The Past is a Grotesque Animal [Anja Plaschg]

Eran las mismas calles que había pisado años atrás, los mismos senderos, los mismos locales incluso, recordaba ese café a contra esquina del lugar que él había adquirido para su segunda y, por ahora, única librería, “Ereshkigal” como la diosa sumeria de la magia, una deidad en riesgo de ser olvidada pero que él revivía en un homenaje discreto, personal y sentido. Avanzó por esa calle llena de otros comercios, qué mejor lugar para el anonimato que un sitio poblado de caras y manos. Porque el giro de su negocio era uno que debía mantenerse discreto, con la careta de simple librería curiosa con títulos raros y autores semi desconocidos, y él no debía llamar la atención, ni siquiera entre los suyos que compartían esa capacidad mágica, no podía decirle al mundo que antes de ser Isambard Stockhausen fue Siegfried Ligeti, él último miembro vivo de una familia respetada dentro del mundo de la brujería y que en una terrible y mal construida ironía, se había vuelvo contra los suyos al unirse a la Inquisición porque la culpa lo dejaba ciego la mayoría del tiempo, porque Siegfried murió junto a Brünnhilde e Isambard no le debía nada a ningún apellido, a ninguna estirpe, a ningún aquelarre. Todo en ese hombre que ya ni él mismo sabía quien era, era una mentira, una contradicción, un desencuentro, y desde luego, su negocio de libros no quedaba exento.

Caminó con el desenfado que acostumbraba, vestido como hombre humilde aunque poseía una cuantiosa fortuna, manos escondidas en los bolsillos de su larga y desgastada gabardina color agua sucia de aceite. No se sentía un forastero, no podía serlo cuando él mismo no poseía un origen que pudiera ser rastreado. Era un hombre sin pasado, incluso esa librería suya pertenecía a su realidad nueva y construida, manufacturada como la más corriente de las baratijas. Al poner un pie dentro, el aroma a papel viejo y cuero de las portadas le llenó la nariz, le cortó el interior de las fosas nasales como millones de cristales en el aire que rasgan el interior de la carne. Sonrió como hacía varios años no lo hacía, una sonrisa íntima y significativa sólo para él, ahí estaba todo como lo recordaba, incluido ese joven parisiense que era su empleado desde hacía mucho tiempo, mismo que levantó el rostro y pareció ver a un muerto. Que no se confundiera, el muerto era Siegfried, no Isambard.

Avanzó hasta el joven, mismo que también era un brujo y conocía esa otra sección de la librería vedada para la mayoría y posó una mano sobre su hombro.

-¿Cómo van las cosas por aquí? –dijo con serenidad desbocada, como quien recita versos o canta nanas, como quien le susurra a un caballo, lo miró por unos segundos y lo soltó para continuar caminando, pronto su ayudante lo siguió, aun lo miraba como si no lo creyera. Isambard observó su alrededor con una fascinación desmedida, los rayos del sol que entraban por el tragaluz en forma de cúpula con herrería dorada, los libreros de madera burda repletos de libros que a muy pocos les interesaba, el piso color marfil, con las mismas manchas, con las mismas imperfecciones, el mostrador de un contenido y más sencillo estilo Luis XV.

Cuando quiso ir a esa sección del lugar que era como el corazón de todo el negocio, las campanas de la entrada sonaron, había olvidado ese sonido delicado y discreto como de agua de manantial que cae en un estanque puro y limpio.

-Yo me encargo –le dijo al joven brujo y regresó sobre sus pasos, frente a él se encontró con esta mujer entrada en años pero hermosa, alzó ambas cejas, no esperaba que su primer día ahí de regreso tuviera que trabajar, pero le gustó la idea, le encantó la idea y se quedó parado a un lado del mostrador en donde sólo una balanza hecha de bronce adornaba su superficie.