdimiento.
Pensión.
Supuso que allí le guiaba, guardando la paciencia justa para acompañarle en sus pasos torpes y lentos. Sus ojos se cerraron con fuerza, invadido por una vergüenza que no experimentaba desde su niñez. Le horrorizaba la idea de reconocerse como un niño atendido bajo los cuidados de su madre.
Excepto que aquella no era su madre, no en lo absoluto. Estando tan próximo, reconoció el perfume que antes le llamó a la consciencia. Se trataba de una fragancia dulce, sofisticada. ¡A saber de qué estaba compuesto! Auguste podía distinguir, sin embargo, que la fragancia dulce se complementaba con el olor natural del cuerpo de la chica. Un olor sugerente, de mujer. Se sorprendió a sí mismo disfrutando de aquel momento. Encontraba alguna sensación de refugio en aquellos brazos que se hacían en un gran esfuerzo con su figura corpulenta.
Heridas.
Entre las imágenes difusas que reflejaba la escasa luz a sus ojos, Auguste supo que había manchado con su sangre la falda que cubría las piernas guías. Por alguna razón, encontró algún tipo de satisfacción en ello. Aunque sabía que no había ningún prestigio en su sangre, la sangre de un asesino, creía en el accidente como un castigo a la mujer. Todo contacto que compartiera estaba destinado a mancharse con sangre.
Colaboración.
Un paso, dos pasos, trastabilleo, tres pasos. Poco a poco se acercaba a su destino, pensó. En cualquier caso, no era capaz de orientarse, tal y como estaba. Imaginó que no estaría muy lejos de la calle que antes señaló como su escondite. La noción de tiempo y espacio era turbulenta, inconstante. Danzaba entre momentos vívidos y otros los experimentaba más cercano a lo onírico. Sin saberlo, su mano sobre los hombros ajenos se aferraba a ellos.
Quisiera.
Quería detenerse. ¡Detenerse, por una mierda! Habría sido más fácil para Auguste lidiar con algún enemigo. Habría luchado o habría muerto en el intento, pero no tendría que verse a sí mismo bajo el riesgo que suponía, a sus ojos, aceptar la ayuda de alguien más. La ayuda de ella. Ella, joder, la chica que le estaba salvando la vida. ¡Salvando la vida! Temía no ser capaz, como siempre, de compensarlo como debía.
De una u otra forma, siguió avanzando. Avanzó hasta que la chica se detuvo junto a él. ¿Dónde se encontraba? Auguste no tenía ni la más mínima idea. Sin embargo, allí, entre heridas y conflictos, podía asegurar algo.
Estoy a salvo.
¡Cómo le hubiera gustado mantener un mínimo de conciencia! Sería capaz de verse a sí mismo en aquella situación y haría lo imposible por remediarla. Una prolongación de su consciencia, un yo autónomo y ajeno a las debilidades físicas, le susurraba palabras de desaliento.
Débil. ¡Nunca fuiste capaz de remediar una mierda!
El rostro de Auguste se tambaleaba entre reflejos propios y los intentos de la chica por traerlo de vuelta. ¿Se había ido acaso? ¿Había ido a parar a algún lugar lejano de la inconsciencia del que no había retorno? Por supuesto que no. No existía tal cosa.
Tal y como estaba, la tarea de distinguir las palabras de aquella chica, que para entonces no era otra cosa que una figura difusa, resultaba sorprendentemente difícil. Auguste sólo era capaz de advertir las palabras claves, y a partir de ellas dedujo las nuevas intenciones de la mujer.
Pensión. Heridas. Colaboración. Quisiera.
No hubo respuesta. De haberla, no sería otra cosa más que una nueva negación, una muestra más de su testarudez nata. Se reincorporó tanto como le fue posible y buscó apoyo en el hombro de la chica, tan convenientemente cercano. Con su ayuda, consiguió ponerse de pie, su cabeza caída en aturdimiento.
Pensión.
Supuso que allí le guiaba, guardando la paciencia justa para acompañarle en sus pasos torpes y lentos. Sus ojos se cerraron con fuerza, invadido por una vergüenza que no experimentaba desde su niñez. Le horrorizaba la idea de reconocerse como un niño atendido bajo los cuidados de su madre.
Excepto que aquella no era su madre, no en lo absoluto. Estando tan próximo, reconoció el perfume que antes le llamó a la consciencia. Se trataba de una fragancia dulce, sofisticada. ¡A saber de qué estaba compuesto! Auguste podía distinguir, sin embargo, que la fragancia dulce se complementaba con el olor natural del cuerpo de la chica. Un olor sugerente, de mujer. Se sorprendió a sí mismo disfrutando de aquel momento. Encontraba alguna sensación de refugio en aquellos brazos que se hacían en un gran esfuerzo con su figura corpulenta.
Heridas.
Entre las imágenes difusas que reflejaba la escasa luz a sus ojos, Auguste supo que había manchado con su sangre la falda que cubría las piernas guías. Por alguna razón, encontró algún tipo de satisfacción en ello. Aunque sabía que no había ningún prestigio en su sangre, la sangre de un asesino, creía en el accidente como un castigo a la mujer. Todo contacto que compartiera estaba destinado a mancharse con sangre.
Colaboración.
Un paso, dos pasos, trastabilleo, tres pasos. Poco a poco se acercaba a su destino, pensó. En cualquier caso, no era capaz de orientarse, tal y como estaba. Imaginó que no estaría muy lejos de la calle que antes señaló como su escondite. La noción de tiempo y espacio era turbulenta, inconstante. Danzaba entre momentos vívidos y otros los experimentaba más cercano a lo onírico. Sin saberlo, su mano sobre los hombros ajenos se aferraba a ellos.
Quisiera.
Quería detenerse. ¡Detenerse, por una mierda! Habría sido más fácil para Auguste lidiar con algún enemigo. Habría luchado o habría muerto en el intento, pero no tendría que verse a sí mismo bajo el riesgo que suponía, a sus ojos, aceptar la ayuda de alguien más. La ayuda de ella. Ella, joder, la chica que le estaba salvando la vida. ¡Salvando la vida! Temía no ser capaz, como siempre, de compensarlo como debía.
De una u otra forma, siguió avanzando. Avanzó hasta que la chica se detuvo junto a él. ¿Dónde se encontraba? Auguste no tenía ni la más mínima idea. Sin embargo, allí, entre heridas y conflictos, podía asegurar algo.
Estoy a salvo.
Auguste Moreau- Licántropo Clase Baja
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Fecha de inscripción : 02/03/2012
Re: Aléjate [Privado]
"La peor derrota de una persona es cuando pierde su entusiasmo" pensé con una leve sonrisa, recordando aún aquellos dichos tan ciertos y siempre promovidos por mi adorada Bernadette. Que en paz descanse, bendita mujer.
El milagro se había dado de forma silente, sin respuesta certera o permisiva, pero el accionar del hombre hablo más de lo que lo podían haber hecho en aquel instante sus propias palabras. A duras penas se irguió a mi lado, tomando mis delicados hombros como soporte, como estabilizador de su desvanecido equilibrio.
Aquel laxo cuerpo pesaba horriblemente, tanto así como un muerto, pensaría más de uno. A decir verdad, todo radicaba también en que en mi vida, jamás me había sometido a ejercer tanto esfuerzo sobre alguien, bueno, exceptuando claro cuando algún cliente regordete y sumergido en el alcohol se dormía encima de mí, imposibilitándome hasta el respirar. Pero en aquellas contadas ocasiones un brusco empujón seguido de un coreográfico giro me liberaba instantáneamente de la rechoncha situación. Lamentablemente este no era uno de esos casos. Todo lo contrario. Debía procurar con cada paso que aquel hombre malherido mantuviese la compostura, pues otra caída podría ser fatal, en especial para las magulladuras presentes en su cabeza y rostro.
Aun seguía incrédula de cómo alguien podría lastimar de tal forma a otra persona sin presentársele piedad alguna. Quien sabe, tal vez ese sentimiento de misericordia residía en que después de todo, el hombre aún seguía respirando.
Tras un par de tastabilleos en completo silencio que jugaban inevitablemente con mis nervios, finalmente arribamos al pórtico de la pensión. Me detuve, sosteniendo al infeliz de la forma mas convenientemente posible para poder sacar de mi bolsillo las llaves del lugar y así poder abrir aquella maderada puerta, tan pesada como el tullido cuerpo del amodorrado desconocido.
Finalmente con algunos impeleos obligados, introduje al aletargado acompañante dentro de los pasillos de la pensión, esperando nadie nos viese, pues no faltaría chusma que dedujese cualquier cosa menos lo realmente cierto, cosa que en esas instancias ni siquiera yo sabia con certeza.
Nos detuvimos nuevamente frente al modesto umbral perteneciente a mi pequeña morada. Abrí con paciencia la puerta, tratando que la misma liberase el mínimo rechinar posible en son de no llamar la curiosidad de ningún oído atento. Esto de tener vecinos hampas tenía desventajas solamente, salvo el precio de la renta claro, accesible para una solitaria como yo.
- ¡Por fin hemos llegado! – exhorté como si de una odisea interminable hubiese tratado el recorrido desde los callejones hasta la pensión. Y de cierta forma lo fue.
Tras cerrar la puerta con mi propia espalda, jale por unos cuantos pasos al callado varón y deje que su cuerpo se desplomara por completo sobre mi cama. Apoye su cabeza sobre dos almohadas y alcé sus pies encima del colchón, Le quité sus zapatos para luego hacer lo mismo con los míos, en un símbolo de cansancio agobiante.
Liberé un suspiro proveniente desde lo más profundo de mis pulmones y tomé una de las dos sillas que poseía en la habitación, la acerque hasta el catre y me senté en ella. Agotada y abrumada por el hecho de no saber por donde empezar.
-Lejos estoy de ser doctora, pero veremos que se puede hacer – glosé al momento de erguirme nuevamente, abriendo un pequeño y lustrado mueble del que tomé una botella y tres o cuatro servilletas de tela blanca.
- Whisky Escoces de buena cosecha me dijeron. Para algo iba a servir – comenté luego de leer la etiqueta de aquella botella de tono esmeraldino, obsequiada por un marinero escoces que frecuentaba el Burdel y con quien compartía largas charlas, generalmente referentes a las anécdotas propias de alguien que viaja por todo el mundo de manera incesante.
Serví un poco de la bebida en un vaso y luego empapé una de las servilletas con el hediendo liquido. Tanta concentración de alcohol debería detener aquel sangrado que ya estaba dejando estragos por todas partes, no solo en mis arruinados atuendos.
Apreté suavemente las mejillas del hombre para entreabrir sus labios, depositando allí un trago de aquella fuerte bebida, con el fin de despertarle, hacerle reaccionar y quitar de su cuerpo el penetrante frío que la noche le había incrustado a su débil humanidad.
Aguarde unos instantes y comencé, lentamente, a limpiar los rastros de sangre y las heridas de su rostro. Aclarándose el panorama visual, aquellas facciones ahora se vislumbraban demarcadas, hasta atractivas. Pero sin dudas eso no dejaba de lado la estupidez seguramente presente en aquel, que de tan mala manera, había terminado en las calles hecho añicos.
El milagro se había dado de forma silente, sin respuesta certera o permisiva, pero el accionar del hombre hablo más de lo que lo podían haber hecho en aquel instante sus propias palabras. A duras penas se irguió a mi lado, tomando mis delicados hombros como soporte, como estabilizador de su desvanecido equilibrio.
Aquel laxo cuerpo pesaba horriblemente, tanto así como un muerto, pensaría más de uno. A decir verdad, todo radicaba también en que en mi vida, jamás me había sometido a ejercer tanto esfuerzo sobre alguien, bueno, exceptuando claro cuando algún cliente regordete y sumergido en el alcohol se dormía encima de mí, imposibilitándome hasta el respirar. Pero en aquellas contadas ocasiones un brusco empujón seguido de un coreográfico giro me liberaba instantáneamente de la rechoncha situación. Lamentablemente este no era uno de esos casos. Todo lo contrario. Debía procurar con cada paso que aquel hombre malherido mantuviese la compostura, pues otra caída podría ser fatal, en especial para las magulladuras presentes en su cabeza y rostro.
Aun seguía incrédula de cómo alguien podría lastimar de tal forma a otra persona sin presentársele piedad alguna. Quien sabe, tal vez ese sentimiento de misericordia residía en que después de todo, el hombre aún seguía respirando.
Tras un par de tastabilleos en completo silencio que jugaban inevitablemente con mis nervios, finalmente arribamos al pórtico de la pensión. Me detuve, sosteniendo al infeliz de la forma mas convenientemente posible para poder sacar de mi bolsillo las llaves del lugar y así poder abrir aquella maderada puerta, tan pesada como el tullido cuerpo del amodorrado desconocido.
Finalmente con algunos impeleos obligados, introduje al aletargado acompañante dentro de los pasillos de la pensión, esperando nadie nos viese, pues no faltaría chusma que dedujese cualquier cosa menos lo realmente cierto, cosa que en esas instancias ni siquiera yo sabia con certeza.
Nos detuvimos nuevamente frente al modesto umbral perteneciente a mi pequeña morada. Abrí con paciencia la puerta, tratando que la misma liberase el mínimo rechinar posible en son de no llamar la curiosidad de ningún oído atento. Esto de tener vecinos hampas tenía desventajas solamente, salvo el precio de la renta claro, accesible para una solitaria como yo.
- ¡Por fin hemos llegado! – exhorté como si de una odisea interminable hubiese tratado el recorrido desde los callejones hasta la pensión. Y de cierta forma lo fue.
Tras cerrar la puerta con mi propia espalda, jale por unos cuantos pasos al callado varón y deje que su cuerpo se desplomara por completo sobre mi cama. Apoye su cabeza sobre dos almohadas y alcé sus pies encima del colchón, Le quité sus zapatos para luego hacer lo mismo con los míos, en un símbolo de cansancio agobiante.
Liberé un suspiro proveniente desde lo más profundo de mis pulmones y tomé una de las dos sillas que poseía en la habitación, la acerque hasta el catre y me senté en ella. Agotada y abrumada por el hecho de no saber por donde empezar.
-Lejos estoy de ser doctora, pero veremos que se puede hacer – glosé al momento de erguirme nuevamente, abriendo un pequeño y lustrado mueble del que tomé una botella y tres o cuatro servilletas de tela blanca.
- Whisky Escoces de buena cosecha me dijeron. Para algo iba a servir – comenté luego de leer la etiqueta de aquella botella de tono esmeraldino, obsequiada por un marinero escoces que frecuentaba el Burdel y con quien compartía largas charlas, generalmente referentes a las anécdotas propias de alguien que viaja por todo el mundo de manera incesante.
Serví un poco de la bebida en un vaso y luego empapé una de las servilletas con el hediendo liquido. Tanta concentración de alcohol debería detener aquel sangrado que ya estaba dejando estragos por todas partes, no solo en mis arruinados atuendos.
Apreté suavemente las mejillas del hombre para entreabrir sus labios, depositando allí un trago de aquella fuerte bebida, con el fin de despertarle, hacerle reaccionar y quitar de su cuerpo el penetrante frío que la noche le había incrustado a su débil humanidad.
Aguarde unos instantes y comencé, lentamente, a limpiar los rastros de sangre y las heridas de su rostro. Aclarándose el panorama visual, aquellas facciones ahora se vislumbraban demarcadas, hasta atractivas. Pero sin dudas eso no dejaba de lado la estupidez seguramente presente en aquel, que de tan mala manera, había terminado en las calles hecho añicos.
Analeigh Leisser- Mensajes : 180
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