Ángeles caídos [Privado]

La propuesta de caza la hacía regocijarse en la oscuridad de la noche parisina. La vampiresa cometió el error de dejar vagar su mente en vez de ponerse en marcha, imaginando muchachos vírgenes con gargantas impolutas, llamándola a gritos. Su cuerpo reaccionó ante tal imaginado placer de forma rápida, siguiendo los impulsos. Con fiereza y desaprobación, se obligó a volver en sí, a aquél callejón donde solo se escuchaban quejidos de ratas. Por un momento, se preguntó que hubiese pensado ella misma de aquel lugar hace más de doscientos años. Sin embargo, se resistió a la pregunta, impulsando su cuerpo hasta subir al tejado de un edificio cercano.

La luna iluminaba la dureza, y al mismo tiempo la belleza de sus rasgos. Sus holgadas ropas dejaban mucho que desear, pero durante su humanidad había llevado demasiadas vestimentas pomposas. Su cabello al viento, y su mirada salvaje constituían un par de factores que escandalizaban, pero aquella oscura aura que rodeaba su persona era lo más temido por todas y cada una de sus víctimas. Ella notaba arder su garganta. No tenía tiempo para trasladarse a una zona más adinerada, con víctimas más prometedoras. Tendría que conformarse con los suburbios para comenzar la caza. Se detuvo un mísero segundo para aspirar los aromas portados por el aire. Había alguien, no muy lejos de allí. Aquel maldito no volvería a ver la luz del sol.

Un golpe sordo. La primera víctima de la noche cayó al suelo, bañado en sangre. El juego había sido demasiado impaciente por parte de ella. No se detuvo a entretenerse, tan solo perforó su garganta. Hacía tres noches que no cazaba, y su desesperación había llegado a límites insospechados. La próxima sería más divertida, más elaborada. Pasaría miedo, tanto miedo que el infierno se le haría apetecible. Así pues, con la miel en los labios, la vampiresa partió hacia otra zona, dejando el cuerpo de su primera víctima completamente consumido, hecho un amasijo entre ropas desgarradas y sangre carmesí, la misma que coloreaba los sensuales labios de Aryel.

Prácticamente sin rozar el suelo, llegó a una zona de gente más pudiente. Allí las víctimas solían ser más sabrosas, pero también más prudentes, evitando salir de sus hogares cuando el sol caía. Dedicó el siguiente lapso de tiempo a buscar algún olor que la convenciese, que la hiciese desear el paraíso. Y lo encontró. Por supuesto que lo encontró, siempre acababa encontrándolo. No estaba demasiado lejos de allí. Un joven, aún inocente, que no tardaría en conocer las llamas del más oscuro infierno. De tejado en tejado, como un rayo de luna, se movía Aryel, hasta que dio visualmente con su próxima víctima. Ahí estaba.

Con un ágil salto, más propio de un felino que de alguien con todos sus huesos en el cuerpo, volvió a la calzada. Permitió, sin ápice de descuido, que resonara bajo su peso la caída. El muchacho, asustado, volvió el rostro de forma violenta hacia la posición de Aryel, pero ella ya se había fundido con las sombras. El paso de él se aligeró. Ella, con una mueca de macabra diversión en el rostro, comenzó a seguirle, cada vez produciendo bajo sus pasos ruidos más inquietantes, para después ocultarse en cualquier recoveco. Desde aquella distancia, podía notar el pulso del muchacho acelerándose. Cómo la sangre aumentaba de velocidad en su recorrido. Él trastabilló. Ella aprovechó el momento para situarse a sus espaldas. Al descubrirla detrás de él, la cara del muchacho solo pudo reflejar el terror más puro conocido por el hombre. Ella dejó que su esencia de maldad fluyera. Él parecía en estado se shock. No pudo recomponerse, tan solo quedarse allí, tendido en el suelo, bajo la imponente figura de la vampiresa, que tenía los labios del color más rojo que ningún humano había visto nunca.