Porque a veces es imposible resistirse a la tentación (Privado)

Caminaba dando un largo paseo por el centro de la que hacía meses se había convertido en mi nuevo hogar: París. Mi ritmo no era rápido, ni siquiera ligero. Simplemente ponía un pie delante de otro y me dejaba llevar por cada segundo que pasaba. Giraba de manera completamente aleatoria en los cruces de calles, no me importaba perderme entre la multitud. Era una bonita mañana de domingo en la capital francesa, el sol brillaba con fuerza y la calle estaba cubierta por todos sus habitantes. Había padres con niños corriendo de acá para allá, madres que paseaban en grupo tirando de sus carritos y dentro de estos pequeñas manitas que pertenecían a bebés rechonchos y sonrientes. También pude ver grupos de hombres que salían de las tabernas de la zona o que llevaban a sus hijos al parque de atracciones. Sentí una punzada de envidia al verlos así, felices, como si nada pudiera hacerles daño. Para mí ese sentimiento había muerto hacía años y no creía que lo pudiera volver a recuperar fácilmente. Un grupo de niños harapientos se cruzó en mi camino. Corrían espantados de algo. O de alguien. Un hombre corpulento les perseguía con un bastón en alto gritando una palabrería impropia de cualquier caballero. Suspiré. Siempre sería el mismo cuento: los pobres robando a los ricos, y los ricos persiguiendo a los ladrones. Yo había robado muchas veces en mi vida. No me sentía orgullosa de ello, pero tampoco era algo de lo que me arrepentía. Cuando la vida está en juego cualquier ser vivo es capaz de hacer las mayores locuras que se pueda imaginar.

No tardé demasiado en llegar a una pequeña plaza llena de cafés. Hacía un día tan soleado muy impropio del invierno parisino que estaba a rebosar de personas disfrutando de los agradables rayos de Sol. Pasé de largo aquella plaza sin entretenerme demasiado, aquellos locales no estaban hechos para mí. Hacía mucho tiempo que no visitaba un sitio similar, no aquí en París, por supuesto, sino en Praga. Aquello había quedado atrás. Me senté en un banco un poco más adelante mientras alzaba la cabeza para que mi rostro se expusiera al astro rey. Noté como cada rayo me calentaba la piel, cada recoveco de mi cuerpo. Un pequeño gato se subió al banco donde me encontraba, y después de acariciarle entre las orejas me levanté y comencé a caminar en dirección contraria a la que había llegado. Volví a la plaza de los cafés, pero esta vez la tentación pudo conmigo.

Sin apenas darme cuenta me encontraba dentro de uno de los locales buscando una mesa vacía. Fue difícil ya que estaba abarrotado, pero encontré una junto al ventanal de la parte delantera. Era una pequeña mesa redonda con tres sillas, pero una sola era suficiente para mí. Me senté. -Un té, por favor- ¿Qué demonios estaba haciendo? Metí la mano en el bolsillo y saqué todas las monedas que llevaba. Definitivamente, no tenía para pagar aquel té, aunque fuera el más barato del mercado. Noté como un sudor frío me inundaba la frente, allí donde momentos antes el sol la había calentado. -¿Por qué has entrado aquí maldita loca? ¿Acaso quieres problemas?- no sabía porque había entrado allí, ni que iba a hacer cuando me tocase marchar. Miré por el ventanal hacia la calle. Si me marchaba antes de que la camarera me trajese el té aun podía escabullirme de allí.

Me levanté y cogí mis cosas. Intenté no mirar hacia la barra donde la mujer que me había anotado el pedido preparaba mi té. Miraba hacia el suelo, y como era de esperar, choqué contra alguien que entraba en ese momento. -Mademoiselle, su té- oí a la mujer detrás de mí. Me giré hacia ella y la sonreí. Mi gran momento se había esfumado. Volví a girarme hacia la persona contra la que había chocado. Era un chico de mi edad. -Lo siento- dije avergonzada.