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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Victorio Lambert Lun Mayo 27, 2013 8:10 am

El pasado nunca se muere,
ni siquiera es pasado.
William Faulkner

No era costumbre ya estar rodeado de lujos. La última vez.. Bueno, ya ni me acuerdo, sinceramente. Desde que empecé mi camino en solitario no me había dejado ver por las altas esferas. Eran tremendamente aburridos, a pesar de que hacerme con reputación y dinero no era complicado. No para mi. Con Edgar lo había hecho infinidad de veces, año tras año, sin importar el lugar en dónde nos encontráramos. Acabábamos cubiertos de oro y con el poder que se nos antojaba. Por eso, hastiado de aquella vida, decidí para variar pasar desapercibido entre la gente. Y lo he conseguido durante todos estos años. En aquel lugar nadie me conocía, ni siquiera de vista. Apostaría cualquier cosa. Mi nombre.. tampoco es algo que esté en boca de muchos, sólo de los necesarios. Pocos meses después de haberme “independizado”, se me cruzó en el camino una oferta que podía haber rechazado perfectamente pero que decidí aceptar. Un trabajo. Un trabajo, sin embargo, ciertamente especial. Me puedo considerar una especie de mensajero, a pesar de que no hay constancia alguna de aquello que entrego en cada ocasión. Tampoco queda registrada la transacción. En ese sentido, soy como un fantasma. Y es por eso que recurren a mi, de echo. Porque ni el mejor de los humanos sería el indicado para realizar estos encargos, más bien hechos a medida para alguno de los míos ¿Me explico?. Estos encargos tampoco son lo que se puede llamar frecuentes, ya he dicho que no es un trabajo del que quede constancia. Sólo me llaman cuándo me necesitan. Yo, por mi parte, no conozco en absoluto a los que se encargan de contactar conmigo o de facilitar mi nombre. Ni me interesa conocerlos. Recibo la carta, el lugar de encuentro, recojo el paquete, lo entrego dónde me mandan, recibo el pago por ello y arrivederci. Terminado. Sea dónde sea la entrega, la mayoría de veces fuera del País, yo voy mientras esté de acuerdo con los detalles. Pocas veces me he negado. Desde un principio no he necesitado el dinero, lo hago exclusivamente por la diversión. Me aburro con facilidad así que, de no tener “obligaciones”, la monotonía no hubiese tardado en adueñarse de mi vida. Y sólo de pensar en ello me dan escalofríos ¡Que horror! Por eso, cualquier cosa que significara salir de mi rutina de beber, comer y follar, sería bien recibido.

Actualmente, las cosas habían cambiado mucho. Ya hacía varios meses del último encargo, que había utilizado para huir de Carmmine. Junto a ella, a penas había prestado atención a mi buzón y sólo había realizado un par de encargos. Así que supongo que sí puede considerarse como un rechazo, a pesar de que ni siquiera vi las cartas hasta meses después de que fueran enviadas. Y la última, me había servido de escape. Una mala elección. Una jodida mala elección que me había acarreado más problemas que otra cosa. ¡En qué bendito momento se me ocurrió huir! Cómo si pudiera sacarme tan fácilmente a la primera mujer por la que había sentido algo en mis ciento setenta años de vida. Hay que ser estúpido para pensar eso; yo lo fui. Y desde que volví a París, sobretodo desde que volví a ver a Carmmine, no me había preocupado más por ello. Había dejado aquella especie de trabajo en un completo segundo plano. Y habría seguido así, de no ser porque la noche pasada me había dado por mirar en el buzón. Tenía una carta. Y dado que mi dirección la conocían muy pocos, era bastante obvio de quién sería. Casualidad o no, un nuevo encargo me esperaba al día siguiente en una fiesta que se organizaría en la ciudad. Allí me encontraría con alguien que me daría los datos, como siempre. Nada había cambiado. ¿Cómo se habían enterado de que había vuelto a la ciudad? Ni puta idea. De no ser porque todo, excepto una mujer, me daba igual, habría podido incluso asustarme de pensar que vigilaban mis movimientos cuándo no sabía de quién o quienes se trataban. Por suerte o desgracia, no despertó en mi ningún sentimiento más que el dubitativo. Aceptar o no. Decidí aceptar. Si bien estar pendiente de la pelirroja era importante para mi, sobretodo después de algunas cosas que había visto y no me habían gustado ni un pelo, tampoco me vendría mal despejarme y volver a ser Victorio una temporada. Tenía que dejar al vampiro hermitaño en el que me había convertido (aunque no es que yo haya sido alguien exageradamente extrovertido nunca, la verdad), y volver al mundo real. A relacionarme, con alguien que no fuera mi subconsciente. No tendría sexo ni bebería hasta hartarme porque mi cuerpo no tenía ganas de ello, pero viajar me despertaría y me ayudaría a afrontar de una forma diferente la situación. Era esencial que dejara mis sentimientos a un lado y recuperara mi verdadera esencia, aunque algo enterrada después de meses llenos de pensamientos extraños, ahí seguía. Al acecho, esperando por su momento. Ese momento había llegado.

Las fiestas Parisinas, y las de cualquier otra parte del mundo en que hubiera una gran cantidad de gente adinerada de por medio, resultaban copias unas de otras. Personas que eran la elegancia andante, ropas caras y joyería todavía más cara. Buena comida, mejor bebida. Puede que no respirara el ambiente adinerado que me rodeaba pero sí lo olía perfectamente. Ataviado de uno de los trajes que desempolvé del armario y con el mejor look de meses, pelo bien cortado y barba no totalmente afeitada pero sí pulida, no destacaba más de lo habitual. Mi apariencia juvenil con un toque maduro nunca había pasado desapercibido, ni en un antro de mala muerte; mucho menos cuándo decidía arreglarme lo que es un poquito. Una lástima que no me interesara absolutamente nadie de los que posaban sus ojos en mi ¿No? De allí sólo me interesaba el dueño del sobre que contenía las instrucciones del encargo. “Salón floral” En la cara así es cómo habían llamado a la sala en la que tenía que reunirme con dicha persona. Ahora bien ¿Qué jodida sala sería esa? Pasando de la primera planta de la mansión, subí por las escaleras hasta la segunda dónde a penas habían algunos buscando intimidad. Que no podía interesarme menos. Salón floral.. No tardé en encontrarlo. O eso creí, al menos. Había un único juego de puertas en toda la estancia decorado con extravagantes flores. Ya fuera adrede para poder encontrarlo o algo habitual allí, entré. Mis sentidos se vieron curiosamente afectados por lo que podría encontrarme dentro.
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Mensaje por Hassa Sudairi Miér Jun 19, 2013 12:01 am

No es necesario destruir el pasado, se ha ido; en cualquier momento,
puede volver a aparecer, parecer ser y ser presente

John Cage

Un indicio puede convertirse en una prueba firme. Los rumores pueden tener un trasfondo lógico. Guiada por la información escasa pero de fuentes confiables, Hassa Sudairi, o Karima, como era su verdadero nombre, se dedicaba, desde hacía tiempo, a perseguir a todo aquel que atentase contra la Institución del Santo Oficio. ¿Por férreas convicciones? No, la vampiresa no tenía más convicciones que su propio bienestar, y, claramente, el haberse dejado atrapar por la Inquisición formaba parte de ese fundamentalismo que profesaba para con ella misma. Había desarrollado una veta egoísta y meticulosa, que la había convertido en una espía perfecta de la centenaria estructura de poder. Su belleza y femineidad no pasaban desapercibidas nunca, era exótica, una mezcla perfecta entre la delicadeza del sexo débil y los atributos que convertían, al género femenino, en un arma de doble filo. Sus curvas, que se esmeraba en resaltar, arrancaban miradas sigilosas de las féminas y lascivas a los hombres. Pero detrás de aquella máscara de pétreo estoicismo, existía un ser renegado, de alma errante –siempre contando que ésta no se había destruido con su inocencia-, capaz de las peores atrocidades, sin que se le moviera ni siquiera un músculo de la cara. Detestaba lo relacionado a su cuerpo, y a todo lo que fuese femenino, desde la ropa que tenía puesta, hasta sus ademanes. Odiaba a las mujeres, porque ellas habían sido las responsables de las mayores desgracias de su vida, que, concatenadas, la habían arrastrado a convertirse en ese ser impío y decadente. Estaba sumergida en una profunda contradicción, en la que ponderaba excesivamente su persona, y, al mismo tiempo, el género al que pertenecía le repugnaba. Sin embargo, había logrado un equilibrio al lado de su Creador, pero éste fue destrozado por la misma institución en la cual se había infiltrado para vengarlo. Tras cumplir con su cometido, podría dejar que los rayos del Sol abrazaran su piel y los vestigios de su alma, y los hicieran añicos, como a su pasado. Vendetta y suicidio, los dos motores de la vida de Sudairi.

Se acomodó el cabello recogido, y lanzó el cuerpo contra uno de los libustrines que adornaban el patio trasero de la mansión a la cual había acudido en calidad de Sultana del Imperio Otomano. Era increíble cómo la Iglesia hacía uso y desuso de su título de nobleza oriental. Sus incisivos habían rasgado la piel de desconocido, su boca había succionado y su garganta había tragado, con la misma facilidad con la que había logrado arrastrar al caballero hasta ese lugar. Le causaba gracia la naturaleza masculina, pues con sólo una mirada de sus penetrantes ojos verdes, había conseguido que el hombre cayera preso de su provocación. Sus ropas exóticas eran un motivo más que alimentaban la expectación en los potenciales amantes, que en vez de terminar entre sus piernas, terminaban bajo tierra. Observó el cadáver con gesto serio, y con su pulgar se quitó la línea de sangre que caía por su comisura. Luego se llevó el dedo a la boca, y con su lengua lo limpió. Era prolija en sus crímenes, no era una vampiresa que le diera rienda suelta al instinto bestial que tanto caracterizaba a la especie. El haber convivido tantos años con un ser milenario como Edgar, que tenía una mente brillante y espeluznante, le había contagiado aquellos hábitos sutiles y calculadores. Cada movimiento de Hassa era premeditado, con la misma tranquilidad con la que dejaba que sus impulsos dieran rienda suelta, cuando sus víctimas predilectas –si es que podía tildárselas así- estaban crucificadas ante sus ojos, rogando piedad, misericordia, como si ella se tratase del Dios que tanto veneraban los cristianos, al cual le pedían todos aquellos tesoros en las hipócritas misas dominicales. Las mujeres y los fanáticos católicos, se habían convertido, desde hacía varios años, en aquellos a los que disfrutaba matar. El hombre que yacía muerto a sus pies, no era más que un envase que le prodigaba el alimento para subsistir. La supervivencia del más apto. Y, claramente, ella era la aludida en esa expresión.

Regresó a la velada como si se tratase de algo común asesinar y dejar abandonado al cuerpo inerte. Y si, lo era, por lo menos para ella, y para esa sociedad acostumbrada a los horrorosos delitos. Ya nadie se sorprendía cuando alguien aparecía muerto por un vampiro que le había absorbido hasta el alma. Eso era lo que ese tipo de seres conseguía, arrebatar las almas. Si alguien sobrevivía a sus ataques, jamás lograba recuperarse del impacto. Es que el deceso que provocaban los no muertos, era tortuoso y lento, la víctima intentaba luchar por continuar en el plano terrenal, se aferraba con uñas y dientes a una vida que, pronto, se esfumaba como el vapor. Hassa disfrutaba de notar cómo, bajo su boca, el ser humano se entregaba al destierro, y dejaba que el Infierno lo tragase. Un par de personas se acercaron a saludarla, las conocía de otros eventos, e intentó ser lo más cordial, dentro de los parámetros de la amabilidad que no la caracterizaba. Sin embargo, gran parte de los encumbrados la aceptaban, por tratarse de una extranjera, una pagana, que desconocía completamente los modales europeos y que no tenía más que un libro ridículo por el cual regirse, “El Corán”. Un hombre la chocó, le pidió disculpas, y cuando éste desapareció entre la multitud, descubrió que había dejado un papel en su mano. Lo miró con recelo, y por su olor, se percató que se trataba de un licántropo, quizá espía como ella o un informante externo del Santo Oficio. Leyó la nota, y contenía dos palabras. “Salón floral”.

Hassa se dirigió sin ansiedad hacia el sitio indicado. Había bastado con bucear levemente en la mente de algún asistente, para saber dónde quedaba ese lugar. Caminó por un largo pasillo, y entró por una puerta de madera opaca y manija de oro. La recibió un maître, que le ofreció una copa de vino. Aceptó, pero no gustosa. Prefería diluir unas gotas de sangre humana en el líquido oscuro. Su mirada vagó por todos los presentes, algunos clavaron sus orbes en la recién llegada, y se dio cuenta de que era la única mujer. Eso no facilitaba las cosas, pues, como le habían pedido, debía seguirle la pista a un perteneciente al sexo masculino. Si éste tenía la capacidad de bloquear su mente, todo sería más difícil. Sin esfuerzo, indagó en los pensamientos de todos los presentes, y volvió sobre sus pasos cuando una voz le pareció extremadamente conocida. Se concentró, individualizándola, y no le quedaban dudas de quién era. Lo buscó en los minúsculos grupos, y no lo encontró, pero en la otra punta, asomado a un ventanal, lo divisó. Caminó bordeando el centro, y se paró tras él, permitiéndole que la viera a través del reflejo.

El pasado nunca muere —susurró, cerca de Victorio.
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Mensaje por Victorio Lambert Dom Sep 01, 2013 4:13 pm

Aunque por lo general las esperas se me hacían largas e insoportables, en esta ocasión era completamente indiferente. Y no sólo a eso, a todo lo que me rodeaba. La sala se había ido llenando de gente con el paso del tiempo y yo había elegido la esquina más alejada del centro, la más solitaria, para pasar el rato que me quedara allí. A través del ventanal que tenía en frente, observaba la parte trasera de la mansión. Los jardines estaban bien cuidados, como de costumbre, y demasiado adornados según yo. Todo el lugar era ostentación pura, una vez más, como acostumbraban. Ya podían pasar cien o mil años, que las personas no cambiarían en su esencia. Los ricos, seguirían siendo ricos, con sus costumbres de ricos. ¿Irónico, no? Aunque ellos morían con el paso del tiempo, en el fondo, eran como nosotros. Su esencia perduraba, inmortal. Mi propia vida habría sido simple de no haberme encontrado con Edgar. Edgar, ese nombre no me traía buenos recuerdos. Formaba parte de un pasado que ya nada tenía que ver con mi actual situación y que no lo había querido tener presente desde que lo dejé atrás. O eso creía yo.

El pasado nunca muere.

No podía ser cierto, pensé. No podía estar viendo lo que veía reflejado en el ventanal. No podía haber escuchado esa voz tan cerca de mi. Tenía que ser una jugada de mi mente. Tenía que serlo, ¿De qué otra forma vería de nuevo a Hassa? No sólo verla. Oírla y olerla. Maldita fuera. Ese olor era inconfundible. Siempre había sabido que ese momento iba a llegar tarde o temprano. Ellos eran tan inmortales como yo y había tan pocas probabilidades de que murieran o no me buscaran como de que yo hiciera precisamente eso, buscarles. Inconscientemente creí que no pensando en ello, que haciendo ver que lo olvidaba, ya no habría existido. Eso sólo fue una ilusión. Una ilusión placentera pero bastante fugaz que terminaba en ese mismo instante en el que nuestros ojos volvían a cruzarse. ¡Y en qué momento! Sin embargo, mis situación era (por suerte) algo de mi único y exclusivo conocimiento. O, de lo contrario, no habría sido este momento el elegido por ella para encontrarnos. Conocía a Hassa, no me habría permitido sucumbir ante los encantos de ninguna mujer. No cuándo ella, en todos los años que pasamos juntos, no lo había conseguido. No debía olvidar tampoco que a ella también la abandoné y no precisamente con la intención de regresar. Ella no debía conocer de ninguna manera nada de lo que había ocurrido en estos años, para ello ante sus ojos debía sacar a relucir el Victorio que ella conocía. Un Victorio que, de todas formas, no había desaparecido.

Entrecerré los ojos cortando así el contacto visual, terminando lo que quedaba de mi copa de champagne antes de enfrentarme a ella. Y, sobretodo, con la tranquilidad que me caracterizaba de siempre. Como nosotros ¿No? Cuánto tiempo sin verte, Karima Me volví para encararla. Karima (su nombre de humana que terminó cambiando por Hassa) seguía igual que siempre. Igual que cuándo la última vez que la vi. Ella tenía la elegancia innata. No importaba con qué ropas vistiera ni dónde estuviera, se hacía de notar. Su belleza inmortal, además, la tenía de mucho antes de ser de los nuestros. Y su personalidad nada tenía que ver con esa cara de ángel. Era una mujer despiadada, digna discípula de Edgar y motivo por el que se encaprichó de ella, como de tantas otras. Claro que Hassa fue la única, a parte de mi, que duró tanto tiempo a su lado. Mirándola se me hacía inevitable volver ciento cuarenta años atrás y recorrer todo lo que habíamos vivido juntos. Los tres formábamos un grupo implacable. De vez en cuándo Edgar volvía a hacer alguna de sus conversiones que se unía tan pronto como lo dejaba. Algunos no soportaban la marcha ni las atrocidades que podíamos llegar a cometer por placer, en mi caso aburrimiento. Otros, simplemente se aburrían y desaparecían o bien cabreaban al propio Edgar que terminaba con la vida que él mismo les había dado. Así, año tras año. Pero.. de eso ya hacía mucho tiempo y mi ahora nada tenía que ver. Aunque, debo admitir, que mirándola mis antiguos instintos todavía vivos se revolvían en mi interior.

Tras un lapso de tiempo viajando por mis memorias, caí en la cuenta de que sería muy extraño que se encontrara sola. Hassa siempre estaba con.. Pero era imposible que hubiese pasado por alto esa presencia. No importaba lo distraído que estuviera, Edgar era mi creador. Tenía que sentirlo por obligación. Mi cuerpo se ponía en tensión. Una sensación que nunca había desaparecido, ni con tantos años juntos, mucho menos después de haber estado separados. Por eso busqué con rapidez no sólo dentro de la sala sino por la mansión entera. Recorrí con mi mente cada rincón. Nada. Nada de nada. ¿Qué haces aquí sola? La última vez que te vi no te separabas de él ni para dormir. ¿Tanto han cambiado las cosas en tan pocos años? Mi ceño se frunció inconscientemente, mostrando la incredulidad ante mis propias palabras. No me imaginaba a una Hassa independiente y libre del yugo de quién fue su amo durante tantos años. Edgar, sin embargo, no estaba allí. Y que ella estuviera sola no podía significar nada bueno.
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Mensaje por Hassa Sudairi Miér Sep 11, 2013 11:03 pm

<<Karima…>> repitió, en su mente, al unísono con Victorio. Sabía que la llamaría así, y, dentro del rencor que le generaba reencontrarse con él, vislumbró un atisbo de nostalgia ante su antiguo nombre. Hacía tiempo que no lo escuchaba de boca de otro, el propio Edgar se había acostumbrado a Hassa y era así como se dirigía a ella. No pudo evitar que sus comisuras se levantaran en una leve sonrisa, que desapareció con la misma rapidez con la que se había materializado. Lo observó sin remilgos, estaba igual a como lo recordaba, sin embargo, algo en él era diferente. Demasiados años juntos le habían mostrado las facetas de aquel vampiro con el cual compartió el lecho y que luego se convirtió en mucho más que un simple amante. Victorio representaba un lado humano del cual no renegaba, junto con el recuerdo impoluto de sus hijos y de sus muertes, petrificados en su negro corazón, ya sin latidos que le recordaran un rastro de vida anterior. Había permanecido más tiempo como un ser eterno que como una mortal, y había aprendido que no existía nada más corto y fugaz que los seres humanos. Ella había sido elegida para perdurar, para continuar existiendo más allá de los límites para los cuales había nacido, y, aunque al principio se había preguntado por qué ella, luego, cuando comenzó a disfrutar de sus hazañas, se dio cuenta de la respuesta, la cual, ya no necesitaba.

Todos podemos morir, Victorio —respondió con más frialdad de la que hubiera deseado. ¡Edgar había muerto! ¡Había sido asesinado como un bicho cualquiera! La imagen del hueco de su pecho la acompañaba en su sueño diurno y la atormentaba como ninguna otra cosa. Había jurado venganza, y su antiguo compañero formaba parte del plan que había delineado en sus pensamientos. Noches enteras cavilando sobre el asesino, buscando pistas, había dejado de disfrutar de las simples tareas que eran torturar y alimentarse, nada le producía placer, estaba tan vacía como la existencia de su mentor. Edgar había sido atacado a traición, quien hubiera cometido tan atroz crimen, no había tenido la valentía de enfrentarse a él, de leerle, aunque sea, su sentencia a muerte. Lo cierto era que hacía tiempo que rehuían los pasos de la Inquisición, que caminaba varios metros detrás. ¿En qué momento se les habían adelantado? Se sentían tan seguros, tan confiados, que habían terminado olvidando que eran perseguidos, y se creían inalcanzables, inaccesibles. Y lo habían sido, hasta aquel maldito día en que todo había terminado en tragedia. Ella no había podido cubrirle las espaldas, y sobre sus hombros pesaba aquella culpa. Edgar lo había sido todo, y se lo habían arrebatado.

Le habría arrancado una mano a Victorio por la forma en que se refirió al creador de ambos y su relación él. ¡¿Por qué no lo nombraba?! Edgar les había regalado dones inimaginables, les había abierto un abanico de posibilidades, y los había mantenido junto a él. Ella sentía celos terroríficos de aquellos que, por poco tiempo, se unían a su grupo, al cual sentía su familia. Pero callaba, por respeto al líder y por un orgullo que no se atrevía a herir con sus actitudes. Sabía que un ataque haría que la expulsaran como a una cualquiera, y si de algo estaba segura, era que no era una simple creación. Tenía dones naturales, y había aprendido a utilizarlos con presteza y dedicación. Su carácter minucioso convertía en una obra de arte todo lo que tocaba, y eso a Edgar le encantaba, lo excitaba y lo divertía. Su carcajada era maravillosa, y si alguna vez tenía un sueño tranquilo, era su sonrisa brillante la que la perseguía, primero con dulzura, luego con reproche.

Han cambiado más de lo que crees —aseguró con su habitual gesto serio. Dio un paso hacia él, hasta que sus cuerpos estuvieron a punto de rozarse. Estiró el cuello y sus labios acariciaron su oreja al hablar— Edgar fue asesinado —susurró sin preámbulos, y se incorporó. Las yemas de sus dedos tocaron su frente, cerró los ojos y recitó —Alaihi salaam —hablar en su idioma nativo ya le resultaba extraño, pero no por ello, había olvidado creencias que le habían inculcado desde el vientre materno. No se detuvo a pensar en si la noticia le provocaría estupor, bronca o le sería indiferente a Victorio. No observó su rostro, no quería saber qué era lo que cruzaba por sus gestos en ese momento. Hassa estaba compartiendo su dolor, era la primera vez que se atrevía a decir aquella frase. <<Edgar fue asesinado. Edgar está muerto>> pensó, y era la manera en que aquello se volvía real. Se había negado a decirlo, era la forma que tenía para mantenerlo vivo, pero la presencia de Victorio y la ausencia, entre medio de ellos, de Edgar, era la prueba fehaciente que no había sido todo una pesadilla, de que estaba a la deriva. Ni cuando su madre había fallecido, se había sentido tan huérfana como en ese momento.

Si quieres hablar, estaré en el jardín trasero —giró sobre sus talones, sin esperar respuesta. Sabía que él iría, estaba segura de que la seguiría. La sultana salió del salón, de repente, demasiado hambrienta, demasiado sedienta. La garganta se le había secado, sus incisivos latían presurosos, parecía una vampiresa neófita incapaz de controlar sus bajos y carnales instintos. Había olvidado la misión que le habían encomendado, demasiado perturbada por el reencuentro. En su trayecto un joven criado la acompañó, siguiendo su petición. La vida del muchacho se le extinguió en la boca, rápidamente, sutilmente. Succionó con urgencia y con elegancia, sólo ella lograba que un acto tan vil, pareciera una danza mortuoria. Dejó el cuerpo en el mismo cuarto de servicio, no le importaba que lo encontrasen. Aún no estaba saciada, pero podría esperar. Caminó por el extenso jardín hasta llegar a una fuente. Cuatro ángeles desnudos, de sus bocas y del círculo que formaban sus cuerpos tomados de las manos, emanaba agua. Se cruzó de brazos a esperar. Victorio llegaría, no sabía cuándo, pero lo haría.
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