AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Melancolía {Grazia Moretti}
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Melancolía {Grazia Moretti}
"En algún lugar del alma se extienden los desiertos de la pérdida, del dolor fermentado."
Sealtiel Alatriste
Sealtiel Alatriste
Llovía con la furia y tiranía de esas implacables nubes grises, capaces de oscurecer todo a su paso y arrojar el agua con resarcimiento, como si desearan lavar el aire hasta llevarse incluso las ilusiones y dejar a la gente sólo con la desesperanza. La tempestad se había prolongado por horas, y el lodo acumulado cubría las calles como una nueva alfombra, resbalosa y traicionera, que se convertía en una trampa peligrosa para todo quien tuviese la osadía de intentar cruzarlo. Era ese mismo paisaje por el que transitaba un hombre solitario, con la mirada mustia y una botella de whisky a medio beber por su garganta sedienta de un olvido inalcanzable, de ese olvido que se escurría a través de su alma para invadir su mente con la tortura del recuerdo vívido y cruel de ese sangriento despertar que hoy cumplía un nuevo aniversario.
Todo le parecía igual, las construcciones opacas, sólo iluminadas interiormente por algunas velas que, aun cuando quedasen algunas horas de luz, parecían hacerse pocas, y de pronto, como si hubiese aparecido de la nada, una apocada iglesia, diferente al resto del paisaje, parecía luchar por resistir el vendaval. Estaba cerrada con candado y sus muros quebrajados justificaban inminente su orden de demolición; era una hermosa edificación que había sido condenada a muerte por el paso de los años que le dañaron de manera irreparable, de esa misma forma en que los recuerdos imborrables habían deteriorado el interior de esa cabeza aparentemente intacta, pero internamente devastada, que le observaba a través de sus atormentados ojos.
El hombre bebió un nuevo sorbo de ese trago amargo que, sin nada de efectividad, intentaba ayudarle a conciliar la paz y cruzó la calle enlodando sus zapatos, sin siquiera sentir sus pies congelados por el frío de la noche. Se abalanzó contra la puerta, arremetiendo con furia contra aquel candado traicionero hasta hacerle ceder y caer de forma seca y moribunda, directamente al fango asqueroso en donde se perdió sin esperanzas de volver a hacerse útil. La puerta se abrió de cuajo, tambaleándose amenazadora de caer y hacerse pedazos. En el interior, algunos rayos de luz difusa lograban traspasar los otrora hermosos vitrales y dejaban a la vista las desgastadas bancas que se arrumbaban una sobre otra hasta el final de un pasillo solitario que acababa en un viejo altar caído, tras el que colgaba a duras penas un lastimoso Jesucristo que parecía aferrarse a su cruz con el único brazo que le quedaba, pero aún así era capaz de regresar una mirada tranquila y triste que se perdía vagamente en el rincón destinado al coro, mismo lugar en donde un piano abandonado reposaba desolado y sin un alma que le diera vida.
El duque, que ya no tenía la apariencia de tal, avanzó por el pasillo tropezando un par de veces por el barro pegado a sus zapatos y la dificultad del alcohol atontándole las piernas, hasta llegar frente a esa imagen angustiosa en la que aún guardaba sus esperanzas y poder mirarle como el hombre que aún no perdía la fe en él, en el mismo Cristo, hijo de Dios — ¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué este tormento? ¿Por qué ella? ¿Por qué no puedo olvidar? ¿Por qué? — preguntó con la respiración quebrada a ese hombre inerte de madera desgastada, cuya mirada no era más mustia que la suya. Negó con la cabeza tras aporrearse con la verdad irrevocable de no recibir respuesta y le dio la espalda para ir a sentarse a ese piano solitario cuya madera acarició para arrasar con su polvo y hacerle revivir con su música, pero al tocar su primera tecla, la cuerda se cortó azotándole en el rostro y cobrándose con sangre de tal atrevimiento, pero él —estúpido, angustiado, melancólico y dolido— volvió a tocarle aún con más fuerzas hasta hacer gritar sus notas en el eco solitario y eclesiástico mientras su mejilla sanaba rápidamente producto de uno de los pocos consuelos que era capaz de brindarle su maldición.
«Isobelle».
No había mas palabra que esa en su mente, pues era la menos dolorosa que podía recordar, pero la naturaleza era cruel y el cielo lloraba junto con su alma haciéndole remembrar su propio duelo. Era una de esas lluvias asesinas de primavera, de aquellas que matan a los pequeños polluelos recién nacidos aun bajo la vista y desesperación de sus padres, de la impotencia de saber que han perdido la única posibilidad de tener un hijo pues su vida es corta y el nido que con tanto esfuerzo habían construido para dar luz a la vida, hoy sólo se llenaba de muerte.
Un gota cristalina cayó sobre el piano que tristemente tocaba, seguramente se trataba de una gotera, aunque en sus minutos en aquella iglesia lo había visto todo seco, pero como todo lo que pasaba a su alrededor, le dejó sin darle importancia; ya nada importaba si ella no estaba con él, si el tiempo pasaba sin traerla de vuelta, como si sus manecillas avanzaran con fuerza arrastradas por la lluvia, erosionando las heridas, escociendo como ácido muriático en la carne viva de su pecho rajado, quemando el agujero vacío a un costado de su corazón sin vida, carcomiendo los bordes de sus pulmones llenándole de vacío, ausencia y necesidad.
La gotera seguía, cada vez mas frecuente, más húmeda… «Pobres aves» es el único pensamiento que fue capaz de articular su cerebro antes de resquebrajarse nuevamente al darse cuenta de la realidad: Él era una de esas aves a las que la tormenta les ha arrebatado la vida, llevándose a su único hijo, dejándole con la herida abierta y sin esperanzas de sanar, revolcándole en su propio infierno, respirando veneno, desvaneciéndole en la nada. Sentía como si parte de él hubiese muerto con él y la otra parte seguía falleciendo lentamente acompañada de su soledad.
Le necesitaba consigo para volver a sentirse vivo, necesitaba sus caricias para poder sentir algo que no sea dolor, necesitaba su aliento para volver a respirar aire, necesitaba su sonrisa para curar sus heridas, necesitaba su presencia para llenar su soledad, le necesitaba a ella entera para recordar quien era él. Pero ella había desaparecido con la misma lluvia cruenta de primavera y le había dejado la necesidad clavándose como puñales en su garganta de tanto gritar su nombre sin hallar respuesta.
Y la gotera seguía ahí cayendo incesante, haciéndole dudar. Levantó la cabeza para buscar su origen en el techo sobre él mientras sus manos seguían tocando el piano tan ausentes como su vida, pero al bajar la mirada vio su propio reflejo sobre la madera reluciente de aquel piano, regresándole la mirada a través de un par de cuencas vacías y húmedas. La gotera era él.
Todo le parecía igual, las construcciones opacas, sólo iluminadas interiormente por algunas velas que, aun cuando quedasen algunas horas de luz, parecían hacerse pocas, y de pronto, como si hubiese aparecido de la nada, una apocada iglesia, diferente al resto del paisaje, parecía luchar por resistir el vendaval. Estaba cerrada con candado y sus muros quebrajados justificaban inminente su orden de demolición; era una hermosa edificación que había sido condenada a muerte por el paso de los años que le dañaron de manera irreparable, de esa misma forma en que los recuerdos imborrables habían deteriorado el interior de esa cabeza aparentemente intacta, pero internamente devastada, que le observaba a través de sus atormentados ojos.
El hombre bebió un nuevo sorbo de ese trago amargo que, sin nada de efectividad, intentaba ayudarle a conciliar la paz y cruzó la calle enlodando sus zapatos, sin siquiera sentir sus pies congelados por el frío de la noche. Se abalanzó contra la puerta, arremetiendo con furia contra aquel candado traicionero hasta hacerle ceder y caer de forma seca y moribunda, directamente al fango asqueroso en donde se perdió sin esperanzas de volver a hacerse útil. La puerta se abrió de cuajo, tambaleándose amenazadora de caer y hacerse pedazos. En el interior, algunos rayos de luz difusa lograban traspasar los otrora hermosos vitrales y dejaban a la vista las desgastadas bancas que se arrumbaban una sobre otra hasta el final de un pasillo solitario que acababa en un viejo altar caído, tras el que colgaba a duras penas un lastimoso Jesucristo que parecía aferrarse a su cruz con el único brazo que le quedaba, pero aún así era capaz de regresar una mirada tranquila y triste que se perdía vagamente en el rincón destinado al coro, mismo lugar en donde un piano abandonado reposaba desolado y sin un alma que le diera vida.
El duque, que ya no tenía la apariencia de tal, avanzó por el pasillo tropezando un par de veces por el barro pegado a sus zapatos y la dificultad del alcohol atontándole las piernas, hasta llegar frente a esa imagen angustiosa en la que aún guardaba sus esperanzas y poder mirarle como el hombre que aún no perdía la fe en él, en el mismo Cristo, hijo de Dios — ¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué este tormento? ¿Por qué ella? ¿Por qué no puedo olvidar? ¿Por qué? — preguntó con la respiración quebrada a ese hombre inerte de madera desgastada, cuya mirada no era más mustia que la suya. Negó con la cabeza tras aporrearse con la verdad irrevocable de no recibir respuesta y le dio la espalda para ir a sentarse a ese piano solitario cuya madera acarició para arrasar con su polvo y hacerle revivir con su música, pero al tocar su primera tecla, la cuerda se cortó azotándole en el rostro y cobrándose con sangre de tal atrevimiento, pero él —estúpido, angustiado, melancólico y dolido— volvió a tocarle aún con más fuerzas hasta hacer gritar sus notas en el eco solitario y eclesiástico mientras su mejilla sanaba rápidamente producto de uno de los pocos consuelos que era capaz de brindarle su maldición.
«Isobelle».
No había mas palabra que esa en su mente, pues era la menos dolorosa que podía recordar, pero la naturaleza era cruel y el cielo lloraba junto con su alma haciéndole remembrar su propio duelo. Era una de esas lluvias asesinas de primavera, de aquellas que matan a los pequeños polluelos recién nacidos aun bajo la vista y desesperación de sus padres, de la impotencia de saber que han perdido la única posibilidad de tener un hijo pues su vida es corta y el nido que con tanto esfuerzo habían construido para dar luz a la vida, hoy sólo se llenaba de muerte.
Un gota cristalina cayó sobre el piano que tristemente tocaba, seguramente se trataba de una gotera, aunque en sus minutos en aquella iglesia lo había visto todo seco, pero como todo lo que pasaba a su alrededor, le dejó sin darle importancia; ya nada importaba si ella no estaba con él, si el tiempo pasaba sin traerla de vuelta, como si sus manecillas avanzaran con fuerza arrastradas por la lluvia, erosionando las heridas, escociendo como ácido muriático en la carne viva de su pecho rajado, quemando el agujero vacío a un costado de su corazón sin vida, carcomiendo los bordes de sus pulmones llenándole de vacío, ausencia y necesidad.
La gotera seguía, cada vez mas frecuente, más húmeda… «Pobres aves» es el único pensamiento que fue capaz de articular su cerebro antes de resquebrajarse nuevamente al darse cuenta de la realidad: Él era una de esas aves a las que la tormenta les ha arrebatado la vida, llevándose a su único hijo, dejándole con la herida abierta y sin esperanzas de sanar, revolcándole en su propio infierno, respirando veneno, desvaneciéndole en la nada. Sentía como si parte de él hubiese muerto con él y la otra parte seguía falleciendo lentamente acompañada de su soledad.
Le necesitaba consigo para volver a sentirse vivo, necesitaba sus caricias para poder sentir algo que no sea dolor, necesitaba su aliento para volver a respirar aire, necesitaba su sonrisa para curar sus heridas, necesitaba su presencia para llenar su soledad, le necesitaba a ella entera para recordar quien era él. Pero ella había desaparecido con la misma lluvia cruenta de primavera y le había dejado la necesidad clavándose como puñales en su garganta de tanto gritar su nombre sin hallar respuesta.
Y la gotera seguía ahí cayendo incesante, haciéndole dudar. Levantó la cabeza para buscar su origen en el techo sobre él mientras sus manos seguían tocando el piano tan ausentes como su vida, pero al bajar la mirada vio su propio reflejo sobre la madera reluciente de aquel piano, regresándole la mirada a través de un par de cuencas vacías y húmedas. La gotera era él.
Última edición por Emerick Boussingaut el Jue Ene 10, 2013 7:18 am, editado 2 veces
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: Melancolía {Grazia Moretti}
"¿En qué se convierte un hombre, en qué se convierte una mujer cuando se calza lo que se podría pensar que es la vestimenta más clásica de la contemporaneidad –y de algún modo la prenda más política, la que más está relacionada con el poder?"
Christine Bard
Christine Bard
Las teclas del piano sonaban como frases en un idioma desconocido que aún así eran capaces de hacerse entender en su profunda melancolía y la perdida de lo que alguna vez sintió como su hogar. Isobelle había sido hasta ahora la única mujer en su vida, y a pesar de jamás haberla amado como se ama a una pareja, le había amado como su familia, como su amiga y su compañera. Ella había sido elegida por sus propios padres desde que Emerick era sólo un niño, no obstante, jamás se había sentido forzado o desagradado de las costumbres familiares, y como buen aristócrata, había confiado en la elección de sus procreadores y lo asumía como si fuese parte de su propia cultura. La necesitaba por haber sido lo único que había sentido realmente suyo, le necesitaba por haber sido su familia y su hogar, le necesitaba porque ahora ya ni siquiera sabía quien era realmente, porque todo había cambiado desde su muerte, porque su maldición había comenzado con su perdida y porque ya no tenía a nadie quien le esperase en casa y poderle llamar su hogar, pues aquellos momentos hasta esa abandonada iglesia podría serlo, fuese donde fuese sería exactamente lo mismo
Lamentaba que su metabolismo no le permitiera emborracharse con la misma rapidez de un humano normal, pues así como su cuerpo sanaba de las heridas, las neuronas se le despejaban de la inconsciencia que tanto anhelaba, dejándole en un estado de adormecimiento leve que si bien le mantenía consciente, perturbaba sus sentidos provocando que no fuese conocedor de la rata que caminaba a su lado, así como tampoco de la mujer que le había observado con un revolver en mano de hacía un para de minutos; todo hasta que un sonido ajeno a las teclas del piano le hizo comprender que ya no estaba solo. En un primer momento la sorpresa de saberse acompañado y desde quién sabe desde cuándo, secundado por el desconcierto de descubrirle huyendo como si algo malo hubiese estado haciendo y, finalmente seguido por la alerta de ver a esa rata aledaña, con la intención de compartir su botella de whisky. Curiosamente, en un primer momento, prestó más atención a la animalejo que a su humana compañía, por lo que no tuvo una mejor idea que entonces azotar el piano para ahuyentar al roedor y así hacerle huir despavorido. Sonrió de medio lado, pero entonces recordó a la mujer a quien volvió a mirar, sorprendiéndose de verle con las manos en alto y volteando de forma lenta hacia donde él se encontraba.
Le miró por un par de segundos, con la mirada fija y acriminadora, como si esperase a que hiciese algo más que mirarle con las manos en alto, mas cuando su reloj de bolsillo marcó aquel tercer segundo, una risa fuerte y estridente explotó desde sus labios y se esparció por todo el espacio abierto entre el antiguo y desvencijado techo y el piso que se extendía a pedazos por debajo de sus pies. Rió con ganas, como hacía tiempo no lo hacía, sin cuidado del protocolo o preocupaciones por el que dirán. Nadie podía negar que la escena era divertida, menuda dama furtiva de pantalones ¿De dónde era que había aparecido semejante barbaridad?
Volvió a reír, aunque ya más calmadamente y cogió su botella de whisky, salvada de las garras y bigotes de la rata, para beber un nuevo trago antes de ponerse de pie con la mirada fija sobre ella, para acercarse a paso precavido pero confiado a la vez; precavido por ser ella una descarada desconocía en pantalones que huía de la escena y confiado por la falsa seguridad que le propinaba el alcohol.
— ¿Cómo osáis vestiros con aquello que nos pertenece a los hombres? ¿Acaso no os habéis informado de las leyes parisinas? — preguntó mirándole de pies a cabeza y descartando un origen pobre o bárbaro como el que se creía para aquellas prendas en una época previa a la Revolución Francesa, mas ahora, los sans culottes (o santos culotes, según el Duque de Escocia) se consideraban como una prenda símbolo de revolución y modernidad, pero es era para ellos, los hombres, y así lo dictaminaban las recientes leyes parisinas que habían prohibido el uso de pantalones en las mujeres. ¿Qué iba a saber él de los protocolos de la Inquisición si, en lo único que había tenido tiempo de interesarse, era en los nombres de los más asesinos y en el como poder unir defensas para abolirlos? Seguramente ya pronto lo sabría y, más temprano que tarde, le significaría una herramienta sumamente importante a la hora de reconocer a sus miembros en la calle.
— No me digáis que huíais por ello —mencionó dándose cuenta que hasta a él mismo se los podría haber robado por lo que, repentinamente asustado, se agachó sin disimulo para mirarse los suyos y respirar con alivio al notar que éstos aún seguían en su lugar — Ufff... Por un momento pensé me los habíais robado — sonrió con ese aspecto adormilado del alcohol y volvió a posar los ojos en aquella prenda tan llamativa ante sus ojos, producto de la gran novedad de verlos puestos en una mujer que, si bien es cierto tenía un aspecto deplorable a causa de haber sido sorprendida por la tormenta, no parecía venir de una mala cuna.
Lamentaba que su metabolismo no le permitiera emborracharse con la misma rapidez de un humano normal, pues así como su cuerpo sanaba de las heridas, las neuronas se le despejaban de la inconsciencia que tanto anhelaba, dejándole en un estado de adormecimiento leve que si bien le mantenía consciente, perturbaba sus sentidos provocando que no fuese conocedor de la rata que caminaba a su lado, así como tampoco de la mujer que le había observado con un revolver en mano de hacía un para de minutos; todo hasta que un sonido ajeno a las teclas del piano le hizo comprender que ya no estaba solo. En un primer momento la sorpresa de saberse acompañado y desde quién sabe desde cuándo, secundado por el desconcierto de descubrirle huyendo como si algo malo hubiese estado haciendo y, finalmente seguido por la alerta de ver a esa rata aledaña, con la intención de compartir su botella de whisky. Curiosamente, en un primer momento, prestó más atención a la animalejo que a su humana compañía, por lo que no tuvo una mejor idea que entonces azotar el piano para ahuyentar al roedor y así hacerle huir despavorido. Sonrió de medio lado, pero entonces recordó a la mujer a quien volvió a mirar, sorprendiéndose de verle con las manos en alto y volteando de forma lenta hacia donde él se encontraba.
Le miró por un par de segundos, con la mirada fija y acriminadora, como si esperase a que hiciese algo más que mirarle con las manos en alto, mas cuando su reloj de bolsillo marcó aquel tercer segundo, una risa fuerte y estridente explotó desde sus labios y se esparció por todo el espacio abierto entre el antiguo y desvencijado techo y el piso que se extendía a pedazos por debajo de sus pies. Rió con ganas, como hacía tiempo no lo hacía, sin cuidado del protocolo o preocupaciones por el que dirán. Nadie podía negar que la escena era divertida, menuda dama furtiva de pantalones ¿De dónde era que había aparecido semejante barbaridad?
Volvió a reír, aunque ya más calmadamente y cogió su botella de whisky, salvada de las garras y bigotes de la rata, para beber un nuevo trago antes de ponerse de pie con la mirada fija sobre ella, para acercarse a paso precavido pero confiado a la vez; precavido por ser ella una descarada desconocía en pantalones que huía de la escena y confiado por la falsa seguridad que le propinaba el alcohol.
— ¿Cómo osáis vestiros con aquello que nos pertenece a los hombres? ¿Acaso no os habéis informado de las leyes parisinas? — preguntó mirándole de pies a cabeza y descartando un origen pobre o bárbaro como el que se creía para aquellas prendas en una época previa a la Revolución Francesa, mas ahora, los sans culottes (o santos culotes, según el Duque de Escocia) se consideraban como una prenda símbolo de revolución y modernidad, pero es era para ellos, los hombres, y así lo dictaminaban las recientes leyes parisinas que habían prohibido el uso de pantalones en las mujeres. ¿Qué iba a saber él de los protocolos de la Inquisición si, en lo único que había tenido tiempo de interesarse, era en los nombres de los más asesinos y en el como poder unir defensas para abolirlos? Seguramente ya pronto lo sabría y, más temprano que tarde, le significaría una herramienta sumamente importante a la hora de reconocer a sus miembros en la calle.
— No me digáis que huíais por ello —mencionó dándose cuenta que hasta a él mismo se los podría haber robado por lo que, repentinamente asustado, se agachó sin disimulo para mirarse los suyos y respirar con alivio al notar que éstos aún seguían en su lugar — Ufff... Por un momento pensé me los habíais robado — sonrió con ese aspecto adormilado del alcohol y volvió a posar los ojos en aquella prenda tan llamativa ante sus ojos, producto de la gran novedad de verlos puestos en una mujer que, si bien es cierto tenía un aspecto deplorable a causa de haber sido sorprendida por la tormenta, no parecía venir de una mala cuna.
Última edición por Emerick Boussingaut el Jue Ene 10, 2013 7:18 am, editado 2 veces
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: Melancolía {Grazia Moretti}
"¿Qué locura o que desatino me lleva a contar las ajenas faltas, teniendo tanto que decir de las mías?"
Miguel De Cervantes Saavedra
Miguel De Cervantes Saavedra
Y nuevamente risas... eso es lo que vino por parte del licántropo al ver la cara de antología con la que le miraba la mujercita de pantalones. Menuda desfachatez la suya ¿Cómo se le ocurría? Pantalones... como si sus excusas pudiesen ser suficientes, como si el clima se lo permitiera o el hecho de ser extranjera le diera el derecho.
— ¿Qué no estoy en posición de recriminaros nada? — le preguntó alzando sus cejas, con una sonrisa que difícilmente se debatía entre la incredulidad y burla que las palabras de la mujer le ocasionaban, mas no quiso ser tan descarado con aquello último y terminó por volver a empinarse la botella en la boca para ocultar su sonrisa y de paso disfrutar de la exquisitez embriagadora del alcohol que, repentinamente, ya no le parecía tan llamativo al observar aquel techo, otrora hermosamente pintado y ahora cayéndose a pedacitos igual que su propia moral.
— ¡Estoy en posición de recriminaros todo! — exclamó de pronto y arrojó la botella al suelo, de manera tan sorpresiva como si una bomba de tiempo en su interior explotara sin aviso del mismo modo como acababa de hacerlo la bombona al estrellarse contra el piso para convertirse en tantos trocitos de vidrio de diferentes tamaños como gotas de alcohol que salpicaron todo, incluyendo sus propias ropas.
— Escuchadme “Signora” — exigió de su atención, señalándole con uno de sus dedos, como si el escándalo previo no hubiese sido suficiente, y se acercó un par de pasos hacia ella sin dejar de apuntarle — Escuchadme y ubicaos bien, que aquí la única que realmente comete un delito sois vos; vos sois la de la mala impresión y vos sois la que venís a habladme de cristianismo... ¡Aquí! — señaló ahora hacia el piso — ¡En la misma casa de Dios! — extendió sus brazos y volvió a mirar al cielo, hacia aquel fresco en ruinas que acababa de antojársele como una imagen abstracta de su propio reflejo; y eso, una vez más, le recordó toda su rabia, pena y frustración — El mismo ¡PUTO! Dios que juega como un niño con una lupa quemándonos como hormigas de jardín!
Volvió a mirarle a ella, la santa, la ingenua dama en apuros que hablaba de Baco y los cristianos como si aquello fuese lo único importante en la vida; la Fe y la Iglesia como el remedio de todos los males que a sus ojos no eran más de un parche sucio sobre la herida infectada ¿Y qué podía saber ella de la vida, de la verdadera vida, si ni siquiera sabía como vestirse en una nación de leyes o como llegar hasta su propia casa sin la necesidad de pedir ayuda?
— Me dais lastima — volvió a reír, aunque esta vez fue mas como un resoplido que cualquier otra cosa, un resoplido angustioso y sin una pizca de alegría, una sonrisa irónica, tortuosa y lastimera, como todo aquello que sentía ahora en lo que se había transformado su vida — Realmente os lo tragáis todo, todos los cuentos burdos de la Iglesia en donde si dais amor y pagáis el diezmo os tendréis ganado el cielo ¿y qué hacéis después, eh? Decidme ¿Qué hacéis después?... ¿Os marcháis a casa con la conciencia tranquila mientras la Iglesia, la poderosa Iglesia, invierte vuestro aporte en más lujos, oro, construcciones y armamento para “Sembrar la paz y alimentar a los pobres” — agregó marcando las comillas con sus propias manos, aunque difícilmente una mujer de la época pudiese saber que significaban las comillas.
Estaba loco, perdido, desamparado y melancólico, como aquella de hormiga de jardín a la cual le seguía el turno de ser quemada tras haber visto como morían todas las otras de su hormiguero. Sólo hablaba y hablaba sin medir sus palabras, sin escatimar en las consecuencias que estas trajeran, sin detenerse a pensar siquiera con quien las decía. Sólo desahogaba parte de su rabia, dolor y frustración en medio de aquellas frases incoherentes que para él, en su cabeza perturbada, tenían aún más sentido que para una damita de bien disfrazada de mala persona.
— ¿Qué no estoy en posición de recriminaros nada? — le preguntó alzando sus cejas, con una sonrisa que difícilmente se debatía entre la incredulidad y burla que las palabras de la mujer le ocasionaban, mas no quiso ser tan descarado con aquello último y terminó por volver a empinarse la botella en la boca para ocultar su sonrisa y de paso disfrutar de la exquisitez embriagadora del alcohol que, repentinamente, ya no le parecía tan llamativo al observar aquel techo, otrora hermosamente pintado y ahora cayéndose a pedacitos igual que su propia moral.
— ¡Estoy en posición de recriminaros todo! — exclamó de pronto y arrojó la botella al suelo, de manera tan sorpresiva como si una bomba de tiempo en su interior explotara sin aviso del mismo modo como acababa de hacerlo la bombona al estrellarse contra el piso para convertirse en tantos trocitos de vidrio de diferentes tamaños como gotas de alcohol que salpicaron todo, incluyendo sus propias ropas.
— Escuchadme “Signora” — exigió de su atención, señalándole con uno de sus dedos, como si el escándalo previo no hubiese sido suficiente, y se acercó un par de pasos hacia ella sin dejar de apuntarle — Escuchadme y ubicaos bien, que aquí la única que realmente comete un delito sois vos; vos sois la de la mala impresión y vos sois la que venís a habladme de cristianismo... ¡Aquí! — señaló ahora hacia el piso — ¡En la misma casa de Dios! — extendió sus brazos y volvió a mirar al cielo, hacia aquel fresco en ruinas que acababa de antojársele como una imagen abstracta de su propio reflejo; y eso, una vez más, le recordó toda su rabia, pena y frustración — El mismo ¡PUTO! Dios que juega como un niño con una lupa quemándonos como hormigas de jardín!
Volvió a mirarle a ella, la santa, la ingenua dama en apuros que hablaba de Baco y los cristianos como si aquello fuese lo único importante en la vida; la Fe y la Iglesia como el remedio de todos los males que a sus ojos no eran más de un parche sucio sobre la herida infectada ¿Y qué podía saber ella de la vida, de la verdadera vida, si ni siquiera sabía como vestirse en una nación de leyes o como llegar hasta su propia casa sin la necesidad de pedir ayuda?
— Me dais lastima — volvió a reír, aunque esta vez fue mas como un resoplido que cualquier otra cosa, un resoplido angustioso y sin una pizca de alegría, una sonrisa irónica, tortuosa y lastimera, como todo aquello que sentía ahora en lo que se había transformado su vida — Realmente os lo tragáis todo, todos los cuentos burdos de la Iglesia en donde si dais amor y pagáis el diezmo os tendréis ganado el cielo ¿y qué hacéis después, eh? Decidme ¿Qué hacéis después?... ¿Os marcháis a casa con la conciencia tranquila mientras la Iglesia, la poderosa Iglesia, invierte vuestro aporte en más lujos, oro, construcciones y armamento para “Sembrar la paz y alimentar a los pobres” — agregó marcando las comillas con sus propias manos, aunque difícilmente una mujer de la época pudiese saber que significaban las comillas.
Estaba loco, perdido, desamparado y melancólico, como aquella de hormiga de jardín a la cual le seguía el turno de ser quemada tras haber visto como morían todas las otras de su hormiguero. Sólo hablaba y hablaba sin medir sus palabras, sin escatimar en las consecuencias que estas trajeran, sin detenerse a pensar siquiera con quien las decía. Sólo desahogaba parte de su rabia, dolor y frustración en medio de aquellas frases incoherentes que para él, en su cabeza perturbada, tenían aún más sentido que para una damita de bien disfrazada de mala persona.
Última edición por Emerick Boussingaut el Jue Ene 10, 2013 7:19 am, editado 1 vez
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: Melancolía {Grazia Moretti}
"La mejor enseñanza es la que utiliza la menor cantidad de palabras necesarias para la tarea."
María Montessori
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Menuda lucha de egos era la que estaba resultando de aquella estúpida e infantil batalla por quien doblegaba primero. Ambos altivos, ambos criados para ordenar y ser obedecidos, ambos amados por sus padres y envidiados por muchos. Ambos tan equivocados como aquel pastor perdido que quería ordeñar un toro.
Y así fue como la italiana tomó la delantera entre los ingenuos y tontos, pues si pensaba que sus represalias no serían bien cobradas, es que la mujercita estaba muy equivocada.
En cuanto la gélida y acumulada agua de ese viejo y desvencijado jarrón le recorrió el cuerpo, calándole hasta los huesos, sólo tardó un par de segundos en que sus pulmones volviesen a recobrar el aire y en que sus ojos le mirasen a ella con un brillo asesino, iracundo y sediento de un respeto que bien conseguiría ya fuese por la razón o por la fuerza.
De dos trancadas fue que su cuello estuvo al alcance de su mano derecha mientras que con la izquierda le tomaba la muñeca para de un brusco tirón, hacerle soltar el jarrón el que, al igual que la botella de whisky, terminó hecho añicos en el suelo empolvado. Fue entonces cuando ambas manos interactuaron con la presión necesaria para arrojarle al suelo, con él arrodillado a su costado, sujetándole del cuello sin llegar a ahorcarla.
— ¿Y qué tal un poco de tortura para enseñar a vuestra merced? — le preguntó presionándole la garganta tan sólo medio segundo, pues aún estando borracho, sería incapaz de hacer algo más. No era luna llena para ser un asesino y tampoco llegaría a dejar marcas en una mujer que estuviese en desventaja y su vida no dependiera de defenderse de ella.
Le miró desde su posición, sin duda era una mujer agraciada y malcriada a quien de seguro ahora estaba asustando, pero aún no le parecía suficiente. Todo en ella indicaba lo económicamente bien aventajados que debían de haber sido sus padres, pero también la falta de enseñanzas y respeto que se veía en el común de las mujeres de la época; sumisas y esclavas de su género. Y fue por eso que se acercó aún más a ella para así continuar con su gratuita lección.
— ¿Qué tal... — comenzó susurrando a su oído, rozándole la piel con la punta de su nariz y la calidez de su aliento alcoholizado — si ya que sois tan creyente... — se desvió de su oreja para acercarse ahora a su rostro y mirarle a los ojos — os entrego en sacrificio? — le sonrió de costado y se alejó un poco más para mirar alrededor — Después de todo, no habría mejor lugar para hacerlo que esta, la misma casa del Señor — volvió a mirarle y negó con la cabeza — Lastima que no valéis la pena, ni soy yo un asesino — agregó soltándole del cuello, para luego sujetarle de ambas manos mientras le ponía una de sus piernas flectadas sobre ambos brazos y tronco, para impedirle así un poco más el movimiento.
Le miró de nuevo, y con su mano libre, sacó una cigarrera de su bolsillo trasero y le dejó en el suelo para poder abrirla y de su interior sacar tanto un cigarro de los puros y también un encendedor de plata con el símbolo de su escudo familiar, perteneciente a la realeza escocesa. Se llevó el cigarro a la boca y lo encendió con aquella única mano, para luego de aspirar el humo de su cigarro, mirarle otra vez.
— ¿Sabéis hacía cuanto no ponía un cigarro en mi boca? — le preguntó sin interesarse en su respuesta — Tres años. Suelo fumar sólo cuando tengo sentimientos de crisis autodestructiva — le explicó sin importarle si ella quería escucharle o no, y volvió a llevarse el cigarro a los labios — Extraño ¿No os parece? — inquirió nuevamente antes de arrojarle el humo a la cara.
Y es que así era él, un completo caballero con aquellos que lo merecían, y una bestia maleducada con aquellos que no. Después de todo, cuando se trataba de enseñar y aprender, cualquier escarmiento imposible de olvidar sería bien recibido.
Y así fue como la italiana tomó la delantera entre los ingenuos y tontos, pues si pensaba que sus represalias no serían bien cobradas, es que la mujercita estaba muy equivocada.
En cuanto la gélida y acumulada agua de ese viejo y desvencijado jarrón le recorrió el cuerpo, calándole hasta los huesos, sólo tardó un par de segundos en que sus pulmones volviesen a recobrar el aire y en que sus ojos le mirasen a ella con un brillo asesino, iracundo y sediento de un respeto que bien conseguiría ya fuese por la razón o por la fuerza.
De dos trancadas fue que su cuello estuvo al alcance de su mano derecha mientras que con la izquierda le tomaba la muñeca para de un brusco tirón, hacerle soltar el jarrón el que, al igual que la botella de whisky, terminó hecho añicos en el suelo empolvado. Fue entonces cuando ambas manos interactuaron con la presión necesaria para arrojarle al suelo, con él arrodillado a su costado, sujetándole del cuello sin llegar a ahorcarla.
— ¿Y qué tal un poco de tortura para enseñar a vuestra merced? — le preguntó presionándole la garganta tan sólo medio segundo, pues aún estando borracho, sería incapaz de hacer algo más. No era luna llena para ser un asesino y tampoco llegaría a dejar marcas en una mujer que estuviese en desventaja y su vida no dependiera de defenderse de ella.
Le miró desde su posición, sin duda era una mujer agraciada y malcriada a quien de seguro ahora estaba asustando, pero aún no le parecía suficiente. Todo en ella indicaba lo económicamente bien aventajados que debían de haber sido sus padres, pero también la falta de enseñanzas y respeto que se veía en el común de las mujeres de la época; sumisas y esclavas de su género. Y fue por eso que se acercó aún más a ella para así continuar con su gratuita lección.
— ¿Qué tal... — comenzó susurrando a su oído, rozándole la piel con la punta de su nariz y la calidez de su aliento alcoholizado — si ya que sois tan creyente... — se desvió de su oreja para acercarse ahora a su rostro y mirarle a los ojos — os entrego en sacrificio? — le sonrió de costado y se alejó un poco más para mirar alrededor — Después de todo, no habría mejor lugar para hacerlo que esta, la misma casa del Señor — volvió a mirarle y negó con la cabeza — Lastima que no valéis la pena, ni soy yo un asesino — agregó soltándole del cuello, para luego sujetarle de ambas manos mientras le ponía una de sus piernas flectadas sobre ambos brazos y tronco, para impedirle así un poco más el movimiento.
Le miró de nuevo, y con su mano libre, sacó una cigarrera de su bolsillo trasero y le dejó en el suelo para poder abrirla y de su interior sacar tanto un cigarro de los puros y también un encendedor de plata con el símbolo de su escudo familiar, perteneciente a la realeza escocesa. Se llevó el cigarro a la boca y lo encendió con aquella única mano, para luego de aspirar el humo de su cigarro, mirarle otra vez.
— ¿Sabéis hacía cuanto no ponía un cigarro en mi boca? — le preguntó sin interesarse en su respuesta — Tres años. Suelo fumar sólo cuando tengo sentimientos de crisis autodestructiva — le explicó sin importarle si ella quería escucharle o no, y volvió a llevarse el cigarro a los labios — Extraño ¿No os parece? — inquirió nuevamente antes de arrojarle el humo a la cara.
Y es que así era él, un completo caballero con aquellos que lo merecían, y una bestia maleducada con aquellos que no. Después de todo, cuando se trataba de enseñar y aprender, cualquier escarmiento imposible de olvidar sería bien recibido.
Última edición por Emerick Boussingaut el Jue Ene 10, 2013 7:19 am, editado 1 vez
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: Melancolía {Grazia Moretti}
"Mientras el círculo de su compasión no abarque a todos los seres vivos, el hombre no hallará la paz por sí mismo."
Albert Schweitzer
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Acababa de dar una nueva calada a su extraño cigarrillo, estaba permitiendo que su humo entrara con lentitud a sus pulmones para disfrutarlo y saborearlo en el interior de su garganta, pues los vicios sabían aún mejor cuando eran acompañados de una cuota de poder. Debía reconocerlo, a veces era un cabrón odioso, sin embargo jamás lo era sin motivos. Estaba en su sangre, dejarse humillar o tener tolerancia con quienes se creían mejores que el resto, eran cualidades que, con absoluta certeza, no corrían entre sus venas.
Hasta ahora sólo había pensado en hacerle pasar un buen susto, en darle un escarmiento tal que aprendiese a tener un poco más de respeto con los desconocidos, pues difícilmente de tan sólo verles la cara pudiese saber de lo que eran capaces. Tal parecía que ella tampoco gustaba de medir consecuencias y actuaba como un verdadera niñata mal criada, totalmente desubicada, en un mundo regido por los hombres, aunque... Tal vez estaba loca. No había caído antes en esa posibilidad, puede que en verdad hubiese necesitado un poco de ayuda ¡pero para ir al manicomio!
Y así divagaba, en tratar de comprenderla, cuando sintió un agudo pinchazo en su muslo. El salto de la impresión fue inevitable ¿Qué había ocurrido? Quiso saber, pero fueron entonces las mismas palabras de la mujer las que le dieron su respuesta y en ese momento ya no sólo sabía sido ella sino que además le había envenenado con una especie de toxina, pero no sólo eso, sino que además, la muy imbécil, acababa de darle una nueva información para poder usar en su contra; ella tenía el antídoto.
— Ah no, con esto ya si os habéis pasado de la raya — le acusó.
Y sin decir ninguna otra palabra, la tomó de los cabellos para obligarle a levantar la cabeza, dejando al descubierto su nuca y, ahí mismo, le noqueó.
La mujer cayó en la inconsciencia y él, aún molesto, se sobó el muslo antes de volver a ponerse el cigarro en la boca, pues en algún momento entre el pinchazo y su defensa, éste había caído al suelo. Fumó una nueva calada para conciliar la calma y comenzó con su tarea de registrarle entera hasta encontrar dicho antídoto y las botellitas malignas, ni más ni menos que en los dichosos pantalones. Resopló, y a sí mismo se automedicó.
Obviamente, y sin ser parte de su cleptomanía en aquel momento, le robó todas aquellas sustancias extrañas que podrían serle de utilidad y, como si aún estuviera dolido y afecto por su atrevida vestimenta, él mismo se encargó de despojarle de los afamados pantalones, aquella prenda que, por derecho, sólo le pertenecía a los hombres.
Pensó incluso en apagarle el cigarrillo en las piernas descubiertas, pero en cuanto se le pasó por la cabeza se dio cuenta que eso solo era parte de una maldad pura que él no quería dejar escapar, así que solamente se limitó a ponerse de pie, echarse los pantalones al hombro, y dejarle ahí, abandonada a su propia suerte y sin más ropa de la que le quedaba puesta.
Apagó su cigarro en el piso húmedo y avanzó hasta la salida, mientras paso a paso, pensaba en las posibilidades de aquella orate, que poco a poco, iban haciendo peso sobre su conciencia. ¿Qué tal si la descubría un viejo borracho y depravado? ¿Qué tal si la violaban o asesinaban o... simplemente enfermaba por yacer más de la cuenta en esa humedad poco salubre? Resopló, quiso regresar, pero no lo hizo, ella había demostrado no merecer la pena y sólo le ayudaría por muy fuera de lo propio, así que salió a la calle y se quedó ahí parado, a la intemperie y con la lluvia cayéndole sobre la cabeza hasta que vio pasar a una carroza de las públicas y le hizo detener.
— Buen hombre, os daré una cuantiosa paga si hacéis lo que os digo, y ojo que os dejo constancia de que lo corroboraré — le advirtió con el dedo indice antes de revisarse los bolsillos propios y sacar una buena cantidad de francos que le entregó al chofer — Al interior de esta iglesia hay una loca dormida y a medio vestir, cuidado con ella que es algo peligrosa. Cogedla y llevadla con vosotros hasta el cuartel de policía más cercano, de seguro ellos sabrán que hacer con ella. Decidles como le encontraste y además decidles que os informó la gente que la loca es agresiva y que ha usado la prenda de los hombres, para que así le pasen una multa — agregó aquello ultimo entregándole los pantalones y, sin más que decir, se marchó caminando por debajo de la lluvia.
Hasta ahora sólo había pensado en hacerle pasar un buen susto, en darle un escarmiento tal que aprendiese a tener un poco más de respeto con los desconocidos, pues difícilmente de tan sólo verles la cara pudiese saber de lo que eran capaces. Tal parecía que ella tampoco gustaba de medir consecuencias y actuaba como un verdadera niñata mal criada, totalmente desubicada, en un mundo regido por los hombres, aunque... Tal vez estaba loca. No había caído antes en esa posibilidad, puede que en verdad hubiese necesitado un poco de ayuda ¡pero para ir al manicomio!
Y así divagaba, en tratar de comprenderla, cuando sintió un agudo pinchazo en su muslo. El salto de la impresión fue inevitable ¿Qué había ocurrido? Quiso saber, pero fueron entonces las mismas palabras de la mujer las que le dieron su respuesta y en ese momento ya no sólo sabía sido ella sino que además le había envenenado con una especie de toxina, pero no sólo eso, sino que además, la muy imbécil, acababa de darle una nueva información para poder usar en su contra; ella tenía el antídoto.
— Ah no, con esto ya si os habéis pasado de la raya — le acusó.
Y sin decir ninguna otra palabra, la tomó de los cabellos para obligarle a levantar la cabeza, dejando al descubierto su nuca y, ahí mismo, le noqueó.
La mujer cayó en la inconsciencia y él, aún molesto, se sobó el muslo antes de volver a ponerse el cigarro en la boca, pues en algún momento entre el pinchazo y su defensa, éste había caído al suelo. Fumó una nueva calada para conciliar la calma y comenzó con su tarea de registrarle entera hasta encontrar dicho antídoto y las botellitas malignas, ni más ni menos que en los dichosos pantalones. Resopló, y a sí mismo se automedicó.
Obviamente, y sin ser parte de su cleptomanía en aquel momento, le robó todas aquellas sustancias extrañas que podrían serle de utilidad y, como si aún estuviera dolido y afecto por su atrevida vestimenta, él mismo se encargó de despojarle de los afamados pantalones, aquella prenda que, por derecho, sólo le pertenecía a los hombres.
Pensó incluso en apagarle el cigarrillo en las piernas descubiertas, pero en cuanto se le pasó por la cabeza se dio cuenta que eso solo era parte de una maldad pura que él no quería dejar escapar, así que solamente se limitó a ponerse de pie, echarse los pantalones al hombro, y dejarle ahí, abandonada a su propia suerte y sin más ropa de la que le quedaba puesta.
Apagó su cigarro en el piso húmedo y avanzó hasta la salida, mientras paso a paso, pensaba en las posibilidades de aquella orate, que poco a poco, iban haciendo peso sobre su conciencia. ¿Qué tal si la descubría un viejo borracho y depravado? ¿Qué tal si la violaban o asesinaban o... simplemente enfermaba por yacer más de la cuenta en esa humedad poco salubre? Resopló, quiso regresar, pero no lo hizo, ella había demostrado no merecer la pena y sólo le ayudaría por muy fuera de lo propio, así que salió a la calle y se quedó ahí parado, a la intemperie y con la lluvia cayéndole sobre la cabeza hasta que vio pasar a una carroza de las públicas y le hizo detener.
— Buen hombre, os daré una cuantiosa paga si hacéis lo que os digo, y ojo que os dejo constancia de que lo corroboraré — le advirtió con el dedo indice antes de revisarse los bolsillos propios y sacar una buena cantidad de francos que le entregó al chofer — Al interior de esta iglesia hay una loca dormida y a medio vestir, cuidado con ella que es algo peligrosa. Cogedla y llevadla con vosotros hasta el cuartel de policía más cercano, de seguro ellos sabrán que hacer con ella. Decidles como le encontraste y además decidles que os informó la gente que la loca es agresiva y que ha usado la prenda de los hombres, para que así le pasen una multa — agregó aquello ultimo entregándole los pantalones y, sin más que decir, se marchó caminando por debajo de la lluvia.
- Spoiler:
- Para los que no lo sepan, sé que Grazia lo sabe, pero lo explico de todos modos: En Francia del 1800 las mujeres que usaban pantalones eran multadas con cuantiosas sumas de dinero e incluso podían arriesgar condenas de cárcel.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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