Encuentro en un café [Privado]

Nunca pensé que me agradaría París, supongo que le había dado demasiada importancia al tema de los abuelos, ignorando lo que ésta ciudad podía ofrecerme, debo decir que me ha cautivado, hasta he llegado a pensar que mamá tomó la decisión correcta al venirnos aquí.

Es temprano por la tarde y lo que me apetece en estos momentos es ir a uno de esos cafés tan famosos por aquí y tomarme algún café. Necesito relajarme, hay demasiadas cosas en las que pensar...

Entro al café, observo rápidamente el lugar, logro avistar una mesa vacía y me ubico en ella. Ordeno una taza de café, mientras, leo el periódico que quizá alguien haya dejado olvidado o quizá sea parte del servicio ofrecido en este lugar... ¡Qué importa!

Caminando por las calles de París, empiezo a reflexionar sobre lo que ha sido, hasta ahora, mi estadía en la casa de los abuelos y lo primero que se me ocurre pensar es que ¡Al fin pude salir! Me causa demasiada presión vivir ahí. Ya no sólo tengo que aguantar el reproche de mi madre sino también el escrutinio de mis abuelos y servidumbre. Al parecer, Mère no le habló muy bien de mí a los abuelos y ahora todos en ésa casa parecen querer juzgarme. Por lo menos me dieron el beneficio de la duda, aunque, si cada vez que entro a una habitación de la casa me reciben personas que empiezan a susurrar cosas que, al parecer, son sobre mí –no muy bonitas, a mi criterio-, miradas de sospecha y por encima del hombro, entonces la duda, sobre lo que pudo haber dicho Mère, es muy poca. Muchos ya me miran como si me despreciaran ¡Por Dios, no me conocen! Sin embargo, algunos parecen curiosos nada más.

Suspiro. Quizá sólo me lo esté imaginando, digo, cansada estoy, no he podido dormir bien desde que llegué ¿No decía alguno de ésos libros de Papa algo al respecto?, ¿Qué la privación de sueño podría causar alucinaciones? Pero, aun cuando lo intento, no puedo, es que, no es mi cama, no es mi habitación, no es mi casa.

Esto de no poder adaptarme me está volviendo loca y a mi hermano se le hace tan fácil. No lo entiendo.

Froto mi frente con mi mano izquierda para despejar mi cabeza y una cafetería al otro lado de la calle llama mi atención. Decido acercarme, quizá algo de chocolate me calme. Entro al establecimiento y busco algún lugar aislado para sentarme. En la esquina derecha de la tienda, al lado de una de las ventanas hay 2 mesas para 2 personas, una ya está ocupada, la persona en ella está leyendo el periódico, no le doy mucha más importancia y me siento a esperar a alguien del servicio para que me atienda. Mientras, decido echarle un vistazo a la gente de afuera a través de la ventana, tan pacífica, tan sonriente y no puedo evitar preguntarme ¿Cuándo volveré a estar así?

La persona de enfrente cambia la página del periódico y el sonido de las hojas llama mi atención. Volteo y el pánico y ganas de huir me invaden. Mis ojos se ponen como platos al reparar que, mi hermano, uno de los causantes de mi tormento y mano derecha de mi madre, es el lector.

Decido salir, pero, al levantarme, la silla suelta un chirrido que llama la atención de todos en la cafetería, el rubor por la vergüenza empieza a subir por mi cuello hasta que cubre toda mi cara. Miro a mi hermano horrorizada, con la esperanza de que no haya escuchado el sonido y me deje escapar.

Mientras estoy leyendo el periódico no puedo evitar detenerme a mirar alrededor, observar a las personas que entran y salen, a las que conversan en pareja, a los grupos de amigos, a los solitarios –como yo-, e intento aprender cosas nuevas sobre esta sociedad tan diferente a la que he dejado en Rusia, y a la que no logro acostumbrarme aún; al mismo tiempo busco, entre todas estas personas, algún rostro que me resulte conocido, pero, ¿Cómo podría encontrarlo? sólo conozco –o eso creo- a un puñado de personas y todas ellas se encuentran en aquella vieja casa que me resulta una prisión; me doy cuenta de ello y abandono mi búsqueda sin sentido.

¡Ah, Rusia! Comienzo a meditar en mi nueva vida, mi vida en París, y entonces, me doy cuenta que mi hermana, que Véronique, desde que llegamos a París no me ha dirigido la palabra ni una sola vez, que ni siquiera nos hemos visto desde hace varios días. ¡Qué diferentes hemos sido desde todo aquel rollo del abuelo y mi padre! Todo solía ser tan diferente cuando estábamos en Rusia, cuando éramos una familia feliz. Ahora ya nada es igual, mi vida no es la misma, ni aún con mamá las cosas han sido iguales, todo ha cambiado, nada es igual.

He decidido tomar un chocolate caliente, no lo sé, pero tengo una extraña ansiedad y creo que el chocolate me ayudará a calmarla.

Continúo mi lectura y entonces escucho un agudo sonido que viene de la mesa de enfrente, qué extraño, el sonido parece provenir de la mesa de enfrenté, parece que alguien, en un intento de levantarse de la silla, ha olvidado hacerlo con delicadeza. Levanto la mirada para ver qué ocurre, y ahí está, es ella.

Es como si hubiese visto un fantasma, por un segundo su cara se pone tan pálida como un papel y, al instante se ve cubierta por un intenso rubor. Intento desviar la mirada, pero es demasiado tarde. Nuestras miradas se han encontrado y ya no hay nada que pueda evitarlo. Véronique me mira con tal asombro, que por un momento creo que no debe ser a mí a quien está observando. Debe haber alguien más. Pero no, definitivamente es a mí a quien mira -o eso creo-. ¿Acaso me ha estado evitando todo este tiempo? De ser así ¿Por qué? No hay razones para ello, después de todo, somos hermanos y vivimos bajo el mismo techo. No lo entiendo. Mi cabeza está dando vueltas, no tengo tiempo para planear mi reacción. ¿He reaccionado de la misma forma que ella? ¿Me he quedado pálido o, estaré colorado? Tengo que hacer algo, no puedo hacerle creer que me ha sorprendido. Intento dibuja una sonrisa en mi rostro, pero creo que no lo he logrado. Sí, debo estar tan pálido como lo estuvo ella. Pruebo con pronunciar su nombre, a manera de saludo y me encuentro con que tengo que hacer un esfuerzo casi sobre humana para articular las palabras. ¡Al fin! Lo he conseguido.

-Véronique, ¿Qué haces aquí? –Es todo lo que se me ha ocurrido, ¿A dónde se va la mente en momentos como éste?- Eh, quiero decir, que milagro verte por acá.

En ese momento me levanto, sin hacer el ruido que ella hizo, y le ofrezco asiento.

Vuelvo hasta mi asiento, ella ha aceptado mi invitación y ahora nos encontramos en la misma mesa. Me ha hecho una pregunta, pero no pienso responderle, sospecho que lo hace sólo para molestarme.

Al parecer, Véronique se ha dado cuenta, por mi reacción, que estoy tan sorprendido como quizá lo esté ella; me ha observado por un segundo, y temo, me haya juzgado nervioso. Por unos instantes, le observo, buscando algún signo en su rostro que ayude a conocer lo que pasa por su mente. Creo que se ha dado cuenta de mi inspección y ha inclinado su rostro -¿Jugar con la servilleta?-, pienso mientras observo lo que hace. Ha cogido una servilleta de la mesa y ha empezado a jugar con ella; lo que traduzco como un intento de evitar mi mirada.

He dejado de observarla. Han sido unos segundos silenciosos: sólo mi mirada clavada en ella, y ella haciendo lo suyo con la servilleta. Mientras pienso en cómo responder, se detiene, y entonces, abre su boca, pero todo lo que puedo escuchar es “-Entonces…-”, los nervios deben estar comiéndola viva. Levanta su cabeza, mira a la ventana y a la puerta -¿Está pensando en irse?- Suelta la servilleta, y ahora sí logra pronunciar la frase entera. Mientras habla, hace una pausa para aclarar su garganta, -¡Sí!, definitivamente está nerviosa-, pienso, confirmando mis suposiciones; no puedo contener la risa y se me escapa un pequeño sonidito, confío en que no me haya oído en lo absoluto; continúa y, cuando termina, todo tiene sentido: Está pensando en irse. Y no la culpo, más que eso, la comprendo, o eso creo.

Hace una última pregunta, una pregunta que sospecho, no busca conocer lo que realmente cuestiona.

-Simplemente estaba caminando, me encontré este lugar y decidí entrar por una bebida. –Le digo, al tiempo que tomo mi taza de café y bebo un poco de su contenido- ¿No puedes creer que sea sólo coincidencia? Permíteme disculparme si te he importunado. –Tomo un poco más de mi bebida y, con una sonrisa en el rostro, continúo- Dime, ¿Cómo has logrado escapar de tu prisión? –Tengo que morderme el labio para no reírme, creo que esta vez se ha dado cuenta.

Dejo mi taza, y me pongo cómodo sobre mi silla, esperando su respuesta.