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La silente tumba de Émilie Quincampoix [Mercuccio] 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Thorna Shapplin1 Sáb Feb 25, 2012 8:16 pm

¿Acaso el día podría rodearse con un halo más misterioso aún? El cielo se encontraba totalmente envuelto en grisáceas nubes típicas del invierno parisino, que obligaban a las personas a salir de sus hogares con un parasol a mano, pues las gélidas lloviznas intermitentes aparecían cuando uno menos se lo esperaba. Una escasa neblina adornaba el paisaje de las húmedas calles, haciendo del mismo un espacio particularmente enigmático para el ojo que le vislumbrase con gajes de contemplación.

El pequeño reloj de bolsillo que siempre llevaba conmigo me indicaba que aún tenía unos cuantos minutos a mi favor para arribar a mi destino. El chofer conducía el carruaje a una velocidad serena, como si en su mente hubiese quedado grabado el comentario que le había proferido seriamente unas semanas atrás, “Los caballos no son nuestros esclavos, así que no los trate como tal. Nunca sabe si algún día le toque a usted llevar una brida en la boca jalada por riendas de cuero. Y si eso pasara estaría segura que clamaría por delicadeza”.
Unos veinte minutos después de observar tras la ventanilla del carruaje centenares de personas apresuradas tratando de escapar a las frías gotas que recaían del nublado cielo, el vehículo se detuvo. Abriendo la puerta de éste atenciosamente, el chofer colaboró educadamente para que descendiera del mismo, esperándome con un abierto parasol de tonalidad azul oscuro, que tomé de su mango con una de mis enguantadas manos. La otra se ocupaba por un modesto ramo de flores variadas que cumplirían mucho más que el reflejar un simple gesto de cariño y respeto para quien las recibiese.

Con lentos pasos comencé a sumergirme en los interminables caminos del Montmartre. Una peculiar sensación me invadió repentinamente, como si ésta se mantuviese en el mismo aire siempre, impregnándose en cada persona que allí arribara y pasará del inmenso portón del camposanto hacia dentro.
Mi mente trato de dilucidar aquella aflicción o por lo menos encontrarle semejanza con otra ya conocida, pero era casi imposible explicar con palabras aquello que las innumerables lapidas, estatuas y mensajes recordatorios despojaban. Era como si cada elemento presente dentro del cementerio tuviese algo que decir desesperadamente. Tanto así que aquellos gritos se ahogaban en el presente y perpetuo silencio del lugar.

Suspire profundamente prometiéndome tratar de anular aquella lapidaria conmiseración para enfocarme en lo que allí me había traído, algo muy distante a visitar el espacio donde el cuerpo inerte de un ser querido se fusionaba con la naturaleza.
Succione mi lengua en un extraño gesto al percatar en mi memoria que nunca había visitado la tumba de mi fallecido padre. Ni siquiera para simular el dolor de la perdida ante los que solían vigilarme seguidamente. De todas formas la falta estaba excusada en que prefería quedarme con el recuerdo de aquel buen hombre en vida y no en lo que sería después de ella.

Finalmente detuve mi andar en una zona algo desierta en comparación con la superpoblación de tumbas que yacían en otros espacios. Mis ojos se posaron sobre la marmolada tumba de Émilie Quincampoix. Solitaria, silente, con formaciones de musgos sus lados. Un alma olvidada tanto bajo la tierra como en la superficie.
Dejé el ramo de flores dentro de una descuidada vasija que se posicionaba fija junto a la lápida donde se remarcaban las inscripciones de “Que Dios aprecie tu alma en los Cielos, así como nosotros no lo hicimos en esta cruda vida terrenal. Émilie Quincampoix (1710-1742)”. Ella había vívido unos pocos años más que yo. Me fue inevitable pensar que podría morir mucho más joven incluso que ella si no cuidaba cada uno de mis pasos con extrema atención.
Pero tras aquel leve tormento, sonreí recordando que mi presencia en el cementerio radicaba en algo completamente diferente a lo que normalmente las personas venían a él.
Posé la vista hacia un lado, sujetando el parasol con fuerza, esperando que la asistencia solicitada ya hubiese reconocido mi presencia, así como la secreta referencia que demarcaría que yo era la persona que buscaba; el obsequio de las flores en aquella tumba desconocida.


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Mensaje por Mercuccio Thal Sáb Feb 25, 2012 11:33 pm

El cielo de Paris permanecía cubierto por una manta de nubes cuando desperté, tal y como lo había dejado en la noche... y por alguna razón no me sorprendía. Lo que si me había dejado sorprendido había sido la carta que recibí, firmada por un desconocido, y que me citaba para ir a un encuentro en el cementerio para un trabajo "especial". La verdad es que estaba acostumbrado a que las personas fueran a la taberna que frecuento, y me dijeran las cosas directamente... Pero aquella carta sonó tan misteriosa, que sin importar nada decidí tomar el riesgo e ir. Al menos eso había dicho antes de dormir, pero cuando desperté nuevamente en aquel hotel, mi determinación se había ido al traste. De todas maneras, no planeaba desaprovechar una oportunidad de trabajo, por lo que decidí dejar la pereza de lado e ir, tomando obviamente la precaución de esconder mi ballesta y un par de cuchillos entre mi ropa antes de abandonar el refugio de mi habitación.

Pequeñas gotas de lluvia habían empezado a caer sobre la ciudad cuando yo emprendí el viaje a pie. Había amanecido hace poco, así que no tenía que preocuparme por llegar tarde a la cita. Mi figura parecía una mera sombra que se movía por las calles: un hombre totalmente cubierto por una capa negra y un sombrero largo y de ala ancha, igualmente negro. La gente facilmente me habría confundido con uno de esos brujos de cuento de hadas, pero afortunadamente las personas no comenzaban a circular por la ciudad en tanta cantidad. Claro, para cuando había llegado hasta los jardines de Montmartre, la cantidad de gente caminando en el lugar ya había aumentado considerablemente.

Avancé entre la multitud hasta llegar a la tumba que la joven me había señalado. Una tal Émile Quincampoix ¿Guardará relación con lo que mi misterioso cliente deseaba decirme? La verdad, lo dudaba muchisimo... Pero aquello no era lo importante. Lo que realmente merecía mi atención era el florero frente a la tumba: Viejo, descuidado, simple y vacío. Aquello indicaba que mi cliente no había llegado todavía hasta aquí. Dejé escapar una maldición en griego antes de levantarme y empezar a dar vueltas por el lugar, sacando un cigarro de mi bolsillo y apresurandome a encenderlo. Los cementerios no me agradaban, sobre todo este pues seguro debía tener los cuerpos de mis padres, trasladados desde Lyon. Si los espíritus esperaban que iba a ir a visitarlos aprovechando la ocación, podían permanecer sentados, por que eso no iba a pasar. Si había algo que había aprendido es que debía separar lo personal de lo laboral. Ademas pensar en ellos no me causaba ningún placer, mucho menos ver sus nombres impresos en una roca, por lo que decidí simplemente fumar y mirar a mis alrededores, hasta que el cliente se dignara a aparecer.

La lluvia se había intensificado cuando regresé a la tumba de Émile, esta vez encontrandome frente a frente con una joven mujer que había dejado unas flores allí. Analisé con cuidado su apariencia antes de hacerme notar: Una mujer rubia, buena salud y condición física, no parecía una de esas damas de "la alta", pero tampoco tenía la imagen de una salvaje mercenaria. Cuando volteó hacia mí, pude notar en sus ojos un brillo de convicción que me sacó una leve sonrisa, al parecer no era una persona común... Pero aquello no iba a poder averiguarlo sin hablarle. Con cuidado me acerqué a ella, mientras las gotas de lluvia resbalaban por mi traje y mi sombrero. Le sonreí tranquilamente antes de hablar.

- ¿Usted fue quién me convocó, señorita?


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Mensaje por Thorna Shapplin1 Sáb Mar 03, 2012 8:51 pm

Verano, diez años atrás...

- ¿Y cuándo no estés, en quien podremos confiar? Dios puede estar en nuestros corazones, pero sabes que eso no es suficiente para que aquellos engullidores de almas nos perdonen la vida – cuestioné algo tensa, con la mirada fija sobre los grisáceos y atentos ojos paternos, que parecían reflejar como su mente trataba de encontrar la respuesta más certera para aquella sorpresiva cuestión
- "Hija mía, el Señor siempre guiara vuestros pasos por el camino seguro. Más cuando su luz no sea suficiente para aplacar el deseo de sangre de aquellas criaturas sin paz, siempre contaran con aquellos que les defenderán con capa y espada. Esos que dedican su vida a acabar con la miserable existencia de los siervos del mal. Siempre podrás confiar en los cazadores, pues ellos defienden mucho más que el rebaño de Dios, ellos velan por toda la humanidad…" - despojo sereno y esperanzado tras posar su mirar en el horizonte, notando como la campiña se bañaba en tonalidades rojizas y naranjas…

Presente...


No sé si me encontraba allí por los consejos de mi padre o simplemente por necesidad. Había llegado a un punto en mis proyectos en que ya no podía darme el lujo de ocuparme de ciertas cosas. Y no es que necesitase de alguien que me guiara o tomase junto a mí riendas en el asunto de buscar el talón de Aquiles de la Iglesia. Todo lo contrario, pues con cada paso, con cada investigación me sentía más segura de poder cumplir mis cometidos de forma individual, sin terceros de por medio.
¿Sería por el simple egoísmo de en un futuro poder acreditarme todas las acciones que llevaron a la Santa Sede a su desmoronamiento? No lo sé precisamente. Lo único que tenía claro en ese momento era la realidad, esa misma que me advertía que de ahora en mas no me convenía realizar todos los movimientos que ejecutaba con serenidad en el pasado. Los ojos de la Inquisición estaban más atentos que nunca y cualquier paso en falso seria abrirse camino directo hacia la perdición y la horca. Era por ello que necesitaba alguien que cumpliese con las acciones que yo ya no. Alguien que fuese mis ojos y mis oídos sin ser descubierto. Una persona que llevase toda información recaudada a la tumba por el simple hecho de contar con un espíritu de fidelidad y discreción incomparable. Necesitaba alguien que confiara en mi y viceversa. Una solicitud casi imposible, pero no podía quedarme con la duda de si las palabras de mi padre -quien pese a la sabiduría y precisión de sus consejos jamás fue santo de mi devoción- estaban en lo cierto.
Me arriesgué, porque mi vida entera trataba de eso también. Dar pasos en un puente lleno de maderas flojas y tratar salir airosa, sin miedos, siempre mirando al frente sin importar qué.
Esa era una de las razones por las que allí estaba, bajo la lluvia. Por valentía y necesidad.

Una sensación negativa se generó en el centro de mi espina ante el saludo de aquel caballero
¿Intuición femenina tal vez? No. Más que eso, fue la innecesaria confianza con la que su rostro se presento ante mí. Por más amena que fuese la intención, una sonrisa en un cementerio era igual o peor que caminar con una bolsa llena de resonantes francos por un callejón a la noche; una acción estúpida.

Evadí aquella pregunta simplemente con un gesto de mi mano que señalaba las flores obsequiadas a la difunta Quincompoix ¿Sí esa era nuestra señal para demarcar quiénes éramos, había necesidad de cuestionarlo verbalmente? Le miré fijamente, aunque su empapada apariencia no reflejaba en absoluto las excelentes recomendaciones ajenas que hacían de él un candidato espectacular para la misión que debía encomendar. Supuse que exactamente como en mi caso, las apariencias exteriores de aquel joven engañaban claramente al ojo ajeno, o en su defecto todo lo que me habían hablado de su persona eran viles mentiras.

- Pobre Émilie. Descansa en paz ahora sobre el regazo del Señor – proferí con un simulado reflejo de pena por aquella que ni siquiera conocía. El bajar la guardia en cuanto a reflejar lo que no era nunca fue una opción válida para mí, incluso ante aquellos que supuestamente eran o debían ser de mi confianza.
Extendí el brazo levemente hacia el intrigante caballero. Quería denotar en él algún rastro que me confirmase que todo lo que había escuchado era cierto, pero la realidad es que aun no sabía cómo.
- Con y sin prisa Monsieur Thal, hay muchos temas en los que debemos ponernos al corriente – le proferí seria e indescifrable, dejando aquella intención a la suerte y reflejando solamente el interés por comenzar lo que sería mucho más que un simple paseo para ambos.


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