AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Noches muniquesas - año 1799 [Fernando de Castilla y Ludwig Tobias WIttelsbach]
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Noches muniquesas - año 1799 [Fernando de Castilla y Ludwig Tobias WIttelsbach]
El momento en el que el recuerdo se presta a asaltar la mente, amenazando la tranquilidad precedente, siempre se presenta como un instante crítico. Si bien se tratase de algo poco grato, incluso desagradable, el sentimiento de desasosiego y de rechazo invadirá al sujeto, pudiendo incluso encender la impotencia o la irritación. Pero, si por el contrario fuera un ayer afortunado, feliz, incluso con una caprichosa alegría, el resultado será dudosamente mejor. La tristeza y la felicidad, ambas a la vez y, por lo tanto, ninguna por completo, tomarán el control y el ánimo del pobre afectado de aquella, esperemos, pasajera enfermedad que, a usos comunes, se tiende a denominar bajo el nombre de melancolía. Era este segundo tipo de afección la que perturbaba la mente del pobre renano, futuro conde aún, apoyado como estaba contra una de las tres ventanas que se abrían en su recámara.
La ciudad de Múnich se extendía al otro lado del cristal, presente, pero ajena, como si el no fuera más que un leve espectador que tuviese las pupilas clavadas sobre un escenario al cual no prestaba atención, perdida la mirada en el infinito y la mente en sus pensamientos. Las vivencias del pasado transitaban aleatoriamente por lo vasto de una mente, tan llena como vacía, estableciéndose en él un estado de no estar, en el que ni el tiempo pasa, ni por el que el viento se atreve a deambular, inmiscuyéndose por las rendijas de los postigos pintados en blanco. La capital bávara era el lugar donde había pasado la mitad de su vida, recibiendo lecciones, aprendiendo a ser un digno miembro de su familia y, posteriormente, las maneras del príncipe alemán en el que, en su día, se convertiría; pero también era la urbe donde había compartido aventuras, risas con otros nobles, donde su vida se vio en riesgo cuando su prima prendió el palacio ducal en llamas, donde un revolucionario había pretendido atentar contra la vida de la heredera de los Habsburgo o donde había compartido lecho con un hombre por primera vez. Esa ciudad era parte de él, tanto como él se sentía parte de ella, aunque en breves su deber le ligara a la que le vio nacer.
Un pesado suspiro se escapó por su nariz, mientras humedecía sus labios y el control de su cuerpo se alejaba de lo ya acaecido, sin poder, sin embargo, expulsar esa sensación que se le había instalado en el pecho. Se analizó por un segundo y se obligó a sonreír por lo patético que podía verse, algo que logró, haciendo que su ánimo subiese en la soledad de aquel cuarto, en el que los rayos de un sol moribundo se colaban, arrancando matices rojizos a su cabello y el naranja a su rostro. Volviendo a expulsar sonoramente aire, movió las piernas para separarse del poyete de la ventana y girarse hacia el interior de la sala, donde buscó y abrió el armario en el cual comenzó a buscar lo que debía vestirle en la velada de aquella noche.
Hacía apenas dos jornadas que había llegado a las tierras del sur desde la ciudad prusiana de Berlín y apenas había tenido tiempo más que para recorrer la Residenz, la residencia de los Duques, y visitar las calles aledañas y, sin embargo, sitio le tenía deparada una sorpresa más que no se hubiera llegado a esperar. En una de las calles que rodeaban a la Catedral de Nuestra Señora, una silueta que se le antojó reconocible se fue definiendo en un cabello rubio oscuro y ondulado que caía sobre su rostro, una fina nariz, los labios gruesos y la mirada felina que logró arrancar esa curvatura de las comisuras de sus labios al rencontrarse de nuevo con aquel joven que se había delatado como extranjero y definido como español. Tras la alegría que le asaltó, no lo dudó un instante, y le invitó a la mascarada que al día siguiente se iba a celebrar entre los aristócratas y hombres de importancia en el lugar, a la cual quería asistir para encontrarse con viejos conocidos, pero que se había convertido en la excusa perfecta para ver una vez más al chico.
Apenas quedaban un par de horas para el comienzo del evento y él se hallaba parado, con la mirada perdida entre tejidos que no acababan de convencerle. Odiaba elegir ropa, pero era un cometido diario que toda persona de rango debía atender. Irritado, el Wittelsbach bufó y sus rasgos se contrajeron, ahora que nadie podía verle, recordando que hacía tan sólo un par de años hubiera escogido una sencilla camisa blanca y unos calzones que hubieran acabados llenos de barro tras haberse escapado a la espesura del bosque, donde tanto tiempo gustaba de pasar. ”No” se dijo mientras agitaba levemente su cabeza. Había desterrado aquellos pensamientos al menos durante un tiempo. Ahora era mejor pensar en el presente, y el que se le presentaba hablaba de tonos, bordados y conjuntos. Tragando saliva, se puso a sacar casacas, medias, calzones y otras prendas y complementos que pronto llenaron su cama. El chico pudiera haber podido jurar que no era capaz de resolver ese entuerto de manera propia, pero, si no era capaz de solucionar aquel por menor, ¿cómo podría dirigir un estado en el futuro? ¿Cómo podría dirigir un Imperio?
La ciudad de Múnich se extendía al otro lado del cristal, presente, pero ajena, como si el no fuera más que un leve espectador que tuviese las pupilas clavadas sobre un escenario al cual no prestaba atención, perdida la mirada en el infinito y la mente en sus pensamientos. Las vivencias del pasado transitaban aleatoriamente por lo vasto de una mente, tan llena como vacía, estableciéndose en él un estado de no estar, en el que ni el tiempo pasa, ni por el que el viento se atreve a deambular, inmiscuyéndose por las rendijas de los postigos pintados en blanco. La capital bávara era el lugar donde había pasado la mitad de su vida, recibiendo lecciones, aprendiendo a ser un digno miembro de su familia y, posteriormente, las maneras del príncipe alemán en el que, en su día, se convertiría; pero también era la urbe donde había compartido aventuras, risas con otros nobles, donde su vida se vio en riesgo cuando su prima prendió el palacio ducal en llamas, donde un revolucionario había pretendido atentar contra la vida de la heredera de los Habsburgo o donde había compartido lecho con un hombre por primera vez. Esa ciudad era parte de él, tanto como él se sentía parte de ella, aunque en breves su deber le ligara a la que le vio nacer.
Un pesado suspiro se escapó por su nariz, mientras humedecía sus labios y el control de su cuerpo se alejaba de lo ya acaecido, sin poder, sin embargo, expulsar esa sensación que se le había instalado en el pecho. Se analizó por un segundo y se obligó a sonreír por lo patético que podía verse, algo que logró, haciendo que su ánimo subiese en la soledad de aquel cuarto, en el que los rayos de un sol moribundo se colaban, arrancando matices rojizos a su cabello y el naranja a su rostro. Volviendo a expulsar sonoramente aire, movió las piernas para separarse del poyete de la ventana y girarse hacia el interior de la sala, donde buscó y abrió el armario en el cual comenzó a buscar lo que debía vestirle en la velada de aquella noche.
Hacía apenas dos jornadas que había llegado a las tierras del sur desde la ciudad prusiana de Berlín y apenas había tenido tiempo más que para recorrer la Residenz, la residencia de los Duques, y visitar las calles aledañas y, sin embargo, sitio le tenía deparada una sorpresa más que no se hubiera llegado a esperar. En una de las calles que rodeaban a la Catedral de Nuestra Señora, una silueta que se le antojó reconocible se fue definiendo en un cabello rubio oscuro y ondulado que caía sobre su rostro, una fina nariz, los labios gruesos y la mirada felina que logró arrancar esa curvatura de las comisuras de sus labios al rencontrarse de nuevo con aquel joven que se había delatado como extranjero y definido como español. Tras la alegría que le asaltó, no lo dudó un instante, y le invitó a la mascarada que al día siguiente se iba a celebrar entre los aristócratas y hombres de importancia en el lugar, a la cual quería asistir para encontrarse con viejos conocidos, pero que se había convertido en la excusa perfecta para ver una vez más al chico.
Apenas quedaban un par de horas para el comienzo del evento y él se hallaba parado, con la mirada perdida entre tejidos que no acababan de convencerle. Odiaba elegir ropa, pero era un cometido diario que toda persona de rango debía atender. Irritado, el Wittelsbach bufó y sus rasgos se contrajeron, ahora que nadie podía verle, recordando que hacía tan sólo un par de años hubiera escogido una sencilla camisa blanca y unos calzones que hubieran acabados llenos de barro tras haberse escapado a la espesura del bosque, donde tanto tiempo gustaba de pasar. ”No” se dijo mientras agitaba levemente su cabeza. Había desterrado aquellos pensamientos al menos durante un tiempo. Ahora era mejor pensar en el presente, y el que se le presentaba hablaba de tonos, bordados y conjuntos. Tragando saliva, se puso a sacar casacas, medias, calzones y otras prendas y complementos que pronto llenaron su cama. El chico pudiera haber podido jurar que no era capaz de resolver ese entuerto de manera propia, pero, si no era capaz de solucionar aquel por menor, ¿cómo podría dirigir un estado en el futuro? ¿Cómo podría dirigir un Imperio?
Última edición por Ludwig Tobias Wittelsbach el Miér Mar 21, 2012 3:33 pm, editado 1 vez
Ludwig Tobias Wittelsbach- Realeza Germánica
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Re: Noches muniquesas - año 1799 [Fernando de Castilla y Ludwig Tobias WIttelsbach]
Ocurra lo que ocurra, aún en el día más borrascoso las horas y el tiempo pasan. William Shakespeare Había descubierto con el poco tiempo en que la libertad había llegado a su persona, que prefería los paseos nocturnos. A veces durante el verano, al rayar el alba, emprendía excursiones campestres que duraban todo el día, pero, a no ser al campo no solía salir hasta después del sol. Momentos de ocio que jamás antes había podida darse el privilegio de tener, curioso era que esta relativa libertad viniese con las caderas de una responsabilidad dada y al mismo tiempo perfectamente ignorada. Claro había quedado que no era necesario en sus tierras y a veces le parecía que ni siquiera deseado. Así pues había dejado toda su fortuna a su hermana y aunque al emprender el viaje decidiera regresar en un año, conforme el tiempo pasaba notaba que era nada a lo que debía volver. Caminando por las calles de una ciudad ajena notaba que la curiosidad por lo desconocido y el velo del anonimato le daban un gusto diferente a sus paseos, cada vez era mas decidido amante, como cualquier otro mortal, de la luz, que tan pródigamente derrama su alegría y sus beneficios sobre la tierra. Ese día su caminata se inicio temprana, reflexionando sobre los cambios que sufría su vida y sobre aquellos que vendrían, el sonido de los pasos en la bulliciosa calle inundaban sus oídos, obligadamente y por experiencia, aun a desprecio suyo, es capaz de descubrir y diferencias los pasos infantiles de los del hombre; los de los de los mendigos en chancletas y los de aquellos que van finamente calzados; los de los holgazanes y los trabajadores; los de los parias, sumidos en el triste infierno de la vagancia y los rápidos de los felices curiosos. El zumbido y el ruido siempre están presentes así como la corriente de vida no cesa, ahí, parado sin mas, simplemente conociendo todo aquello que una vez anhelo recorrer… el vacío embriagaba su cuerpo. Como se escucharían sus pasos en el camino? Que escucharían los demás en su andar tranquilo y decidido, cerca estaba el momento de tomar un rumbo y temía, que no seria una decisión fácil. Cual insecto sus ojos se dedicaron a ver pasar por unos segundos las multitudes que atravesaban despreocupadamente un pequeño puente antes de la plaza, donde muchos, en tardes apetecibles se detienen a contemplar con cierta melancolía el agua, con el vago pensamiento de que esta se deslizara entre verdes márgenes que se ensancharan a medida que el rio se precipite hacia el vasto, inmenso mar. De ser capaz de hacerlo, aseguraba se reiría con sus propios pensamientos, desgraciadamente parecía que los músculos de su rostro no eran dados al gentil gesto. Como había comprobado en aquellos meses la gente no pensaba como el, era en cierta forma un ser desadaptado y no le pasaba, le gustaba pensar en si mismo y contemplar la persona que era. Decidido a que era tiempo de terminar su paseo, emprendió el camino de vuelta a su hotel, grande fue la sorpresa al hacerlo encontrarse con el joven que había visto hacia ya algún tiempo, mas grata había sido la sorpresa al descubrir que el renano aun recordaba su persona, esta vez no tuvo dificultades con el idioma, con el tiempo en la ciudad se había acostumbrado a el. Por la tarde en la habitación de su hotel sus azules ojos contemplaban las prendas que su melliza había dicho hacían juego con sus ojos, la había usado en una sola ocasión, en la presentación a palacio, justo antes de su coronación, aun así, parecía inapropiada. Ni siquiera tenia una mascara, pero estaba decidido a arreglarlo, deseaba asistir a la fiesta (que aunque tenia la sensación no seria de su gusto) donde tan cordialmente había sido invitado, esperaba que la apresurada invitación no le impidiese ingresar… En dado caso tendría que simplemente aceptarlo. Para su suerte una de las empleadas del lugar en que se hospedaba consiguió para él lo que le hacia falta, no teniendo suerte con ropa nueva. Sin mas que hacer vistió las elegantes prendas hechas a medida y llegada la hora, emprendió camino con la sola intención, de agradar al anfitrión. Aceptando la posibilidad de tener que retirarse temprano, las fiestas no eran precisamente el mejor medio en que se desenvolvía. |
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Re: Noches muniquesas - año 1799 [Fernando de Castilla y Ludwig Tobias WIttelsbach]
Los peldaños de las escaleras desaparecían al paso de sus pies, enfundados en un calzado aterciopelado, del mismo tono cobalto que la casaca que portaba. Al final se había decidido por un color levemente más oscuro que el que quedara marcado rodeando sus pupilas, combinado con el blanco de la camisa, del pañuelo al cuello y de las medias; el calzón también era de la misma coloración principal. Unas hebras de oro se entrecruzaban trazando los bordados de motivos vegetales que dotaban de un aire algo barroco a la figura, haciendo juego con las hebillas en sus zapatos. Pero, sin duda alguna, lo que más llamaba la atención era aquel complemento que ocupaba parcialmente su rostro.
Nuevamente de un tono azulado, un hocico felino sobresalía del perfil habitual del muchacho, dirigiendo la mirada hacia un entrecejo que quedaba rodeado de sendos vanos por los que su mirada se escapaba. Dos mechones albinos se retorcían, casi simulando cuernos, mientras que el resto del rígido cabello artificial quedaba teñido del pigmento predominante, retorciéndose y enmarcando el conjunto. Por último, las orejas quedaban semiocultas, casi a mitad de la profundidad del cráneo. Lo cierto era que aquel antifaz con apariencia de careta de león no era de nueva factura, sino que le había estado esperando, guardado en el armario de la que solía ser su habitación desde hacía, al menos, tres años. Lo había encargado para una fiesta a la que nunca había asistido, y el motivo de elegir aquel animal no era otro que ser el propio de aquel estado del que era origen, así como que apareciese en el escudo de su familia.
Los salones de aquel gran palacio se habían comenzado a llenar con figuras que se le antojaban conocidas, pero sólo era por lo similar de sus vestidos, a los cuales ya estaba acostumbrado hasta el hastío. Lo engalanado y rococó, el costoso lujo de su apariencia, nunca le había terminado de convencer, en especial por lo poco práctico de la misma y por la pomposidad que acarreaban. Quería prometerse a sí mismo que, algún día, cuando estuviese en su mano, implantaría un estilo más sobrio en la corte que, en principio, iba a gobernar, pero no tenía totalmente seguro que estuviera totalmente dentro de sus capacidades aquella solución.
Los altos techos reposaban sobre unas paredes que rebosaban de decoración, a veces portando grandes espejos que agrandaban ilusoriamente los ya de por sí amplios espacios. No había tonos excesivamente saturados, algo que, aparentemente, inducía a la calma, pero que, combinado con el calor que empezaba a sentirse, lograba provocar hasta bochorno. Sin embargo, todo parecía discurrir de manera propia, agradable, incluso divertida para algunos, pero augurando para él una segura apatía; sin embargo, aún guardaba la esperanza de que alguien hubiera terminado por decidir acompañarle en aquella velada y no hacerla tan insoportable.
El muchacho se resguardó en una sala, no demasiado grande, apoyándose contra una pared y mirando por el ventanal el exterior, observando como el moribundo sol teñía los jardines de tonos anaranjados mientras se precipitaba inevitablemente a desaparecer en la línea del ocaso. Su mano se deslizó lentamente a la parte posterior de su cabeza donde, lentamente, procedió a tirar de una de esas dos cintas que fijaban la máscara a su cuerpo. El motivo de aquello no era molestia, aunque sí el que la pieza dificultara la transpiración no era un argumento en contra, sino el que, con ella puesta, no sería fácil reconocerle. Quizás aquel era la esencia de la velada, pero antes de sumirse en la razón de la velada quería encontrarse con alguien.
Nuevamente de un tono azulado, un hocico felino sobresalía del perfil habitual del muchacho, dirigiendo la mirada hacia un entrecejo que quedaba rodeado de sendos vanos por los que su mirada se escapaba. Dos mechones albinos se retorcían, casi simulando cuernos, mientras que el resto del rígido cabello artificial quedaba teñido del pigmento predominante, retorciéndose y enmarcando el conjunto. Por último, las orejas quedaban semiocultas, casi a mitad de la profundidad del cráneo. Lo cierto era que aquel antifaz con apariencia de careta de león no era de nueva factura, sino que le había estado esperando, guardado en el armario de la que solía ser su habitación desde hacía, al menos, tres años. Lo había encargado para una fiesta a la que nunca había asistido, y el motivo de elegir aquel animal no era otro que ser el propio de aquel estado del que era origen, así como que apareciese en el escudo de su familia.
Los salones de aquel gran palacio se habían comenzado a llenar con figuras que se le antojaban conocidas, pero sólo era por lo similar de sus vestidos, a los cuales ya estaba acostumbrado hasta el hastío. Lo engalanado y rococó, el costoso lujo de su apariencia, nunca le había terminado de convencer, en especial por lo poco práctico de la misma y por la pomposidad que acarreaban. Quería prometerse a sí mismo que, algún día, cuando estuviese en su mano, implantaría un estilo más sobrio en la corte que, en principio, iba a gobernar, pero no tenía totalmente seguro que estuviera totalmente dentro de sus capacidades aquella solución.
Los altos techos reposaban sobre unas paredes que rebosaban de decoración, a veces portando grandes espejos que agrandaban ilusoriamente los ya de por sí amplios espacios. No había tonos excesivamente saturados, algo que, aparentemente, inducía a la calma, pero que, combinado con el calor que empezaba a sentirse, lograba provocar hasta bochorno. Sin embargo, todo parecía discurrir de manera propia, agradable, incluso divertida para algunos, pero augurando para él una segura apatía; sin embargo, aún guardaba la esperanza de que alguien hubiera terminado por decidir acompañarle en aquella velada y no hacerla tan insoportable.
El muchacho se resguardó en una sala, no demasiado grande, apoyándose contra una pared y mirando por el ventanal el exterior, observando como el moribundo sol teñía los jardines de tonos anaranjados mientras se precipitaba inevitablemente a desaparecer en la línea del ocaso. Su mano se deslizó lentamente a la parte posterior de su cabeza donde, lentamente, procedió a tirar de una de esas dos cintas que fijaban la máscara a su cuerpo. El motivo de aquello no era molestia, aunque sí el que la pieza dificultara la transpiración no era un argumento en contra, sino el que, con ella puesta, no sería fácil reconocerle. Quizás aquel era la esencia de la velada, pero antes de sumirse en la razón de la velada quería encontrarse con alguien.
- Spoiler:
- Mil perdones por la tardanza. Llevo una semana intentando terminar este y otro post, pero ando bloqueado y me está costando a horrores, más que de costumbre. Lo siento :S
Ludwig Tobias Wittelsbach- Realeza Germánica
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Re: Noches muniquesas - año 1799 [Fernando de Castilla y Ludwig Tobias WIttelsbach]
El baile en un país diferente y se sintió igual que el hecho en su nombre, en países diferentes, con personas diferentes y aun así…era lo mismo. Lo que en un principio le había deslumbrado ahora parecía… común. Los mismos viejos rostros, la misma vieja orquesta, el mismo viejo y adorable vals. Las luces molestaban un poco sus ojos. Un joven vestido impecable y con una expresión sombría se acercó a él ofreciéndole una copa. Asintiendo en aceptación y agradecimiento la tomo y la llevo a sus labios, el licor le dejaba un sabor amargo en la boca, sin embargo vacío la copa. Había aprendido a tolerar el licor en su estancia en Rusia aunque aún era un bebedor novato conocía sus límites. Las personas bailaban en el salón, sus rostros sonrientes escondidos bajo el antifaz, cada uno de ellos parecía sentirse indispensable en el lugar. Quizás si no lo sentían lo aparentaban bastante bien, después de todo ¿qué mejor manera de hacer que los demás creyesen algo que actuando como si asi fuese? Los cuerpos erguidos, orgullosos…completamente falsos y aun asi, completamente sumidos en un placer que parecia casi indecente, en los bailarines las expreciones parecian llenas de una seguridad y sensualidad que de alguna manera envidiaba. Como si el baile no hubiese sido lo mismo si no estuviesen ahí, como si fuesen un ingrediente esencial, como los grandes ramos de flores o los miles de candelabros; como el caviar y la plata; como los viejos músicos que arañaban sus violines mientras ellos bailaban. Dio la espalda a la vieja pintura que se dibujaba frente a él, en un cuadro lleno de luz, lujo y felicidad y observo la vista desde las ventanas: los antiguos y majestuosos edificios se dibujaban con la opaca luz de la luna que les bañaba en la distancia. La imagen le evocaba ya más interés que la de la nobleza que antes tanto le había fascinado, ahora no era mas que un cuadro hipocrita y sin duda esplendoroso, pero que no le hacian sentir, no le hacian vibrar ¿es que había sido tan eficientemente dominadas sus emociones que ya no podía ni siquiera localizarlas? Era como si estuviese actuando en una obra de teatro y en la escenografía, solo faltaba el protagonista y a diferencia de los presentes no sentía que ese protagonista fuese el, no, el protagonista de aquella noche era alguien que sus ojos aún no habían tenido la fortuna de ver, la única razón por la que su cuerpo acostumbrado a la libertad se apresara en aquella ropa suntuosa y pesada, ese protagonista era Ludwig. Dejo salir el aliento de sus labios, sin que apenas su exprecion sufriese modificación alguna y se dispuso a volver su mirada a la maravillosa fiesta, sus ojos azules, antes dispersos, se quedaron fijos en la figura que la misma luz que perfilaba los edificios le acariciaba atravez del vidrio. La imagen bañada entre la luna y los candelabros le dejo quieto durante unos segundos, apreciando la imagen que habia estado buscando entre la gente, ahí, aparecido de la nada. Con resolución sus pasos lo aproximaron y su cuerpo se ladeo un poco, buscando el rostro del renano- es una hermosa fiesta… y una maravillosa noche…- hablo a modo de saludo, con la voz profunda y modulada, inconciente de lo diferente de sus ropas, de la mascara que le cubria practicamente todo el rostro, del cabello que peinado no parecia en nada al suyo habitual simplemente hablando, como si su interlocutor pudiese identificarlo sin problemas. |
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Re: Noches muniquesas - año 1799 [Fernando de Castilla y Ludwig Tobias WIttelsbach]
Las últimas llamas del día se retorcían por entre los bancos y setos que conformaban los esquemáticos caminos, tiñendo los unos y buscando el irremediable contraste con el verdor de los otros. El invierno se apresuraba a su fin y si bien el frío aún era latente, la ausencia de nieve y la presencia de flores marcaban lo moribundo de éste. En esos instantes, el horizonte se convertía en una viva hoguera, que luchaba por conservar su vida y calor mientras el resto del cielo se iba oscureciendo y adquiriendo aquel tono azul noche que casi parecía querer volverse negro. El avance irremediable de aquel ciclo que, a ojos de cualquier mortal, era eterno, tenía tantas repercusiones en la vida como paralelismos en lo que a malas costumbres se refería: un pronto ascenso y la consiguiente e irremediable caída, contra la cual se luchase, pero que, irremediablemente, llegaría. Así pues, cuando todo rastro de esperanza se volvió una fina línea que terminó desapareciendo, las cenizas del día dieron paso a las tinieblas, un futuro incierto en el cual el temor y la desconfianza estarían irremediablemente presentes.
Ya con el sol enterrado, el muchacho suspiró y se apoyó suavemente contra la esquina que marcaba el final de la pared y el inicio del vano de la ventana, siempre sin perder la impuesta compostura. El tiempo pasaba, no sabía si lentamente o de forma ligera, ya que no tenía intención de comprobar el reloj, pero esperaba que su irremediable devenir lo condujese al momento que tanto había esperado sin tener que soportar demasiados de aquellos inevitables y desapacibles encuentros. No tuvo suerte, o eso debió de pensar él cuando una voz fue a dirigirse a su posición, arrancándole un girar en su rostro, aquel que se obligó a mantener sereno debido a no poder esconder el hastío tras la máscara retirada.
- No es una mala velada, monsieur – sonrió el renano, hablando en su lengua materna, propia del lugar y de la gran mayoría de los asistentes -. Sé que el motivo de este evento es, precisamente, el intentar no reconocernos, pero, ya que le he privado de su derecho de descubrir la identidad de mi rostro, permítame saber con quién tengo el placer de hablar – obviamente sabía que no hablaba con un bávaro o un renano, por su deje en la pronunciación, pero no podía encontrar el nombre de su propietario, por mucho que aquel mirar azul se le antojara extremadamente conocido.
No hubo tiempo de contestación, al menos no en ese preciso instante, pues una nueva voz se unió a las ya participantes.
- ¡Primo! – la apelación resonó en la casi vacía habitación y era propiedad de una mujer de cabello rubio que ocultaba sus facciones en un sencillo y rígido antifaz blanco, decorado con detalles azules, colores de Baviera y de la casa de su familia - ¿Qué hace con la máscara retirada? – su habla jovial ocultaba la mente inteligente y caprichosa de Caroline, futura Duquesa del estado. Los labios al descubierto se tornaron en una amplia sonrisa, sólo para, un instante después, borrarla, al percatarse de la otra figura -. ¡Oh! Perdone, monsieur – la muchacha hizo una pequeña reverencia, retirándose un paso para abrir el espacio indicado -. Espero no interrumpir – Ludwig adoraba a esa chica tanto como la odiaba, por lo que su presencia, inevitablemente, se le hacía irresistible; él no la podía pedir que se retirara, mucho menos estando en su propio palacio, pero quizás el nuevo acompañante no pensase igual. Por lo tanto, espero a que el otro decidiese y no hacerlo él por ambos.
Ludwig Tobias Wittelsbach- Realeza Germánica
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Re: Noches muniquesas - año 1799 [Fernando de Castilla y Ludwig Tobias WIttelsbach]
El rechazo en la voz del joven le golpeo con fuerza haciéndole un daño casi físico, aunque se mantuvo en la misma posición casi retrocede un paso, abrió los labios para expresar lo primero que le viniese a la mente cuando una preciosa joven se acercó saludando al renano, sus palabras alegres denotaban la familiaridad con la que se trataban, la mención del lazo de sangre explico de inmediato su confianza. La joven termino por percatarse de su presencia y el sin nada mas que decir saludo con un asentimiento de cabeza- descuide señorita no interrumpe usted nada- giro su rostro a aquel que había extendido la invitación. Se llevo una mano al pecho y agacho la cabeza en señal de disculpa- le pido disculpas por mi comportamiento tan atrevido, solo deseaba expresarle mis saludos- no se disculpo por el error en sus palabras- le agradezco me corrigiese de mi error, a veces cometo errores con el idioma- asintió, después de todo a eso había venido al país a aprender, no iba a molestarse por que le corrigiesen alguno de sus errores tanto en modales como en el idioma. Pensó en retirarse educadamente, pero recordó lo que el joven había pedido de el- permítame… Llevando sus dedos a su mascara deseo no tener que hacerlo; pero desajusto la mascara quitándosela, los risos claros cayeron sobre su frente y soltó un suspiro dejando que su siempre inexpresivo rostro se mostrara, en momentos como esos agradecía la falta de expresiones en su cara, a veces podía ser útil tener aquella dificultar para expresar sus sentimientos o su estado de animo. Después de todo lo que menos quería en esos momentos era que su anfitrión descubriera su incomodidad- quisiera expresar mi agradecimiento por la invitación, me siento horrado- sus ojos se desviaron cuando una nueva canción inundo la habitación son sus notas- creo que debería aprovechar y aprender un poco de su país…- intento sonreír, pero se rindió al darse cuenta de que era imposible- tendiendo la mano y tomando la muñeca de la joven la beso- un verdadero placer señorita, no les interrumpo con permiso- y con un gesto se despidió y colocando nuevamente la mascara regreso sus pasos al salón, intentando perderse en la gente hasta el otro extremo, había balcones y aprovecho para salir por uno de ellos, justo a tiempo para notar que los rayos del sol se habían perdido y solo quedaba el principio de la noche. Se quedaría un poco mas, después iría donde el renano y se despediría y de ser posible disculparía de nuevo. Lo menos que necesitaba era ser grosero y terminar siendo un problema para la corona. Cerro los ojos y el aire frio acaricio su rostro moviendo suavemente sus cabellos, la música del salón llegaba aun a sus oídos y decidió que aquel era un buen lugar para permanecer antes de anunciar su partida. |
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Re: Noches muniquesas - año 1799 [Fernando de Castilla y Ludwig Tobias WIttelsbach]
Aquel se sintió feliz a la par que abrumado cuando su efusiva prima hiciera acto de presencia pues, en realidad, no hacía más que unas cuantas horas que se hubieran visto por última vez; el muchacho lo achacó a la excitación que la provocara la fiesta.
Ludwig mostraba una plena sonrisa desde el momento en el que la muchacha hubiera hecho acto de presencia, rompiendo el desconcierto en el que le había sumido aquel extraño. No había estado molesto, salvo por el hecho de que esperaba a una persona en concreto, ni tampoco se mostró hostil o demasiado a la defensiva y, sin embargo, cuando el varón retirase la pieza que cubriera su rostro, su mirada impasible se le clavó en los ojos, ahondando en ellos sin encontrar resistencia. Se vio tan sorprendido como casi arrepentido. No pudo responder, pues tampoco éste le dio oportunidad para hacerlo, así que sólo se quedó mirándolo, sin notar sus labios apenas entreabiertos mientras éste saludara a su prima y se retirara a donde quiera que fuera que se dirigiera.
Sin que él se diera cuenta, en asombro, su prima le había robado la curvatura de sus labios para imponerla en los suyos. Lentamente se acercó a él y, de forma cariñosa, le cogió del brazo, rompiendo inmediatamente aquel embrujo que le hubiera robado la razón y la consciencia del lugar y el momento en el que se encontraba. Rápidamente, casi asustado, la miró.
- Anda; ve a buscarle – y el renano vio en la ternura de aquellos ojos una comprensión, casi cargada con una picaresca sin mala intención, tan extrema que no hubo necesidad de mayores palabras, pues despertó en él una propia realidad que, si bien estaba dispuesto a admitir, no estaba por la labor de demostrar. El chico pronto acudió a desmentir aquellas suposiciones, pero por la emoción y por la veracidad de éstas, no pudieron surgir más que balbuceos sin sentido. Esa reacción no pudo más que avivar la divertida mueca de la muchacha -. Ve– insistió con un tono apremiante a la par que imperativo y burlón -, pero ponte la máscara – añadió con una sonrisa mientras alargaba una mano para cogerla y proceder a ponérsela, probablemente para dar viveza a sus palabras o para que al futuro conde no se le olvidara.
Sin más palabras de su parte, Ludwig cogió profundamente aire y se encaminó a aquella puerta por la que el hispano había desaparecido, sólo encontrando tras el marco de ésta un cúmulo de gente, altos tocados femeninos y el amasijo normal de colores que sólo consiguieron desconcertarle. Sin embargo, no desistió en su empeño. Iba a ser complicado dar con él, pero, al menos, ahora ya sabía cómo iba vestido y cuál era aquella nueva identidad que ocultara la verdadera tras de sí, así que no dudó en comenzar a buscar, intentando eludir, nuevamente, cualquier conversación que durara más de tres palabras.
Al fin, tras haber recorrido casi todas las habitaciones del piso bajo, y evaluando subir a la segunda planta, aunque estuviera vedada para los invitados, creyó dar con él, volviendo el entusiasmo a sus labios por no haber persistido en la idea de que aquel no había decidido abandonar el palacio. Se acercó por detrás a él, notando cómo el frío de la calle se hacía presente en el balcón.
- Lamento no haberle reconocido antes, príncipe – se disculpó él, hablando sosegadamente, quizás para que no malinterpretara sus palabras si las pronunciaba con demasiada rapidez. Se acercó un poco más a él, pero quedó a dos pasos de él, para no importunarlo y retirarse si éste daba muestras de quererlo así -. Ciertamente se muestra irreconocible con la indumentaria que ha escogido; un buen disfraz, sin duda, debo decir – su cumplido no sólo trataba de funcionar como excusa, sino, sobretodo, intentar reparar el error ya cometido antes. No se atrevió, sin embargo, a conversar más y aguardó observando la calle, donde una figura que salía de la Residenz se precipitó con prisas a avanzar por una calle que se extendía por el frente, no tardando mucho en desaparecer del alcance de la luna llena que dominaba el apacible cielo. No le dio mayor importancia.
Ludwig mostraba una plena sonrisa desde el momento en el que la muchacha hubiera hecho acto de presencia, rompiendo el desconcierto en el que le había sumido aquel extraño. No había estado molesto, salvo por el hecho de que esperaba a una persona en concreto, ni tampoco se mostró hostil o demasiado a la defensiva y, sin embargo, cuando el varón retirase la pieza que cubriera su rostro, su mirada impasible se le clavó en los ojos, ahondando en ellos sin encontrar resistencia. Se vio tan sorprendido como casi arrepentido. No pudo responder, pues tampoco éste le dio oportunidad para hacerlo, así que sólo se quedó mirándolo, sin notar sus labios apenas entreabiertos mientras éste saludara a su prima y se retirara a donde quiera que fuera que se dirigiera.
Sin que él se diera cuenta, en asombro, su prima le había robado la curvatura de sus labios para imponerla en los suyos. Lentamente se acercó a él y, de forma cariñosa, le cogió del brazo, rompiendo inmediatamente aquel embrujo que le hubiera robado la razón y la consciencia del lugar y el momento en el que se encontraba. Rápidamente, casi asustado, la miró.
- Anda; ve a buscarle – y el renano vio en la ternura de aquellos ojos una comprensión, casi cargada con una picaresca sin mala intención, tan extrema que no hubo necesidad de mayores palabras, pues despertó en él una propia realidad que, si bien estaba dispuesto a admitir, no estaba por la labor de demostrar. El chico pronto acudió a desmentir aquellas suposiciones, pero por la emoción y por la veracidad de éstas, no pudieron surgir más que balbuceos sin sentido. Esa reacción no pudo más que avivar la divertida mueca de la muchacha -. Ve– insistió con un tono apremiante a la par que imperativo y burlón -, pero ponte la máscara – añadió con una sonrisa mientras alargaba una mano para cogerla y proceder a ponérsela, probablemente para dar viveza a sus palabras o para que al futuro conde no se le olvidara.
Sin más palabras de su parte, Ludwig cogió profundamente aire y se encaminó a aquella puerta por la que el hispano había desaparecido, sólo encontrando tras el marco de ésta un cúmulo de gente, altos tocados femeninos y el amasijo normal de colores que sólo consiguieron desconcertarle. Sin embargo, no desistió en su empeño. Iba a ser complicado dar con él, pero, al menos, ahora ya sabía cómo iba vestido y cuál era aquella nueva identidad que ocultara la verdadera tras de sí, así que no dudó en comenzar a buscar, intentando eludir, nuevamente, cualquier conversación que durara más de tres palabras.
Al fin, tras haber recorrido casi todas las habitaciones del piso bajo, y evaluando subir a la segunda planta, aunque estuviera vedada para los invitados, creyó dar con él, volviendo el entusiasmo a sus labios por no haber persistido en la idea de que aquel no había decidido abandonar el palacio. Se acercó por detrás a él, notando cómo el frío de la calle se hacía presente en el balcón.
- Lamento no haberle reconocido antes, príncipe – se disculpó él, hablando sosegadamente, quizás para que no malinterpretara sus palabras si las pronunciaba con demasiada rapidez. Se acercó un poco más a él, pero quedó a dos pasos de él, para no importunarlo y retirarse si éste daba muestras de quererlo así -. Ciertamente se muestra irreconocible con la indumentaria que ha escogido; un buen disfraz, sin duda, debo decir – su cumplido no sólo trataba de funcionar como excusa, sino, sobretodo, intentar reparar el error ya cometido antes. No se atrevió, sin embargo, a conversar más y aguardó observando la calle, donde una figura que salía de la Residenz se precipitó con prisas a avanzar por una calle que se extendía por el frente, no tardando mucho en desaparecer del alcance de la luna llena que dominaba el apacible cielo. No le dio mayor importancia.
Ludwig Tobias Wittelsbach- Realeza Germánica
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Re: Noches muniquesas - año 1799 [Fernando de Castilla y Ludwig Tobias WIttelsbach]
Se sobresalto y la voz conocida le hizo abrir grandemente los ojos, se quedo donde estaba y con las palabras del otro fue girando lentamente su rostro hacia su interlocutor, el lo había ido a buscar o abría sido una simple coincidencia, el tono que usaba ahora con el era completamente diferente, quiso sonreír pero nuevamente se vio imposibilitado de hacerlo. Ojala algún día aprendiese a expresar emociones con su rostro. -lamento haberle hablado con tanta familiaridad antes, ciertamente no tengo el derecho Se quedo callado un par de segundos, como si algo, una idea se asentara entre las redes de su mente, preocupado por la actitud que pudiese mostrar cerro los labios, a menudo las personas malinterpretaban sus palabras y mayoritariamente sus intenciones - yo…tomare sus palabras como una alago, tiene razón mis ropas no son las habituaciones Se recargo un poco en la baranda- pero pensare que me hacen ver bien- la mascara no le deba asentir su cabello y eso le hacia buscarlo continuamente, recordarse que seguía ahí. -espero no el importe que permanezca sin la mascara, me encuentro algo incomodo con ello Y en mas de un sentido, de la misma forma en que el instrumento le cubría el rostro y le impedía sentirse a si mismo, tampoco era bueno con mascaras emocionales. Aunque su rostro era por defecto inexpresivo sus palabras jamás fallaban, solía soltar las verdades sin temor alguno, “la verdad os hará libres” y el no deseaba ser un prisionero nunca, nunca mas. Su cuerpo se enderezo y reviso su propia apariencia- vestirse de esta manera, no le ansa?- pregunto sin ponerse a pensar que el debería estar en la misma situación, desde luego no lo estaba, el a pesar de haber sido educado con los mejores modales, la mejor educación las ropas elegantes eran algo en lo que nunca se le había entrenado. Pues que sentido tendría? No iba a hacer sus labores en el monasterio cubierto de seda, los bordados no dudarían un par de horas, los botones se estropearían y los zapatos serian pronto inservibles, no… aquella ropa la que llevaba justo en esos momentos era ropa de muñecas. Ropa para exhibir y nada mas… el mismo en esos instantes se sentía como un simple muñeco- no pude expresarle mi agradecimiento antes, me siento horrado de estar aquí, gracias. |
Fernando de Castilla- Realeza Española
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Re: Noches muniquesas - año 1799 [Fernando de Castilla y Ludwig Tobias WIttelsbach]
Lo primero que notó en su rostro fue… nada, esa seriedad que le había caracterizado desde que le había conocido, pero que, sin embargo, no había sido un mayor impedimento para entablar esa relación, corta, pero prometedora; o, al menos, él quería verla así. Pero, ahondando, el renano quería ver una plena honestidad en lo que él dijese, quizás por la insistencia de esos formalismos que, ciertamente, no eran tan exagerados como a los que estaba acostumbrado. Sonrió por dicha efímera ilusión.
- Quédese sin la máscara; mi prima no se encuentra ahora presente y yo no le voy a reprender por ello – una leve pausa, no creada a conciencia, sino para ordenar su intervención, precedió a que llevara sus propios dedos a las cintas que colgaban tras su cabeza para, nuevamente, dejar el rostro afeitado a conciencia al descubierto -. Pero sí debiera hacerlo por esa idea suya: tráteme con familiaridad, príncipe, pues no me molesta que me trate con cierta amistad – ni siquiera se atrevía a tildar aquello como tal, no completamente, temiendo que fueran sus deseos de que así fuera, y no la realidad, lo que le hiciera sentirlo así.
Se volvió a enderezar, olvidando lo que pasara en la calle, bajo ellos, y queriendo dejar de lado el ineludible jolgorio de conversaciones, risas y melodías que surgía del interior, para pasar a centrar toda su atención en el hispano.
- Ciertamente, esta indumentaria de corte francés me es, lo menos, incómoda – se sinceró él, aunque aquello no fuera un secreto ni un pecado inconfesable, como algunos quisieran creer -, pero no tengo más remedio que vestirme con ella. Le prometo que cuando gobierne en Mannheim recomendaré que en la corte se porte un atuendo más simple y, por supuesto, más cómodo; yo seré el primero en seguir mis ideas – volvió a mostrar esa mueca que tan reacio se parecía estar a mostrar su interlocutor -. Y no me dé las gracias, príncipe, el honrado y el agradecido soy yo; ya me aguardaba otra interminable velada con… - no llegó a terminar la frase, pues algo le perturbó.
Desde los salones, un profundo grito surcó todo el palacio, pasando sobre las conversaciones y acallando una a una todas las voces presentes. En el silencio reinante se olía un desconcierto que se mezclaba con la curiosidad del porqué tal molestia alteraría una distinguida velada como aquella, en la que estaba presente gran parte de la nobleza del sur de Alemania. Algunos comenzaron a acercarse al lugar, pero pronto volvieron por donde habían venido, pues los duques y el servicio se apresuraban a hacerles retroceder.
- ¡Primo! ¡Primo! – la voz alterada de Caroline era casi lo único que se escuchaba mientras ésta andaba apresurada hacia el balcón - ¡Primo, tienes que venir! ¡Ha ocurrido una desgracia! – Ludwig, que la miraba sin entender, tragó saliva antes de que su brazo fuera apresado y ella tirara de él. El futuro soberano, en su desconocimiento del asunto, no pudo sino seguirla, sólo lanzando una mirada al príncipe pidiéndole que éste les siguiera también, casi suplicándole que no le dejase solo; aunque se encontraba en familia, por alguna razón, quería la presencia de aquel junto a él.
Atravesaron el cúmulo de gente, que se había reunido de nuevo en círculos, pero ahora no dialogando, sino cuchicheando, sin duda intentando adivinar qué había sucedido. Pasaron varias estancias, antes de llegar a una pequeña, que también había estado abierta al público y en la que, por lo tanto, hacía una temperatura agradable. Pero no fue lo grato lo que llamó su atención, sino el cuerpo inerte que yacía en el suelo, sobre un charco de sangre que empapaba su ropa. La duquesa, su tía, lo miró asustada para, después, observar aturdida al otro acompañante; Ludwig procedió a solventar eso, algo conmocionado también.
- Tía, le presento a… - cogió aire, pues realmente lo necesitaba – Fernando de Castilla, príncipe de Asturias – allí entendió que había sido una mala idea traerle con él, por la expresión de su tía, que se había alterado más aún.
- Pero… ¿cómo…? – la frase se desvaneció y su pecho se llenó de igual manera que el de su sobrino, olvidando la intención de reprenderlo – No es momento para eso – dijo guardando la compostura y volviéndose a su hija, a abrazarla.
- Es el Conde de Dachau, Frie… - el chambelán desveló la identidad del difunto, aunque parecía que no era necesario, a juzgar por la voz autoritaria que le impidió terminar.
- Sabemos quien es; gracias – el duque se mostró algo cortante, no sólo porque se debiera a que aquel era el segundo asesinato en palacio al que tuviera que hacer frente durante su mandato, sino, además, porque era un cercano conocido suyo; de hecho, él mismo había creado el título, en virtud a la vieja amistad que compartían.
- Quédese sin la máscara; mi prima no se encuentra ahora presente y yo no le voy a reprender por ello – una leve pausa, no creada a conciencia, sino para ordenar su intervención, precedió a que llevara sus propios dedos a las cintas que colgaban tras su cabeza para, nuevamente, dejar el rostro afeitado a conciencia al descubierto -. Pero sí debiera hacerlo por esa idea suya: tráteme con familiaridad, príncipe, pues no me molesta que me trate con cierta amistad – ni siquiera se atrevía a tildar aquello como tal, no completamente, temiendo que fueran sus deseos de que así fuera, y no la realidad, lo que le hiciera sentirlo así.
Se volvió a enderezar, olvidando lo que pasara en la calle, bajo ellos, y queriendo dejar de lado el ineludible jolgorio de conversaciones, risas y melodías que surgía del interior, para pasar a centrar toda su atención en el hispano.
- Ciertamente, esta indumentaria de corte francés me es, lo menos, incómoda – se sinceró él, aunque aquello no fuera un secreto ni un pecado inconfesable, como algunos quisieran creer -, pero no tengo más remedio que vestirme con ella. Le prometo que cuando gobierne en Mannheim recomendaré que en la corte se porte un atuendo más simple y, por supuesto, más cómodo; yo seré el primero en seguir mis ideas – volvió a mostrar esa mueca que tan reacio se parecía estar a mostrar su interlocutor -. Y no me dé las gracias, príncipe, el honrado y el agradecido soy yo; ya me aguardaba otra interminable velada con… - no llegó a terminar la frase, pues algo le perturbó.
Desde los salones, un profundo grito surcó todo el palacio, pasando sobre las conversaciones y acallando una a una todas las voces presentes. En el silencio reinante se olía un desconcierto que se mezclaba con la curiosidad del porqué tal molestia alteraría una distinguida velada como aquella, en la que estaba presente gran parte de la nobleza del sur de Alemania. Algunos comenzaron a acercarse al lugar, pero pronto volvieron por donde habían venido, pues los duques y el servicio se apresuraban a hacerles retroceder.
- ¡Primo! ¡Primo! – la voz alterada de Caroline era casi lo único que se escuchaba mientras ésta andaba apresurada hacia el balcón - ¡Primo, tienes que venir! ¡Ha ocurrido una desgracia! – Ludwig, que la miraba sin entender, tragó saliva antes de que su brazo fuera apresado y ella tirara de él. El futuro soberano, en su desconocimiento del asunto, no pudo sino seguirla, sólo lanzando una mirada al príncipe pidiéndole que éste les siguiera también, casi suplicándole que no le dejase solo; aunque se encontraba en familia, por alguna razón, quería la presencia de aquel junto a él.
Atravesaron el cúmulo de gente, que se había reunido de nuevo en círculos, pero ahora no dialogando, sino cuchicheando, sin duda intentando adivinar qué había sucedido. Pasaron varias estancias, antes de llegar a una pequeña, que también había estado abierta al público y en la que, por lo tanto, hacía una temperatura agradable. Pero no fue lo grato lo que llamó su atención, sino el cuerpo inerte que yacía en el suelo, sobre un charco de sangre que empapaba su ropa. La duquesa, su tía, lo miró asustada para, después, observar aturdida al otro acompañante; Ludwig procedió a solventar eso, algo conmocionado también.
- Tía, le presento a… - cogió aire, pues realmente lo necesitaba – Fernando de Castilla, príncipe de Asturias – allí entendió que había sido una mala idea traerle con él, por la expresión de su tía, que se había alterado más aún.
- Pero… ¿cómo…? – la frase se desvaneció y su pecho se llenó de igual manera que el de su sobrino, olvidando la intención de reprenderlo – No es momento para eso – dijo guardando la compostura y volviéndose a su hija, a abrazarla.
- Es el Conde de Dachau, Frie… - el chambelán desveló la identidad del difunto, aunque parecía que no era necesario, a juzgar por la voz autoritaria que le impidió terminar.
- Sabemos quien es; gracias – el duque se mostró algo cortante, no sólo porque se debiera a que aquel era el segundo asesinato en palacio al que tuviera que hacer frente durante su mandato, sino, además, porque era un cercano conocido suyo; de hecho, él mismo había creado el título, en virtud a la vieja amistad que compartían.
Ludwig Tobias Wittelsbach- Realeza Germánica
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Re: Noches muniquesas - año 1799 [Fernando de Castilla y Ludwig Tobias WIttelsbach]
El barullo los gritos, le sobresaltaron, no los había escuchado en su fiesta de presentación y estaba seguro de que no debían ser normales en fiesta alguna, volvió el rostro mirando al interior, como si solo con hacerlo pudiese saber que es lo que ocurría, alguien llamo a Ludwig y vio a este retirarse y al tiempo mirarlo pidiéndole de alguna manera que le siguiera, obedeciendo a sus instintos le siguió y la escena que se presento frente a el le dejo con los pies clavados sobre el suelo… que hacia aquella escena en medio de la de tanta luz? La música se había detenido y fue entonces que noto las mirada esquivas, las cabezas gachas alrededor, mas allá de la timidez con el cuidado claro de las apariencias, noto que algunos miraban de reojo, no queriendo demostrar su curiosidad, la frialdad de algunos frente a la muerte le aterrorizo casi tanto como el cadáver inerte en el suelo. En ese momento creyó notar la diferencia entre miedo, horro y terror. El miedo anida lentamente y crece conforme lo procura el pensamiento. El horror te carcome las entrañas ante algo que genera repulsión. Pero el terror es diferente, es el salto momentáneo, el espanto frente a la visión, el balde de agua fría ante el reino de lo monstruoso. Los monjes le decían que en el mundo habia “sombras” que vagaban por el, sombras salidas del infierno que tentaban a los hombres que infundían y atacaban los miedos mas profundos de las personas, pero eh aquí, que llegaba el punto en que las mismas sombras se paralizaban, el momento en que lo horroroso sucedía, era el momento en que la monstruosidad humana superaba a las mismas sombras y les petrificaban, atentando contra la voluntad de dios, revelándose contra la misma naturaleza que nos vuelve hermanos, olvidándose de lo que era el temor a dios o al mismo infierno. A pesar de su educación la imagen de “dios” parecía siempre difusa, infierno castigo y recompensa parecían el juego de un niño pequeño…pero en momentos como esos, las enseñanzas resonaban cual tormenta en su mente y en su corazón, pese a todo el rostro permanecía impasible y las emociones no se reflejaban… rodeado siempre de gente que le entendía, que se anteponía a sus deseos, necesidades y reclamos, jamás habia aprendido a expresarse como era debido, debía ser bueno pues en aquellos instantes lo menos que se necesitaba era que perdiera la compostura. Inclino la cabeza a la dama- un placer “señora”- hablo mitad español, aun en su inexpresivo rostro con el acento español que lo delataba. La presentación se le hizo tan apropiada como fuera de lugar, el debía justificar su presencia en un asunto tan delicado sin que alguien pudiese decirle a gritos que se retirara, pero al mismo tiempo los modales frente a la mascara inequívoca de la muerte parecían tan fuera de lugar como las rosas en invierno. Debería marcharse? Debería dejarles solos y permitirles arreglar aquel “asunto” tranquilamente? De no se por su inexpresivo rostro seguramente abría soltado una risa histérica… arreglar? Como podía arreglarse una muerte? Poco a poco sentí que no solo yo si no que unos pocos mas presentes fuimos quedando presos de aquellos que los monjes llamaban el “miedo malo” el que nos convertía en victimas antes de ser atacados. Si…ese miedo que ajustaba con el horror, ese justamente que ponía hambrientas a las “sombras” y paraba el mecanismo natural de las cosas, cuando la vileza del hombre les despojaba de lo que por derecho era suyo. |
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