La más oscura de las noches.

Otro día más que se amontonaba con los demás en la lista de días malgastados. Era irritante tener que pasar toda mi juventud encerrada cual doncella en aquel antro de mala muerte, donde sólo se respiraba alcohol y depresión. Desde que faltó mamá, aquello había dejado de ser el pequeño sitio de encuentros secretos entre señoritas casadas que engañaban a sus ricos maridos con apasionados jóvenes que trabajaban cuidando de sus caballos. Había dejado de ser el lugar donde se cerraban negocios, se anunciaban bodas, se creaban amistades, amores, pasiones. Aquel pequeño rinconcito apartado del bullicio del centro de París que tanta fama había cogido por tener uno de los mejores menús del lugar, y por el olor. Entonces olía a canela en rama y tomillo. Ahora sólo se respiraba el amargo hedor del moho apilándose en las ventanas, estropeando las ventanas y oprimiendo el paso de la tenue luz.

Hacía mucho tiempo que aquel pequeño local había dejado de ser nombrado como "La Plaque D'Or" y había sido remplazado con un nombre más de andar por casa. Muchos lo denominaban "la fonda del zoco" o algo de esa casta. Me exacerbaba de tal manera que en alguna ocasión había tenido que abandonar la estancia unos minutos sólo para tranquilizarme y no arrojarle algo al mastuerzo capaz de decir semejantes cosas de lo que antes había sido la felicidad de mis padres.

Suspiré exasperada y vi como mi padre cogía las enormes bolsas de basura que había generado toda la gente que había pasado por ahí aquel día, lo cual resultaba impresionante, cómo tan poca gente puede generar semejante cantidad de porquería. Le miré sin apartar los codos de la barra y sonreí de oreja a oreja.

-Querida, tornaré en un momento. Atiende esto en mi ausencia, si me haces el favor. - dijo con su voz pausada y serena, como si me calmara y alertara al mismo tiempo. - No he de tardar demasiado.

-Como mandes, padre. - asentí firmemente y le vi marcharse por la puerta de atrás. Aquella puerta conducía hasta uno de los miles de callejones que habitaban la ciudad de París.

Me aterraba salir ahí de noche, así que mi padre había llegado a la conclusión que tendría que ser él quien se encargara de llevar los restos del día hasta ahí para que no hiciesen mal olor dentro de la cocina. Él era mayor y sabía lo que hacía, así que me pareció razonable, aunque le pedí que tuviera cuidado al salir.

Tras un buen rato viendo como los tres desamparados que buscaban su compañía en un vaso de Whisky escocés discutían sobre lo poco que ganaban para sobrevivir y tras contar miles de anécdotas –la mayoría inventadas por ellos mismos con tal de subirse la moral– sobre como se habían enfrentado a peligros incalculables y que nadie les había reconocido mérito por ello, no como los mamelucos que se sentaban en tronos de terciopelo rojo, que no habían movido un dedo para soportar tantos lujos, tras pensar en beber chupitos de anís seco hasta perder el sentido con tal de no seguir escuchando aquello, miré por quincuagésima vez la puerta de la cocina. Ni una corriente de aire siquiera.

-¿Buscas a tu padre, preciosa? – murmuró de pronto uno de ellos. – Por el tiempo que ha pasado ahí fuera… No creo que vuelva a entrar. – dijo mientras se reía de forma insoportable.

-Cállese, está usted azorado. – contesté con la poca amabilidad que me quedaba en el cuerpo. – No sabe lo que dice…

-¡Puede que esté borracho! – prosiguió subiendo razonablemente el tono de voz. – Pero he pasado mucho tiempo por esos angostos callejones, y créeme… ahí pasar más del tiempo preciso… No es muy buena seña, muchacha.

El tono y el rosto del hombre, a pesar de su estado se ennegrecieron a una velocidad que me puso los pelos como escarpias. Di un respingo y sin apartar la mirada del hombre que yacía tranquilamente rodeando el vaso con sus bastas manos mientras sonreía de forma macabra, salí hasta la cocina rezando que por el amor de Dios, mi querido padre siguiera como lo había despedido hacía ya algo de tiempo. No podía pasarme aquello a mí, no podía. Mi hermano y mi madre habían fallecido. Sin mi padre, mi amado padre, ¿qué me quedaba?

Miseria y luto. Tristeza, soledad, rabia y desesperación. Eso era lo que quedaba. Más lo que quedaba del cuerpo inerte de mi padre era mucho menos. La imagen era tan desoladora que no pude más que caer de rodillas junto a él, sintiendo una aguda punzada en el pecho y le acaricié lo que antes solía ser su cara. Algo se movió rápidamente entre las sombras, pero alcancé a ver su figura difuminada por la luz de la luna llena: Un ser inhumano, cuya mirada congelaba hasta el último rincón de mi ser.

Cualquiera con la cordura intacta hubiera afirmado que aquel ser no era otra cosa que un animal salvaje y hambriento, y habría pasado por alto el detalle de que aquel “animal” caminaba erguido como cualquier hombre creado por Dios. Pero yo no era así. Tras la muerte de tres de las personas que más quería la cordura no constaba como uno de mis fuertes.

El ser gruñó y desapareció dejando tras de sí polvo, hojas rodando y un cadáver. Las lágrimas rodaban de forma limpia por mi rostro dejando una estela que brillaba bajo la blanca luz de la noche. La pena que antes había inundado mi corazón se transformaba progresivamente en algo que no podía identificar, algo que no había sentido nunca, pero el hervor de mi sangre me hizo reconocerlo.

Grité con fuerza haciendo que mis alaridos eclipsaran el sonido de los murciélagos que habían echado a volar a consecuencia de mi devastador aullido. Oh, ahora sabía lo que era. Por fin conseguía ponerle nombre a aquello que por alguna recóndita razón me hacía sentir tan bien: La dulce y encantadora venganza.