AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Las historias de la noche [Libre]
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Las historias de la noche [Libre]
A una madre se la quiere
siempre con igual cariño
y a cualquier edad se es niño
cuando una madre se muere
José Mariá Pemán
siempre con igual cariño
y a cualquier edad se es niño
cuando una madre se muere
José Mariá Pemán
Ella despierta como si aun estuviese viva, ella se siente viva cuando abre los ojos y sus ramas sienten a los rayos del sol calentar superficialmente el frio de la noche, ella vive en el árbol, el roble de la manada Talbot, ese que se reverdece en la primavera manteniéndose del mismo modo durante el invierno, cubierto con un verde vivo sin importar las circunstancias o épocas del año, irguiéndose manera soberbia en medio del prado donde se asientan sus descendientes, siendo la medula espinal que construye el complejo armatoste habitacional de su familia caracterizado por las chozas de pieles y maderas para las viviendas individuales mientras que la del alfa se compone por una construcción mayor que denota el poder que ejerce sobre el resto.
El alfa actual le preocupa, ella misma no estaba preparada para dar algún concejo durante el primer concilio de los lobos, sin embargo lo hizo, porque su deber como alma matrona es encargarse de guiar a sus cachorros, quienes a pesar del paso del tiempo siguen siendo como sus pequeños quienes ya murieron hace mucho, ella proyecta en los lobos jóvenes que actualmente residen en la villa las imágenes de aquellos dos chicos nacidos de su vientre que se vieron marcados por el fatalismo de la estirpe, esos que a pesar de todo se negaron a caer en la bestialidad propia de los de su raza, controlando la transformación casi por completo aun cuando eso les costó mas de la mitad de sus vidas.
Ella recuerda a cada uno de sus hijos, sin importar cuanto tiempo pase siempre admira la entereza de sus jóvenes mientras se fascina al ver el avance de las crías en el clan, cada uno delos alfas contribuyo a lo que esta ya formado actualmente, pues incluso la brutalidad de Mailoc durante la época en que lidero es parte importante del desarrollo de la manada. Muchas veces, durante la noche que es cuando se levanta, observa a los vivos dormir y no puede evitar que una mirada de orgullo acompañada de una expresión de satisfacción inunde su rostro mortecino, ellos crecen como los girasoles, tan alto que pueden llegar a flaquear, pero con tanta determinación que jamás liberan a su objetivo de su vista, son feroces y aguerridos, esos son sus hijos.
Las cosas parecen bien con sus chicos pero ella no puede dejar de preocuparse, siempre esta preocupada, el tiempo pasa pero cada vez se pone peor, su lazo con el mundo terrenal se fortalece día con día hasta el punto de que actualmente no logra ver la puerta de paso almas allá, Marcheline no quiere venganza, no es como el resto de los espíritus atrapados en el limbo, su razón es mas que valida, sin embargo muchos podrían calificarla como tonta, a sus espaldas claro esta, pues una cosa que la caracteriza son esas maneras volubles que tiene, cambiante como las arenas del desierto, ella nunca deja de estar preocupada por el destino de sus crías, sin embargo siempre habrá algún otro incomodo sentimiento que malverse su carácter.
Boudica se deja caer en medio de parís sin importarle que la vean, sobre una banca solitaria a mitad de la calle, su espalda se estira sobre el frio metal, pero ella no siente aunque el invierno aun azote a los pobres, la nieve cae suavemente, como danzando con el viento, el vestido blanco se confunde con los copos apilados en la acera, calendo ligero hasta tocar el suelo, los tirantes se cruzan sobre sus hombros resbalándose un poco mientras su largo cabello imita los movimientos de la tela en las enaguas, la fantasma encoge las piernas poniendo los pies descalzos encima del metal, desnudos, estéreos, una sonrisa plaga su rostro mientras lleva delicadamente una mano por sobre su frente, al menos los inviernos siguen siendo iguales sin importar el paso del tiempo, las estaciones siempre an sido inamovibles, eso hace feliz a Boudica.
Marcheline Boudica- Fantasma
- Mensajes : 26
Fecha de inscripción : 05/10/2012
Re: Las historias de la noche [Libre]
Era aquella una casa de muerte, una que los vivos tendían a evitar, que la soledad venía a reclamar y que los difuntos habían de morar. También era aquel lugar en el que amanecía cuando el sol caía, en el que el crepúsculo marcaba la hora de inicio del día y en el que la noche reinaba en detrimento de lo diurno. Y, sin embargo, por su trasnochadora actitud, no lograba imitar fielmente las cualidades de la mañana, guardando ese silencio asolador que se expandía por cada uno de los rincones del hogar y sólo era paliado por los sordos pasos que periódicamente se dejaban escuchar. Tampoco escapaba de la desolación el sentido del olfato, pues el aroma a flores recién recogidas se veía sustituido por el de la carne podrida que, por muy escondido que se hallase en las bodegas, se extendía sin remedio al resto de la maltrecha construcción. Éste del que estamos hablando era uno de los tantos palacios que se esparcían por el barrio del Marais, edificados décadas o centurias atrás en pleno auge de la aristocracia gala. Pero, como ya hemos comprobado, el que nos interesa presentaba ciertas características peculiares y éstas no eran debidas sino a su propietario, Deimos Halkias, o Aurélien Fournier, como figuraba en los papeles. Desde hacía varios años la residencia era su pertenencia, pero la amplitud de la planta, el poco agrado a la compañía que padecía el dueño, y que se veía traducido en un más que corto servicio, y el abandono que debió sufrir durante largos meses habían desgastado generosamente la entonces sana y ahora ruinosa construcción.
Debía de ser poco más de la medianoche cuando el portón principal se abrió y una figura surgió de ella dejando tras de sí un sordo y potente golpe que pretendía remediar la oquedad creada para dejarle paso. El sonido fue tan fuerte que en la orilla opuesta de la vía un gato pardo saltó asustado de su escondrijo y desapareció huyendo en busca de uno nuevo. El culpable de la molestia al felino también se perdió, en dirección contraria, a un paso raudo que bien pudiera demostrar un severo malhumor, aunque eso tampoco hubiera supuesto un gran cambio a su expresión corriente. Un nuevo experimento fallido, otro revés que le irritase sería la causa de su enfado, algo a lo que ya estaba más que acostumbrado, al igual que se hallaba habituado a su poca tolerancia a la derrota. Y, sin embargo, había perdido una batalla, pero no la guerra. Los misterios de la vida y la muerte, de los espíritus, ánimas y recipientes carnales no eran sencillos de desvelar, pero antes o después caerían ante él uno a uno. Pero eso sería después, cuando templase el nervio y pudiera volver a trabajar con el mismo cuerpo o un cadáver nuevo; entonces no.
Sus pasos le perdieron por París. Las calles y callejuelas pasaban bajo el arrollador ritmo que sus piernas acarreaban, por unos caminos que ya tenía bien transitados, desgraciadamente, pues en lo conocido se incide en la inapetencia, pues es la falta de entendimiento lo que motiva el ánimo y no al revés. La hedionda ciudad ya era parte de él como casi él era parte de ella, unidos por un trágico vínculo, una confidencialidad de los crímenes y las desgracias que una vivía a causa del otro; y el otro de la una. ¿Cuánto había ganado allí y cuánto había perdido? El corazón de Aurélien no había perdido un ápice de desprecio y, sin embargo, había ganado una infinidad de rencor. No quedaba nadie ni nada de valor a su lado sino él mismo, ni sus amantes, ni su preceptora, ni su hijo, todos muertos o desaparecidos; y, pese a todo, él sabía que poco importaba, que él solo era harto y suficiente para sí mismo. No necesitaba de nadie más.
Enfundado en un largo abrigo que pretendía hacer frente a la gélida temperatura hibernal, llegó a una senda que, en principio, no debía tener nada de especial. Pero, como antítesis de la fachada que sí sugiriese un tétrico interior, ésta sí guardaba un componente digno de mención. Sobre un banco, sin pudor alguno a poder ser vista, descansaba una mujer, impasible a la inclemencia del tiempo pese a su vestimenta escasa. El brujo apenas quedó un instante sorprendido, instante en el que pretendió reírse de la pobre fémina, sólo para percatarse a tiempo de que aquella era otra no era una joven común, sino una de los tantos espectros que había visto en su vida. Se acercó a ella, mas no pronunció palabra, tan sólo la analizó detenidamente durante un largo tiempo, a la debida distancia, intentando discernir qué clase de aparición se trataba, como si el nigromante un cazador fuese. Cazador que, de hecho, era.
Debía de ser poco más de la medianoche cuando el portón principal se abrió y una figura surgió de ella dejando tras de sí un sordo y potente golpe que pretendía remediar la oquedad creada para dejarle paso. El sonido fue tan fuerte que en la orilla opuesta de la vía un gato pardo saltó asustado de su escondrijo y desapareció huyendo en busca de uno nuevo. El culpable de la molestia al felino también se perdió, en dirección contraria, a un paso raudo que bien pudiera demostrar un severo malhumor, aunque eso tampoco hubiera supuesto un gran cambio a su expresión corriente. Un nuevo experimento fallido, otro revés que le irritase sería la causa de su enfado, algo a lo que ya estaba más que acostumbrado, al igual que se hallaba habituado a su poca tolerancia a la derrota. Y, sin embargo, había perdido una batalla, pero no la guerra. Los misterios de la vida y la muerte, de los espíritus, ánimas y recipientes carnales no eran sencillos de desvelar, pero antes o después caerían ante él uno a uno. Pero eso sería después, cuando templase el nervio y pudiera volver a trabajar con el mismo cuerpo o un cadáver nuevo; entonces no.
Sus pasos le perdieron por París. Las calles y callejuelas pasaban bajo el arrollador ritmo que sus piernas acarreaban, por unos caminos que ya tenía bien transitados, desgraciadamente, pues en lo conocido se incide en la inapetencia, pues es la falta de entendimiento lo que motiva el ánimo y no al revés. La hedionda ciudad ya era parte de él como casi él era parte de ella, unidos por un trágico vínculo, una confidencialidad de los crímenes y las desgracias que una vivía a causa del otro; y el otro de la una. ¿Cuánto había ganado allí y cuánto había perdido? El corazón de Aurélien no había perdido un ápice de desprecio y, sin embargo, había ganado una infinidad de rencor. No quedaba nadie ni nada de valor a su lado sino él mismo, ni sus amantes, ni su preceptora, ni su hijo, todos muertos o desaparecidos; y, pese a todo, él sabía que poco importaba, que él solo era harto y suficiente para sí mismo. No necesitaba de nadie más.
Enfundado en un largo abrigo que pretendía hacer frente a la gélida temperatura hibernal, llegó a una senda que, en principio, no debía tener nada de especial. Pero, como antítesis de la fachada que sí sugiriese un tétrico interior, ésta sí guardaba un componente digno de mención. Sobre un banco, sin pudor alguno a poder ser vista, descansaba una mujer, impasible a la inclemencia del tiempo pese a su vestimenta escasa. El brujo apenas quedó un instante sorprendido, instante en el que pretendió reírse de la pobre fémina, sólo para percatarse a tiempo de que aquella era otra no era una joven común, sino una de los tantos espectros que había visto en su vida. Se acercó a ella, mas no pronunció palabra, tan sólo la analizó detenidamente durante un largo tiempo, a la debida distancia, intentando discernir qué clase de aparición se trataba, como si el nigromante un cazador fuese. Cazador que, de hecho, era.
Malkea Ruokh- Hechicero Clase Alta
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Fecha de inscripción : 31/10/2010
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Re: Las historias de la noche [Libre]
En algún lugar del alma se extienden los desiertos de la pérdida, del dolor fermentado; oscuros páramos agazapados tras los parajes de los días.
Sealtiel Alatriste
Sealtiel Alatriste
El esposo de Marcheline fue un buen hombre, ellos se conocen en un pasado muy lejano, entre ellos se desarrolla una historia grabada en las hojas del tiempo, él se transforma en el hombre perfecto, en aquello que cada mujer del mundo desea, alguien que la saca de la pobreza, que la cubre con su manto, una persona capaz de subir al cielo y pulverizar las estrellas para bañar a su amada con su brillo, un hombre especial de entre los hombres especiales, con una apariencia quizás imperfecta, nada comparado con la belleza de su mujer, pero con aquel ápice de carisma que logra que a todas les parezca atractivo, él fue ese hombre que existió y que desapareció, él es aquel que nuca volverá a existir para Marcheline, ese se mostro ante ella por primera vez en un día de invierno igual al que hoy azota Paris.
Marcheline a veces duerme, mientras que a veces esta despierta, es una existencia efímera entre el mundo de los vivos y los muertos, pero por muy borroso que sea su lugar en este mundo sigue estando aquí, presente, esperando a que alguien la note, guardando sus recuerdos en los profundo de su existencia. El frio del invierno es sin duda algo que nunca volverá a sentir igual, pero que guarda en sus blancos copos las letras que componen el nombre de su marido, cayendo despacio desde el cielo, como una lluvia de plumas enviadas por dios para consolar a los pobres, son el fruto de la desdicha humana que aparece para consolar a las almas que como ella necesitan apagar la pasión y el fervor del deseo, de la envidia, de la necesidad de estar vivo nuevamente.
¿Qué esperan los dioses de ella? Se pregunta bajándolos pies de la banca con una exquisita delicadeza, dejando que la tela blanca formada por un recuerdo del pasado caiga sobre su nívea piel, cuando sus pies tocan el asfalto ella no siente nada mas que la tierra que cubre el roble de la villa Talboth, ella esta atada a el hasta el final de los tiempos, o hasta el final de la manada, cuando ya no haya nadie a quien pueda cuidar, entonces se vera hundida en la oscuridad por completo, antes de eso, ella permanecerá vagando por parís, preguntando cual es el camino que debe seguir para alcanzar su propia realización, intentando descubrir su propio final donde ni siquiera existe un principio.
Que miedo da descubrir en la brillante luz un atisbo de oscuridad, se dice a si misma sintiendo cerca de su alma una esencia atrapante, algo que la jala, que la llama, un sentimiento en su pecho le dice que es momento de que desaparezca, pero ella no lo hace, ella no esta dispuesta a simplemente borrar algo que a agitado tanto su interior, Marcheline fue una líder, una mujer que apareció en medio de la nada creando una nación a partir de una pequeña familia, ella no olvida nada de lo que fue antes de su muerte, aunque curiosamente deja ir aquello que poseyó en vida, lo material no es de su incumbencia pues no puede poseerlo, pero ahí, en medio de ningún sitio encuentra un algo que puede incitarla a “querer” algo que le da las esperanza de “volver a ser” aunque ella ya no es.
¿Pero que es eso que revolotea en la oscuridad? ¿Qué es esa sombra que asecha con la naturalidad propia de los depredadores nocturnos? ¿Qué es? O mejor dicho ¿Quién es? Afirmaciones, conjeturas y múltiples preguntas guían su vista a encontrar entre la nieve aquella mancha que ensucia la pureza, es una figura extraña para ella, posee sobre su piel marcas hechas de la corrupción, Marcheline no entiende completamente porque, pero eso le molesta, ese color encima de su piel no es natural, es demasiado oscuro para ser una cicatriz, muy profundo para tratarse de pigmentos naturales.
- ¿Qué eres tu y que es eso que se propaga por tu piel?-Marcheline esta acostumbrada a preguntar cuando quiere saber algo, también esta acostumbrada a que le contesten cuando pregunta, a que callen cuando habla y a que obedezcan cuando ordena, o al menos eso era cuando estaba viva, ahora a perdido junto con su cuerpo putrefacto cualquier beneficio propio de los vivos. ¿Quién necesita a un muerto? Nadie lo hace, ellos no la necesitan, ni siquiera su manada, los Talboth solamente necesitan el roble y la creencia, para ellos con eso es suficiente, sin embargo, a pesar de saber todo eso ella esta ahí, esperando a que aquella sombra del mal decida contestarle, poniendo sus esperanzas en una habilidad de mando que probablemente ya a perdido.
Marcheline Boudica- Fantasma
- Mensajes : 26
Fecha de inscripción : 05/10/2012
Re: Las historias de la noche [Libre]
Detestaba el invierno. Detestaba esos copos de nieve que se desprendían ligeramente del cielo como ceniza helada que caía con la única intención de irritarle. Detestaba ese frío atroz que llegaba a él atravesando la ropa para cortar su carne. Detestaba caminar. Por detestar, detestaba hasta existir; pero hubiera detestado aún más no existir. Así era como se configuraban las cosas aceptables para Aurélien, Deimos o cualquiera que fuese el nombre con el que le interesase referirse a sí mismo en el preciso instante en el que pensaba, surgiendo como mediocres islotes en un océano de puro desprecio. Así pues, aunque refunfuñara, no protestaba sino por el mero gusto de quejarse, encontrándose realmente cómodo.
Esa parecía ser la meta en su vida: nunca estar a gusto, nunca conforme, exigiéndose sin permitir que nadie le exigiera y, sin embargo, siempre resaltando los defectos ajenos, dotándoles de proporciones exageradas. Y eso no era sino porque no tenía fin supremo para su día a día; que él supiera. En las entrañas del mundo, en lo más hondo de la existencia, aquellos que escogían a unos pocos para sus fines y dejaban al resto, a los desechos, a su libre albedrío habían visto en aquel ser un ápice de interés y, secretamente, le habían dirigido a un destino del que ni él mismo estaba al tanto. Una marioneta arrogante, eso era lo que era, un instrumento y nada más. Pero, por el momento, era mejor que creyese que él mismo era quien decidía sus pasos.
Los días pasaban con un origen incierto y un final decepcionante, una espera eterna que a él se le hacía inconscientemente insufrible, pero que a aquellos entes les parecían tan ínfimos que ni merecían siquiera mención. A consecuencia, el hastío reinaba en su vida, aunque eso sólo era el innegable resultado de un recorrido, esa serie de eventos que habían empezado antes incluso de su nacimiento. Ni siquiera los buenos recuerdos servían para librarle de su tragedia personal, pues las épocas de felicidad sólo hacían resaltar la desdicha en la que se había visto tan sumergido que había corrompido su personalidad hasta fusionarse con ella y hacerse una. Deimos, en todos sus aspectos.
Pero, volviendo al presente, frente a él se había aparecido un espectro, o más bien él se había aparecido frente a ella. La miró fijamente, intentando adivinar en su calma un rasgo que pudiera delatar una debilidad o una manera de hacerla parte de su recopilación de almas personal. No se consideraba como coleccionista, pues éstos disfrutaban con el mero hecho de conseguir y conservar, y él no hacía más que procurarse recursos para sus experimentos, como si sufriera síndrome de Diógenes, aunque aplicado a los campos que le eran de utilidad. Como si su aura se hubiera visto manchada del propósito de encarcelar a la mujer, una pequeña molestia comenzó a surgir en el bolsillo derecho de su chaleco. Eran otros espíritus, contenidos en un pequeño frasco, no mayor que la palma de su mano, tintado completamente de negro y que llevaba con él desde haría quizás algo más de un lustro, desde que lo fabricara y encantara con su antigua y ahora difunta compañera y maestra, Anna Kapralev. Encadenados a aquel pequeño recipiente, apenas eran capaces de hacerse notar, pero él, acostumbrado a la quietud y a la aparente soledad, era consciente de su alterado estado.
Al fin, la mujer se percató de su llegada y le preguntó sobre su identidad y lo que se propagaba por su piel. Le costó unos segundos deshacerse del desconcierto antes de advertir que se refería a los tatuajes de su piel. Sonrió como sólo podía hacer, con una mueca irónica, nada jovial, pues había perdido la facultad, y la intención, de mostrar marcas de felicidad, algo a lo que su nuevo cuerpo se había adaptado sin dificultad.
- Mi nombre no es de tu incumbencia y lo que se propaga por mi piel es la propia muerte. – indicó tranquilo, intentando no dar datos de los que no tenía ni la menor idea, pues todos aquellos tatuajes excepto uno ya estaban allí antes que él.
Pero la calma de la que tan presuntuosamente hacía gala no tardó más de dos segundos en ser perturbada. De golpe, de todos y ningún lugar a la vez, de las entrañas, de la profundidad del aire, del fondo de sus propio cuerpo, surgió un susurro, incoherentemente fuerte.
- Malkea Ruokh. Malkea Ruokh. Su nombre es Malkea Ruokh. – ¿Fueron los condenados al oscuro vidrio los que lo gritaron o fue otro el delator? La curva sarcástica de sus labios desapareció al instante, no porque hubiera sido descubierto sino porque no sabía qué era lo que se había desvelado ¿Qué significaba Malkea Ruokh? Debía ser, quizás, la tercera ocasión en la que le llamaban como tal y no tenía ni la mínima pista de qué podía significar aquello. De lo que no quedaba duda alguna era de que se refería a él.
- ¿Y tú? ¿Quién eres tú y qué haces tan solitaria en este desamparado lugar? – intentó recuperar la perdida expresión, pretendiendo ignorar aquella voz que, quizás, ni siquiera existiese más allá de su imaginación, algo que no se le antojaba tan descabellado a juzgar por su historial. Sin embargo, aquel que pretendía atormentarle no dejó en su empeño.
- Malkea Ruokh – repitió - ¿Qué haces, Malkea Ruokh? ¿Quién es esa con la que estás? ¿Por qué la acechas? No es tu objetivo hoy secuestrar su esencia hoy, Malkea Ruokh. – el nigromante bufó, contrariado ¿Quién se creía que era esa presencia para ordenarle qué debía y qué no debía hacer en aquella congelada velada? Nadie más que él escogía cuáles eran sus movimientos; al menos en su errada opinión. El brujo, por lo tanto, se hartó.
- Khälâtz! - rugió y todo el panorama se sumió en el más absoluto y completo silencio. De momento.
Esa parecía ser la meta en su vida: nunca estar a gusto, nunca conforme, exigiéndose sin permitir que nadie le exigiera y, sin embargo, siempre resaltando los defectos ajenos, dotándoles de proporciones exageradas. Y eso no era sino porque no tenía fin supremo para su día a día; que él supiera. En las entrañas del mundo, en lo más hondo de la existencia, aquellos que escogían a unos pocos para sus fines y dejaban al resto, a los desechos, a su libre albedrío habían visto en aquel ser un ápice de interés y, secretamente, le habían dirigido a un destino del que ni él mismo estaba al tanto. Una marioneta arrogante, eso era lo que era, un instrumento y nada más. Pero, por el momento, era mejor que creyese que él mismo era quien decidía sus pasos.
Los días pasaban con un origen incierto y un final decepcionante, una espera eterna que a él se le hacía inconscientemente insufrible, pero que a aquellos entes les parecían tan ínfimos que ni merecían siquiera mención. A consecuencia, el hastío reinaba en su vida, aunque eso sólo era el innegable resultado de un recorrido, esa serie de eventos que habían empezado antes incluso de su nacimiento. Ni siquiera los buenos recuerdos servían para librarle de su tragedia personal, pues las épocas de felicidad sólo hacían resaltar la desdicha en la que se había visto tan sumergido que había corrompido su personalidad hasta fusionarse con ella y hacerse una. Deimos, en todos sus aspectos.
Pero, volviendo al presente, frente a él se había aparecido un espectro, o más bien él se había aparecido frente a ella. La miró fijamente, intentando adivinar en su calma un rasgo que pudiera delatar una debilidad o una manera de hacerla parte de su recopilación de almas personal. No se consideraba como coleccionista, pues éstos disfrutaban con el mero hecho de conseguir y conservar, y él no hacía más que procurarse recursos para sus experimentos, como si sufriera síndrome de Diógenes, aunque aplicado a los campos que le eran de utilidad. Como si su aura se hubiera visto manchada del propósito de encarcelar a la mujer, una pequeña molestia comenzó a surgir en el bolsillo derecho de su chaleco. Eran otros espíritus, contenidos en un pequeño frasco, no mayor que la palma de su mano, tintado completamente de negro y que llevaba con él desde haría quizás algo más de un lustro, desde que lo fabricara y encantara con su antigua y ahora difunta compañera y maestra, Anna Kapralev. Encadenados a aquel pequeño recipiente, apenas eran capaces de hacerse notar, pero él, acostumbrado a la quietud y a la aparente soledad, era consciente de su alterado estado.
Al fin, la mujer se percató de su llegada y le preguntó sobre su identidad y lo que se propagaba por su piel. Le costó unos segundos deshacerse del desconcierto antes de advertir que se refería a los tatuajes de su piel. Sonrió como sólo podía hacer, con una mueca irónica, nada jovial, pues había perdido la facultad, y la intención, de mostrar marcas de felicidad, algo a lo que su nuevo cuerpo se había adaptado sin dificultad.
- Mi nombre no es de tu incumbencia y lo que se propaga por mi piel es la propia muerte. – indicó tranquilo, intentando no dar datos de los que no tenía ni la menor idea, pues todos aquellos tatuajes excepto uno ya estaban allí antes que él.
Pero la calma de la que tan presuntuosamente hacía gala no tardó más de dos segundos en ser perturbada. De golpe, de todos y ningún lugar a la vez, de las entrañas, de la profundidad del aire, del fondo de sus propio cuerpo, surgió un susurro, incoherentemente fuerte.
- Malkea Ruokh. Malkea Ruokh. Su nombre es Malkea Ruokh. – ¿Fueron los condenados al oscuro vidrio los que lo gritaron o fue otro el delator? La curva sarcástica de sus labios desapareció al instante, no porque hubiera sido descubierto sino porque no sabía qué era lo que se había desvelado ¿Qué significaba Malkea Ruokh? Debía ser, quizás, la tercera ocasión en la que le llamaban como tal y no tenía ni la mínima pista de qué podía significar aquello. De lo que no quedaba duda alguna era de que se refería a él.
- ¿Y tú? ¿Quién eres tú y qué haces tan solitaria en este desamparado lugar? – intentó recuperar la perdida expresión, pretendiendo ignorar aquella voz que, quizás, ni siquiera existiese más allá de su imaginación, algo que no se le antojaba tan descabellado a juzgar por su historial. Sin embargo, aquel que pretendía atormentarle no dejó en su empeño.
- Malkea Ruokh – repitió - ¿Qué haces, Malkea Ruokh? ¿Quién es esa con la que estás? ¿Por qué la acechas? No es tu objetivo hoy secuestrar su esencia hoy, Malkea Ruokh. – el nigromante bufó, contrariado ¿Quién se creía que era esa presencia para ordenarle qué debía y qué no debía hacer en aquella congelada velada? Nadie más que él escogía cuáles eran sus movimientos; al menos en su errada opinión. El brujo, por lo tanto, se hartó.
- Khälâtz! - rugió y todo el panorama se sumió en el más absoluto y completo silencio. De momento.
Malkea Ruokh- Hechicero Clase Alta
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