AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Esperando compañia[Libre]
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Esperando compañia[Libre]
Era realmente bochornoso, pero a la vez divertido el ver como los borrachuzos de los marineros competían a ver cuál era el que carecía más del don de la cordura. Y era cierto, que con una simple botella de ron todo aquello que comenzaba como disputa acabase con cánticos entre hermanos viviendo bajo el mismo barco.
Habían pasado pocos días desde la llegada a París, el barco estaba a salvo a unas millas de distancia y bien cobijado y resguardado por los mejores marineros que lo cuidaban como si suyo fueran. Tres veces se repitió a si mismo donde demonios estaba, pues para él la tierra era realmente un lugar donde perderse fácilmente, y no el mar como otras muchas lenguas decían sin saberlo como era realmente. Para los que desarrollaban su vida en el mar, aquel lugar era fácil de sobrellevar, con un catalejo, una brújula y un cuchillo.
Sus pies se pararon en el muelle, a pocos metros del camino principal y del puerto donde varios barcos de postín regresaban de viajes privados de aquellos que se llamaban a sí mismos ricos. ¿Ricos? ¿Por tener círculos grabados en oro? o ¿por ser archiduque de la maría cojonuda? Nada de aquello le gustaba, y así mismo se decía pues él de descendencia noble pertenecía.
Metió las manos en sus bolsillos, no más para buscar algo que tenía, sino por el mero hecho de descansarlas. Miró al horizonte, donde largas travesías le aguardaban pero no más allá de unos meses le quedaban para estar en tierra, y acostumbrarse a ello ya que su barco precisaba reparación urgentemente.
Se quedó aspirando aquel aroma a salitre, que se filtraba cada vez que las olas rompían contra las rocas y el muelle. Así, vio como el cielo se oscurecía más temprano de lo que debía, dejando unas nubes espesas y de color oscuro que auguraban una noche de intranquilidad en el mar. Quizás tormenta, pero una vez en tierra estaba lejos de todo aquel peligro que suponía la tormenta en alta mar. Un largo suspiro se hizo con la calma completa de la situación, en la total soledad de aquel lugar, donde seguramente todo aquel que manchar sus ropas con agua no quería fuese a resguardarse en su hogar. Aun le quedaba un buen tiempo para buscar alcoba, pues prefería disfrutar de aquella vista, que muy lejos de parecer peligrosa, era el mismísimo Edén para sí.
Habían pasado pocos días desde la llegada a París, el barco estaba a salvo a unas millas de distancia y bien cobijado y resguardado por los mejores marineros que lo cuidaban como si suyo fueran. Tres veces se repitió a si mismo donde demonios estaba, pues para él la tierra era realmente un lugar donde perderse fácilmente, y no el mar como otras muchas lenguas decían sin saberlo como era realmente. Para los que desarrollaban su vida en el mar, aquel lugar era fácil de sobrellevar, con un catalejo, una brújula y un cuchillo.
Sus pies se pararon en el muelle, a pocos metros del camino principal y del puerto donde varios barcos de postín regresaban de viajes privados de aquellos que se llamaban a sí mismos ricos. ¿Ricos? ¿Por tener círculos grabados en oro? o ¿por ser archiduque de la maría cojonuda? Nada de aquello le gustaba, y así mismo se decía pues él de descendencia noble pertenecía.
Metió las manos en sus bolsillos, no más para buscar algo que tenía, sino por el mero hecho de descansarlas. Miró al horizonte, donde largas travesías le aguardaban pero no más allá de unos meses le quedaban para estar en tierra, y acostumbrarse a ello ya que su barco precisaba reparación urgentemente.
Se quedó aspirando aquel aroma a salitre, que se filtraba cada vez que las olas rompían contra las rocas y el muelle. Así, vio como el cielo se oscurecía más temprano de lo que debía, dejando unas nubes espesas y de color oscuro que auguraban una noche de intranquilidad en el mar. Quizás tormenta, pero una vez en tierra estaba lejos de todo aquel peligro que suponía la tormenta en alta mar. Un largo suspiro se hizo con la calma completa de la situación, en la total soledad de aquel lugar, donde seguramente todo aquel que manchar sus ropas con agua no quería fuese a resguardarse en su hogar. Aun le quedaba un buen tiempo para buscar alcoba, pues prefería disfrutar de aquella vista, que muy lejos de parecer peligrosa, era el mismísimo Edén para sí.
León Gerôme Marchessault- Humano Clase Alta
- Mensajes : 133
Fecha de inscripción : 05/03/2011
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Re: Esperando compañia[Libre]
No sé el por qué pero desde hace unos días el puerto parece haberse convertido en uno de mis lugares predilectos. Mis pasos me llevan a él cuando no tengo nada más que hacer o cuando quiero detenerme a reflexionar sobre mi estado actual. Pienso que tal vez es un lugar al que acudía ya con anterioridad, antes de que hubiese perdido la memoria. Aunque cabe la posibilidad de que me atraiga ahora por mera casualidad. No quiero darle demasiadas vueltas al asunto porque detesto los quebraderos de cabeza que me produce. Hace ya un tiempo que procuro no pensar mucho en las cosas, aunque a decir verdad me cuesta a momentos.
Una de las razones por las que creo que me gusta acudir al puerto es porque me resulta agradable sentir la brisa del mar en mi piel y el característico olor salino. Otra de las cosas que me gustan es observar a los barcos llegar a puerto o, en su defecto, alejarse a alta mar. Como ya es habitual en mí no recuerdo haberme subido nunca a uno, pero sólo de pensar en las olas bravías que mece los barcos me parece que no me resultaría cómodo ni agradable viajar en una embarcación. Es posible que me equivoque al pensar esto pero tampoco tengo ganas de comprobarlo y por eso todavía no me he subido a uno.
A pesar de que el cielo y el mar predigan que hará mal tiempo lo que más me apetece en este momento es meter los pies en el agua. El problema es que no llegan al nivel del agua aunque me siente al borde del muelle, por lo que me conformo con arrellanarme al final de éste y disfrutar de las vistas. En mis numerosas visitas a este lugar he visto a multitud de personas decir que el sonido de las olas resulta relajante. Yo no puedo escucharlas con lo cual tan sólo puedo intentar hacerme una idea de cómo sonarán realmente aunque el mero hecho de observarlas ya me resulta reconfortante.
Puedo permanecer horas allí sentada contemplando el mar, pues ya en otras ocasiones lo he hecho y me he sentido realmente desconectada de todo pero parece ser que hoy no sucederá de tal manera. No necesito oír para saber que alguien se acerca, ya que al parecer mis otros sentidos se han desarrollado y siempre que alguien me observa o se aproxima por detrás lo percibo, por eso mismo me levanto en cuanto me embarga esa sensación.
Hay un hombre frente a mí aunque en el estado de embriaguez en que se encuentra me cuesta decir que se trata de un hombre. En el puerto hay muchos como ese individuo y yo siempre trato de evitarlos. Detrás de él, a unos cuantos metros, se encuentra otro que, por su aspecto, supongo que es un compañero de borrachera. El primero me dice algo pero no logro comprender el qué puesto que está tan ebrio que apenas vocaliza y me cuesta horrores leerle los labios.
- ¿Disculpe? -
Ambos se echan a reír. Debo de haber dicho algo que les resulta gracioso aunque a mí no me lo parece. El hombre da unos pasos tambaleantes (a causa del alcohol) hacia mí. Yo me alejo otros tantos para mantener las distancias y eso parece también causarle gracia pues vuelve a reír. Sin embargo, la sonrisa torcida que lleva ahora dibujada en su rostro me incomoda y me hace recular otros cuantos pasos. Desgraciadamente no puedo retroceder mucho más si no quiero acabar en el agua, así que lo último que me queda es que un tercer hombre que se encuentra en el muelle, cerca de donde estamos y que pareció estar contemplando el mar como yo hacía unos minutos, se dé cuenta de lo que sucede y repare en mi expresión de súplica que va dirigida a él.
Una de las razones por las que creo que me gusta acudir al puerto es porque me resulta agradable sentir la brisa del mar en mi piel y el característico olor salino. Otra de las cosas que me gustan es observar a los barcos llegar a puerto o, en su defecto, alejarse a alta mar. Como ya es habitual en mí no recuerdo haberme subido nunca a uno, pero sólo de pensar en las olas bravías que mece los barcos me parece que no me resultaría cómodo ni agradable viajar en una embarcación. Es posible que me equivoque al pensar esto pero tampoco tengo ganas de comprobarlo y por eso todavía no me he subido a uno.
A pesar de que el cielo y el mar predigan que hará mal tiempo lo que más me apetece en este momento es meter los pies en el agua. El problema es que no llegan al nivel del agua aunque me siente al borde del muelle, por lo que me conformo con arrellanarme al final de éste y disfrutar de las vistas. En mis numerosas visitas a este lugar he visto a multitud de personas decir que el sonido de las olas resulta relajante. Yo no puedo escucharlas con lo cual tan sólo puedo intentar hacerme una idea de cómo sonarán realmente aunque el mero hecho de observarlas ya me resulta reconfortante.
Puedo permanecer horas allí sentada contemplando el mar, pues ya en otras ocasiones lo he hecho y me he sentido realmente desconectada de todo pero parece ser que hoy no sucederá de tal manera. No necesito oír para saber que alguien se acerca, ya que al parecer mis otros sentidos se han desarrollado y siempre que alguien me observa o se aproxima por detrás lo percibo, por eso mismo me levanto en cuanto me embarga esa sensación.
Hay un hombre frente a mí aunque en el estado de embriaguez en que se encuentra me cuesta decir que se trata de un hombre. En el puerto hay muchos como ese individuo y yo siempre trato de evitarlos. Detrás de él, a unos cuantos metros, se encuentra otro que, por su aspecto, supongo que es un compañero de borrachera. El primero me dice algo pero no logro comprender el qué puesto que está tan ebrio que apenas vocaliza y me cuesta horrores leerle los labios.
- ¿Disculpe? -
Ambos se echan a reír. Debo de haber dicho algo que les resulta gracioso aunque a mí no me lo parece. El hombre da unos pasos tambaleantes (a causa del alcohol) hacia mí. Yo me alejo otros tantos para mantener las distancias y eso parece también causarle gracia pues vuelve a reír. Sin embargo, la sonrisa torcida que lleva ahora dibujada en su rostro me incomoda y me hace recular otros cuantos pasos. Desgraciadamente no puedo retroceder mucho más si no quiero acabar en el agua, así que lo último que me queda es que un tercer hombre que se encuentra en el muelle, cerca de donde estamos y que pareció estar contemplando el mar como yo hacía unos minutos, se dé cuenta de lo que sucede y repare en mi expresión de súplica que va dirigida a él.
Katrina J. Olivier- Fantasma
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Fecha de inscripción : 20/05/2012
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