AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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La última noche ~Óscar~
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La última noche ~Óscar~
La fuente de bambú volvió a dejar su sonido contra la roca que bordeaba el pequeño estanque de pececitos rojos que la familia de mi prometido lucía en su extenso jardín al más estilo nipón. Mis ropajes estaba llenos de arrugas ahora que acuclillada me encontraba, por lo que decidí ponerme en pie y alisármelas, gesto que hice justo antes de recolocarme el parasol sobre mi hombro izquierdo, esbozando una sonrisa un tanto forzada cuando mis ojos buscaron a Kou Shun’u, quién pronto tomó mi mano derecha para guiarme hacia la salida, situada al oeste de la ciudad, por lo que el sol se ponía a la altura de la puerta de aquella fortaleza, tiñendo el firmamento con su manto en llamas que pronto coloreó de carmesí el añil celeste.
- Sé puntual.- se limitó a susurrarme al oído mi prometido cuando desdibujó su ficticia sonrisa triunfante, alejándose de mí mientras alzaba una de sus manos y ordenaba a los guardianes que abrieran la puerta de pesada madera.
Y, acompañada de una fresca brisa nocturna que aireó mis cabellos azabaches recogidos firmemente en un tocado, mis pupilas centelleantes admiraron desde aquella distancia el fantástico paraje que era la mansión Shun’u, con su gran caserío, su jardín, sus flores, sus cerezos florecidos, sus aromas que tanto me recordaban aquella tierra que de pequeña había abandonado por París.
Un sutil suspiro escapó de entre mis labios cuando le di la espalda a la que, desde mañana, sería mi nuevo hogar. Un hogar que tendría que cuidar con mis propias manos, junto con mi marido y nos niños que él desee concebir. Y de sus padres, por supuesto, pues ya eran personas mayores y con la excusa de convertirme en su nuera, podrían deshacerse de las doncellas que hasta ahora les habían servido. Ahora yo, me convertiría en su sirviente, como siempre había hecho, por lo que había nacido y vivido. Convertirme en la esposa de Shun’u significaba algo más que el hecho de perder mi apellido de soltera. Representaba una unión eterna con su familia, para lo bueno y para lo malo. Y aquella idea, por un momento, casi me hace salir corriendo despavorida. Pero no lo hice, siempre presa de aquél razonamiento que me llevaba a dónde estaba ahora, subiendo elegantemente al carruaje que mi nueva familia me había preparado para que me llevara de vuelta a casa, con mi amo Diétrich. Oh, Diétrich… tan poco tiempo a su servicio y pronto se había convertido en un placer el obedecerle, aunque él no quisiera siquiera utilizarme como sirvienta. Él era el mejor hombre que jamás había conocido. Un hombre bueno, noble, sincero, humilde, trabajador… tragué saliva cuando mis mejillas se sonrojaron sin darme cuenta, cerrando tras de mí la puerta del carruaje antes de que éste empezara a ponerse en marcha rumbo al horizonte nocturno cuyas pinceladas pronto alcanzaron las ruedas de aquél carro, sumiéndonos en la oscuridad de la noche y en el silencio que aquello comportaba.
Con mi mano, aparté sutilmente la cortina que adornaba aquél pequeño ventanal, contemplando las luces de las viviendas por las que transitábamos, alguna que otra pareja regresando a casa para cenar con los niños, unos pájaros que volaban hasta posarse sobre las ramas de unos árboles cercanos, el movimiento de las nubes que al son del viento formaban figuras extrañas que a veces me recordaban a flores y que de pronto se transformaban en penetrantes ojos que me desnudaban con la mirada. Aparté entonces aquellos dedos que sin darme cuenta, habían dejado huella sobre el cristal más allá del vaho que mi respiración había creado alrededor de la palma de mi mano. Curiosa, escruté las milimétricas formas montañosas que mis dedos habían impregnado el vidrio, torciendo una sonrisa infantil al recordar la última vez que sus manos habían acariciado las mías, justo aquella noche en la que nos conocimos, cuando él intentaba sanar las heridas de mi cuerpo, cuando yo me perdía en su mirada grisácea y estallaba en carcajadas por haberle lanzado aquél montón de disfraces por la cabeza. ¿Volvería a verle, tras la ceremonia? Era una idea descabellada, lo sabía, por lo que bien podrían condenarme, era consciente. Pero aun así, pese a lastimarme el labio inferior al mordérmelo por el nerviosismo, no podía dejar de guardar aquella esperanza de rencontrarme con mi amo, pues deseaba ser testigo en la lejanía, de que todo le marchara mejor que cuando ambos compartíamos techo…
Un parón repentino me hizo desequilibrar y el medallón que Kou me había regalado cayó desde mi regazo hasta mis pies. Más preocupada por el motivo que había originado aquél cese de la actividad, piqué con los nudillos en el cristal que me separaba del chófer, pero no obtuve respuesta. Encogiéndome de brazos, volví a acomodarme pero dirigiendo la vista, esta vez, a la otra ventana, la más alejada de mí. Desde allí, un ave solitaria emprendía el vuelo y se perdía entre la noche. Y la envidié… ¡la envidié tanto! Quizás no tuviera rumbo, quizás le asfixiaba la soledad, probablemente su vida no tenía interés alguno para nadie, no obstante… ese triste pájaro cantor, poseía algo que yo no tenía, que muchos de nosotros no teníamos. Algo que tiene nombre, uno de aquellos que te hace erizar la piel, que te hace estremecer entre ilusiones. Libertad.
De pronto, la puerta del carruaje en el que viajaba se abrió de forma bruta y mis ojos se estrecharon para adivinar quién era el osado que…
- ¡Osgar!-exclamé con los ojos desorbitados y los pálpitos más allá de dónde aquella ave volaba entonces… lejos, muy lejos de mí y de aquellas cadenas que me amarraban a la realidad.
- Sé puntual.- se limitó a susurrarme al oído mi prometido cuando desdibujó su ficticia sonrisa triunfante, alejándose de mí mientras alzaba una de sus manos y ordenaba a los guardianes que abrieran la puerta de pesada madera.
Y, acompañada de una fresca brisa nocturna que aireó mis cabellos azabaches recogidos firmemente en un tocado, mis pupilas centelleantes admiraron desde aquella distancia el fantástico paraje que era la mansión Shun’u, con su gran caserío, su jardín, sus flores, sus cerezos florecidos, sus aromas que tanto me recordaban aquella tierra que de pequeña había abandonado por París.
Un sutil suspiro escapó de entre mis labios cuando le di la espalda a la que, desde mañana, sería mi nuevo hogar. Un hogar que tendría que cuidar con mis propias manos, junto con mi marido y nos niños que él desee concebir. Y de sus padres, por supuesto, pues ya eran personas mayores y con la excusa de convertirme en su nuera, podrían deshacerse de las doncellas que hasta ahora les habían servido. Ahora yo, me convertiría en su sirviente, como siempre había hecho, por lo que había nacido y vivido. Convertirme en la esposa de Shun’u significaba algo más que el hecho de perder mi apellido de soltera. Representaba una unión eterna con su familia, para lo bueno y para lo malo. Y aquella idea, por un momento, casi me hace salir corriendo despavorida. Pero no lo hice, siempre presa de aquél razonamiento que me llevaba a dónde estaba ahora, subiendo elegantemente al carruaje que mi nueva familia me había preparado para que me llevara de vuelta a casa, con mi amo Diétrich. Oh, Diétrich… tan poco tiempo a su servicio y pronto se había convertido en un placer el obedecerle, aunque él no quisiera siquiera utilizarme como sirvienta. Él era el mejor hombre que jamás había conocido. Un hombre bueno, noble, sincero, humilde, trabajador… tragué saliva cuando mis mejillas se sonrojaron sin darme cuenta, cerrando tras de mí la puerta del carruaje antes de que éste empezara a ponerse en marcha rumbo al horizonte nocturno cuyas pinceladas pronto alcanzaron las ruedas de aquél carro, sumiéndonos en la oscuridad de la noche y en el silencio que aquello comportaba.
Con mi mano, aparté sutilmente la cortina que adornaba aquél pequeño ventanal, contemplando las luces de las viviendas por las que transitábamos, alguna que otra pareja regresando a casa para cenar con los niños, unos pájaros que volaban hasta posarse sobre las ramas de unos árboles cercanos, el movimiento de las nubes que al son del viento formaban figuras extrañas que a veces me recordaban a flores y que de pronto se transformaban en penetrantes ojos que me desnudaban con la mirada. Aparté entonces aquellos dedos que sin darme cuenta, habían dejado huella sobre el cristal más allá del vaho que mi respiración había creado alrededor de la palma de mi mano. Curiosa, escruté las milimétricas formas montañosas que mis dedos habían impregnado el vidrio, torciendo una sonrisa infantil al recordar la última vez que sus manos habían acariciado las mías, justo aquella noche en la que nos conocimos, cuando él intentaba sanar las heridas de mi cuerpo, cuando yo me perdía en su mirada grisácea y estallaba en carcajadas por haberle lanzado aquél montón de disfraces por la cabeza. ¿Volvería a verle, tras la ceremonia? Era una idea descabellada, lo sabía, por lo que bien podrían condenarme, era consciente. Pero aun así, pese a lastimarme el labio inferior al mordérmelo por el nerviosismo, no podía dejar de guardar aquella esperanza de rencontrarme con mi amo, pues deseaba ser testigo en la lejanía, de que todo le marchara mejor que cuando ambos compartíamos techo…
Un parón repentino me hizo desequilibrar y el medallón que Kou me había regalado cayó desde mi regazo hasta mis pies. Más preocupada por el motivo que había originado aquél cese de la actividad, piqué con los nudillos en el cristal que me separaba del chófer, pero no obtuve respuesta. Encogiéndome de brazos, volví a acomodarme pero dirigiendo la vista, esta vez, a la otra ventana, la más alejada de mí. Desde allí, un ave solitaria emprendía el vuelo y se perdía entre la noche. Y la envidié… ¡la envidié tanto! Quizás no tuviera rumbo, quizás le asfixiaba la soledad, probablemente su vida no tenía interés alguno para nadie, no obstante… ese triste pájaro cantor, poseía algo que yo no tenía, que muchos de nosotros no teníamos. Algo que tiene nombre, uno de aquellos que te hace erizar la piel, que te hace estremecer entre ilusiones. Libertad.
De pronto, la puerta del carruaje en el que viajaba se abrió de forma bruta y mis ojos se estrecharon para adivinar quién era el osado que…
- ¡Osgar!-exclamé con los ojos desorbitados y los pálpitos más allá de dónde aquella ave volaba entonces… lejos, muy lejos de mí y de aquellas cadenas que me amarraban a la realidad.
- Medallón:
Edgar Dagson- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 07/10/2011
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Re: La última noche ~Óscar~
Oscar escuchó unas pequeñas ideas que pululaban en torno al traqueteo de las ruedas del carruaje, mientras se dirigía hacia el lugar que iba a volver a plantar una semilla en su desengaño. A decir verdad, una semilla llevaba ya mucho floreciendo allí, restregándose con aspereza entre los entresijos más viejos de aquel lugar condenado desde la primera vez que pudo conocer a su padre o a su tío o al reencuentro con Aryel. Aquella semilla quizá algún día creciera del todo y se convirtiese en un árbol, un árbol del cerezo en honor al lugar del nombre que había tenido desde el primer instante en que aquel callejón les unió frente a las adversidades: Aya Kuran.
El cortesano no había creído nunca en acabar desviviéndose tanto por otro ser, llevaba veintisiete años teniendo que desenvolverse entre actos vedados, gente que jamás se molestaría en averiguar más allá de su pecho fornido y sus ojos tostados de varonil fortaleza. Con Aya no únicamente había descubierto que existía gente capaz de aproximarse a él por él, había atisbado un alma pura en mitad de la mugre, incluso si su cometido era dejar de serlo a manos de un hombre que no la amaba. Si la japonesa no creía en el amor, Oscar todavía menos. Y haberse pasado varios días de su existencia empeñado en sacarla del abismo, en procurar su felicidad por encima de la suya, en creer que, por una vez, el cielo había descendido para hablarle directamente a la cara, con acento nipón y una errónea –y adorable- pronunciación de su nombre… decía bastante respecto a él. Había supuesto un esfuerzo descomunal, no a nivel de físico, sino moral, de pura y visceral moral, porque no únicamente había estado luchando en contra del pesimismo de Aya, sino también del suyo propio. Y que a pesar de haber llegado incluso a controlarlo, a acallarlo, a retenerlo con el dolor que le consumía de arriba abajo para que ella pudiera alcanzar su mano y contemplar las aves próximas al sol sin culpabilidad… la muchacha no únicamente la había rechazado, sino que se había encargado de hundirse más, y más, y más… haciendo que la unión de sus dedos raspase y enrojeciera hasta embestir su corazón y volverlo más rojo incluso de lo que estaba, incluso de lo que era...
¿Por qué? Definitivamente, ¿la soledad era lo único a lo que alguien como Oscar podía aspirar?
Había estado observando a su nuevo dueño, los celos le habían consumido por todas partes, siempre maldecido con ocupar el lugar lejos de ella, lejos de lo que podría hacerle sonreír a ella… Ya no albergaba esperanza alguna respecto a formar un lugar importante en su recorrido por el mundo. Porque sí, él mismo lo reconocería: Diétrich no parecía un mal tipo, y mientras no podía sino alegrarse de que por fin Aya estuviera bajo un techo que la tratara como a un ser humano, tampoco podía evitar resentirse porque… Oscar tampoco era un mal tipo, Oscar había sido bueno con ella, había querido cuidarla bajo su techo, la había tratado como un ser humano, había querido rescatarla muchísimo antes de que él apareciera en escena… Y de repente, sí, él aparecía y seguro que Aya ni siquiera se acordaría ya de que el cortesano existía, porque a Oscar lo había echado de su vida una y otra vez, pero Diétrich encajaba a la perfección.
Despreciado constantemente… de aquí para allá. Como siempre, desde que su padre prefirió volcarse en su caña de pescar antes que en criar a su único hijo.
Todo eso y más fue lo que transmitieron las pupilas del muchacho, tras conseguir que el carruaje que llevaba a Aya se detuviera al colocarse con desidia en mitad de la carretera, ignorar el desconcierto del cochero, que andaba demasiado ocupado tratando de tranquilizar entonces a los caballos y caminar hasta las puertas para mirar de cara a la chica, tan firme como abatido. Todo eso, todo el desengaño chamuscado, todo el dolor reprimido, todos los pocos recuerdos que podrían bautizar bajo el nombre de ambos, como cuando el agua de aquel lago estuvo a punto de enloquecerlos antes de un momento similar al que entonces iba a encarcelar a la geisha hasta el fin de sus días.
Ya no iba a detenerla más, porque sus manos ya casi sangraban. Ya no iba a gastarse en soltar más discursos utópicos porque su corazón estaba harto de que sus primeras veces en pronunciarlos no surgieran ningún efecto… Estaba harto de ser el único con unas experiencias de mierda en querer avanzar a pesar de ellas. Sólo llegaba para despedirse, sólo llegaba para recordarle que alguna vez había existido un tal Osgar que atisbó la idea de envejecer junto a ella. Pues frente al trato que le había dado Aya sólo quedaban dos opciones para él: hundirse a su lado o resignarse a seguir con su vida igual que antes de haberla topado con la de la oriental. Y Oscar no iba a permitirse la primera precisamente porque ya había nacido hundido.
¿Habría vuelto a pensar en él en un momento tan cumbre como ése? Seguro que no, seguro que sólo estaría pensando en el bondadoso de Diétrich. ¿Ya ni a su mente tenía derecho?
Habló en un tono únicamente para ella, que nadie más pudiera escuchar.
Sabes que aunque nunca te lo haya dicho –aunque nunca hubiera hecho falta-, siempre te he correspondido cada vez que decías que me querías.
Sí, ya había nacido hundido… Aya no había hecho más que corroborárselo.
El cortesano no había creído nunca en acabar desviviéndose tanto por otro ser, llevaba veintisiete años teniendo que desenvolverse entre actos vedados, gente que jamás se molestaría en averiguar más allá de su pecho fornido y sus ojos tostados de varonil fortaleza. Con Aya no únicamente había descubierto que existía gente capaz de aproximarse a él por él, había atisbado un alma pura en mitad de la mugre, incluso si su cometido era dejar de serlo a manos de un hombre que no la amaba. Si la japonesa no creía en el amor, Oscar todavía menos. Y haberse pasado varios días de su existencia empeñado en sacarla del abismo, en procurar su felicidad por encima de la suya, en creer que, por una vez, el cielo había descendido para hablarle directamente a la cara, con acento nipón y una errónea –y adorable- pronunciación de su nombre… decía bastante respecto a él. Había supuesto un esfuerzo descomunal, no a nivel de físico, sino moral, de pura y visceral moral, porque no únicamente había estado luchando en contra del pesimismo de Aya, sino también del suyo propio. Y que a pesar de haber llegado incluso a controlarlo, a acallarlo, a retenerlo con el dolor que le consumía de arriba abajo para que ella pudiera alcanzar su mano y contemplar las aves próximas al sol sin culpabilidad… la muchacha no únicamente la había rechazado, sino que se había encargado de hundirse más, y más, y más… haciendo que la unión de sus dedos raspase y enrojeciera hasta embestir su corazón y volverlo más rojo incluso de lo que estaba, incluso de lo que era...
¿Por qué? Definitivamente, ¿la soledad era lo único a lo que alguien como Oscar podía aspirar?
Había estado observando a su nuevo dueño, los celos le habían consumido por todas partes, siempre maldecido con ocupar el lugar lejos de ella, lejos de lo que podría hacerle sonreír a ella… Ya no albergaba esperanza alguna respecto a formar un lugar importante en su recorrido por el mundo. Porque sí, él mismo lo reconocería: Diétrich no parecía un mal tipo, y mientras no podía sino alegrarse de que por fin Aya estuviera bajo un techo que la tratara como a un ser humano, tampoco podía evitar resentirse porque… Oscar tampoco era un mal tipo, Oscar había sido bueno con ella, había querido cuidarla bajo su techo, la había tratado como un ser humano, había querido rescatarla muchísimo antes de que él apareciera en escena… Y de repente, sí, él aparecía y seguro que Aya ni siquiera se acordaría ya de que el cortesano existía, porque a Oscar lo había echado de su vida una y otra vez, pero Diétrich encajaba a la perfección.
Despreciado constantemente… de aquí para allá. Como siempre, desde que su padre prefirió volcarse en su caña de pescar antes que en criar a su único hijo.
Todo eso y más fue lo que transmitieron las pupilas del muchacho, tras conseguir que el carruaje que llevaba a Aya se detuviera al colocarse con desidia en mitad de la carretera, ignorar el desconcierto del cochero, que andaba demasiado ocupado tratando de tranquilizar entonces a los caballos y caminar hasta las puertas para mirar de cara a la chica, tan firme como abatido. Todo eso, todo el desengaño chamuscado, todo el dolor reprimido, todos los pocos recuerdos que podrían bautizar bajo el nombre de ambos, como cuando el agua de aquel lago estuvo a punto de enloquecerlos antes de un momento similar al que entonces iba a encarcelar a la geisha hasta el fin de sus días.
Ya no iba a detenerla más, porque sus manos ya casi sangraban. Ya no iba a gastarse en soltar más discursos utópicos porque su corazón estaba harto de que sus primeras veces en pronunciarlos no surgieran ningún efecto… Estaba harto de ser el único con unas experiencias de mierda en querer avanzar a pesar de ellas. Sólo llegaba para despedirse, sólo llegaba para recordarle que alguna vez había existido un tal Osgar que atisbó la idea de envejecer junto a ella. Pues frente al trato que le había dado Aya sólo quedaban dos opciones para él: hundirse a su lado o resignarse a seguir con su vida igual que antes de haberla topado con la de la oriental. Y Oscar no iba a permitirse la primera precisamente porque ya había nacido hundido.
¿Habría vuelto a pensar en él en un momento tan cumbre como ése? Seguro que no, seguro que sólo estaría pensando en el bondadoso de Diétrich. ¿Ya ni a su mente tenía derecho?
Habló en un tono únicamente para ella, que nadie más pudiera escuchar.
Sabes que aunque nunca te lo haya dicho –aunque nunca hubiera hecho falta-, siempre te he correspondido cada vez que decías que me querías.
Sí, ya había nacido hundido… Aya no había hecho más que corroborárselo.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: La última noche ~Óscar~
De pronto, la sangre que cabalgaba libremente por mis venas se congeló y unos dolorosos pellizcos cubrieron mi piel de porcelana, recordándome que seguía tan viva como aquél hombre que ahora parecía querer concluir algo que nunca debió iniciarse. Sus ojos, brillantes más todavía que los faros que alumbraban la desértica calzada, clamaban quizás una venganza en nombre del Amor que algún día su corazón me propuso y cuya consciencia me llevó a rechazar tal ofrenda a la que nadie, en su sano juicio, cometería el mismo error que yo. Tragué saliva y dejé de juguetear con mis dedos sudorosos para mirar de reojo al cochero, quién, con disimulo, sacó de su gabardina una reluciente escopeta de caza, apuntando directamente hacia Osgar. Volví mi atención hacia él que esperaba una respuesta sin ser siquiera consciente del peligro que corría al enfrentarse a la verdad en aquél momento de mi vida, no tanto por el desafío inscrito ante el enviado chofer de la familia de mi prometido, capaz de matarle si aquél incómodo y tenso silencio permanecía estancado sobre mis trémulos labios, sino por el hecho de arriesgar a ser de nuevo, malherido ante mis palabras.
- Suba.-indiqué con desdén, observando aliviada cómo el cochero entendía aquella palabra como el consentimiento de permitir que semejante hombre se entendiera conmigo a solas, pues finalmente y en silencio, guardó el arma bajo su gabardina, retomando las riendas de los caballos y dirigiendo su mirada al horizonte.
Sabía que aquello me comportaría serios problemas con Kou, que aquél cochero no sucumbiría a un suculento soborno, ni siquiera si se lo ofreciera mi amo Diétrich, pero algo me empujaba a recibir de nuevo a Osgar en mi vida, quizás, para despedirme definitivamente de él. En cualquier caso, me desplacé de asiento y posé una mano sobre el asiento contiguo al mío, ofreciéndoselo al cortesano que permanecía con la puerta abierta del carruaje y él fuera. Tras una vacilación, cerró la puerta tras él y se acomodó en silencio. Pronto, los caballos tiraron de nosotros y el paisaje volvió a cambiar parsimoniosamente.
Y ahora… ¿qué era lo que debía decirle? ¿Qué palabra era la más correcta usar para devolverle la paz robada? ¿Qué sonrisa podría sanar sus heridas? ¿Qué gesto le alejaría de mí? ¿Con qué suspiro podría lanzarme al olvido, o borrarme de su memoria o ahogarme en un charco de odio? Mis manos jugaban con el medallón con nerviosismo hasta que mis ojos bajaron y se clavaron en el retrato de Kou. Suspiré y decidí romper el silencio con algo que, muy probablemente, arañaría la piel de Osgar hasta arrancársela y dejársela en carne viva. No obstante, él merecía saber la verdad. Pese a ser tan dolorosa… incluso para mí.
- Mañana es mi enlace.- comenté sin poder mirarle, desviando mi atención a la ventana que tenía a mi izquierda, contemplando cómo oscuras nubes cubrían el nocturno firmamento y tras encapotarlo, dejar que las primeras lágrimas de lluvia resbalaran por el empañado cristal del carruaje en el que viajaba junto a Osgar.
- Suba.-indiqué con desdén, observando aliviada cómo el cochero entendía aquella palabra como el consentimiento de permitir que semejante hombre se entendiera conmigo a solas, pues finalmente y en silencio, guardó el arma bajo su gabardina, retomando las riendas de los caballos y dirigiendo su mirada al horizonte.
Sabía que aquello me comportaría serios problemas con Kou, que aquél cochero no sucumbiría a un suculento soborno, ni siquiera si se lo ofreciera mi amo Diétrich, pero algo me empujaba a recibir de nuevo a Osgar en mi vida, quizás, para despedirme definitivamente de él. En cualquier caso, me desplacé de asiento y posé una mano sobre el asiento contiguo al mío, ofreciéndoselo al cortesano que permanecía con la puerta abierta del carruaje y él fuera. Tras una vacilación, cerró la puerta tras él y se acomodó en silencio. Pronto, los caballos tiraron de nosotros y el paisaje volvió a cambiar parsimoniosamente.
Y ahora… ¿qué era lo que debía decirle? ¿Qué palabra era la más correcta usar para devolverle la paz robada? ¿Qué sonrisa podría sanar sus heridas? ¿Qué gesto le alejaría de mí? ¿Con qué suspiro podría lanzarme al olvido, o borrarme de su memoria o ahogarme en un charco de odio? Mis manos jugaban con el medallón con nerviosismo hasta que mis ojos bajaron y se clavaron en el retrato de Kou. Suspiré y decidí romper el silencio con algo que, muy probablemente, arañaría la piel de Osgar hasta arrancársela y dejársela en carne viva. No obstante, él merecía saber la verdad. Pese a ser tan dolorosa… incluso para mí.
- Mañana es mi enlace.- comenté sin poder mirarle, desviando mi atención a la ventana que tenía a mi izquierda, contemplando cómo oscuras nubes cubrían el nocturno firmamento y tras encapotarlo, dejar que las primeras lágrimas de lluvia resbalaran por el empañado cristal del carruaje en el que viajaba junto a Osgar.
Edgar Dagson- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 07/10/2011
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Re: La última noche ~Óscar~
Oscar observó minuciosamente la forma en la que Aya se las arreglaba para que pudiera entrar en el carruaje sin que hubiera más impertinencias de terceros… Siempre esos terceros, pululantes y ubicuos terceros. El cortesano deambulaba entre multitudes desde que tenía uso de razón y aquella era la primera vez que el problema se volvía numérico… O tenía una parte de numérico, al menos, porque sería totalmente injusto (y erróneo, y degradante para él) reducir toda la fatalidad de su situación con la japonesa a los demás. Aya debía de haber nacido sometida a la misma injusticia que ahora padecían los dos en consecuencia, así que ambos eran resultado de su origen, pero aquello no escapaba a nadie en esta vida, se alzaba como un hecho indudable que se asemejaba a la presencia de hueso al otro lado de la piel y el propio Oscar… el propio Oscar, en ocasiones, se medía por lo mucho que había evolucionado su relación con el entorno. Desde que lo primero que había tenido que hacer para cruzar una calle fue huir de quienes mataban a todo aquel que pasara por ella. El origen no era ninguna excusa. El origen era una condena, a seguir o a rechazar. Y los humanos, los sufridores, pero ejecutores de ella.
Si padecían, lo hacían sólo por eso. Ahí estaba la paradoja. Y ahí estaban Oscar y Aya, debatiéndola hasta el hartazgo. Mas el hartazgo llegaba a su fin. Al menos por parte del polaco, llegaba a su entero fin. No tenía tantas vidas como para depositarlas todas en una causa que sólo estaba allí para obligarle a contemplarla en su fracaso. Ya había bastante con que la aposentadora a tan ingrato evento fuera la propia Aya.
La geisha ni siquiera necesitó recibirle con más de una palabra cuando ya estuvieron sumidos conjuntamente por el traqueteo del carro, las miradas y los hechos hablaban por sí solos con una lentitud tan arrasadora que quizá por ese motivo la desazón de sus corazones cada vez importaba menos. Oscar no la volvió a contemplar directamente a la cara al instante de tomar asiento junto a ella, sus ojos observaron por la ventana, buscaban más allá de ese pequeño espacio que volvían a compartir para recordarse mutuamente que entre ellos habían formado algo. Arrojó los límites a la quinta demencia y se dejó embargar de nuevo por la sensación de estar muy lejos de Aya y pensando sobre Aya. Nada de eso era real, ¿por qué tenía que serlo? Mientras él sufría porque rechazara tastar la felicidad de su mano, ella decidía probarla de la palma de otras personas. La suya debía de ser bastante deficiente. ¿Quién mejor que una esclava iba a saber lo que convenía o no a mejorar sus barrotes?
Desprecio. La insistencia del desprecio. Ahora empezaba a entender cómo funcionaba y funcionaría todo en el mapa que marcasen sus pasos por la tierra.
Cerró los ojos durante unos segundos al escuchar la afirmación de la nipona, aunque no le sorprendiera lo más mínimo, y seguidamente movió su mano hasta la chica y la dejó caer sobre su muñeca, suave, pero posesivamente, a pesar de que ese sentimiento ya sólo pudiera ser reproducido a través de su tacto, totalmente alejado de sus verdaderas intenciones. Incluso antes de voltearse finalmente hacia ella y echar una rápida ojeada a los dedos de Aya, algo de él ya sabía que lo que sostenían se parecería mucho al medallón de un hombre que no conocía, ni falta le hacía para saber quién debía de tratarse. Aun así, no la soltó y paseó lentamente las uñas por su piel, en memoria de los suspiros que una vez compartieron con el otro.
Lo sé –fue toda su respuesta y volvió a obsequiarla con la costumbre de sus miradas, simbólicamente arrebatadoras-. Pero tú también sabes que no estoy aquí por eso.
Ya no más.
Si padecían, lo hacían sólo por eso. Ahí estaba la paradoja. Y ahí estaban Oscar y Aya, debatiéndola hasta el hartazgo. Mas el hartazgo llegaba a su fin. Al menos por parte del polaco, llegaba a su entero fin. No tenía tantas vidas como para depositarlas todas en una causa que sólo estaba allí para obligarle a contemplarla en su fracaso. Ya había bastante con que la aposentadora a tan ingrato evento fuera la propia Aya.
La geisha ni siquiera necesitó recibirle con más de una palabra cuando ya estuvieron sumidos conjuntamente por el traqueteo del carro, las miradas y los hechos hablaban por sí solos con una lentitud tan arrasadora que quizá por ese motivo la desazón de sus corazones cada vez importaba menos. Oscar no la volvió a contemplar directamente a la cara al instante de tomar asiento junto a ella, sus ojos observaron por la ventana, buscaban más allá de ese pequeño espacio que volvían a compartir para recordarse mutuamente que entre ellos habían formado algo. Arrojó los límites a la quinta demencia y se dejó embargar de nuevo por la sensación de estar muy lejos de Aya y pensando sobre Aya. Nada de eso era real, ¿por qué tenía que serlo? Mientras él sufría porque rechazara tastar la felicidad de su mano, ella decidía probarla de la palma de otras personas. La suya debía de ser bastante deficiente. ¿Quién mejor que una esclava iba a saber lo que convenía o no a mejorar sus barrotes?
Desprecio. La insistencia del desprecio. Ahora empezaba a entender cómo funcionaba y funcionaría todo en el mapa que marcasen sus pasos por la tierra.
Cerró los ojos durante unos segundos al escuchar la afirmación de la nipona, aunque no le sorprendiera lo más mínimo, y seguidamente movió su mano hasta la chica y la dejó caer sobre su muñeca, suave, pero posesivamente, a pesar de que ese sentimiento ya sólo pudiera ser reproducido a través de su tacto, totalmente alejado de sus verdaderas intenciones. Incluso antes de voltearse finalmente hacia ella y echar una rápida ojeada a los dedos de Aya, algo de él ya sabía que lo que sostenían se parecería mucho al medallón de un hombre que no conocía, ni falta le hacía para saber quién debía de tratarse. Aun así, no la soltó y paseó lentamente las uñas por su piel, en memoria de los suspiros que una vez compartieron con el otro.
Lo sé –fue toda su respuesta y volvió a obsequiarla con la costumbre de sus miradas, simbólicamente arrebatadoras-. Pero tú también sabes que no estoy aquí por eso.
Ya no más.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: La última noche ~Óscar~
El paisaje oscuro había ido cambiando durante el transcurso del firme silencio posado sobre nuestros labios, sin prestarle realmente atención, pues veía los árboles pasar sin inmutarse, arañando el cristal de la ventana. El carruaje se encontraba con pequeños obstáculos que le hacían desestabilizarse por momentos, ¿rocas? ¿piedras? La calzada solía estar más llana. La velocidad se incrementaba y de pronto, un mal augurio pellizcó mi vientre, empujándome a estrechar la mano de Osgar sin ser plenamente consciente de tal acto reflejo. Tragué saliva y clavé mis ojos para escrutar el sendero por el que transitábamos. Pese a la noche teñida bajo el manto azabache, pude percatarme de que ya no nos encontrábamos en la ciudad, pues ya no se veían farolas ni transehúntes que regresaran a sus hogares tras un día laborioso. Ahora, sólo podía contemplar confusa cómo todo cuanto nos rodeaba era vegetación, montañas y ningún camino real. ¿Se habría equivocado de camino el cochero?
- Disculpa, Osgar.- musité sin prestarle realmente atención a mi acompañante, algo asustada a decir verdad por aquél cambio de rumbo inesperado.-¿Señor?- pedí alzando la voz mientras con los nudillos aporreaba el cristal que me separaba del conductor que, al acercarme a él, comprobé que ya no era el mismo. Aquella gabardina ya no ondeaba con el viento, aquella espalda robusta ya no eclipsaba mi visibilidad, sus cabellos de marfil recogidos en una trenza ya no adornaban la cabeza de aquél chófer.- Osgar… tenemos problemas.- susurré conteniendo el aliento a la vez que me dejaba caer sobre el asiento, sintiéndome mareada y a punto de desfallecer.- Tenemos que escapar de aquí… ese hombre… no es… no es el cochero… es…- tragué saliva ruidosamente y cuando quise terminar la frase que nos condenaría a la verdad, el carruaje paró con brusquedad y el silencio se volvió nuestra única compañía.
Me aferré a las ropas de Osgar, escondiendo mi rostro contra su pecho y sintiendo mis labios tiritar de auténtico pavor. Pasados unos interminables segundos, la puerta se abrió y apareció un hombre de mediana edad, barba rizada y castaña, quizás pelirroja pero que a causa de la oscuridad no supe descifrar. Su mirada felina se posó sobre mí y sus manos de dedos gruesos se enrroscaron en mi brazo, tirando de él para sacarme a la fuerza del carruaje entre mis gritos de socorro y clemencia. Entre el forcejeo, el medallón cayó al suelo rocoso y el retrato de mi futuro marido quedó bocabajo. Mis ojos sólo buscaban los de Osgar con desespero, conteniendo el llanto de la impotencia y el miedo.
- Gracias a ti, muñeca, me bañaré en billetes y no en barro como hasta hoy.- farfulló el hombre, acorralándome entre él y la carrocería, envolviéndome con el pestilente aroma alcóholico de su aliento, salpicándome su saliva hasta desfigurar mi máscara de maquillaje.
Dicho esto y de entre las tinieblas, unas maquiavélicas risas anunciaron la llegada de más bandidos, hambrientos de poder y dinero que por supuesto, mi venta podría proporcionarles. Algunos se relamían. Otros susurraban y daban codazos a sus compinches. Algún osado me olisqueaba el cuello y el cabello. Algo dentro de mí, quizás mi alma, se desprendió de mis entrañas y volví a ser una niña llorona rodeada de la personificación del mal, rezando que apareciese aquél Príncipe Azul de aquellos cuentos con los que solía dormirse de pequeña. Pero los minutos pasaban y lejos de escuchar el cabalgar de un caballo blanco, tuve que conformarme con el ajetreo de un corcel indomable que, flanqueada por varios bandoleros, me llevó hasta una cueva que funcionaba como cuartel de aquella banda criminal. Allí, me reencontré con Osgar, al que abracé nada más identificarle entre las penumbras de las velas que débilmente iluminaban la mugrienta estancia.
- Disculpa, Osgar.- musité sin prestarle realmente atención a mi acompañante, algo asustada a decir verdad por aquél cambio de rumbo inesperado.-¿Señor?- pedí alzando la voz mientras con los nudillos aporreaba el cristal que me separaba del conductor que, al acercarme a él, comprobé que ya no era el mismo. Aquella gabardina ya no ondeaba con el viento, aquella espalda robusta ya no eclipsaba mi visibilidad, sus cabellos de marfil recogidos en una trenza ya no adornaban la cabeza de aquél chófer.- Osgar… tenemos problemas.- susurré conteniendo el aliento a la vez que me dejaba caer sobre el asiento, sintiéndome mareada y a punto de desfallecer.- Tenemos que escapar de aquí… ese hombre… no es… no es el cochero… es…- tragué saliva ruidosamente y cuando quise terminar la frase que nos condenaría a la verdad, el carruaje paró con brusquedad y el silencio se volvió nuestra única compañía.
Me aferré a las ropas de Osgar, escondiendo mi rostro contra su pecho y sintiendo mis labios tiritar de auténtico pavor. Pasados unos interminables segundos, la puerta se abrió y apareció un hombre de mediana edad, barba rizada y castaña, quizás pelirroja pero que a causa de la oscuridad no supe descifrar. Su mirada felina se posó sobre mí y sus manos de dedos gruesos se enrroscaron en mi brazo, tirando de él para sacarme a la fuerza del carruaje entre mis gritos de socorro y clemencia. Entre el forcejeo, el medallón cayó al suelo rocoso y el retrato de mi futuro marido quedó bocabajo. Mis ojos sólo buscaban los de Osgar con desespero, conteniendo el llanto de la impotencia y el miedo.
- Gracias a ti, muñeca, me bañaré en billetes y no en barro como hasta hoy.- farfulló el hombre, acorralándome entre él y la carrocería, envolviéndome con el pestilente aroma alcóholico de su aliento, salpicándome su saliva hasta desfigurar mi máscara de maquillaje.
Dicho esto y de entre las tinieblas, unas maquiavélicas risas anunciaron la llegada de más bandidos, hambrientos de poder y dinero que por supuesto, mi venta podría proporcionarles. Algunos se relamían. Otros susurraban y daban codazos a sus compinches. Algún osado me olisqueaba el cuello y el cabello. Algo dentro de mí, quizás mi alma, se desprendió de mis entrañas y volví a ser una niña llorona rodeada de la personificación del mal, rezando que apareciese aquél Príncipe Azul de aquellos cuentos con los que solía dormirse de pequeña. Pero los minutos pasaban y lejos de escuchar el cabalgar de un caballo blanco, tuve que conformarme con el ajetreo de un corcel indomable que, flanqueada por varios bandoleros, me llevó hasta una cueva que funcionaba como cuartel de aquella banda criminal. Allí, me reencontré con Osgar, al que abracé nada más identificarle entre las penumbras de las velas que débilmente iluminaban la mugrienta estancia.
Edgar Dagson- Vampiro Clase Alta
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Re: La última noche ~Óscar~
Oscar no lograba creer aquello que acababa de pasarle, pero una vez más, el entorno se reía en su puñetera cara. No era la primera vez que cerca de la japonesa le ocurrían cosas inauditas, se habría acostumbrado a que Aya se convirtiese en su compañera de aventuras, si ésta no le hubiera marcado ya como persona non grata en su vida. Aun así, parecía que algo continuaba empeñado en unirles frente a las adversidades, ya que frente al destino lo tenían tan sumamente jodido. El detalle no le suponía un consuelo, ni mucho menos, y si encima reflexionaba sobre la situación actual que lo había llevado a volver a verla, le daban ganas de romper toda cavidad que tuviera a su paso. Mas eso no era posible, no secuestrado por una tropa de bandidos. Los terceros, siempre tan oportunos. ¿Acaso no podía pasar la página definitivamente en paz, ni siquiera por una vez? Una sola, joder.
Tenía que haberlo sospechado él mismo, acostumbrado como se encontraba a toda clase de pillerías, desde las más inofensivas a las más mezquinas, pero no le habían cogido en su mejor momento, incluso cuando tenía más que claro su parecer ante el comportamiento que le había estado mostrando Aya. Seguía sin hacerle gracia que las cosas fueran de esa manera, pero para qué engañarse, llevaban renegando de él desde que había puesto sus pies en el mundo, ya fuera directa o indirectamente, por un motivo u otro, con una sonrisa o un escupitajo. Y ver cómo la muchacha no le prestaba una verdadera atención se merecía el suspiro más profundo de la historia de la humanidad, sección sobrenatural incluida.
Al menos, no tardó en comprobar que estaba justificado al descubrir, al mismo tiempo que la muchacha, que acababan de tenderles una emboscada. Cuando los asaltantes tiraron de Aya para separarles, otros tiraron de él también para sacarlo de la otra puerta del carruaje. En mitad de la oscuridad, trató de distinguir el mayor número de caras que le fue posible y las carcajadas de más de un cerdo le hicieron identificar a varias personas que le eran conocidas. Desde pequeño se había movido por la pestilencia y horripilación de barrios oscuros y gentes más oscuras todavía, pero incluso ahí había podido encontrar más luz que en mansiones aterciopeladas o calles de clase alta. Concretamente, no era el caso de aquellos forajidos, no de su jefe ni de la cuadrilla como ente general, por lo menos, pero sí de algunos individuos sueltos. En París no se había relacionado con ambientes diferentes, de manera que resultaba fácil para él haber tratado ya con unos cuantos, y la mayoría le debían favores, no sólo por haber apañado encuentros más baratos de lo que sería lógico en el burdel con compañeras y compañeros de profesión, sino también por haberles facilitado información sobre lugares y señores de monóculo roto más sencillos de convertirse en su punto de mira. No le harían daño, Oscar les resultaba demasiado útil e, incluso y aunque aquellos motivos ya no le resultaran más agradables, llegó a sentir cómo en mitad del camino hacia la cueva, alguno que otro le susurraba a la oreja intenciones nada… contenidas. En fin… Quedaba el monótono consuelo de que el cortesano ya había escuchado de todo.
Recibió a Aya en sus brazos cuando finalmente se reencontraron en aquella especie de guarida y poco a poco, ambos se refugiaron en un rincón del rocoso lugar, apartado de los bandidos, pero perfectamente vigilado por éstos. A medida que las velas que allí tenían prendidas se iban consumiendo dada la extensa, pero lacónica duración de la noche, la mayoría se fueron a dormir, siempre con alguien que montara guardia para no dejarles escapar. Aun así, a medida que pasaban las horas, cada vez estaban más distraídos, algunos incluso daban rápidas cabezadas y otros se ponían a jugar a las cartas entre ellos. No había realmente una completa atención posada en los dos rehenes, pero Oscar mecía a Aya suavemente en el abrazo que seguía uniéndolos y esperaba con prudencia el momento adecuado para operar, ya fuera tratando de escapar o compinchándose con los miembros de la banda que él conocía y que, de tanto en tanto, le lanzaban miradas de puro entendimiento.
Parece que definitivamente estoy destinado a no ser escuchado –comentó con Aya, en un tono que por una parte se frustraba al máximo y por la otra, trataba de animar la situación, burlándose de su propia desgracia.
Quién sabía si realmente entonces Aya le estaría prestando atención o de nuevo el miedo le impediría albergar otra cosa. No se la podía culpar, estando metida en aquel lío por el que peligraba incluso su vida, pero tampoco a él, teniendo que morderse la lengua hasta en el último momento. Cada catástrofe a su alrededor le alimentaba el hartazgo que sentía por marchar en paz respecto a la experiencia que había sido Aya Kuran en su existencia.
No iba a preguntarle si había pensado en él, si le había echado de menos, ya no le merecía la pena porque no había respuesta errónea, pero tampoco correcta. ¿Y qué, si le había tenido en sus pensamientos? Al final, siempre escogería la opción que estuviera lejos de su presencia, no importaba en qué sentido. ¿Y qué, si ya no pensaba nunca en el cortesano que quiso hacerla feliz antes que nadie y había mentido cuando le aseguró que jamás se olvidaría de él, pasara lo que pasara? Oscar ya se lo esperaría, poco podía sorprenderle a esas alturas.
Tranquila –amenizó, tratando de apaciguarla también ante el problema-, cuando te decía que no permitiría que nadie te hiciera daño, iba completamente en serio.
Se sacó el medallón de Aya del bolsillo, el que llevaba la foto de su nuevo prometido, que con el forcejeo se le había caído y que él se había encargado de recuperar del suelo en el último momento, y se lo depositó cuidadosamente en uno de los refugios de su kimono, con aquello transmitiendo simbólicamente que no iba a volver a seguir alimentando más rechazo de su parte. Lo que tuviera que hacer, que lo hiciera, pero ya no más a costa de gastarle los intentos de liberarla. Si no le quería, seguiría su camino. Era lo que llevaba haciendo toda la vida, así que por continuar con la costumbre… ¿qué más daba? No le descubriría nada nuevo.
Tenía que haberlo sospechado él mismo, acostumbrado como se encontraba a toda clase de pillerías, desde las más inofensivas a las más mezquinas, pero no le habían cogido en su mejor momento, incluso cuando tenía más que claro su parecer ante el comportamiento que le había estado mostrando Aya. Seguía sin hacerle gracia que las cosas fueran de esa manera, pero para qué engañarse, llevaban renegando de él desde que había puesto sus pies en el mundo, ya fuera directa o indirectamente, por un motivo u otro, con una sonrisa o un escupitajo. Y ver cómo la muchacha no le prestaba una verdadera atención se merecía el suspiro más profundo de la historia de la humanidad, sección sobrenatural incluida.
Al menos, no tardó en comprobar que estaba justificado al descubrir, al mismo tiempo que la muchacha, que acababan de tenderles una emboscada. Cuando los asaltantes tiraron de Aya para separarles, otros tiraron de él también para sacarlo de la otra puerta del carruaje. En mitad de la oscuridad, trató de distinguir el mayor número de caras que le fue posible y las carcajadas de más de un cerdo le hicieron identificar a varias personas que le eran conocidas. Desde pequeño se había movido por la pestilencia y horripilación de barrios oscuros y gentes más oscuras todavía, pero incluso ahí había podido encontrar más luz que en mansiones aterciopeladas o calles de clase alta. Concretamente, no era el caso de aquellos forajidos, no de su jefe ni de la cuadrilla como ente general, por lo menos, pero sí de algunos individuos sueltos. En París no se había relacionado con ambientes diferentes, de manera que resultaba fácil para él haber tratado ya con unos cuantos, y la mayoría le debían favores, no sólo por haber apañado encuentros más baratos de lo que sería lógico en el burdel con compañeras y compañeros de profesión, sino también por haberles facilitado información sobre lugares y señores de monóculo roto más sencillos de convertirse en su punto de mira. No le harían daño, Oscar les resultaba demasiado útil e, incluso y aunque aquellos motivos ya no le resultaran más agradables, llegó a sentir cómo en mitad del camino hacia la cueva, alguno que otro le susurraba a la oreja intenciones nada… contenidas. En fin… Quedaba el monótono consuelo de que el cortesano ya había escuchado de todo.
Recibió a Aya en sus brazos cuando finalmente se reencontraron en aquella especie de guarida y poco a poco, ambos se refugiaron en un rincón del rocoso lugar, apartado de los bandidos, pero perfectamente vigilado por éstos. A medida que las velas que allí tenían prendidas se iban consumiendo dada la extensa, pero lacónica duración de la noche, la mayoría se fueron a dormir, siempre con alguien que montara guardia para no dejarles escapar. Aun así, a medida que pasaban las horas, cada vez estaban más distraídos, algunos incluso daban rápidas cabezadas y otros se ponían a jugar a las cartas entre ellos. No había realmente una completa atención posada en los dos rehenes, pero Oscar mecía a Aya suavemente en el abrazo que seguía uniéndolos y esperaba con prudencia el momento adecuado para operar, ya fuera tratando de escapar o compinchándose con los miembros de la banda que él conocía y que, de tanto en tanto, le lanzaban miradas de puro entendimiento.
Parece que definitivamente estoy destinado a no ser escuchado –comentó con Aya, en un tono que por una parte se frustraba al máximo y por la otra, trataba de animar la situación, burlándose de su propia desgracia.
Quién sabía si realmente entonces Aya le estaría prestando atención o de nuevo el miedo le impediría albergar otra cosa. No se la podía culpar, estando metida en aquel lío por el que peligraba incluso su vida, pero tampoco a él, teniendo que morderse la lengua hasta en el último momento. Cada catástrofe a su alrededor le alimentaba el hartazgo que sentía por marchar en paz respecto a la experiencia que había sido Aya Kuran en su existencia.
No iba a preguntarle si había pensado en él, si le había echado de menos, ya no le merecía la pena porque no había respuesta errónea, pero tampoco correcta. ¿Y qué, si le había tenido en sus pensamientos? Al final, siempre escogería la opción que estuviera lejos de su presencia, no importaba en qué sentido. ¿Y qué, si ya no pensaba nunca en el cortesano que quiso hacerla feliz antes que nadie y había mentido cuando le aseguró que jamás se olvidaría de él, pasara lo que pasara? Oscar ya se lo esperaría, poco podía sorprenderle a esas alturas.
Tranquila –amenizó, tratando de apaciguarla también ante el problema-, cuando te decía que no permitiría que nadie te hiciera daño, iba completamente en serio.
Se sacó el medallón de Aya del bolsillo, el que llevaba la foto de su nuevo prometido, que con el forcejeo se le había caído y que él se había encargado de recuperar del suelo en el último momento, y se lo depositó cuidadosamente en uno de los refugios de su kimono, con aquello transmitiendo simbólicamente que no iba a volver a seguir alimentando más rechazo de su parte. Lo que tuviera que hacer, que lo hiciera, pero ya no más a costa de gastarle los intentos de liberarla. Si no le quería, seguiría su camino. Era lo que llevaba haciendo toda la vida, así que por continuar con la costumbre… ¿qué más daba? No le descubriría nada nuevo.
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Re: La última noche ~Óscar~
Sonreí a Osgar ante su gesto gentil al devolverme la pieza que Kou me había regalado, pues de perderla, me supondría un problema considerable. Despegué mis labios para decirle que todo saldría bien si permanecíamos unidos y luchábamos contra ellos juntos, pero entonces, uno de los que hacía guardia pareció iluminársele una idea y se dirigió hacia nosotros con una botella de ron en una mano y una sonrisa divertida en el rostro.
- ¡Entretennos!- vociferó el bandido, tomándome del brazo para arrancarme del abrazo protector de Osgar, a quién le dediqué una mirada aterrorizada mientras yo era arrastrada hacia los confines de la gruta.
Allí, con unos cuatro varones ebrios y risueños, me incitaron a que les bailara alguna pieza de mi tierra, por lo que acepté por un único objetivo: distraerles. Así, inicié unos movimientos sin música, lentos y concisos, aprovechando un momento para realizar un gesto con la cabeza que dirigí a Oscar, instándole a que aprovechara la situación que mantenía bajo control por medio de un baile para que así, él pudiera escapar y respirar pronto la libertad.
- ¡Quitáte la ropa, hermosura!- gritaron varios, a los que ignoré descaradamente durante el tiempo en el que su paciencia se iba agotando, momento en el que uno de ellos avanzó hacia mí para golpearme el rostro y, desestabilizada, caí al suelo rocoso de la cueva, torpeza que el hombre no desaprovechó y se abalanzó sobre mí cuál fiera hambrienta, buscando mi cuello para lamerlo, divertido, mientras yo forcejeaba bajo su robusto cuerpo.
Pero fue cuando una de sus gruesas y sucias manos se internaba por mi muslo ahora al descubierto, que le propiné un fuerte rodillazo en su entrepierna que le hizo aullar y caer a mi lado, adolorido. Di un brinco y me puse en guardia, pues sus compinches ahora me miraban iracundos, algunos incluso entretenidos por lo que podía suceder ahora. Aquellos que estaban dormidos se habían despertado por el alboroto y buscaban a tientas sus armas, empuñándolas, decididos a llevar a cabo una carnicería.
Por el rabillo del ojo miré en dirección dónde se encontraba Osgar, rezando para no encontrarle allí y saber que había podido escapar. Y no, allí no estaba, por lo que respiré aliviada y entonces, miré a mis adversarios antes de rasguñar el kimono para permitirme más ágiles movimientos, decidida a salir de allí viva y por mi propio pie.
- ¡Entretennos!- vociferó el bandido, tomándome del brazo para arrancarme del abrazo protector de Osgar, a quién le dediqué una mirada aterrorizada mientras yo era arrastrada hacia los confines de la gruta.
Allí, con unos cuatro varones ebrios y risueños, me incitaron a que les bailara alguna pieza de mi tierra, por lo que acepté por un único objetivo: distraerles. Así, inicié unos movimientos sin música, lentos y concisos, aprovechando un momento para realizar un gesto con la cabeza que dirigí a Oscar, instándole a que aprovechara la situación que mantenía bajo control por medio de un baile para que así, él pudiera escapar y respirar pronto la libertad.
- ¡Quitáte la ropa, hermosura!- gritaron varios, a los que ignoré descaradamente durante el tiempo en el que su paciencia se iba agotando, momento en el que uno de ellos avanzó hacia mí para golpearme el rostro y, desestabilizada, caí al suelo rocoso de la cueva, torpeza que el hombre no desaprovechó y se abalanzó sobre mí cuál fiera hambrienta, buscando mi cuello para lamerlo, divertido, mientras yo forcejeaba bajo su robusto cuerpo.
Pero fue cuando una de sus gruesas y sucias manos se internaba por mi muslo ahora al descubierto, que le propiné un fuerte rodillazo en su entrepierna que le hizo aullar y caer a mi lado, adolorido. Di un brinco y me puse en guardia, pues sus compinches ahora me miraban iracundos, algunos incluso entretenidos por lo que podía suceder ahora. Aquellos que estaban dormidos se habían despertado por el alboroto y buscaban a tientas sus armas, empuñándolas, decididos a llevar a cabo una carnicería.
Por el rabillo del ojo miré en dirección dónde se encontraba Osgar, rezando para no encontrarle allí y saber que había podido escapar. Y no, allí no estaba, por lo que respiré aliviada y entonces, miré a mis adversarios antes de rasguñar el kimono para permitirme más ágiles movimientos, decidida a salir de allí viva y por mi propio pie.
Edgar Dagson- Vampiro Clase Alta
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Re: La última noche ~Óscar~
Desde luego que toda aquella mala suerte del diablo que había vuelto a interponerse entre ellos mereció la pena de golpe cuando Oscar pudo comprobar la reacción de Aya ante el maltrato de los bandidos. Aquella Aya de entonces parecía mucho más resuelta y, por descontado, más decidida que la que se dejó cicatriz en mitad de las calles tras conocerle o la que se desplomó desnuda sobre él accidentalmente en el burdel. Le había sorprendido para bien después del terrible sabor de boca que le alimentaba constantemente desde su separación y en mitad de aquel continuo caos logró esbozar una sonrisa de medio lado. No únicamente porque le gustara esa nueva faceta en la geisha, sino porque a pesar de todo la muchacha seguía en las mismas, y es que parecía encantarle creer que Oscar podía dejarla sola. Si nunca había conseguido que entendiera todavía lo que había pretendido siempre a su lado, mucho menos iba a abandonarla ante un evidente peligro. Ni siquiera él solo podría tumbar a todo ese número, evidentemente superior, de moles de carne que les retenían. Así que aprovechó que unos cuantos estaban pendientes de Aya para comunicarse con los pocos miembros de aquella banda que tenía de su parte.
Entre las sombras que se creaban en torno a la japonesa y sus fieros atacantes que ahora le daban la espalda a él y a sus repentinos aliados, lograron tramar una veloz estratagema que empezaba con Oscar abandonando momentáneamente la cueva y escondiéndose tras unos matorrales que había próximos y que le ofrecían un campo de visión sobre lo que ocurría considerable. Luego de aquello, los esbirros con los que ahora el cortesano se cobraba la deuda de tantos años de complicidad se unieron falsamente a la caza de Aya, de tal atolondrada manera que además de desconcertar a los que sí tenían malas intenciones, lograron acorralar a la chica lo suficiente como para guiar sus movimientos hacia la salida y que tanto ella como el resto pensaran que había conseguido escapar por su propia cuenta. En la persecución que se inició para pararle los pies a la fugitiva, algunos también tropezaron apropósito entre sí y de ese modo dificultaron el paso a los que sí querían apresarla, el tiempo suficiente para que Aya abandonara definitivamente la cueva y contara con más minutos de ventaja.
Oscar surgió de su escondrijo en el preciso instante en que ella cruzó por su lado y le agarró seguidamente de la mano sin esperar siquiera a que la joven se recuperara del susto de verlo aparecer de la nada. Apretó con fuerza sus dedos, tanto para apremiarla como para darle fuerzas, y corrieron juntos sin dejarse una sola gota de sudor ni un solo exhalo de aire en la huida. Corrieron y corrieron y corrieron aún más, a través del bosque y su intrigante oscuridad. De tanto en tanto, el chico echaba miradas furtivas hacia atrás y para tranquilizar a la extrañeza de Aya, le explicaba brevemente lo que había planeado en la cueva con aquellos pocos componentes del delincuente grupo que conocía de antes y que habían podido ayudarles a huir de la forma más discreta posible. Después de haberse asegurado que habían dejado a sus perseguidores muy, muy, muy atrás, siguieron corriendo más y más y más y finalmente, Oscar chocó apropósito un costado de su cuerpo contra un árbol y así pudieron frenar de súbito, chocando Aya sucesivamente con su torso y refugiándose en él. De ese modo, se dejaron arrasar por la frenética sacudida que bombeaba sus corazones y alientos, y no se decidieron a mirarse de nuevo hasta que notaron que recuperaban el pulso al mismo tiempo.
Bueno… –expulsó como jodidamente pudo- Y ahora sólo nos queda una buena caminata de regreso a la ciudad
Entre las sombras que se creaban en torno a la japonesa y sus fieros atacantes que ahora le daban la espalda a él y a sus repentinos aliados, lograron tramar una veloz estratagema que empezaba con Oscar abandonando momentáneamente la cueva y escondiéndose tras unos matorrales que había próximos y que le ofrecían un campo de visión sobre lo que ocurría considerable. Luego de aquello, los esbirros con los que ahora el cortesano se cobraba la deuda de tantos años de complicidad se unieron falsamente a la caza de Aya, de tal atolondrada manera que además de desconcertar a los que sí tenían malas intenciones, lograron acorralar a la chica lo suficiente como para guiar sus movimientos hacia la salida y que tanto ella como el resto pensaran que había conseguido escapar por su propia cuenta. En la persecución que se inició para pararle los pies a la fugitiva, algunos también tropezaron apropósito entre sí y de ese modo dificultaron el paso a los que sí querían apresarla, el tiempo suficiente para que Aya abandonara definitivamente la cueva y contara con más minutos de ventaja.
Oscar surgió de su escondrijo en el preciso instante en que ella cruzó por su lado y le agarró seguidamente de la mano sin esperar siquiera a que la joven se recuperara del susto de verlo aparecer de la nada. Apretó con fuerza sus dedos, tanto para apremiarla como para darle fuerzas, y corrieron juntos sin dejarse una sola gota de sudor ni un solo exhalo de aire en la huida. Corrieron y corrieron y corrieron aún más, a través del bosque y su intrigante oscuridad. De tanto en tanto, el chico echaba miradas furtivas hacia atrás y para tranquilizar a la extrañeza de Aya, le explicaba brevemente lo que había planeado en la cueva con aquellos pocos componentes del delincuente grupo que conocía de antes y que habían podido ayudarles a huir de la forma más discreta posible. Después de haberse asegurado que habían dejado a sus perseguidores muy, muy, muy atrás, siguieron corriendo más y más y más y finalmente, Oscar chocó apropósito un costado de su cuerpo contra un árbol y así pudieron frenar de súbito, chocando Aya sucesivamente con su torso y refugiándose en él. De ese modo, se dejaron arrasar por la frenética sacudida que bombeaba sus corazones y alientos, y no se decidieron a mirarse de nuevo hasta que notaron que recuperaban el pulso al mismo tiempo.
Bueno… –expulsó como jodidamente pudo- Y ahora sólo nos queda una buena caminata de regreso a la ciudad
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: La última noche ~Óscar~
Sonreí cómplice a Óscar, aun aferrada a su mano mientras caminábamos ahora de forma más sosegada, recuperando el aliento perdido debido a la carrera que habíamos llevado a cabo con tal de escapar de aquellos bandidos.
- Si seguimos el río llegaremos a París sin perdernos.- señalé a mi acompañante, tirando de su mano para llevarle hacia dónde podía escucharse el rumor del agua azorar las rocas de su orilla, dando un pequeño brinco de alegría al llegar hasta aquél punto, soltando entonces la mano de Óscar para acercarme hacia un tronco de árbol cortado, fijándome en sus anillos concéntricos a partir de los cuales pude averiguar el Norte.- Nunca pensé que utilizaría los conocimientos de supervivencia que mi señor Diétrich me enseñó.- reí de repente ante la mirada interrogante de Óscar, a quién volví a tomar de la mano para guiarle, algo dificultoso por la oscuridad de la noche que ya se había cernido sobre nuestras cabezas y que pronto me arrancó un quejido, pues algunas chispas de agua me caían ya sobre mi mejilla, obligándonos a aligerar el paso con tal de evitar la tormenta en aquél bosque infinito.- ¡Oh, mire! ¡Luces!- grité entonces, indicando con mi dedo índice un par de luces tenues que se distinguían entre la maleza, no muy lejos de dónde nos encontrábamos.
Miré a Óscar y él asintió, por lo que ambos nos dirigimos -entra la ya fiera tempestad que nos había dejado empapados y tiritando de frío- hacia aquél paraje, deteniéndonos frente a una pequeña casa de madera y rodeada por una valla del mismo material, fácil de saltar por cierto. Nos inmiscuímos en aquella propiedad y corrimos hacia el porche para repicar con mis nudillos contra aquella puerta que sin que nadie lo hiciera, sola se abrió entre crujidos. Eché una mirada desconfiada a mi compañero antes de empujar la puerta y entrar en aquella estancia que parecía ser un vestíbulo, pequeño pero acogedor. El polvo se amontonaba en cada rinón y cuando más concentrada estaba en cada detalle, el fuerte sonido de la puerta al cerrarse me arrancó un grito, fulminando momentáneamente a Óscar que había sido el último en entrar. No obstante, al volver la vista al frente, tuve que retroceder de un brinco ante la aparición de una anciana que no medía más de un metro de altura, llevando consigo un candelabro con el que nos iluminaba ahora y nos escrutaba en silencio tras aquellos sucios y redondeados lentes. Al fin, sus labios pequeños y arrugados se abrieron y mostraron una boca ya sin dientes, escupiendo al hablar.
- Lo sentimos, señora... Nos... Nos hemos perdido y pensábamos... Queríamos pedirle si nos permitiría pasar la noche aquí.- le pedí, adelantándome a sus palabras y mostrando mi semblante suplicante, acuclillándome incluso ante ella para quedar así a su altura.
La anciana parecía titubear, pero finalmente asintió y nos dio la espalda ante nuestra mirada confusa, guiándonos escaleras arriba hacia una habitación, pequeña y abandonada, cubierta de telarañas y polvo, sin más ventilación que una pequeña ventana demasiado alta por la que poder mirar. Suspiré y cuando quise girarme para agradecerle su hospitalidad, ella ya no se encontraba en aquella sala, la puerta estaba cerrada y Óscar y yo nos encontrábamos a solas en aquella sala en la que ni siquiera había una cama.
- Si seguimos el río llegaremos a París sin perdernos.- señalé a mi acompañante, tirando de su mano para llevarle hacia dónde podía escucharse el rumor del agua azorar las rocas de su orilla, dando un pequeño brinco de alegría al llegar hasta aquél punto, soltando entonces la mano de Óscar para acercarme hacia un tronco de árbol cortado, fijándome en sus anillos concéntricos a partir de los cuales pude averiguar el Norte.- Nunca pensé que utilizaría los conocimientos de supervivencia que mi señor Diétrich me enseñó.- reí de repente ante la mirada interrogante de Óscar, a quién volví a tomar de la mano para guiarle, algo dificultoso por la oscuridad de la noche que ya se había cernido sobre nuestras cabezas y que pronto me arrancó un quejido, pues algunas chispas de agua me caían ya sobre mi mejilla, obligándonos a aligerar el paso con tal de evitar la tormenta en aquél bosque infinito.- ¡Oh, mire! ¡Luces!- grité entonces, indicando con mi dedo índice un par de luces tenues que se distinguían entre la maleza, no muy lejos de dónde nos encontrábamos.
Miré a Óscar y él asintió, por lo que ambos nos dirigimos -entra la ya fiera tempestad que nos había dejado empapados y tiritando de frío- hacia aquél paraje, deteniéndonos frente a una pequeña casa de madera y rodeada por una valla del mismo material, fácil de saltar por cierto. Nos inmiscuímos en aquella propiedad y corrimos hacia el porche para repicar con mis nudillos contra aquella puerta que sin que nadie lo hiciera, sola se abrió entre crujidos. Eché una mirada desconfiada a mi compañero antes de empujar la puerta y entrar en aquella estancia que parecía ser un vestíbulo, pequeño pero acogedor. El polvo se amontonaba en cada rinón y cuando más concentrada estaba en cada detalle, el fuerte sonido de la puerta al cerrarse me arrancó un grito, fulminando momentáneamente a Óscar que había sido el último en entrar. No obstante, al volver la vista al frente, tuve que retroceder de un brinco ante la aparición de una anciana que no medía más de un metro de altura, llevando consigo un candelabro con el que nos iluminaba ahora y nos escrutaba en silencio tras aquellos sucios y redondeados lentes. Al fin, sus labios pequeños y arrugados se abrieron y mostraron una boca ya sin dientes, escupiendo al hablar.
- Lo sentimos, señora... Nos... Nos hemos perdido y pensábamos... Queríamos pedirle si nos permitiría pasar la noche aquí.- le pedí, adelantándome a sus palabras y mostrando mi semblante suplicante, acuclillándome incluso ante ella para quedar así a su altura.
La anciana parecía titubear, pero finalmente asintió y nos dio la espalda ante nuestra mirada confusa, guiándonos escaleras arriba hacia una habitación, pequeña y abandonada, cubierta de telarañas y polvo, sin más ventilación que una pequeña ventana demasiado alta por la que poder mirar. Suspiré y cuando quise girarme para agradecerle su hospitalidad, ella ya no se encontraba en aquella sala, la puerta estaba cerrada y Óscar y yo nos encontrábamos a solas en aquella sala en la que ni siquiera había una cama.
Edgar Dagson- Vampiro Clase Alta
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Re: La última noche ~Óscar~
Oscar echó un rápido vistazo a la estancia y frunció el ceño, bastante reacio a descansar sus pasos allí. Prefería de buen grado haber acampado en algún lugar aleatorio del bosque hasta que se hiciera de día, donde pudieran quedar más seguros y con opciones a una huída más abierta que si lo hacían en una casa localizable y en la que sería sencillo acorralarles, si daban con ellos. Aya no estaba en todo, aunque tampoco la culpaba, él no iba a proclamarse como el héroe de turno que supiera qué hacer en cada situación difícil, aunque mira que por el momento no se le daba mal. Lo mismo se podía decir de ella, al menos respecto a la iniciativa y el arrojo que había demostrado en la cueva. Un cambio agradable en su repertorio, sin lugar a dudas, y era algo de agradecer, teniendo en cuenta la de resquemor que el muchacho arrastraba a causa de su experiencia con la asiática.
La abuelita se ha herniado, desde luego –comentó con una ceja enarcada, todavía mirando de reojo a la puerta donde dicha anciana había desaparecido. Lo primero que hizo fue acercarse a la ventana, que una vez frente a ella no se descubría tan alta para la estatura del hombre y la abrió del todo, vigilando la zona desde allí. Tenía unas vistas lo bastante altas como para poder saltar a uno de tantos árboles que rodeaban la vivienda y fichó un hueco libre entre las ramas que había próximas-. No me gusta esta casa, ni su ‘anfitriona’. Además, no podemos fiarnos de nadie ahora mismo, lo importante es llegar a París cuanto antes. Yo no me pararía ni a dormir, pero si tú estás cansada, no se hable más –murmuró, en tanto analizaba cada espacio sin darse un respiro.
Sentenciándolo así, extendió una de sus manos hacia la chica para ayudarla a poder subir donde estaba él, y como necesitaba dejarle espacio, pues el alfeizar era muy enjuto para dos personas, dio el primer saltó y se colgó de la rama del árbol, bastante resistente, como le había parecido comprobar de lejos. Desde allí, sirvió de un apoyo más contundente para que Aya cruzara también y de ese modo, treparon a su nuevo escondrijo, que aunque a la intemperie, se presentaba mucho más acogedor que aquella estancia en la que prácticamente les habían encerrado. Y no, ya habían tenido suficientes carceleros por una noche.
Poco a poco y entre rama y rama, los dos jóvenes fueron moviéndose por los árboles cual mandriles, alejándose de la sombría casa y siguiendo en todo momento el curso del río. Una cosa positiva sacaban de haber entrado en el castillo del terror: les había servido como nexo para descubrir lo buena aliada que podía ser la naturaleza en aquella situación extrema. Así que continuaron visitando nuevos nidos de pájaros hasta que definitivamente se asentaron en el árbol más mullidito. Invirtieron unos cuantos minutos volviendo habitables los pocos rincones incómodos que habían y finalmente, Aya se recostó para empezar a descansar y Oscar montó la primera guardia. Él se había sentado en la rama que se alzaba sobre el río, con una pierna colgando y la otra flexionada sobre la madera, y su imagen gallarda que reflejaba el agua temblorosa contra la luz de la luna volvían aquella escena un cuadro de bohemia digno de conservar, aunque sólo fuera en la memoria.
Transcurrió un poco más de tiempo así, en silencio, alerta y, al mismo tiempo, pensando en la mujer que lo había metido en todo eso. En un momento anterior, la había escuchado comentar cosas de ‘su señor Diétrich’ con toda naturalidad, muestra del poco tacto que demostraba en presencia del polaco y del motivo principal por el que había ido a verla una última vez. Seguramente no lo habría hecho con mala intención, pero si se dejaba guiar por eso, pocas cosas había hecho Aya con mala intención y eso le ponía todavía más de los nervios. De repente, le pareció que volvía a encontrarse en aquella noche en que la marcaron a latigazos y él la atendió en su piso, con la rama como sustitución a la ventana y de nuevo junto a la geisha dormida que lo abandonaría con insistencia, fuera cual fuera el parecer de Oscar.
Se volvió ligeramente hacia la japonesa y descubrió que aquella vez aún no se había dejado embargar por el sueño, cosa que entendía dada la tensión que debía de continuar en su cuerpo y lo aprovechó para hablarle de una vez por todas, ya sin ninguna intención de ser interrumpido por nada.
¿Algún día dejarás de atraer situaciones para esquivar el tema? –pronunció, y no lo hizo con un tono acusador ni agresivo, sino igual de cansado que en el carruaje, prácticamente apático. Esperó a que ella le buscara la mirada y se la mantuvo durante unos segundos, firme, poderosa, enteramente valiosa. Dueña de un poderío que la muchacha jamás se atrevería a interpretar- Intentaba despedirme, Aya –le dijo, porque cuando trataba de transmitirle el valor de la libertad, fallaba, y cuando quería desentenderse al fin, también-. Tu continuo rechazo no me ha dejado otra opción.
Después de hablar, no suspiró, llevaba anteponiéndose a todos los baches que le encasquetaba la existencia desde que tenía uso de razón y aquel ya tenía cicatriz. Sí desvió los ojos para perderlos en la lejanía que ofrecía aquella posición privilegiada e inhaló el bálsamo agradecido que le brindaban la fauna y la flora, quienes sí parecían comprenderlo en su cruda travesía.
La abuelita se ha herniado, desde luego –comentó con una ceja enarcada, todavía mirando de reojo a la puerta donde dicha anciana había desaparecido. Lo primero que hizo fue acercarse a la ventana, que una vez frente a ella no se descubría tan alta para la estatura del hombre y la abrió del todo, vigilando la zona desde allí. Tenía unas vistas lo bastante altas como para poder saltar a uno de tantos árboles que rodeaban la vivienda y fichó un hueco libre entre las ramas que había próximas-. No me gusta esta casa, ni su ‘anfitriona’. Además, no podemos fiarnos de nadie ahora mismo, lo importante es llegar a París cuanto antes. Yo no me pararía ni a dormir, pero si tú estás cansada, no se hable más –murmuró, en tanto analizaba cada espacio sin darse un respiro.
Sentenciándolo así, extendió una de sus manos hacia la chica para ayudarla a poder subir donde estaba él, y como necesitaba dejarle espacio, pues el alfeizar era muy enjuto para dos personas, dio el primer saltó y se colgó de la rama del árbol, bastante resistente, como le había parecido comprobar de lejos. Desde allí, sirvió de un apoyo más contundente para que Aya cruzara también y de ese modo, treparon a su nuevo escondrijo, que aunque a la intemperie, se presentaba mucho más acogedor que aquella estancia en la que prácticamente les habían encerrado. Y no, ya habían tenido suficientes carceleros por una noche.
Poco a poco y entre rama y rama, los dos jóvenes fueron moviéndose por los árboles cual mandriles, alejándose de la sombría casa y siguiendo en todo momento el curso del río. Una cosa positiva sacaban de haber entrado en el castillo del terror: les había servido como nexo para descubrir lo buena aliada que podía ser la naturaleza en aquella situación extrema. Así que continuaron visitando nuevos nidos de pájaros hasta que definitivamente se asentaron en el árbol más mullidito. Invirtieron unos cuantos minutos volviendo habitables los pocos rincones incómodos que habían y finalmente, Aya se recostó para empezar a descansar y Oscar montó la primera guardia. Él se había sentado en la rama que se alzaba sobre el río, con una pierna colgando y la otra flexionada sobre la madera, y su imagen gallarda que reflejaba el agua temblorosa contra la luz de la luna volvían aquella escena un cuadro de bohemia digno de conservar, aunque sólo fuera en la memoria.
Transcurrió un poco más de tiempo así, en silencio, alerta y, al mismo tiempo, pensando en la mujer que lo había metido en todo eso. En un momento anterior, la había escuchado comentar cosas de ‘su señor Diétrich’ con toda naturalidad, muestra del poco tacto que demostraba en presencia del polaco y del motivo principal por el que había ido a verla una última vez. Seguramente no lo habría hecho con mala intención, pero si se dejaba guiar por eso, pocas cosas había hecho Aya con mala intención y eso le ponía todavía más de los nervios. De repente, le pareció que volvía a encontrarse en aquella noche en que la marcaron a latigazos y él la atendió en su piso, con la rama como sustitución a la ventana y de nuevo junto a la geisha dormida que lo abandonaría con insistencia, fuera cual fuera el parecer de Oscar.
Se volvió ligeramente hacia la japonesa y descubrió que aquella vez aún no se había dejado embargar por el sueño, cosa que entendía dada la tensión que debía de continuar en su cuerpo y lo aprovechó para hablarle de una vez por todas, ya sin ninguna intención de ser interrumpido por nada.
¿Algún día dejarás de atraer situaciones para esquivar el tema? –pronunció, y no lo hizo con un tono acusador ni agresivo, sino igual de cansado que en el carruaje, prácticamente apático. Esperó a que ella le buscara la mirada y se la mantuvo durante unos segundos, firme, poderosa, enteramente valiosa. Dueña de un poderío que la muchacha jamás se atrevería a interpretar- Intentaba despedirme, Aya –le dijo, porque cuando trataba de transmitirle el valor de la libertad, fallaba, y cuando quería desentenderse al fin, también-. Tu continuo rechazo no me ha dejado otra opción.
Después de hablar, no suspiró, llevaba anteponiéndose a todos los baches que le encasquetaba la existencia desde que tenía uso de razón y aquel ya tenía cicatriz. Sí desvió los ojos para perderlos en la lejanía que ofrecía aquella posición privilegiada e inhaló el bálsamo agradecido que le brindaban la fauna y la flora, quienes sí parecían comprenderlo en su cruda travesía.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: La última noche ~Óscar~
Suspiré profundamente, cerrando los ojos con pesar, manteniéndolos así durante varios segundos, espero quizás que al abrir los párpados todo aquello fuera un sueño del que despertaría quizás sin aliento, pues lo cierto es que la adrenalina aun corría por mis venas e impedía que el sueño me embriagara.
No, aquello no era un sueño o una ilusión, ni siquiera un recuerdo de algo que hubiera sucedido tiempo atrás, aunque Osgar siempre me transmitía aquella sensación, era como si hubieran pasado años desde nuestro primer encuentro, casi toda una vida de jugar al gato y al ratón, incapaz de dejarme llevar pos unos sentimientos prohibidos hacia él, y él incapaz de dejarme marchar de su lado. Pero todo juego termina con la última ficha y ésta se resumía en aquella noche, en aquél instante, en el preciso momento en el que Osgar se despedía al fin, tirando la toalla.
Y me sentí como un saco de basura maloliente, pues ante sus palabras me embargó un sabor agridulce en el paladar, sin poder descifrarme a mí misma, sin comprender si aquello era lo que realmente siempre había deseado o si por lo contrario, me dolía aquél adiós.
Siempre me había dicho "no voy a volver", "no sentiré", "no debo pensar"... Pero luego su mirada derrumbaba aquellos cimientos y simplemente no podía negarme, hasta que un nuevo latigazo de la realidad y aquella cobardía que me caracterizaba me hacía huir como el ladrón que busca en las sábanas ajenas.
¿Será que nunca podría olvidarle? ¿Que de algún modo, siempre le pertenecería? ¿Que era precisamente su fuerza la que despertaba un corazón redimido como el mío?
Abrí mis ojos y mordí mis labios en cuanto su mirada y la mía se encontraron en el silencio de aquella noche, oyendo la voz de mis pensamientos sin escucharles siquiera, cazando palabras sueltas como... te perdió... siempre está ahí... testigos... amor... se nos fue... adiós... final... nada entre los dos... el dolor... nadie dijo perdón... se va... nuestro sol se apagó... inútil... recuerdos... acercarse... para despedirse...
- Nunca quise lastimarte, Osgar.- susurré con un visible atisbo de vergüenza hacia mi persona, hacia mis actos y aquella cárcel que era mi mente y de la que siempre quise alejar de él, pues no deseaba sumirle en la misma condena que a mí me sentenciaba.- Pero si esto es una despedida... quiero hacerlo de modo que borremos este sabor amargo del momento.
Dejé que mi voz se quebrara ante las últimas palabras y estiré mis manos trémulas hacia su rostro, deslizando por sus contornos marcados las yemas de mis dedos en apenas un suave roce. Poco a poco, como si el tiempo se hubiera detenido entre los dos, fui recortando distancias hasta depositar sobre su boca un tímido beso, fugaz aunque tierno, alejándome lo suficiente para poder apoyar mi frente contra la suya, manteniendo su mirada centellante en la negrura.
- Este será nuestro punto y final.- balbuceé entrecortadamente, alegrándome que fuera de noche para que no contemplara cómo el rubor adornaba mi rostro.
No, aquello no era un sueño o una ilusión, ni siquiera un recuerdo de algo que hubiera sucedido tiempo atrás, aunque Osgar siempre me transmitía aquella sensación, era como si hubieran pasado años desde nuestro primer encuentro, casi toda una vida de jugar al gato y al ratón, incapaz de dejarme llevar pos unos sentimientos prohibidos hacia él, y él incapaz de dejarme marchar de su lado. Pero todo juego termina con la última ficha y ésta se resumía en aquella noche, en aquél instante, en el preciso momento en el que Osgar se despedía al fin, tirando la toalla.
Y me sentí como un saco de basura maloliente, pues ante sus palabras me embargó un sabor agridulce en el paladar, sin poder descifrarme a mí misma, sin comprender si aquello era lo que realmente siempre había deseado o si por lo contrario, me dolía aquél adiós.
Siempre me había dicho "no voy a volver", "no sentiré", "no debo pensar"... Pero luego su mirada derrumbaba aquellos cimientos y simplemente no podía negarme, hasta que un nuevo latigazo de la realidad y aquella cobardía que me caracterizaba me hacía huir como el ladrón que busca en las sábanas ajenas.
¿Será que nunca podría olvidarle? ¿Que de algún modo, siempre le pertenecería? ¿Que era precisamente su fuerza la que despertaba un corazón redimido como el mío?
Abrí mis ojos y mordí mis labios en cuanto su mirada y la mía se encontraron en el silencio de aquella noche, oyendo la voz de mis pensamientos sin escucharles siquiera, cazando palabras sueltas como... te perdió... siempre está ahí... testigos... amor... se nos fue... adiós... final... nada entre los dos... el dolor... nadie dijo perdón... se va... nuestro sol se apagó... inútil... recuerdos... acercarse... para despedirse...
- Nunca quise lastimarte, Osgar.- susurré con un visible atisbo de vergüenza hacia mi persona, hacia mis actos y aquella cárcel que era mi mente y de la que siempre quise alejar de él, pues no deseaba sumirle en la misma condena que a mí me sentenciaba.- Pero si esto es una despedida... quiero hacerlo de modo que borremos este sabor amargo del momento.
Dejé que mi voz se quebrara ante las últimas palabras y estiré mis manos trémulas hacia su rostro, deslizando por sus contornos marcados las yemas de mis dedos en apenas un suave roce. Poco a poco, como si el tiempo se hubiera detenido entre los dos, fui recortando distancias hasta depositar sobre su boca un tímido beso, fugaz aunque tierno, alejándome lo suficiente para poder apoyar mi frente contra la suya, manteniendo su mirada centellante en la negrura.
- Este será nuestro punto y final.- balbuceé entrecortadamente, alegrándome que fuera de noche para que no contemplara cómo el rubor adornaba mi rostro.
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Re: La última noche ~Óscar~
Había olvidado el sabor de los labios de Aya. O el rencor y el cariz añejo con el que empezaba a aceptar la clausura le habían obligado a olvidarlo, pero el caso es que ya apenas lo recordaba, incluso después de recibir aquel beso seguía pensando más en eso que en el contacto en sí. No podía evitarlo, llevaba demasiado tiempo con aquella frustración de fondo y ahora que por fin recibía algo de reconocimiento físico, no bastaba para borrar su quemazón. Pero al menos, notaba la llegada de la paz muchísimo más cercana. El resquemor iba perdiendo poco a poco su esencia.
Sé que nunca quisiste hacerme daño –respondió, entonces sin apartar su mirada ni un instante de la grácil y temblorosa figura de la geisha entre la oscuridad-. De hecho, ésa es una de las razones que hacen esto más difícil.
Irónico, sí. No importan los motivos por los que una relación humana se rompe, porque incluso cuando no se tiene intención, siempre van a doler. Nunca en esta vida hay un buen momento para esa clase de situaciones, eso lo había aprendido con ella. Y por muy pronunciada que hubiera llegado a ser la decepción, el fracaso, la sensación de pérdida y soledad, seguía teniendo claro que no la odiaba, que Aya era una buena persona digna de seguir contando con su apoyo o su amistad. Lo contrario sería un insulto a lo que la chica le había llegado a significar, que no había sido poco, y aunque muchas veces el daño no permitiera ver más allá, Oscar continuaba deseando su bienestar, su libertad. Aya aún la merecía. No se trataba de olvidarla a ella como tal, se trataba de dejarlo ir y superar sus propios sentimientos. Y eso lo iba a hacer (de hecho, ya estaba en ello), habiendo perdonado o no a la japonesa, así que mucho mejor para ambos, si no la mandaba a paseo. Se ahorrarían más dolor, que ya bastante habían soportado.
Oscar asintió ante sus palabras y sin pedir permiso ni avisarlo, se adelantó ahora él y se lanzó a recordar por su propia cuenta el sabor de aquellos labios, reencontrando un poco de la inocencia que los suyos ya habían arrancado hacía tiempo, esta vez eliminando de su propio cuerpo todos los residuos negativos con la impetuosa calidad de sus besos y el regusto adictivo que impregnaba su aliento. Esa mezcla de pasión y firmeza, de nuevo a la entera disposición de la joven, que le caracterizaba y le situaba ante los demás al mismo tiempo, a memorables partes iguales.
Y yo espero que ahora que podemos ser sólo amigos, tengas menos trabas para aceptar mi ayuda en el futuro –pronunció, tras despegar finalmente el contacto y hablar entre sus ojos y sus mejillas-. Para mí has sido importante de verdad, eso siempre voy a tenerlo en cuenta, aunque ahora mismo joda tanto.
Porque si aquella iba a ser su última noche, Aya se la tendría que llevar en la boca.
Sé que nunca quisiste hacerme daño –respondió, entonces sin apartar su mirada ni un instante de la grácil y temblorosa figura de la geisha entre la oscuridad-. De hecho, ésa es una de las razones que hacen esto más difícil.
Irónico, sí. No importan los motivos por los que una relación humana se rompe, porque incluso cuando no se tiene intención, siempre van a doler. Nunca en esta vida hay un buen momento para esa clase de situaciones, eso lo había aprendido con ella. Y por muy pronunciada que hubiera llegado a ser la decepción, el fracaso, la sensación de pérdida y soledad, seguía teniendo claro que no la odiaba, que Aya era una buena persona digna de seguir contando con su apoyo o su amistad. Lo contrario sería un insulto a lo que la chica le había llegado a significar, que no había sido poco, y aunque muchas veces el daño no permitiera ver más allá, Oscar continuaba deseando su bienestar, su libertad. Aya aún la merecía. No se trataba de olvidarla a ella como tal, se trataba de dejarlo ir y superar sus propios sentimientos. Y eso lo iba a hacer (de hecho, ya estaba en ello), habiendo perdonado o no a la japonesa, así que mucho mejor para ambos, si no la mandaba a paseo. Se ahorrarían más dolor, que ya bastante habían soportado.
Oscar asintió ante sus palabras y sin pedir permiso ni avisarlo, se adelantó ahora él y se lanzó a recordar por su propia cuenta el sabor de aquellos labios, reencontrando un poco de la inocencia que los suyos ya habían arrancado hacía tiempo, esta vez eliminando de su propio cuerpo todos los residuos negativos con la impetuosa calidad de sus besos y el regusto adictivo que impregnaba su aliento. Esa mezcla de pasión y firmeza, de nuevo a la entera disposición de la joven, que le caracterizaba y le situaba ante los demás al mismo tiempo, a memorables partes iguales.
Y yo espero que ahora que podemos ser sólo amigos, tengas menos trabas para aceptar mi ayuda en el futuro –pronunció, tras despegar finalmente el contacto y hablar entre sus ojos y sus mejillas-. Para mí has sido importante de verdad, eso siempre voy a tenerlo en cuenta, aunque ahora mismo joda tanto.
Porque si aquella iba a ser su última noche, Aya se la tendría que llevar en la boca.
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