Un paso a la vez [Hadrien]

por **Joselyn Von Dietrich** Jue Ago 30, 2012 11:20 pm

Me había tomado dos semanas tomar valor para salir de casa de Isambard, dos semanas en las que un par de pensamientos contradictorios se golpeaban el uno al otro mientras yo me escondía en los rincones oscuros evitando cualquier tipo de contacto con el brujo que me acogía en su casa. Dos semanas en las que esos dos pensamientos intentaban ser el más importante en mi mente: Uno que hablaba de tener un pánico horrible de salir, un verdadero terror de poner un pie fuera de la puerta de entrada y volver a ser una... un chico normal en las calles de Paris. ¿Y si me encontraban?, ¿Y si se daban cuenta por mi forma de caminar que era una bruja y me quemaban como a mi hermano? Tonterías ilógicas, claro, pero ¿desde cuándo el miedo tiene lógica y coherencia?. El otro pensamiento era un poco más superficial, un asunto de orgullo y egoísmo puro, algo que me carcomía sin sentido y sin razón: No dejar que Isambard pensara que me quedaría ahí para siempre, que por el hecho de que tuviera miedo de salir, fuera algo de su propiedad. Él no había hecho nada para que yo lo pensara, ni había dicho nada, también era una tontería pero una vez más: ¿Desde cuándo el egoísmo y el orgullo son lógicos y coherentes?

Había ganado el orgullo y esa mañana gris de finales de Agosto había esperado a que Isambard saliera de la casa para prepararme mentalmente. Conté del uno al cincuenta para asegurarme de que no volvería, miré por la ventana y di mil vueltas del salón a la puerta y de regreso todavía cuestionándome sobre si sería buena idea salir a la intemperie. La voz en mi cabeza seguía gritándome y después de mil dudas, hundí las manos en los bolsillos del abrigo y me aventuré al mundo exterior. Iba cautelosa, cabeza gacha, pasos rápidos, ojeando apenas a la gente que pasaba por mi lado y el camino que quedaba al frente, de cuando en cuando echaba un vistazo alrededor para saber cómo regresar. Muy en el fondo, todavía no quería escapar.

Llegué al mercado cuando comenzaba a llover, apenas unas cuantas gotas que caían sobre las cabezas del montón de gente que se negaba a que un poco de agua los distrajera de sus compras matutinas. En cuanto el mar de gente se intensificó, yo me pegué a una pared, literalmente. Espalda a la pared e intentando parecer normal. Fracasando estrepitosamente, claro está. Respiré varias veces intentando pensar en que probablemente ninguna de esa personas que paseaban tranquilamente por el mercado, tenían la intención de encender una hoguera a la mitad de la calle para quemarme. Y me tranquilicé. Un poco. Al menos hasta que se desató el griterío en uno de los extremos.

Me encogí inmediatamente sobre mi misma por mucho que no tuviera idea de qué estaba sucediendo. En ese momento admití que no me importaba lo que sucediera e intenté huir pero la gente comenzó a ir en contra mía, a empujarme hacia los gritos, yo luchaba contra la corriente e intentaba nadar en el mar de brazos y piernas y torsos y caras que no me dejaban escapar. El estómago se me revolvía y las rodillas cambiaron a consistencia de gelatina, al final me giré y eché a andar hacia el problema sin que yo lo quisiera. Aunque "andar" sería una palabra que no era adecuada, más bien diría "me dejé arrastrar hacia el problema". Una trifulca, alguien se había robado algo y el dueño de ese algo se había defendido. Una roca en la cabeza del agresor y de pronto había cambiado de papeles. Con qué facilidad se pasa de ser el agresor a ser la víctima.

Me lanzaron a la primera fila con tanta fuerza que caí de rodillas junto al herido, un chico de unos 15 años que tenía la cabeza abierta e intentaba levantarse para huir mientras la gente detenía al que lo quería seguir golpeando. Sangre. Un grito e formó en el fondo de mi estómago, un grito que quería salir con todo y lo poco que había desayunado. Y los gritos decían algo que yo no alcanzaba a entender, algo que pedían, alguien que gritaba por un médico. Mis ojos no se separaban de la herida, las rodillas no me respondían y el chico levantó la mirada hacia mi, boqueó una súplica y puso su mano sangrienta sobre la mía inmaculada. Sangre. Náuseas. El mundo dio un vuelco frente a mis ojos y el color abandonó mi rostro. Imágenes que me daban vuelta en la cabeza, la voz de mi hermano, los ojos muertos que me miraban desde rincones oscuros de mi propio subconsiente, que jugaban conmigo para ver cuánto tiempo más aguantaba sin volverme loca. Iba a desmayarme.