AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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La silente tumba de Émilie Quincampoix [Privado]
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La silente tumba de Émilie Quincampoix [Privado]
¿Acaso el día podría rodearse con un halo más misterioso aún? El cielo se encontraba totalmente envuelto en grisáceas nubes típicas del invierno parisino, que obligaban a las personas a salir de sus hogares con un parasol a mano, pues las gélidas lloviznas intermitentes aparecían cuando uno menos se lo esperaba. Una escasa neblina adornaba el paisaje de las húmedas calles, haciendo del mismo un espacio particularmente enigmático para el ojo que le vislumbrase con gajes de contemplación.
El pequeño reloj de bolsillo que siempre llevaba conmigo me indicaba que aún tenía unos cuantos minutos a mi favor para arribar a mi destino. El chofer conducía el carruaje a una velocidad serena, como si en su mente hubiese quedado grabado el comentario que le había proferido seriamente unas semanas atrás, “Los caballos no son nuestros esclavos, así que no los trate como tal. Nunca sabe si algún día le toque a usted llevar una brida en la boca jalada por riendas de cuero. Y si eso pasara estaría segura que clamaría por delicadeza”.
Unos veinte minutos después de observar tras la ventanilla del carruaje a centenares de personas apresuradas tratando de escapar a las frías gotas que recaían del nublado cielo, el vehículo se detuvo. Abriendo la puerta de éste atenciosamente, el chofer colaboró educadamente para que descendiera del mismo, esperándome con un abierto parasol de tonalidad azul oscuro, que tomé de su mango con una de mis enguantadas manos. La otra se ocupaba por un modesto ramo de flores variadas que cumplirían mucho más que el reflejar un simple gesto de cariño y respeto para quien las recibiese.
Con lentos pasos comencé a sumergirme en los interminables caminos del Montmartre. Una peculiar sensación me invadió repentinamente, como si ésta se mantuviese en el mismo aire siempre, impregnándose en cada persona que allí arribara y pasará del inmenso portón del camposanto hacia dentro.
Mi mente trato de dilucidar aquella aflicción o por lo menos encontrarle semejanza con otra ya conocida, pero era casi imposible explicar con palabras aquello que las innumerables lapidas, estatuas y mensajes recordatorios despojaban. Era como si cada elemento presente dentro del cementerio tuviese algo que decir desesperadamente. Tanto así que aquellos gritos se ahogaban en el presente y perpetuo silencio del lugar.
Suspiré profundamente, prometiéndome tratar de anular aquella lapidaria conmiseración para enfocarme en lo que allí me había traído, algo muy distante a visitar el espacio donde el cuerpo inerte de un ser querido se fusionaba con la naturaleza.
Succione mi lengua en un extraño gesto al percatar en mi memoria que nunca había visitado la tumba de mi fallecido padre. Ni siquiera para simular el dolor de la perdida ante los que solían vigilarme seguidamente. De todas formas la falta estaba excusada en que prefería quedarme con el recuerdo de aquel buen hombre en vida y no en lo que sería después de ella.
Finalmente detuve mi andar en una zona algo desierta en comparación con la superpoblación de tumbas que yacían en otros espacios. Mis ojos se posaron sobre la marmolada tumba de Émilie Quincampoix. Solitaria, silente, con formaciones de musgos sus lados. Un alma olvidada tanto bajo la tierra como en la superficie.
Dejé el ramo de flores dentro de una descuidada vasija que se posicionaba fija junto a la lápida donde se remarcaban las inscripciones de “Que Dios aprecie tu alma en los Cielos, así como nosotros no lo hicimos en esta cruda vida terrenal. Émilie Quincampoix (1710-1742)”. Ella había vívido unos pocos años más que yo. Me fue inevitable pensar que podría morir mucho más joven incluso que ella si no cuidaba cada uno de mis pasos con extrema atención.
Pero tras aquel leve tormento, sonreí recordando que mi presencia en el cementerio radicaba en algo completamente diferente a lo que normalmente las personas venían a él.
Posé la vista hacia un lado, sujetando el parasol con fuerza, esperando que la asistencia solicitada ya hubiese reconocido mi presencia, así como la secreta referencia que demarcaría que yo era la persona que buscaba; el obsequio de las flores en aquella tumba desconocida.
El pequeño reloj de bolsillo que siempre llevaba conmigo me indicaba que aún tenía unos cuantos minutos a mi favor para arribar a mi destino. El chofer conducía el carruaje a una velocidad serena, como si en su mente hubiese quedado grabado el comentario que le había proferido seriamente unas semanas atrás, “Los caballos no son nuestros esclavos, así que no los trate como tal. Nunca sabe si algún día le toque a usted llevar una brida en la boca jalada por riendas de cuero. Y si eso pasara estaría segura que clamaría por delicadeza”.
Unos veinte minutos después de observar tras la ventanilla del carruaje a centenares de personas apresuradas tratando de escapar a las frías gotas que recaían del nublado cielo, el vehículo se detuvo. Abriendo la puerta de éste atenciosamente, el chofer colaboró educadamente para que descendiera del mismo, esperándome con un abierto parasol de tonalidad azul oscuro, que tomé de su mango con una de mis enguantadas manos. La otra se ocupaba por un modesto ramo de flores variadas que cumplirían mucho más que el reflejar un simple gesto de cariño y respeto para quien las recibiese.
Con lentos pasos comencé a sumergirme en los interminables caminos del Montmartre. Una peculiar sensación me invadió repentinamente, como si ésta se mantuviese en el mismo aire siempre, impregnándose en cada persona que allí arribara y pasará del inmenso portón del camposanto hacia dentro.
Mi mente trato de dilucidar aquella aflicción o por lo menos encontrarle semejanza con otra ya conocida, pero era casi imposible explicar con palabras aquello que las innumerables lapidas, estatuas y mensajes recordatorios despojaban. Era como si cada elemento presente dentro del cementerio tuviese algo que decir desesperadamente. Tanto así que aquellos gritos se ahogaban en el presente y perpetuo silencio del lugar.
Suspiré profundamente, prometiéndome tratar de anular aquella lapidaria conmiseración para enfocarme en lo que allí me había traído, algo muy distante a visitar el espacio donde el cuerpo inerte de un ser querido se fusionaba con la naturaleza.
Succione mi lengua en un extraño gesto al percatar en mi memoria que nunca había visitado la tumba de mi fallecido padre. Ni siquiera para simular el dolor de la perdida ante los que solían vigilarme seguidamente. De todas formas la falta estaba excusada en que prefería quedarme con el recuerdo de aquel buen hombre en vida y no en lo que sería después de ella.
Finalmente detuve mi andar en una zona algo desierta en comparación con la superpoblación de tumbas que yacían en otros espacios. Mis ojos se posaron sobre la marmolada tumba de Émilie Quincampoix. Solitaria, silente, con formaciones de musgos sus lados. Un alma olvidada tanto bajo la tierra como en la superficie.
Dejé el ramo de flores dentro de una descuidada vasija que se posicionaba fija junto a la lápida donde se remarcaban las inscripciones de “Que Dios aprecie tu alma en los Cielos, así como nosotros no lo hicimos en esta cruda vida terrenal. Émilie Quincampoix (1710-1742)”. Ella había vívido unos pocos años más que yo. Me fue inevitable pensar que podría morir mucho más joven incluso que ella si no cuidaba cada uno de mis pasos con extrema atención.
Pero tras aquel leve tormento, sonreí recordando que mi presencia en el cementerio radicaba en algo completamente diferente a lo que normalmente las personas venían a él.
Posé la vista hacia un lado, sujetando el parasol con fuerza, esperando que la asistencia solicitada ya hubiese reconocido mi presencia, así como la secreta referencia que demarcaría que yo era la persona que buscaba; el obsequio de las flores en aquella tumba desconocida.
Thorna Shapplin1- Inquisidor Clase Alta
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Re: La silente tumba de Émilie Quincampoix [Privado]
Los pasos son lentos conforme va dándolos, las tumbas silentes no proporcionan mayor confort a un alma llena de pensamientos oscuros y un abismo por corazón, sólo el viento se permite manifestar en ese lugar como si silbara erizando la piel, la hierba crece alrededor libre, sin un capataz que le indique cómo o dónde debiera ser. Hace frío, tanto que se antoja estar frente a la chimenea con una bebida caliente entre las manos mirando hacia afuera cómo las nubes ennegrecen el cielo, lo cambian de color y a lo lejos no puede verse más que una cortina grisácea. Ese ulular del aire es el que da un ambiente extraño al momento, como si los muertos pudieran hablar y sus voces se oyeran a la distancia. Un camposanto requiere un respeto a esa figura fantasmagórica que sesga las vidas de aquéllos a quienes les llega el momento. Una oscuridad que atrae a donde cada mente concibe el otro mundo. Paraíso, infierno ¿Importa más allá del hecho que se está sin vida, que los ojos no volverán a posarse en el verdor del pasto, que la piel no sentirá los rayos del sol, los oídos las risas, la nariz el olor tan común de la casa familiar? Todo se resume al olvido. Existirás en tanto te recuerden y cuando ya nadie lo haga ¿Qué? Quizá una persona décadas o lustros verá tu imagen en un cuadro y se preguntará quién fuiste. Lo hecho en el pasado se queda, presto para convertirse en polvo, como las estatuas que adornan algunas lápidas. ¿Es el momento para despediciar el aliento que te queda? No cuando tus pies tienen un camino que seguir, un motivo para continuar. ¿Venganza? Mucho más perenne que las acciones buenas. Todos saben que el morbo hace maravillas con la mente, se olvidarán de aquél que les proporcionó un satisfactor, pero jamás del protagonista de la matanza más vil y despiadada. Hablarán de él por días, meses, años y la historia aún hablará de ello en los libros que se empolvan dentro de las bibliotecas.
Revancha, eso la trajo a este camino lleno de remembranzas, de historias jamás contadas que se vislumbran en cada lápida, desde la más vieja que data de 100 años atrás, a la última del día. La de ella está envuelta en una larga capa que es movida por el viento mostrando el vestido negro que oculta algunas armas en bolsillos discretos, los guantes son recolocados al tiempo que algunos mechones de cabello se desprenden del peinado y se dejan ir al oriente. Su mano izquierda pone la capucha sobre la cabeza cuando la lluvia empieza a caer en finas gotas mojándolo a su paso, creando vida al contacto de la tierra y lágrimas que resbalan por la faz de las personas que no tienen la suerte de traer un paragüas, así como Irais quien resiste el embite del líquido agradeciendo el grosor de su capa. Sus pasos llegan por fin a la tumba, mira la vasija con las flores acordadas y no expresa su rostro ninguna duda al ver que es una mujer la que le espera. Sabe de un contacto, pero no pensó que fuese una dama. La realidad está cambiando rápido conforme pasa el tiempo y muchos de los cuerpos presentes -hoy simples y banales trajes cubiertos de polvo y gusanos, en el mejor de los casos- se llevarían una sorpresa de levantarse y caminar por el nuevo mundo. Tose cubriéndose la boca con la mano sin el afán de fingirlo, llamando así la atención de la dama. La cazadora alguna vez tuvo mejores ropas que las que la otra luce, pero debe reconocer el buen gusto que prima en éstas. En cambio, las suyas sólo denotan que alguna vez fue una joven que sabía conducirse, vestirse e incluso pararse para que todos supieran que ante ellos estaba una Faria, no cualquier hija de vecina. Hoy siguie haciéndolo, aunque sus ropas sean de baja calidad.
Revancha, eso la trajo a este camino lleno de remembranzas, de historias jamás contadas que se vislumbran en cada lápida, desde la más vieja que data de 100 años atrás, a la última del día. La de ella está envuelta en una larga capa que es movida por el viento mostrando el vestido negro que oculta algunas armas en bolsillos discretos, los guantes son recolocados al tiempo que algunos mechones de cabello se desprenden del peinado y se dejan ir al oriente. Su mano izquierda pone la capucha sobre la cabeza cuando la lluvia empieza a caer en finas gotas mojándolo a su paso, creando vida al contacto de la tierra y lágrimas que resbalan por la faz de las personas que no tienen la suerte de traer un paragüas, así como Irais quien resiste el embite del líquido agradeciendo el grosor de su capa. Sus pasos llegan por fin a la tumba, mira la vasija con las flores acordadas y no expresa su rostro ninguna duda al ver que es una mujer la que le espera. Sabe de un contacto, pero no pensó que fuese una dama. La realidad está cambiando rápido conforme pasa el tiempo y muchos de los cuerpos presentes -hoy simples y banales trajes cubiertos de polvo y gusanos, en el mejor de los casos- se llevarían una sorpresa de levantarse y caminar por el nuevo mundo. Tose cubriéndose la boca con la mano sin el afán de fingirlo, llamando así la atención de la dama. La cazadora alguna vez tuvo mejores ropas que las que la otra luce, pero debe reconocer el buen gusto que prima en éstas. En cambio, las suyas sólo denotan que alguna vez fue una joven que sabía conducirse, vestirse e incluso pararse para que todos supieran que ante ellos estaba una Faria, no cualquier hija de vecina. Hoy siguie haciéndolo, aunque sus ropas sean de baja calidad.
Irais Faria- Cazador Clase Baja
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Re: La silente tumba de Émilie Quincampoix [Privado]
Verano, diez años atrás...
- ¿Y cuándo no estés, en quien podremos confiar? Dios puede estar en nuestros corazones, pero sabes que eso no es suficiente para que aquellos engullidores de almas nos perdonen la vida - cuestioné algo tensa, con la mirada fija sobre los grisáceos y atentos ojos paternos, mismos que parecían reflejar como su mente trataba de encontrar la respuesta más certera para aquella sorpresiva cuestión que nacía de mi ya despierto y secreto escepticismo hacia la divinidad cristiana
- "Hija mía, el Señor siempre guiara vuestros pasos por el camino seguro. Más cuando su luz no sea suficiente para aplacar el deseo de sangre de aquellas criaturas sin paz, siempre contaran con aquellos que les defenderán con capa y espada. Esos que dedican su vida a acabar con la miserable existencia de los siervos del mal. Siempre podrás confiar en los cazadores, pues ellos hija mía, defienden mucho más que el rebaño de Dios, ellos velan por toda la humanidad, incluso aquella que con necedad niega la existencia de Dios…" - despojó sereno y esperanzado con su masculina y profunda voz tras posar su mirar en el horizonte, notando como la campiña se bañaba en tonalidades rojizas y naranjas mientras el silencio se hizo en mi persona, como si aquellas palabras hubiesen sido suficientes por el momento para aplacar mi repentino dudar…
Presente...
No sé si me encontraba allí por los consejos de mi padre o simplemente por necesidad. Había llegado a un punto en mis proyectos en donde ya no podía darme el lujo de ocuparme de ciertas cosas. Y no es que necesitase de alguien que me guiase o tomase junto a mí las riendas en el asunto de buscar el talón de Aquiles de la Iglesia. Todo lo contrario, pues con cada paso, con cada investigación me sentía más segura de poder cumplir mis cometidos de forma individual, sin terceros de por medio.
¿Sería por el simple egoísmo de en un futuro poder acreditarme todas las acciones que llevaron a la Santa Sede a su desmoronamiento? No lo sabría con precisión porque nunca me lo habia cuestionado. Lo único que tenía claro en ese momento era la realidad, misma que me advertía de que de ahora en mas no me convenía realizar todos los movimientos que ejecutaba con privilegiada serenidad en el pasado. Los ojos de la Inquisición estaban más atentos que nunca y cualquier paso en falso seria abrirse camino directo hacia la perdición y la horca. Era por ello que necesitaba alguien que cumpliese con las acciones que yo ya no podría. Alguien que fuese mis ojos y mis oídos sin ser descubierto. Una persona que llevase toda información adquirida a la misma tumba por el simple hecho de contar con un espíritu de fidelidad y discreción incomparables. Necesitaba alguien que confiara en mi y viceversa. Una solicitud casi imposible, pero no podía quedarme con la duda de si las palabras de mi padre -quien pese a la sabiduría y precisión de sus consejos jamás fue santo de mi devoción dada su creencia ciega en Dios- estaban en lo cierto.
Me arriesgué, porque mi vida entera trataba de eso también. Dar pasos en un puente lleno de maderadas tablas flojas, tratando de salir airosa, sin miedos en el trayecto, siempre mirando al frente sin importar qué.
Esa era una de las razones por las que estaba allí, bajo la incesante lluvia. Por valentía y necesidad también.
Una sensación negativa se generó en el centro de mi espina ante la particular forma de aquella mujer en captar mi atención ¿Intuición femenina tal vez? No. Más que eso, fue la innecesaria acción con la que mis ojos se vieron obligados a verle. Y por más disimulado que haya querido ser la intención, no pude verlo como algo fuera de lugar. Algo no requerido. Una acción estúpida.
Evadí comentario alguno ante aquella tos simplemente con un gesto de mi mano que señalaba sutilmente de pasada las flores obsequiadas a la difunta Quincompoix. Sí esa era nuestra señal para demarcar quiénes éramos ¿Había necesidad de cuestionarlo verbalmente? Le miré fijamente, aunque su empapada apariencia no reflejaba en absoluto las excelentes recomendaciones ajenas que hacían de ella una candidata espectacular para la misión que debía encomendarle. Supuse que exactamente como en mi caso, las apariencias exteriores de aquella dama engañaban claramente al ojo ajeno, o en su defecto todo lo que me habían hablado de su persona no eran más que viles mentiras.
- Pobre Émilie. Descansa en paz ahora sobre el regazo del Universo - proferí con un simulado reflejo de pena por aquella que ni siquiera conocía. El bajar la guardia en cuanto a reflejar lo que no era nunca fue una opción válida para mí, incluso ante aquellos que supuestamente eran o debían ser de mi confianza.
Me acerqué levemente hacia la intrigante encapuchada. Quería denotar en ella algún rastro que me confirmase que todo lo que había escuchado era cierto, pero la realidad es que aun no sabía cómo.
- Hay muchos temas en los que debemos ponernos al corriente, Faria - le proferí seria e indescifrable, dejando aquella actitud impregnada en el aire, reflejando solamente el interés por comenzar lo que sería mucho más que un simple paseo para ambas.
Thorna Shapplin1- Inquisidor Clase Alta
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Re: La silente tumba de Émilie Quincampoix [Privado]
El viento lleva consigo no sólo las hojas y lo que puede encontrar a su paso, barre por igual todo aquéllo que tiene la facultad de ser alzado, como los recuerdos que se aglomoran en la mente de la joven que observa en silencio cómo la otra dama deja sobre ésta las flores. Hace tiempo ella quiso hacer lo mismo en lo que debió ser la tumba de su familia y que por cuestiones políticas no hubo una más que las cenizas echadas al aire para que se desperdigaran y no quedara nada de la "náuseabunda" colonia de lo que alguna vez fue una de las familias más poderosas de Portugal. No hay un lugar donde ir a rezarles y al mismo tiempo, están con ella en todo momento. Eso quiere creer. La actitud de la mujer dista mucho de lo que Irais está acostumbrada a soportar, le han dicho que al lado de ella puede tener mejor acceso a las altas esferas de la pirámide eclesiástica. ¿El fin justifica los medios? Una frase que escuchó en varios lugares y que al parecer, tiene su origen en el propio seno del Vaticano, en la cabeza de la misma institución guiada por una alimaña peor que los escorpiones. Rumores, simples y vanos chismes que pueden tener algo de verdad o todo lo contrario. Cada paso que la acerca a su semejante es una señal de que todo va desencadenándose con la rapidez que Irais necesita. ¿Qué puede hacer ella para ayudarla en su deseo de venganza? No parece alguien que pueda romper un plato, pero mejor que nadie conoce que las apariencias engañan. Empezando por la tumba que tienen ante ellas, no es otra más que la de una mujer de 31 años que tuvo en sus manos, según sus investigaciones, más razones para ser perseguida y asesinada que oportunidades de fallecer por muerte natural. - Irais, el apellido se lo reservará siempre, pocos lo saben y así debe ser - sus razones tiene para ello, sobre todo ahora que se encontró a un Ramírez. El borrar su rastro de ese vampiro es más importante que el deseo de la otra por conocerla o de ella misma, por vengarse.
El agua cae gota tras gota empapando a la joven Faria que no parece alterarse por ello en lo más mínimo y se mantiene prudentemente alejada de Thorna para no mojarla y no sólo eso, para que a ojos ajenos no parezcan tan unidas. Eso sería muy malo para ambas en caso de que llegara a oídos de alguien non grato. El asociarlas significará para la Inquisidora una mancha en su expediente si es que reconocen a Faria. Asesina de clérigos, de nobles. Sus zapatos se enlodan sin que parezca alterarla en lo más mínimo. Manos dentro de los bolsillos y mira al frente - Dicen que el mundo es un pañuelo, que pocas personas pueden distanciarse demasiado las unas de las otras, pero me pregunto exactamente cuál es el punto de encuentro entre nosotras - iba al grano, no pierde el tiempo y mucho menos con una dama de alta alcurnia. Mientras más rápido se resuelva todo, mejor y menos las verán juntas. Irais es muy prudente de ello, le bastan los enemigos que tiene como para que los de la Inquisidora la empiecen a buscar pensando que puede convertirse en una amenaza o algo parecido. Frunce los labios elevanto la mirada al cielo sin reprimirse porque las gotas caigan sobre su rostro y le hagan consciente de su frialdad. El cielo llora desahogando su pena, en algún lugar alguien ha muerto. Frases así eran costumbre en su madre, una quisquillosa, pero supersticiosa mujer, como las hay por todo el mundo, nada fuera de lo ordinario. La mirada de la cazadora cae sobre su interlocutora y una ceja se alza esperando a que de una vez le indique lo que busca de ella, así podrán irse rápido y Faria buscará la forma para no caer de nuevo en los brazos de Ricardo, ese vampiro que empieza a obsesionarla. El tiempo no es gratis, pero ella no mostrará sus cartas hasta no conocer las otras, siempre ha sido desconfiada y hoy, más.
De reojo mira a su izquierda, hay una figura que está siguiéndola desde que tomara una de las vías más asiduas de todas, creyó perderlo antes de la calle del café tan agradable en el Centro de la Ciudad, pero ahora comprueba que todo fue una estrategia para que siguiera su camino confiada. El error es de ella, por lo que aprieta los puños y busca la manera de hacerse con una de sus armas con discresión. Si viene tras ella no será para invitarla a tomar el té, aunque de momento no sólo ella peligra: Thorna igual. Y aunque diste mucho de que la joven le agrade, ésto se desencadenó por una torpeza de Irais, aunque bien pudiera ser que persiguiera a la Inquisidora y ésta ni lo notara. De todas formas, tenía que deshacerse de él, pero ¿Cómo sin alertarlo? - A mis seis está un individuo, recomendaría no le prestara atención, pero sí se preparara porque voy a hacerlo salir de su madriguera a menos que lo conozca, en todo caso me quedaré callada - no moverá un solo dedo en caso de que sea un conocido, pero es una pésima idea traer a alguien para que vigile o bien, la resguarde. Irais no piensa hacer nada en su contra si es que la propuesta no la favorece, pero no hubiera dudado un instante en matar al hombre aunque posteriormente eso generara fricciones con la otra mujer.
El agua cae gota tras gota empapando a la joven Faria que no parece alterarse por ello en lo más mínimo y se mantiene prudentemente alejada de Thorna para no mojarla y no sólo eso, para que a ojos ajenos no parezcan tan unidas. Eso sería muy malo para ambas en caso de que llegara a oídos de alguien non grato. El asociarlas significará para la Inquisidora una mancha en su expediente si es que reconocen a Faria. Asesina de clérigos, de nobles. Sus zapatos se enlodan sin que parezca alterarla en lo más mínimo. Manos dentro de los bolsillos y mira al frente - Dicen que el mundo es un pañuelo, que pocas personas pueden distanciarse demasiado las unas de las otras, pero me pregunto exactamente cuál es el punto de encuentro entre nosotras - iba al grano, no pierde el tiempo y mucho menos con una dama de alta alcurnia. Mientras más rápido se resuelva todo, mejor y menos las verán juntas. Irais es muy prudente de ello, le bastan los enemigos que tiene como para que los de la Inquisidora la empiecen a buscar pensando que puede convertirse en una amenaza o algo parecido. Frunce los labios elevanto la mirada al cielo sin reprimirse porque las gotas caigan sobre su rostro y le hagan consciente de su frialdad. El cielo llora desahogando su pena, en algún lugar alguien ha muerto. Frases así eran costumbre en su madre, una quisquillosa, pero supersticiosa mujer, como las hay por todo el mundo, nada fuera de lo ordinario. La mirada de la cazadora cae sobre su interlocutora y una ceja se alza esperando a que de una vez le indique lo que busca de ella, así podrán irse rápido y Faria buscará la forma para no caer de nuevo en los brazos de Ricardo, ese vampiro que empieza a obsesionarla. El tiempo no es gratis, pero ella no mostrará sus cartas hasta no conocer las otras, siempre ha sido desconfiada y hoy, más.
De reojo mira a su izquierda, hay una figura que está siguiéndola desde que tomara una de las vías más asiduas de todas, creyó perderlo antes de la calle del café tan agradable en el Centro de la Ciudad, pero ahora comprueba que todo fue una estrategia para que siguiera su camino confiada. El error es de ella, por lo que aprieta los puños y busca la manera de hacerse con una de sus armas con discresión. Si viene tras ella no será para invitarla a tomar el té, aunque de momento no sólo ella peligra: Thorna igual. Y aunque diste mucho de que la joven le agrade, ésto se desencadenó por una torpeza de Irais, aunque bien pudiera ser que persiguiera a la Inquisidora y ésta ni lo notara. De todas formas, tenía que deshacerse de él, pero ¿Cómo sin alertarlo? - A mis seis está un individuo, recomendaría no le prestara atención, pero sí se preparara porque voy a hacerlo salir de su madriguera a menos que lo conozca, en todo caso me quedaré callada - no moverá un solo dedo en caso de que sea un conocido, pero es una pésima idea traer a alguien para que vigile o bien, la resguarde. Irais no piensa hacer nada en su contra si es que la propuesta no la favorece, pero no hubiera dudado un instante en matar al hombre aunque posteriormente eso generara fricciones con la otra mujer.
+Perdón la tardanza+
Irais Faria- Cazador Clase Baja
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