Victorian Vampires
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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Luther Sigismund Dom Ago 12, 2012 4:10 am

La expresión en el rostro del vampiro era tan afilada que incluso las sombras se retraían en las esquinas de la habitación, temerosas de captar su atención. Había roto cualquier trato pactado con ellas desde que la bestia en su interior se había negado a permanecer como prisionero. No podía culparla ni fingir calmarla. No quería. No lo haría. No existían ataduras ni armas lo suficientemente poderosas que osaran cortarle las alas al demonio que encontraba un festín en la locura que le embargaba – aún más – cada noche que pasaba sin tocarla. Había portado miles de máscaras desde que había sido transformado en un vampiro. Era todas y ninguna. El bueno y el malo. El verdugo y el salvador. El amigo y el enemigo. El cuerdo y el demente. Se sabía cada personaje con sublime perfección. Las había usado en más de una ocasión por mera diversión. De no encontrarse de un fatídico humor, habría sonreído ante el recuerdo de todas esas noches en que pasó jugando con la psiquis de sus víctimas. Habían confiado y temido según lo había deseado. Un gruñido vibró en su garganta ante el pensamiento que cruzó su mente. Ágatha confiaba en él pero, ¿le temía realmente? Sus colmillos aparecieron con sorprendente rapidez para clavarse en el hombro de la mujer que mantenía sentada a horcajadas sobre su regazo. El respaldo de la silla se clavaba en su espalda pero no le importaba. En cuanto el crepúsculo había caído anunciando la llegada de la noche, había descubierto que Ágatha había desaparecido – de nuevo. La humana ante él – una hembra que uno de sus sirvientes había llevado con engaños hasta su propiedad – había sido el objetivo de su malhumor desde entonces. No había piel que no estuviese marcada por su rabia. Algunos lugares incluso estaban completamente en carne viva. Las gotas carmesíes, con su cadente ritmo, caían sobre su desnudo pecho cuando se rozaba en su afán por detenerlo. En un intento desesperado por complacerlo y evitar lo que era su inminente muerte, la joven había buscado persuadirlo con su cuerpo. Luther podía ver el aborrecimiento en su mirada ante todas esas cicatrices que lo marcaban. Cuando la camisa había caído de sus hombros y vio el muñón en lugar de un fuerte brazo, se le había escapado un grito de horror que apenas fue capaz de contener al captar la promesa que brillaba en los orbes de quien – en efecto – sería su verdugo.

Mientras se alimentaba, dejó que su poder actuara. Encontraría a Ágatha en cualquier lugar del mundo. Si aún no aceptaba que jamás podía librarse de él pronto aprendería a hacerlo. El ‘pronto’ últimamente comenzaba a molestarlo a sobremanera. Si bien el tiempo no significaba nada para los vampiros, para Luther era distinto cuando se trataba de ella. Había pasado los últimos meses cerciorándose de que ese odio que a él le consumía como el infierno, – al saber que le pertenecía a otro de todos los modos en que solo debía pertenecerle a él y no lo hacía – esos mismos celos que lo conducían a hacerse su confidente para destruir lo que la había alejado de ella porque, hasta la llegada del conde no había sido de nadie excepto suya en más formas de la que era consciente; sirviesen para dejarla famélica de venganza. Había estado con ella desde el principio, incluso antes de encontrar los vestigios bajo esa Luna Llena hacía seis malditos meses. Aún podía sentir la rabia crecer en su interior al recordarla a merced de un licántropo la noche en que su boda debió llevarse a cabo. Por supuesto, estaba lejos de olvidarlo. Quizás nunca lo haría. ¿Quién demonios creía que ella que era Ralph para merecer su sacrificio? El gruñido se intensificó en su garganta. Su mano se cerró sobre el cuello de la joven mientras la acercaba más contra su cuerpo. Por un jodido momento, imaginó que a quien sostenía con tal fiereza era la mujer que amaba. El pensamiento le hizo arrancar sus colmillos del hombro de la humana. Incluso hundió su mano en sus cabellos para sostenerle y obligarle a mirarlo. - ¿La amo? La debilidad de la mujer era plausible en el color de su piel. Sus orbes estaban vidriosos ante las muchas veces en que la había mordido. Una carcajada completamente frívola escapó de la garganta del vampiro mientras observaba el horror que había sembrado en su acompañante. – Por supuesto que la amo. La demencia destilaba en sus palabras, confiriéndole un matiz tétrico al monólogo que había dado inicio. – ¿No crees que merezco también ser amado? Ahora acariciaba la mejilla de la joven, como si realmente fuese Ágatha la mujer en su regazo. – La arrastre fuera del infierno en que otro la había lanzado. Le di un propósito. Le presté mi fuerza. ¡Me merezco mi jodida recompensa! Su voz iba en aumento tanto que, la última frase, fue un rugido que hizo eco en la habitación. Sin esperarlo, los pensamientos de la humana le asaltaron. El rostro de Luther adquirió una semblanza que nadie jamás había visto, no porque nunca la mostrara, sino porque todos habían muerto después de verlo. - ¿Crees que soy un monstruo? Esta vez su voz había caído tanto que tuvo que acercar su boca al lóbulo de la humana para que ésta le escuchara. Su lengua chasqueó contra su colmillo una vez, dos veces. – Las apariencias engañan, pero nunca me aburro de portar esta máscara. ¿Es esto lo que necesita Ágatha? ¿Temerme? El juego consistía en que cualquier respuesta que le diera sería la incorrecta. Como ya era costumbre cuando su vampiresa desaparecía, la bestia le reclamó en su ausencia.


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Mensaje por Hela Von Fanel Jue Ago 23, 2012 12:57 am


Una princesa bailarina, sobre una caja de música,
bailaba al compás de su vals
en una noche donde los espectros acechaban sin paz.
El silenció adoquinó las calles,
el fúnebre aliento del miedo atemorizó los rincones
y, en medio de una mansión sin dueño,
a la niña le destrozaron las ilusiones.
La dama admiraba su obra de arte con recelo, un cuerpo tirado a mitad de una fúnebre habitación con los ojos abiertos observando todo el dolor que una bestia podía ocasionar. Las cuencas de sus orbes se encontraban manchadas de un color obscuro que profería una sombra sobre su blanquecina piel, húmeda, fría, ausente. Un rostro que imploraba clemencia, sin haberla encontrado. Los fantasmas merodeaban las cercanías susurrando sus gritos agónicos a oídos sordos; paseaban sin ton ni son sobre aquel estrafalario atrio de una vieja casona a mitad de la nada. La música continuaba escuchándose a lo lejos, era una tortuosa melodía de rimas infantiles y acordes para piano. No había nada más que la desolación y una peste fétida. Las ratas aparecieron poco después, royendo el cuerpo de la niña, esquivando la pulcritud pero acaparando el muñón donde debía estar el brazo derecho. Sus chirridos, el crujir de sus dientes destrozando la suave y tersa piel de la infante, era la delicia que sólo el demente podía entender de la misma manera en que el músico ama la Rapsodia que acaba de escribir. Las colas de los animales azotaban en el viento, chocaban contra la madera y resonaba un eco peculiar, era como ensoñar el trueno en la distancia augurando una nueva tormenta utópica. La primera lluvia en vísperas del verano que barrería con todo aquello que la nieve no cubrió, no marchitó, no asesinó.

Se ensimismó en sus pensamientos, olvidando el exterior, permaneciendo en ese antiguo mundo tan suyo, tan desconocido, tan olvidado pero tan confortante. Sonrió con una ceja en lo alto tras observar su mano completamente tintada con la sangre de un río escarlata. El suelo era un desastre y los padres de esa criatura llegarían en cualquier momento. No habría piedad, la niñera saltó por las escaleras abriéndose el cráneo con el filo del último escalón. La viscosidad de su masa craneoencefálica quedó plasmada -como la pintura sobre un lienzo- sobre la fina madera de roble de aquella pared. Simples salpicaduras en la esquina donde había caído muerta. Un hilo de sangre apareció en sus fauces, muy similar al arquetipo de un vampiro que acaba de beber sangre, pero Von Fanel aún siendo uno de ellos no se veía como tal. Los risos de la pelinegra caían desde su cabeza a la altura de sus hombros, el vestido violeta que vestía aún conservaba su impecable hermosura. Sin joyas, sin estúpidos detalles que sólo opacarían la belleza natural que le describe. Ojos verdosos, perenes… Se puso de pie. La lengua pasó por los rincones de su brazo que aún tenían restos del líquido carmesí. Era una diabólica ninfa, una muñeca de porcelana a la cual le practicaron un fallido exorcismo. La visión de la belleza que toda niña podía tener.

Sonrió al escuchar el relinchar de los caballos encabritados por la presencia del mal en las tierras de su amo. No deseaban avanzar por el estrecho sendero a su fatal destino, pero pese a sus advertencias, el cochero alzó el látigo por los vientos y, con un estruendo, los hizo avanzar hasta la obscuridad en el umbral de la puerta. Un golpe, dos, tres… y nadie contestó. La señora bajaba del carruaje el señor le ayudaba con la mano extendida a sostenerse en el suelo «Admiro su caballerosidad, Van Dijk» Pensó. Ya no había nada más que hacer en ese tétrico lugar. Salió por la puerta trasera al mismo tiempo en que los dueños entraban a la casa. El desgarrador grito de la mujer le profirió una sensación indescriptible entre el placer y la añoranza. Se sentía tan bien que lo repetiría una y otra, y otra vez hasta que sus sentidos estallasen al penetrante y agudo dolor de una muerte repentina. No había rastros de vampirismo y, por supuesto culparían a la niñera que yacía inerte en el suelo del vestíbulo. «Suicidio por arrepentimiento. Ella mató a la niña» Y no, no fue así como ocurrieron las cosas. La chiquilla empujó a la vieja por las escaleras causando su muerte para después ser ella misma quien arrancase su brazo y lo colocara cerca del cuerpo de su cuidadora. Sentir toda esa culpa en el corrupto y frágil cuerpo de la niña fue un festín digno de admirar, un odio tan terrenal que fue devorado inconscientemente por el monstruo que le manipulo cual títere en una obra infantil. Le quitó la sed, sació su hambre. Sólo jugaba por jugar, porque quería, porque lo deseaba, porque había estado encerrada más de cinco meses en esa mansión junto a Luther. ¡Se estaba enloqueciendo! Era la cuarta vez que salía en el último mes, no desaprovecharía su libertad.

Regresó a su encierro. Terribles cadenas que se erigían sobre su cabeza. No, no era porque él fuese un patán, sino porque eso le ayudaría a enardecer su odio y anhelar la venganza con aplomo. El corcel negro se abrió camino entre la espesura de la noche, cabalgando sin cesar montaña arriba donde se encontraba en las lejanías aquel castillo oculto en las más remota de las ruinas. Los lobos aullaban, se retorcían en sus propios cánticos ceremoniales esperando la llegada de la luna llena. Tras Ágatha y, aferrada a su cuerpo, una doncella de azabache cabellos, ojos ambarinos y piel blanca como la nieve, tarareaba la misma canción que aquella caja de música donde la bailarina ejecutó su último vals. Al llegar a las puertas de su nuevo hogar, bajó a la muchacha del cabello y la empujó hasta adentro. Era un hermoso palacete y cada habitación se decoraba con excéntricos muebles, claro, todo era como a él le apetecía. Arrastró el cuerpo de la joven hasta los aposentos de Luther en donde la arrojó contra las puertas para que se abriesen. A estas alturas era la única que podía entrar a esa habitación sin tocar la puerta, mala elección. La escena fue perturbadora para ella tanto como para la muchacha que se arrastraba en el suelo intentando ponerse de pie. La vampiresa rugió con enfado «¡Arg! No necesito ver esto» Pensó claro, él podía escucharla y lo sabía pero no le importó. Dejó en claro su desaprobación. Clavó la mirada en la mujerzuela, alzó una ceja –Largo- Le ordenó y esta miró a Luther con súplica –¡Ahora!- Apresuró. «Fui a por la cena, pero ya vi que no te gusta lo que cocino» -¡Bon Appétit!- Hizo un ademán con las manos, torció los labios en lo que pretendía ser una sonrisa. ¿Estaba enfurecida? ¿Celosa? Es probable que sí o ninguna de las dos. Ágatha era un manojo de nervios, así que cualquier cosa podría o no ser.


FDR: Lamento que quedase así de largo.


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