Repartiendo alegría (Verona)

Nací competitiva. Y cuando digo que nací competitiva, significa que nací competitiva, al pie de la letra y literal. Ya desde el útero, adelanté a mi hermana en el parto. Fueron unos minutos de diferencia. Yo la primera en ver al médico y recibir el guantazo número uno. Debí llorar en aquel instante pero me aguanté porque quise ganar al médico también. Llegó a golpearme siete veces y a la octava reí como lo haría un ángel ante un mundo hostil. El primer infante en partirse de risa dando la bienvenida a la cruda brutalidad de la existencia misma, no la vida dándome la bienvenida a mí.

El cielo se cae a pedazos desde entonces, los transeúntes atestan tiendas y esquinas en las calles, despliegan periódicos con vista pasiva, observan las caras de los asesinos locales, pasan página, saludan al vecino, contemplan un robo dejando el periódico a un lado, señalan con el dedo, arrojan una moneda y esperan, solo saben esperar a que les den las gracias. ¡Bravo! Una voz en mi interior gritó dejándose la piel en carne viva. La solitaria devorando el pan y el vino. En un barrio de aspecto sencillo, conté el número de panfletos. Humedeciéndome un dedo para poder pasar las páginas con mayor rapidez -cincuenta- de vez en cuando miraba de reojo a Toscana, que era todo sonrisas -cincuenta- Eran poemas escritos por Clarisse. Perdió su tiempo hasta la madrugada, mientras mi hermana y yo andábamos a pies juntillas para no importunarla. Experimentó un arranque de inspiración revolucionaria, dentro de un estudio demasiado pequeño para todo lo que tenía en la cabella. Pesaban un quintal ¿Dónde colocármelos? que si debajo del brazo o junto al corazón. La gente empezó a mirarme como si fuese una extraña. Un caballero sacudió la mano para retirarme -una pelusa extraña- Aunque más acertado habría sido decir, que cejijunto desertó del perímetro, del foco de alcance de aquella demente que le tendió un panfleto con mucha prisa. Competía contra personas como él, contra la gente cerrada de mente, aristócratas, jueces que sentenciaban a inocentes adornando celdas que asfixiaban corazones blancos, repletos de versos inmaculados (Aunque mi hermana abuse de su desparpajo para regocijarse en la victoria). No necesitaba ayuda. Antes me ahogaría en un vaso de agua, que pedir socorro. Volví a contar los panfletos sin dejar de caminar. Seguían siendo cincuenta. Busqué entre mis ropas la caja de cerillas para encenderme el cigarro liado que acababa de sacar, sujetándolo entre los labios, apretando la boquillas más de lo normal; ahora tenía que pedir cerillas y repartir poemas. Conseguí encender el cigarro antes, sólo el cigarro.

Entre tanto, algo llamó la atención de mi hermana. Un hombre caminaba apoyándose en la pared de un edificio para no desvanecerse contra el suelo. -Si le tiro la cerilla, arderemos todos- Tenía un aspecto lamentable y los ojos muy pequeños. A pasos cortos, manteniendo el equilibrio de su sombrero, tenía mucho ritmo. Oscilaba como un péndulo cuando decidí acercarme. ¿Sería desgraciado? ¿Sería un alma cuyos días dejaron de contar hace tiempo? ¿Uno de esos pobres infelices a los que poder echar una mano? Se me cayó el cigarro. Y como si estuviese imantada a mi hermana, llegamos a la vez. Fui la primera en hablar. Necesitaba asegurarme de cuales eran sus circunstancias reales. -A veces la primera impresión resulta ser un espejismo- Asegurarme de que necesitaba nuestra ayuda para cruzar la línea, para alcanzar la paz espiritual. Nada más llegar a la altura de su hombro, tropezó con algo imaginario. Agarré su brazo deprisa y corriendo, haciéndole una señal a Toscana mientras tanto (una leve inclinación de la cabeza, señalando el segundo hombro desampardado) para que sostuviese aquel peso muerto por el otro extremo «¿Puede oírme?» -Dice que sí, con un pestañeo- «¿Puede verme?» Tuvo que abrir los ojos por triplicado para enfocarme. Faltó poco para fundirnos en un beso de tornillo. «¿Jane? ¿Eres tú... Jane?» -casi aciertas- «¿Jane?» estaba fatal «Te quiero, Jane» -Y yo a usted- «Pensé que estabas muerta, Jane... pero te veo perfectamente...perfectamente...perfect...» entró en bucle «¡OH, MI QUERIDA, JANE!.» y después de pegarme un susto de muerte, se puso a cantar. Gimoteó como lo haría un cebolla (o tú ante aquel hombre con olor a cebolla) mientras le arrastrábamos por la calle hacia un sitio más apartado. El plan iba forjándose en mi cabeza con premeditación.