The Ground Beneath Her Feet [Lyuba A. Yumara] (+18)

No sabía ni siquiera de dónde había sacado valor para tal atrevimiento, las formalidades le parecieron absurdas, sólo era eso, necesitaba verla, aunque fuese por última vez, saber de ella, cómo estaba, cómo iba su nueva vida. Una vez que terminó la escueta nota, la dobló, llamó a László, el chico cambiaformas que hacía la suerte de mensajero y le dijo que fuera al campamento gitano a dejársela a ella, y a nadie más. Cómo se atrevía a entrometerse en su vida, nunca fueron nada, qué le daba ese derecho, era un tonto, era un canalla por irrumpir así en la tranquilidad ajena, pero si no lo hacía sentía que iba a morir, y eso era terrible si se consideraba que de hecho, ya no podía hacerlo.

Observó a László desaparecer tras la puerta y agachó la mirada, ¿arrepentido? Tal vez, pero era ahora o nunca, morir o matar. En cualquier caso, como era la costumbre, a él le tocaba perder, pero al menos quería que ella se lo dijera en la cara, que le dijera cuánto lo despreciaba, para así poder continuar, sino esa cadena lo iba a atar, y ya tenía muchas otras que le impedían moverse y pensar con claridad. No esperaba que fuese de inmediato, es más, sabía que, conociendo a Lyuba, fiera y volátil, era probable que jamás se presentara, pero al menos ya había lanzado su último par de cartas, con la certeza de que no vencería en aquella partida.

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Sus obligaciones ahora eran muchas, demasiadas, lo abrumaban. Sabía que debía tomarse una cosa a la vez, que de la noche a la mañana no iba a sacar a Rusia de la pobreza y desencanto que vivía. No era quien para juzgar a su antecesor en aquel trono, sólo sabía lo que a él le tocaba. Resanar las muchas fisuras del amado Imperio que ahora dirigía. Sumergido en papeles, reuniones diplomáticas y viajes a Rusia cada determinado tiempo, le quedaba muy poco tiempo para pensar en otra cosa. Extrañaba como nada en esa vida y no vida ejercer como médico, por eso de vez en cuando aún lo hacía, aunque su corte lo viera con malos ojos.

Esa tarde –la hora justo antes del anochecer, cuando ya no corría peligro de salir- decidió que era suficiente de sellar documentos con el águila bicéfala que lo acreditaba como Emperador. Se puso de pie y fue hasta la cocina, donde Leslie, su mucama, preparaba la cena, no para él, claro y le pidió un té; un té de canela y miel como el que se servía en su país natal. Necesitaba un descanso, de todo, de absolutamente todo o se iba a volver jodidamente loco, y no era como si estuviera en sus cabales de por sí. Dio un sorbo al té una vez que fue dejado frente a él en esa taza de porcelana fina, blanca con bordes dorados, posiblemente estuviera hirviendo, pero él no lo sintió.

Tocaron a la puerta y Leslie se apresuró a ir. Esa tarde no estaba destinada para que Daniil descansara, una mujer acudía a él desesperada porque su hijo, un bebé de no más de un año, ardía en fiebre, desde luego no se negó a atenderlos y los hizo pasar. Ver a la madre desesperada le recordó a Lyuba y el corazón le dio un vuelco, ¿cómo estaría? ¿Y su hijo? Sacudió la cabeza para no pensar más en eso y concentrarse en su paciente. Era influenza y la desnutrición del niño empeoró las cosas, bastaba con verlos para saber que no tenían muchos recursos. Recetó algo, medicina que él mismo le proporcionó a la madre y recomendó una mejor alimentación. Hacía muchos siglos se había propuesto salvar al mundo al no poder salvarse a sí mismo, pero era una tarea imposible, Daniil lo sabía, pero no desistía. No era tan iluso como para haber creído que aquello iba a ser fácil, no iba a conseguirlo, jamás… pero le gustaba pensar que al menos, hacía algo para acercarse a su meta.

Despidió a la madre y a su hijo con algo de preocupación, le pidió que lo visitaran en una semana, quería asegurarse que ambos estarían bien y sobrevivirían a esa enfermedad, una parte de él le decía en susurros desanimados que probablemente ese niño iba a morir. «No» se dijo, él se iba a encargar que no fuese así.

En el umbral de entrada a su casa se quedó observando a la mujer desaparecer en la obscuridad de la noche y luego miró las estrellas, en ellas siempre encontraba guía, no respuestas, no consejos, sólo guía, sólo la certeza de que al día siguiente ahí estarían, moviéndose eternamente como él. Pero la pregunta que lo atacó al ver a la mujer y su hijo lo amedrento de nuevo, ¿y Lyuba? No había atendido a su nota, no hasta entonces. Quizá nunca.