The one charm of the past is that it is the past.

por **Liz Recklinghausen** Lun Dic 09, 2013 11:15 pm

How much has to be explored and discarded before reaching the naked flesh of feeling.

No le temo a la muerte, sinó al dolor, y la inmortalidad tiene ese gusto amargo, ese tinte oscuro, agrio, que se mezcla con las promesas de la juventud eterna. Desde el momento mismo en que el corazón humano deja de latir, cada célula y cada tejido comienzan a morir, lentamente... y los segundos parecen días, y ya no eres capaz de pensar con claridad. Miles de imágenes van y vienen, cientos de destellos, sonidos, recuerdos, todo se mezcla en una vorágine de emociones y percepciones. El pasado y el presente se confunden, y durante unos instantes, pierdes la lucidez. Entonces deseas estar muerto, o al menos ya no sentir. Y cuando crees que nada podría ser peor, tus músculos se debilitan y ya no logras mantenerte en pie, y respirar se torna difícil. Quieres llorar, pero tienes los ojos secos, y el ardor es tan insoportable que no te atreves a abrirlos. Intentas gritar, suplicar a Dios por ayuda, pero la voz se quiebra entre los labios resecos. No puedes oir los latidos de tu corazón, pero oyes a lo lejos las conversaciones de la gente, el ruido de las hojas de los árboles agitadas por el viento, el zumbido de las moscas sobre la fruta podrida de los mercados, la sangre corriendo por las venas, una dulce tentación, casi imposible de resistir. Esto puede tardar minutos, horas o incluso días, pero cuando el dolor comienza a ceder, cuando vuelves a abrir los ojos, cuando tu cuerpo ha muerto y ha vuelto a la vida, entonces todo el sufrimiento tiene sentido.

por **Liz Recklinghausen** Jue Dic 12, 2013 6:29 am

Pleasure is the flower that passes; remembrance, the lasting perfume.

La habitación estaba en penumbras. Por la ventana entrabierta se colaba la brisa, meciendo con suaves ondas las cortinas blancas. En la estufa chisporroteaban los leños, crujiendo bajo el beso abrasador del fuego. Estaba sentada frente al tocador, los ojos clavados en el espejo, como si me estuviese viendo, pero mi pensamiento se encontraba lejos de allí. La puerta chilló y a través de la oscuridad observé los gráciles movimientos de Andrei de Rök. A pesar de que era alto y robusto, se movía rápido y ligero como una serpiente. Podía entrar sin ser visto ni oído, oculto entre las sombras de los rincones del castillo si así lo deseaba, otras veces entraba a la habitación como un viento helado, como un secreto dicho al oído. Pero cuando Andrei entraba haciéndose notar, entonces algo no estaba bien.

El ruido me trajo de vuelta. Antes de que pudiera girar para verlo, se encontraba parado detrás de mi. Nos miramos a través del espejo. Percibí una ligera tensión, como un asunto inconcluso que se interponía entre nosotros, lo veía en sus ojos negros como carbones.

-No has bajado a cenar- señaló mientras sus largos dedos se perdían entre mi cabello- sabes que no me gusta cenar solo- añadió mientras volvía a fijar su mirada en mi.
-Ya no deseo beber de ellos, Andrei- intenté que mis palabras sonaran duras, pero la voz se me quebraba cuando hablaba de ello. No me molestaba ser débil al respecto, me molestaba que él lo supiera. Su rostro se iluminó.
-No tienes opción, es hora de que lo entiendas-. Me consumía la rabia con tan solo saber que él controlaba aspectos tan básicos de mi vida, y que hacía aquello solo porque entendía que me estaba lastimando. Nuestra relación era sumamente enfermiza. Él me había dado y me había quitado todo cuanto tenía. Ése era su juego, el fino equilibro entre tenerlo todo y no tener nada, entre mi amor y mi odio. Para él, yo no era otra cosa que un objeto de su propiedad, que utilizaba a su antojo. Sin embargo en este juego ámbos eramos víctimas y victimarios, lo que lo volvía aún más perverso.

Con el dorso de su mano acarició mi cuello. Cerré los ojos en un gesto de aprobación, él sabía como tocarme, como conseguir lo que quería de mi. Se inclinó hacia adelante, su cabeza quedó a la altura de la mia, mientras sus manos desnudaban mis hombros. Pasó sus labios suavemente por detrás de mis orejas. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. -Eres mía Liz. Siempre lo fuiste, desde antes de ser concebida, cuando sólo eras una idea-. Lo aparté con brusquedad, y cuando abrí la boca para hablar, me tomó por la garganta y ahogó mis palabras con un beso. Se lo devolví, sin negar cuanto me gustaba aquello. Me levantó tomándome por la cintura, mientras me mordía los labios. Caminamos hasta la cama besándonos como si aquella fuera la última vez que lo hiciéramos. Andrei se tendió de espaldas, yo caí sobre su cuepo, rodeándolo con mis piernas. Mis manos, escurridizas, tomaron las suyas, y el un ágil movimiento puse sus brazos encima de la cabeza y lo inmovilicé.
-Vas a decirmelo todo, ahora- dije finjiendo estar calmada, mientras hundía mis uñas en la carne de sus muñecas. Él no forcejeó. Podría haberse liberado, si así lo quisiera, pero le excitaban esos juegos de poder, estaba disfrutando de aquello.
-Me gustas más cuando estás enojada, ¿lo sabías?- añadió mientras me robaba otro beso. Clavé mis uñas un poco más profundo y sentí el calor de su sangre brotando a través de las heridas, las gotas se deslizaron entre mis dedos. -Jajajaja, ¿de veras Liz?, ¿de esta forma crees que lograrás algo?- más rápido que un rayo se libró de mi y un instante después era yo quién yacía presa bajo su cuerpo.

-Te odio, ¡te odio tanto!- dije mientras luchaba para no estallar en llanto. -Y también me amas, y eso es lo que hace lo nuestro tan especial- añadió con una sonrisa burlona, mientras sus labios se posaban ardientes sobre mi cuello y sus manos, hábiles, desabotonaban mi vestido. Por más que me esforzara, siempre terminaba cediendo a sus encantos. Andrei era un experto en el arte de la seducción, un amante intenso, exquisitamente sensual. Mi creador, mi amante y mi carcelero. Aquella noche, como tantas otras fui suya, quise creer que algo de él también me pertenecía, y por un instante deseé que me quisiera.

por **Liz Recklinghausen** Lun Dic 16, 2013 1:02 pm

El odio es el peor alimento del alma, la va llenando poco a poco de veneno, y de forma lenta pero constante la termina por pudrir, y todo lo que era bueno e inmaculado se torna oscuro y malicioso.

No recuerdo mucho de mis días como mortal en la aldea de Barov, pero tengo la sensación de que era completamente felíz. Los días allí transcurrían calmos, cada uno igual al anterior, y aunque los campesinos se desvivían trabajando la tierra de sus Señores, cuando llegaban a casa ya nada de eso importaba, y el cansancio -de un cuerpo mancillado por el sol y el viento- se olvidaba. El amor de la familia y la comida, aunque escasa, eran suficientes para sanar el cuerpo y el alma. Si alguna vez creí que el dinero y el poder eran los amos de la dicha, estaba errada. Lo sé ahora, se puede vivir en el más hermoso de los palacios, vestir el más ostentoso de los vestidos, y albergar un corazón roto y enfermo de dolor.

Pero ese dolor, que al principio había sido insoportable, fue el que poco a poco me endureció, desvelando mi naturaleza más salvaje. La estupidez de Andrei me había transformado en un animal, y fue una noche, muchos años después de mi transformación, en que pude ver por primera vez el miedo de sus ojos al mirarme. Él lo supo, pero jamás se atrevió a admitirlo. Pero desde ese momento, muchas cosas entre nosotros camnbiaron, y antes de nuestra boda, con la que tomaría mi cargo entre la nobleza de mi pueblo, Andrei (sospecho que necesitándome de su lado más que nunca) me reveló el poder que yo misma desconocía, el control de los otros mediante la manipulación de su sangre.

Quizá nunca debió habérmelo dicho, quizá lo hizo porque estaba desesperado. Pero yo también lo estaba, y necesitaba de él tanto como él de mi.

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